LOS RECURSOS DE REPETICIÓN

Hace un tiempo hablé de la metáfora, junto a otros efectos similares o más complejos por suma de metáforas. Hoy haré un hueco a otras figuras, poco vistosas para muchos frente al vuelo con el significado, aunque con iguales o, incluso, mejores logros para el apoyo y base de la expresión. Son los recursos por repetición, ya de sonidos, ya de palabras y su posición en los versos, ya de estructuras sintácticas.

Estos recursos no están tan alejados de la evocación como generalmente se cree. Pensemos, por ejemplo, en la aliteración, que es la repetición de los mismos fonemas a lo largo de versos o de poemas, y, en concreto, en una de las que suelen usarse como ejemplo prototípico de la figura como es la Égloga tercera de Garcilaso:

en el silencio sólo se escuchaba

un susurro de abejas que sonaba

Garcilaso consigue, gracias a la repetición del fonema /s/ unida al contexto semántico, evocar el «susurro» de abejas, su zumbido, sobre el silencio. Además, recurriendo a la armonía entre acentos vocálicos y sus diversos timbres, se logra que la aliteración haga, realmente, de fondo a la sonoridad del verso. Es lo que se llama Armonía vocálica, alternando el golpe de voz en distintas vocales de un mismo verso; quizás, el mejor resultado se halle en el endecasílabo melódico[1].

Sin embargo, la aliteración es muy cotidiana y habitual para los más pequeños, acostumbrados a enfrentarse, para trabajar la pronunciación, a los trabalenguas cuyo fundamento suele estar en el uso de esta figura, como los «tres tristes tigres comían trigo en un trigal» o «el perro de San Roque no tiene rabo, porque Ramón Ramírez se lo ha robado».

Un reconocido maestro de la aliteración es Rubén Darío que elevó la figura a verdadero rasgo de toda la concepción modernista de la poesía. De él son los siguientes ejemplos:

¡Claras horas de la mañana

en que mil clarines de oro

¡dicen la divina diana!

¡Salve al celeste Sol sonoro!

———-

¡Amoroso pájaro que trinos exhala

bajo el ala a veces ocultando el pico;

que desdenes rudos lanza bajo el ala,

bajo el ala aleve del leve abanico!

———-

En mi jardín se vio una estatua bella,

se juzgó mármol y era carne viva;

un alma joven habitaba en ella

sentimental, sensible, sensitiva

La paronomasia, como recurso retórico, se aproxima a las funciones de la aliteración -incluido su uso en los trabalenguas-, al repetir palabras que, siendo distintas, poseen un sonido similar, como por ejemplo «hombre», «hambre» y «hembra», o el más típico entre «calavera» y «carabela». No sirve tanto a la evocación como al poeta ingenioso, tipo Quevedo o Lope de Vega, para producir llamativos juegos de palabras como aquél conocidísimo «tardón en la mesa y abreviador en la misa» de El alguacil endemoniado o aquél otro «Yo tal estaba, di conmigo en el sueño y en el suelo, obediente y cansado» de El mundo por dentro, ambos de Quevedo. Igualmente, Miguel de Unamuno, Juan Ramón Jiménez y, sobre todo, Gloria Fuertes, son autores en los que resulta harto sencillo encontrar el uso de la figura. Quedémonos con el romancillo Pobre barquilla mía de Lope de Vega:

Pobre barquilla mía

entre peñascos rota,

sin velas, desvelada

y entre las olas sola

Para cerrar con el tema de la repetición del sonido, tenemos la similicadencia, figura que consiste en aproximar palabras de similar sonido final dentro de un mismo verso, o al final de varios versos, generalmente verbos conjugados en igual tiempo creando una cadencia en el ritmo. Es una figura precedente y cercana a la rima consonante que también sirve para generar rimas internas en los versos. En ocasiones ha sido considerada como la rima de la prosa. Sea ejemplo de este recurso Jorge Manrique y las Coplas, en concreto la quinta en su segunda sextilla de pie quebrado:

Partimos cuando nascemos,

andamos mientras vivimos,

e llegamos

al tiempo que feneçemos;

assí que cuando morimos,

descansamos.

Entre la repetición de palabras contamos con recursos como la anáfora, que consiste en la reiteración al comienzo de varios versos, la epífora, que es la repetición al final del mismo verso, la figura complexio, que combina las dos anteriores, y la epanadiplosis que repite al comienzo y al final. Todas ellas tienden a servir de modo referencial a la palabra origen, reforzando su presencia e influjo, la idea, o por intensificación del sonido de forma rítmica. Además, la complexio puede ganar en intensidad cuando se realiza enfrentando términos contrarios por medio de paradojas. Por ejemplo, San Juan de la Cruz y la Subida al Monte Carmelo:

Para venir a gustarlo todo,

no quieras tener gusto en nada.

Para venir a poseerlo todo,

no quieras poseer algo en nada

Para venir a serlo todo,

no quieras ser algo en nada

Para venir a saberlo todo,

no quieras saber algo en nada

Por su lado, con la anadiplosis repite al final de un verso y al comienzo del siguiente la misma palabra, produciendo por continuidad un efecto de concatenación en la composición, como por ejemplo, hace Antonio Machado:

La plaza tiene una torre,

la torre tiene un balcón,

el balcón tiene una dama,

la dama una blanca flor.

En otras ocasiones podemos jugar con las palabras homófonas y homógrafas, es decir, aquéllas que se escriben o se pronuncian exactamente igual aunque sus significados son distintos, creando con ello diáforas o, si usamos palabras polisémicas en sus diversos significados, dilogías. Esto nos aproxima de nuevo a los juegos de palabras en los que Quevedo es figura de primera línea:

No permitáis que esposas

vuestras esposas aflijan,

que esposas traban las manos

y a esposas quitan las vidas.

Con el políptoton y la derivación repetiremos palabras de misma raíz pero con distintos morfemas, ya flexivos para el primer caso, ya derivativos para el segundo. Por ejemplo, a través de distintos tiempos verbales y sus correspondientes desinencias, como de nuevo hace Quevedo en uno de sus mejores sonetos -incluso entre el v.1 y v.3 podríamos ver un ejemplo de diáfora entre el verbo «ir» y verbo «ser» en su tercera persona del singular del pretérito:

Ayer se fue; mañana no ha llegado;

hoy se está yendo sin parar un punto:

soy un fue, y un será, y un es cansado.

Una última posibilidad para combinar con los anteriores recursos de repetición de palabras es el quiasmo. Se trata de una repetición simétrica en cruz de una, dos o más palabras de forma consecutiva en el mismo verso o siguientes. Veamos un ejemplo de Rubén Darío en su Canción de otoño en primavera:

Juventud, divino tesoro,

¡ya te vas para no volver!

Cuando quiero llorar, no lloro…

y a veces lloro sin querer.

Si en el quiasmo, trocamos también las relaciones sintácticas de las palabras repetidas, nos encontraremos ante un retruécano. Habitualmente, con el quiasmo y el retruécano se busca, como anteriormente vimos en complexio, contraste e incluso contradicciones, o, en el caso más extremo, paradojas. Sírvanos, otra vez, Quevedo para un ejemplo:

No he de callar, por más que con el dedo,

ya tocando la boca, o ya la frente,

silencio avises o amenaces miedo.

¿No ha de haber un espíritu valiente?

¿Siempre se ha de sentir lo que se dice?

¿Nunca se ha de decir lo que se siente?

Ahora bien, a la hora de trabajar con la repetición de la sintaxis del verso el recurso más conocido es el paralelismo. No se trata exclusivamente de repetir las mismas palabras en el mismo orden, sino las mismas categorías gramaticales en igual o similar orden sintáctico, acaso con ligeras variaciones. Sería posible emplear distintas categorías en la misma posición y mismo número de sílabas por cada una, de manera que el paralelismo fuera exacto y preciso. Como ejemplo de paralelismo con las mismas palabras está la intensidad de los siguientes versos de la Rima XLII de Bécquer:

Cayó sobre mi espíritu la noche,

en ira y en piedad se anegó el alma.

¡ Y entonces comprendí por qué se llora,

y entonces comprendí por qué se mata!

Y del mismo autor, esta vez Rima XXXVIII, un paralelismo sintáctico y mismo número de sílabas métricas por categoría:

¡Los suspiros son aire y van al aire!

¡Las lágrimas son agua y van al mar!

Dime, mujer, cuando el amor se olvida

¿sabes tú adónde va?

La razón de la existencia de los recursos de repetición podría encontrarse en un uso que hoy día se ha perdido: la transmisión oral y juglaresca. Estos recursos servían para facilitar la memorización o ayudar de muletilla en momentos de olvido para conseguir tiempo y recordar o improvisar el verso siguiente. Posteriormente, como hemos visto, quedan para crear juegos de palabras e ingenio, contrastes, paradojas, intensificación de una emoción, un sentimiento o una idea, crear un sonido de fondo para el poema y, en un uso más actual, como un recurso más para marcar el ritmo en composiciones de verso libre. Su valor poético evocador o intensificador es un buen aliado para el antirretoricismo y el antibarroquismo que buscan una expresión sencilla, intuitiva, directa, que, sin embargo, no quiere perder en intensidad. Por lo general nos retrotraen a un sabor más popular de los versos, pues por este tipo de figuras es por lo que se nos queda en la mente una letra de una canción, un poema o incluso un párrafo de una novela -piénsese en la repetición de estribillos, con origen en el villancico, o la reiteración de una palabra dentro de una canción que suele convertirse en el título.

A mi juicio, y a riesgo de equivocarme, hablamos de los recursos más empleados en la poesía y su historia, y, generalmente, de los que menos se mencionan ante aquéllos del significado y generadores de imágenes. La gran mayoría de las veces son recursos imperceptibles que precisan de posterior análisis; y, sin embargo, producen en el lector el efecto que el poeta buscó desde el principio.

Héctor Martínez


[1] En la obra Los poetas en sus versos: Desde Jorge Manrique a García Lorca de Tomás Navarro Tomás, puede encontrarse un buen estudio del endecasílabo en la poesía española y análisis sobre la armonía vocálica en Manrique, Garcilaso etc.

SOBRE LA METÁFORA

Recursos retóricos hay muchos, pero, probablemente, ninguno tan conocido y tan complicado como la metáfora. Y si digo que es complicado se debe a que constituye una figura libre, esto es, que depende por completo del gusto, la imaginación y la intuición del autor que va a emplearla y de su habilidad para lograr transmitir la evocación al insertarla en su obra. No pocas veces una metáfora se vuelve ininteligible, por bella que pueda resultar, si el contexto que la rodea no ayuda a su comprensión o si ella no acompaña a ese alrededor. En mi opinión, una metáfora no es mejor cuanto más intraducible sea o cuanta mayor pirueta semántica haga -que sería cantidad-, sino cuando logra provocar el efecto de traslación perseguido de forma inmediata, con sencillez, sin necesidad de analizarla con detenimiento por encima del resto del texto. Mala me parece la metáfora que destaca y parece convertir todo lo demás en mera excusa; aquella metáfora que se convierte en protagonista y no sólo en recurso expresivo. Es cierto que la etimología de «metáfora» -«llevar más allá»- no impone límite a su uso, sino que, al contrario, abre un campo entero de libertad de creación, pero, precisamente por ello, exige mayor responsabilidad y cuidado al construirla para no caer en los excesos poéticos de embellecimiento desmesurado o concatenaciones exageradas que no formen un todo alegórico. Más que por el mero adorno, su uso debería estar condicionado a la insuficiencia denotativa del propio lenguaje para representar una realidad, una emoción o sentimiento.

La metáfora, como tal, implica que el autor establece libremente una relación identificativa entre dos términos, uno real y otro evocado por personal audacia o por criterios de semejanza, contigüidad -casos de metonimia y sinécdoque-, allí donde el autor crea encontrarla. Pero, al mismo tiempo, estos términos señalan objetos y, por tanto, su unión da lugar a, por ejemplo, una imagen visual nueva -también pueden referir a cualquiera de los otros cuatro sentidos: oído, tacto, gusto y olfato-, más intensa y viva, de mayor carga semántica. En este sentido, no es cierto que la metáfora sea una comparación incompleta a la que le falta la partícula comparativa «como», pues ésta mantiene separados y retiene a cada lado a los términos que compara, mientras que aquélla supera y rompe la frontera que los divide fundiendo en uno ambos costados. Por otro lado, esta discusión sólo podría mantenerse acerca de la comparación de igualdad, que sitúa a los términos a una misma altura pero sin mezclarlos. Sin embargo, las comparaciones de superioridad o inferioridad no podrían traducirse a metáfora, pues por definición, impiden identificar término real y término evocado. Acaso, en oposición a lo que se suele oír, me inclinaría a pensar que es al revés: el símil -y sólo el de igualdad-, en su primitivismo, es una metáfora incompleta, un primer paso de relación, pero no de identificación que permita la unidad.

Existen dos modos de construcción para la metáfora: por un lado, la que conocemos como «metáfora impura» –in praesentia-, donde tendremos la parte real y la parte evocada; por otro lado, la «metáfora pura» –in absentia-, por la que únicamente se mostrará lo evocado. Tal como vemos, el elemento irrenunciable de toda metáfora es el término imaginario, la evocación, y sobre él recae todo el peso de la figura trabajada, en tanto que es este elemento el que mantiene el cabo de la relación con la parte real y le aporta rasgos semánticos y expresivos que no tenía por sí misma.

Ahora bien, es posible rebasar este nivel primario de traslación entre dos términos, y construir metáforas de mayor complejidad por asociación de otras: lo que venimos a llamar alegoría. Sin embargo, hay que tener precaución al entender la alegoría como simple suma de metáforas: deben existir relaciones lógicas entre las distintas metáforas para que adquiera sentido unitario. Quiero decir, la alegoría no consiste en poner metáforas una detrás de otra sin más, que sería como pretender sumar peras y manzanas.

Resultados del uso metafórico son el símbolo y el cambio semántico. Ambos casos se fundamentan en la recurrencia y reiteración de una misma metáfora y su empleo continuado de forma que el término real llega a ser totalmente sustituido y eliminado por el evocado, efecto de la costumbre que nos evita ya el remitirnos de uno hacia otro. El sentido simbólico de esperanza del color verde, de fuerza en el roble, del mar como muerte, del río como vida… o, por cambio semántico, la cotidianeidad con que hablamos de «falda de la montaña» o «pata de la mesa», expresiones en las que entendemos perfectamente sin necesidad de evocación, a pesar de existir traslación. Directamente pasan a ser términos reales, ya en el caso de un poeta, o acepciones integradas en el significado de la palabra en el diccionario.

Sin embargo, a pesar de lo dicho ante el símil, la metonimia, la sinécdoque, la alegoría y el símbolo, estos pueden confundirse fácilmente entre sí y en general como metáforas. Del mismo modo ocurre con el resto de figuras del significado, como, por ejemplo, la prosopopeya o la hipérbole. Una metáfora, tal como lo creo, puede llevar aparejadas otras figuras de refuerzo que ayuden a esa pretensión principal suya: dar consistencia y solidez al intento de reconstruir con palabras la realidad de objetos, pensamientos y sentimientos. La metáfora constituye el modo y la herramienta de esculpir y cincelar el diccionario. Cabe pensar, a fin de cuentas, como Nietzsche, que enredó la filología, el arte y la filosofía -por resumir y no extenderme-, y ver en todo nuestro arsenal de conceptos y palabras, nada más que el encadenamiento de sonidos que evocan objetos reales. Es decir, que toda palabra y concepto sería, por sí mismo, ya una metáfora con la que evocamos la realidad y la expresamos, la pensamos o la penetramos. Lo cual indicaría que el ejercicio metafórico es el origen de nuestra comunicación actual. Aunque terminaríamos retorciéndonos el mostacho como él, lamentando el olvido de este lúdico juego de significados como origen poéticamente creador de nuestro mundo.

Héctor Martínez

SOBRE LA DÉCIMA Y LA ESPINELA

Pocas estrofas dan tanto jugo en su estudio formal e histórico como la Décima. Todos hemos aprendido de carrerilla que fue un invento de un andaluz, Vicente Espinel, el mismo que le puso la quinta cuerda a la guitarra española, y que por ello lleva su nombre. Sin embargo, esto no hace más que arañar la superficie. Las estrofas de diez versos ya existían antes de las Diversas rimas de Espinel, en 1591, como combinaciones de estrofas de cuatro versos -redondillas- y de seis -sextinas-, uniones de dos quintillas -la Copla Real que veremos-, e incluso evoluciones previas y exactas a la que, posteriormente, bautizaría Lope de Vega en su El laurel de Apolo, con el nombre del andaluz.

Clásicamente, bajo espinela conocemos la décima que combina dos períodos de redondillas -por tanto octosílabos consonantes-, con pausa a partir del cuarto verso, y dos versos puente entre ambas -también octosílabos y consonantes- que ligan en pareado con el verso final de la primera redondilla y el verso inicial de la segunda: «abba ac cbbc». Ahora bien, no es infrecuente encontrar décimas en las que los versos puente no formen pareado, siguiendo estructuras de rima cruzada como «ca» o «cb» o décimas de versos heptasílabos y rima irregular, como en Manuel Acuña. Además de ser incluída entre las estrofas del Siglo de Oro español, asunto de Lope, Góngora y Calderón -véase el monólogo de Segismundo en La vida es sueño-, la espinela cruzó el charco y se implantó en las américas, por ejemplo Cuba, Panamá, Puerto Rico, Ecuador, Venezuela, México o Argentina, en recitales de improvisación oral como la principal estrofa popular. En esta línea son conocidos los payadores argentinos y autores como Nicolás Guillén y Sor Juana Inés de la Cruz. Es llamativo también el uso de Espinelas por Cervantes en su Quijote, con versos de cabo roto -véase los Versos preliminares de la primera parte.

Ahora bien, no se debe caer en el reduccionismo que conlleva que toda décima es espinela. No es cierto. Existen, dentro del conjunto de estrofas de diez versos, la Décima irregular, la Copla Real, la Seguidilla chamberga o el Ovillejo cervantino.

La Décima irregular resulta algo confusa, pues refiere tanto a estrofas de, en realidad, 12 versos –guajira cubana-, como a estrofas de diez pero con sólo dos rimas siguiendo el esquema: «abba ababbb» o «ababb aabbb».

La Copla Real, también llamada «falsa décima» o «quintilla doble», octosilábica e igualmente de rima consonante, es predecesora de la Espinela con las tres rimas propias de las décimas, en general, del siguiente modo: «abaab cdccd». Se trata de la estrofa fijada en el medioevo -s. XV- por Juan de Mena en su poema Coronación, dedicado al Marqués de Santillana. Sin embargo, frente a la Espinela, la Copla Real se origina a partir de quintillas en dos estrofas, así como suele realizar la pausa en el quinto verso, y no en el cuarto. Precisamente por formarse en quintillas, según las normas de esta última, existe variabilidad de combinaciones y carece de una estructura fija. Debe tenerse en cuenta que nunca ninguna de las dos estrofas que la conforman compartirán rima, sino que serán independientes. También aquí llama la atención Cervantes y el Quijote, por el uso de Coplas Reales con estrambote tetrasílabo y libre -en el cap. XXVI de la primera parte- las glosas en Copla Real -cap. VIII de la segunda parte- y la colección de Coplas Reales simples por todo el libro.

La Seguidilla Chamberga consiste en la adición de tres pareados, trisílabos los impares, y heptasílabos asonantados a una seguidilla normal, formando un estribillo, del siguiente modo: «7- 5a 7- 5a 3b 7b 3c 7c 3d 7d».

El Ovillejo, de ilustrísimo origen cervantino en, por ejemplo, La ilustre fregona o en el cap. XXVII del Quijote, consiste en tres pareados octosílabos y trisílabos -en ocasiones podemos hablar de pie quebrado cuando son tetrasílabos-, y final en redondilla, cuyo último verso suele recoger los términos señalados de los versos cortos de los pareados. Existe cierta confusión al haber bautizado Quevedo con el mismo nombre a varias composiciones de su Urania, aunque son combinaciones de heptasílabos y endecasílabos pareados y consonantes. Otra variante del Ovillejo son las combinación de pentasílabos y endecasílabos que hizo Miguel de Unamuno.

Lope de Vega, en su Arte nuevo de hacer comedias, asignó un papel concreto a las décimas dentro del teatro como formas ideales para la expresión de quejas. Pensemos en el citado ¡Ay, mísero de mí, y ay, Infelice! de Calderón, como el largo monólogo de queja y lamento de Segismundo. Precisamente, durante el s. XVII se liga la décima a la Glosa con el fin de prolongar el tema poético. Sin embargo, la décima también se empleó para el epigrama satírico, al caso el conocido ejempo de Nicolás Fernández de Moratín y su Admirose un portugués. Por lo general, y sobre todo en la Espinela, se presenta el tema de la narración en los cuatro primeros versos o redondilla y lo sigue y profundiza en los seis siguientes sin añadir ningún motivo nuevo, rasgo que lo aproxima a la perfección estrófica del soneto y consagra la décima al panteón de estrofa clásica.

Para finalizar, como viene siendo costumbre, dejo un ejemplo personal de Espinela en glosa con inicio en redondilla presentando el tema, como mero ejemplo ilustrativo sin pretensiones.

Nadie llora cuando siente

En su corazón el peso

De la caricia y del beso

Suave del labio que miente.

.

No se llora si se tiene

Al amor por verdadero

que con cadena de acero

Nos esclaviza y retiene.

Es el amor que conviene

El que entra por ojos ciegos

El que no sabe de ruegos,

Llega en olas de pasiones

Cantando dulces canciones

Y abrasando con su fuego.

.

¡Ardiente! Pero, ¡Ay, luego!

Son primero las punzadas

Pequeñas, finas, clavadas,

Sin que se rompa el apego.

Después se prolonga el juego

Entre el sí, y el no, y el puede;

No se sabe qué sucede

Ni porqué queman las llamas

Y hacen del amor los dramas

Que impiden que el beso quede.

.

Quizá el corazón herede

Algunos recuerdos bellos

Que en la memoria, destellos

Sean de un amor que cede.

Será fugaz luz que enrede

Entre la sangre impaciente,

Que al corazón desoriente

Para que no logre ver

Cómo llegará a doler

El suave labio que miente.

Héctor Martínez

SOBRE LA OCTAVA

En esta andadura por el extenso campo de métrica, estrofa y recursos, hoy vuelvo a decantarme por los orígenes italianos. Si bien el Soneto alcanzó gran esplendor de la mano de Petrarca, la Octava suele ir de la mano de otro no menos importante autor: Boccaccio. Sin embargo, si atendemos a Navarro Tomás, y no sólo a aquel famoso apunte de Fernando de Herrera acerca de Boccaccio, cabe pensar que la Octava Real u Octava Rima -también heroica- tiene un origen siciliano más remoto en el s. XIII, en plena lírica latino-medieval. Este origen, ya en arte menor o mayor, sigue dos rimas alternas en toda la estrofa. Posteriormente adquirirá el cambio para el final en pareado con la introducción de una tercera rima. Es decir, la estructura ABABABAB, pasaría a ser la más familiar ABABABCC, con el irrenunciable pareado final -que también se trasladará a versos interiores- ya en manos de Boccaccio[1].

La estrofa llega al Renacimiento español con Juan Boscán y, ¡cómo no!, es apadrinada por Garcilaso de la Vega en sus Églogas -concretamente en la tercera, siendo las otras dos en Estancias. Con el aval italiano y de Garcilaso, la estrofa corrió como la pólvora por la métrica española, para la épica culta, religiosa y mitológica -recuérdense La Araucana de Ercilla, la Fábula de Polifemo y Galatea de Góngora o el Canto a Teresa de Espronceda- con sus consiguientes variaciones.

Analizando su forma más clásica, la conocida como Octava Real -la «ottava rima» de Boccaccio-, exige el verso endecasílabo y la rima consonante alterna entre pares e impares, hasta el final en pareado con nueva rima. Ahora bien, Juan de Mena -como también el Marqués de Santillana- en la lírica culta del s. XV empleaba para su Laberinto de fortuna una Octava distinta que precisamente lleva su nombre, aunque también se la conoce como Copla de arte mayor. Consiste la de Mena en una serie de ocho versos dodecasílabos con hemistiquios, y rima consonante primero con cuarto, quinto y octavo, el segundo con verso tercero, y verso sexto con séptimo (ABBAACCA). En otras ocasiones es posible dar con estructuras diferentes en el Laberinto de fortuna siguiendo rima primero con tercero, segundo con cuarto, quinto y octavo, sexto con séptimo (ABABBCCB). Existe también la mezcla de Octava Real y Copla de arte mayor, formándose la Copla de Pedro de Oña, con versos endecasílabos, comienzo según la Copla y final según la Real (ABBAABCC). El propio Marqués de Santillana nos proporciona otra variedad más, la Octavilla Real u Octava de arte menor, que, en realidad, consiste en la unión de dos redondillas repitiendo una de las rimas (abbaacca), o, simplemente, convirtiendo los versos en arte menor en disposición libre (ababbccb; abbacddc; ababcddc).

En la métrica española se introdujo, algo más tarde, desde Italia de nuevo, la Copla italiana o Copla aguda, también llamada Copla bermudina, por Salvador Bermúdez de Castro. Esta variación presenta rima aguda en cuarto y octavo -de ahí el sobrenombre-, quedando el resto a capricho del poeta, aunque lo más clásico es dejar primero y quinto sueltos y encabalgados (-AAB-AAB), como en la Rima LXXXV de Bécquer. El no tan nombrado Nicomédes Pastor Díaz, de igual modo en el Romanticismo, ingenió la Octava italiana o aguda con pie quebrado en cuarto y octavo verso. Manuel María de Arjona, en el s.XVIII, basó su Copla aguda en la combinación de versos decasílabos con heptasílabos en cuarto y octavo. Otro romántico, José Zorrilla, recupera el esquema de origen siciliano, visto al comienzo, en su Leyenda de Al-hamar pero en alejandrinos y rima aguda en pares, aunque también trabaja sobre la Octava Real clásica en Los cantos del trovador. La Copla italiana o aguda, a su vez, tiene estrofa homóloga en arte menor, con versos octosílabos o heptasílabos, recibiendo el nombre de Octavilla italiana, como en la famosa Canción del pirata de Espronceda, y un siglo antes, en el neoclasicismo poético de Juan Meléndez Valdés.

Ya en el s.XX, tras el Renacimiento, el Barroco, el Neoclasicismo y el Romanticismo, la Octava no desaparece de la poesía española, si bien el Modernismo de Darío la suprimió, más enamorado del parnasianismo y simbolismo franceses, o las tendencias irán encaminadas hacia estructuras no estróficas o versículo, de mayor libertad. Será un jovencísimo Miguel Hernández quien preparará en cuarenta y dos Octavas Reales sus primeros poemas publicados con el título Perito en lunas, aún bajo influjo de sus lecturas y estudio de las Décimas de Jorge Guillén, estrofa hacia la que irá derivando. También la poesía de posguerra retornará a las formas clásicas una vez perdido el hilo con las evoluciones y renovaciones de los últimos poetas anteriores al 36 hasta una nueva época de experimentalismo.

Como añadido al recorrido histórico de la Octava, su estructura formal y sus variaciones, además del cercano parentesco en arte menor de la Décima, cabe señalar la proximidad de la Sexta Rima (ABABCC) que asemeja una Octava Real «descabezada» -esto es, sin los dos primeros versos-, aunque, bien es cierto que se pueden encontrar ejemplos cuya estructura no se corresponde con la descrita (formas como: AACAAC, con tercero y sexto de rima aguda, o la misma disposición pero combinando el endecasílabo con el heptasílabo).

Tradicionalmente, la Octava ha servido para ensalzar lo épico líricamente desde formas cultas de endecasílabos, como el Romance lo hizo en las populares. Sobre todo, es la extensión en ocho versos que, aunque delimitada, junto a su variabilidad presta mayor juego narrativo que expresivo. Por ejemplo, fue ampliamente usada para celebrar hechos y hazañas como la Reconquista o la Conquista de América, cantar a reyes o para temáticas religiosas y mitológicas -ya mencionamos como ejemplo la Fábula de Polifemo y Galatea. El tema amoroso también puede seguirse en Octavas: Garcilaso de la Vega la empleó en su tercera Égloga para conformar un poema descriptivo-amoroso. Y muy de acuerdo estaría Lope de Vega, para quien la Octava es la estrofa descriptiva por excelencia. Gregorio Silvestre puso también el tema del amor a sus Octavas Reales. Mayor uso para el tema amoroso, la libertad y todo el bagaje romántico aparece en el s. XIX, visto ya en Bécquer, Espronceda o Zorrilla. Finalmente, Miguel Hernández jugó con la estrofa a la manera gongorina para describir, por ejemplo, un huevo, una sandía, un espantapájaros, centrándose en un lenguaje metafórico bien complicado dedicado al fin de elevar objetos cotidianos por medio del uso de la Octava como medio descriptivo junto a un lenguaje culto metafórico y simbolista[2].

Siguiendo la estructura de Copla de arte mayor para los cuatro primeros versos, y la Real para los otros cuatro, trocando la posición de rima en quinto y sexto, podemos construir una Octava como ésta mía dedicada al papel que, gesto hecho hábito, ofrezco de ejemplo:

Tienes corazón de arroz, lino y seda,

Sangre de harapo y camisas usadas,

Blanquecino el cuerpo por las miradas

Que buscan meter su amor en vereda.

Toda tu piel, tan fina, tan delgada,

Es refugio para el alma sin veda,

Para la letra que busca un camino

y el verso que enfrenta el duro destino.

Héctor Martínez


[1] Un breve artículo a la par que interesante es el preparado por los hermanos Palomares Expósito La Octava Real y la épica renacentista española. Notas para un estudio, Lemir, nº 8 (2004).

[2] Para ahondar sobre la significación de símbolos y metáforas en Perito en lunas, un ensayo recomendable es Simbología secreta en «Perito en lunas» de Miguel Hernández de Ramón Fernández Palmeral en Cervantes Virtual.

SOBRE LA SILVA

Si hay un tipo de composición poética clásica y, al mismo tiempo, cercana al versolibrismo, sin duda es la Silva. Sin embargo, existe gran confusión con sus hermanos el Madrigal y la Estancia. También hay quien entiende que la Lira es de la familia, a pesar de que no es antiestrófica y tiene métrica definida, a saber, 7a 11B 7a 7b 11B. Las otras tres tienen por origen el Renacimiento italiano, y guardan formas similares a primera vista. Un análisis más hondo permite ver la complejidad de la Estancia frente a la Silva y el Madrigal, así como las sensibles diferencias entre las últimas.

La Estancia, introducida en España por Garcilaso de la Vega -por ejemplo a través de sus Églogas-, presenta una combinación de versos heptasílabos y endecasílabos, de rima consonante. Ahora bien, el esquema conformado en la primera estrofa debe ser continuado en las siguientes. Por otro lado, la Estancia consta de partes formales complejas que la distinguen: una primera llamada «Fronte», de dos pies con rima común encadenada; una segunda llamada «Sirima», introducida por un «Eslabón» que la une al «Fronte» ligando la rima por repetición de la del último verso de éste, y la continuación en pareados hasta una «Coda» de tres versos que, al mismo tiempo que retoma alguna rima de los pareados, introduce otra nueva. Veamos un ejemplo analizado: 

analisis-estancia

La Silva y el Madrigal comparten con la Estancia la combinación de heptasílabos y endecasílabos, pero están exentas de la autoridad estructural de la primera estrofa. Del mismo modo, no conllevan una división en partes, ni el límite de catorce versos de la Estancia. Silva y Madrigal siguen el gusto y la libre disposición del poeta en verso y rima, pudiendo darse versos libres.

Acaso, como suele decirse, el Madrigal, con principal representante en Gutierre de Cetina, tiene por propios cuatro rasgos definidores, a saber: extensión entre doce y veinte versos, final en pareado, temática más propia la amorosa o la pastoril, y especialmente concebido para el canto en la Italia del s. XVI -apunte coincidente con la Estancia. Conste, sin embargo, la existencia de Madrigales no amorosos, como el dedicado al Billete de tranvía de Alberti.

La Silva, por tanto, queda como la composición no estrófica menos normativa de las tres, constituyéndose a partir de la libre disposición de versos endecasílabos y heptasílabos, así como de las rimas consonantes, y una extensión indeterminada de versos. Su carácter antiestrófico y antipetrarquista sorprende, dentro del s. XVII, por su abundante uso junto al soneto. Pero no debemos olvidar que son los siglos de desarrollo del verso endecasílabo, razón muy probable de su fuerte presencia en el Barroco español desde uno de sus principales garantes, Góngora en sus Soledades, hasta los grandes conceptistas Quevedo y Lope, quienes la aplican a diversas temáticas, como la cómica de la Gatomaquia del último. Acaso es preciso subrayar la Silva pareada de Calderón de la Barca, cumbre culterana, perceptible, por ejemplo, en los parlamentos de La dama duende, con especial afecto por el dominio del endecasílabo.

La libertad que impera en la Silva ha permitido una gran variedad de estilos desde el uso exclusivo del octosílabo, hasta el total predominio del heptasílabo o el endecasílabo. También el Modernismo aportó sus propios caminos con la Silva de alejandrinos y eneasílabos, o la Silva arromanzada -mezcla de Silva y Romance- donde sólo se sigue rima en los versos pares en asonancia. Ésta última dio lugar a la aparición de las Silvas versolibristas libre y blanca durante el s. XX , fundamentadas especialmente en los ritmos yámbicos y trocáicos.

Personalmente, tengo gran aprecio a la Silva como un tipo de composición adecuada a las tendencias «novísimas» de la época sin olvidar los orígenes clásicos, perfectamente adaptable a cualquier temática, y en la que el poeta se vuelve decisivo y absolutamente responsable del resultado a la hora de optar por la disposición de metros, rimas y ritmos. Se trata, en mi opinión, de una de las formas poéticas en las que más inconscientemente un autor puede dejar impresas sus preferencias líricas al abandonarse al torrente de la intuición inspiradora sin preocupación, y dar a conocer una completa personalidad poética, coherente y diferenciada.

Parte de culpa de mi predilección por la Silva, bien pudiera achacarse a las Soledades de Antonio Machado -contra todo pronóstico académico sobre Campos de Castilla-, y en especial por la IV, En el entierro de un amigo -supuestamente dedicada al abuelo del clan-, como ejemplo de Silva arromanzada, tan fúnebre, intimista y metafísica, si cabe, como sencilla, humana y auténtica, cuyos versos,

Un golpe de ataúd en tierra es algo

perfectamente serio.

deberían gozar -juicio mío- de mayor estimación, no sólo estilística o literaria, sino, más aún, del acervo popular como verdades universales dichas tan coloquialmente.

A riesgo de comparación -que no cabría, por cierto- dejo al lector un ejemplo mío de Silva asonantada -pese al pareado inicial-, con reminiscencia machadiada en el primer verso -trocando «con las aguas de abril/y el sol de mayo» por «las lluvias de mayo»-, quizás con soniquete modernista por la rima asonante que sirve de enlace continuo -«-ó-«. El tema es, también machadiano, cercano a Al olmo seco, pero con otras connotaciones. De notar son, el predomino del endecasílabo y la estructura de rima repetitiva, introduciendo una nueva en cada cuarto verso, quedando, claro está, en la última serie, libre. (AABCb CcBDB dDBeb EEB-B)

Los geranios con la lluvia de mayo,

Pétalo blanco, rosa, firme tallo

Clavado en la tierra que riega el sol,

Piden todos que vuelvas, jardinero,

Con sabroso color.

El temblor del rosal aún no abierto

Es veleta del viento

Que gira sin flecha ni dirección,

En ronco silencio aguarda tu vuelta

y dar cara al norte entera su flor.

¿Dónde, amigo, te encuentras?

Preguntan las plantas altas y enhiestas

Colmando el aire con todo su olor,

Creen robadas tus manos

de ligero algodón.

No saben nada ni rosa y geranio,

De los que con ojos tristes lloramos

Y que al ver en ellas todo tu amor,

Nos traen tu viva, tu fuerte presencia

Rotas las penas en el corazón.

Héctor Martínez

SOBRE EL ROMANCE

El último texto que publiqué fue Sobre el soneto, y de él me ha surgido la idea de recorrer las estructuras estróficas que más se han trabajado en nuestro idioma y mayores logros han obtenido. En esta línea, no podría dejar de figurar el Romance -pese a no ser una estrofa definida-, cuyo origen es netamente español.

Podemos datarlos, siguiendo a Menéndez Pidal, en el s. XIV a raíz de los antiguos Cantares de Gesta[1] -uno de los ejemplos más conocidos es El Cantar de Mio Cid-. Como es sabido, estos conformaban poemas narrativos sobre hazañas de héroes -gestas-, cantadas por los juglares. Dado que los Cantares estaban sujetos a los recursos para la transmisión oral, no presentaban una medida de verso regular, extendiéndose de doce a veinte sílabas con hemistiquio, es decir, con división en dos partes del mismo verso, formando tiradas monorrimas. Reordenando los versos por la cesura que separaba cada hemistiquio y contándolos como versos diferentes, surgen los primeros romances de verso más corto y rima en los pares dejando libres los impares, aunque en ellos persiste la irregularidad heredada del Cantar. Del mismo modo, continúa en ellos la temática épica y la sencillez para su memorización, así como el anonimato al no nacer por escrito, permitiendo esto el hecho de que puedan existir variaciones del mismo texto una vez transcritos. En muchos de ellos, la función que cumplían sería lo que hoy consideraríamos «informativo», acerca de las batallas en las fronteras y otros hechos -dando lugar a los Romances fronterizos- subrayados por un gran dramatismo y, en ocasiones, de secuencias dialogadas. Estos romances, reunidos en romanceros y cancioneros, formaron el conjunto que se llama Romancero viejo y que recoge todas las composiciones con dicha estructura y características hasta el s. XVI. Ejemplos son el Romance del prisionero o el Romance de Abenámar y el Cancionero de Estuñiga.

A partir del s. XVI -el Romancero nuevo– como estructura estrófica sin límite de versos, empieza a cultivarse de forma más cuidada, ampliando el campo temático a los sentimientos, y con autores reconocibles. Sin embargo, estamos ante una composición que nunca abandonó su preferencia en lo popular frente a los temas cultos -al que se dedicaba, preferentemente, el soneto-, no sin excepciones, y cuya reminiscencia dialógica y la entrada de personajes consentía su igual consagración en el teatro. Nombres como Calderón de la Barca, San Juan, Góngora, Quevedo, Lope de Vega, Tirso, Moratín, Duque de Rivas, Espronceda, Machado, Juan Ramón Jiménez, o Lorca han dado grandes obras en romance.

El Romance propiamente dicho consiste en una serie indefinida de versos octosílabos con rima asonante en los pares dejando libres los impares (-a-a-a-a…). Es fácil ver una de sus mayores ventajas al poder alargarse según la necesidad del tema sin precisar añadidos para completarlo. La segunda ventaja es la rima asonante, más natural y que simplifica los problemas de ritmo, abriendo, al mismo tiempo, el campo del léxico cara el final de los versos junto a la posibilidad de un sonido más flexible.

Pero, como suele ocurrir, de la estructura académica de octosílabos los Romances se ramifican en una serie de variaciones como el Romancillo, penta o hexasilábico, la Endecha en heptasílabos, y el Romance heroico en el verso endecasílabo. Fundamentalmente, el Barroco elevó el prestigio del Romance -más que otros el hexasílabo- en manos, por ejemplo, de Góngora. El s. XVIII da muestras de Endechas y el Romancillo rococó en Meléndez Valdés así como Romances heróicos, por ejemplo, en La toma de Granada de Moratín (Leandro). Aunque, sin duda alguna, el siglo de los Romances es el s. XIX antes y durante el Romanticismo, con preferencia sobre la medida de ocho, once y doce sílabas: pueden encontrarse Romances propios del preromanticismo en Cristóbal de Beña o en Martínez de la Rosa; en Hartzenbusch, Ros de Olano o en los Romances históricos y El moro expósito -romances heroicos- del Duque de Rivas, así como el romance octosolábico con que abre Espronceda su magno El estudiante de Salamanca -auténtico ejemplo de polimetría característica del romanticismo. Por último, en el s. XX no podemos olvidar La tierra de Alvargonzález de Antonio Machado, la principalidad que le otorga Juan Ramón Jiménez en su obra y estudios, y, por supuesto, el Romancero gitano de Lorca, cuyos versos resuenan hasta en bocas que jamás le han leído -desde aquél «verde que te quiero verde» del Romance Sonámbulo, «el niño la mira, mira/el niño la está mirando» del dedicado a la Luna etc.-, como si algo de la juglaría original recuperara en sus tonos populares y melodiosos.

Los temas recorren un amplio espectro, aunque tienen mayor presencia los asuntos épicos o históricos -ya se refieran a una crónica o suceso, ya a una gesta bélica, a un acontecimiento que marcó una época- con marcados caracteres trágicos si entrelazan con temáticas sentimentales. Acaso sea porque, no obstante y a pesar de su sencillez, el Romance requiere de la capacidad narrativa en verso, esto es, de traer al papel acciones, personajes e, incluso, escenas. Por otro lado, si bien no exige abundancia de recursos, es cierto que gracias a ellos resulta más intenso y vivaz. Se unen en él, por tanto, la función narrativa y poética, muy a tener en cuenta si a su práctica nos lanzamos.

Dejo aquí un Romance octosilábico mío, tal y como ya hiciera en el capítulo dedicado a los sonetos, sin que deba tomarse como ejemplo puro del metro empleado. Relato, a mi modo y mi interpretación, el episodio de Don Quijote contra el vizcaíno -cap. VIII y IX de la Primera Parte-, teniendo en cuenta que ese relato tiene gran carga épica y burlesca al mismo tiempo. Tomo la intensidad del verso final de Castilla compuesto en Silva por Manuel Machado -«-polvo, sudor y hierro-, el Cid cabalga»- y lo traigo a mi final:

Hacia el cielo levantada,

ya está la espada desnuda

que haría temblar abismos,

tierras, certezas y dudas;

sujeta bajo la mano

del de la Triste Figura,

  en alto el filo se yergue,

en alto, y desde la punta,

prepara el golpe triunfante

de esta sin par aventura;

Don Quijote, caballero,

que en su ignorancia profunda

llaman Alonso, hidalgo,

los bachilleres y curas,

tiene la mirada fría,

y el reflejo en la armadura

de un gallardo vizcaíno

con su muy poca fortuna;

tiene almohadón por escudo

el enemigo que jura

matar por su Dios mezquino

al héroe que no se asusta

de tal tajo que le lanza

a partirle la cintura;

peor fue la desatada

y la colérica furia

que, en La Mancha, Don Quijote

puso con su firme pluma

acertando en la cabeza

a medio caer de la mula;

así fue que al trote el jaco

dio al enemigo su fuga

sangrando por orificios

abiertos en esta lucha;

¿Entenderá el vizcaíno

que el Quijote derrumba

todo asomo de torpeza

que ilumina la cordura?

Cualquiera puede responder

a tan sencilla pregunta:

con polvo, sudor, con hierro

…el Ingenioso triunfa.

Héctor Martínez


[1] Frente a Menéndez Pidal, existen teorías llamadas “individualistas” que consideran el origen del Romance de forma independiente y paralela al Cantar de Gesta

SOBRE EL SONETO

Hablo como profesor, no como poeta, pues creo más aprovechable lo primero que lo segundo. Y es que, como poeta, mis esfuerzos por cultivar las formas clásicas y modernas también han caído en ir perdiendo, en algún verso, sílabas por no contarlas, una arriba o una abajo, junto a mi defecto adquirido de mezclar consonancia y asonancia, cuando no olvido unilateralmente la primera. Después del paseo que esta madrugada me di por el Libro de Arena leyendo sonetos de aquí para allá -¿qué habrá ocurrido esta noche para que florecieran tantos?-, he resuelto daros, ya digo que como profesor, unos apuntes que puedan ayudar a trabajar y mejorar este modo de composición estrófica. En todo caso, no conviene desesperar por la caída de una sílaba o el exceso de otra. Es la costumbre y la práctica la que nos meterá en el alma el ritmo que gobierna la composición para ya nunca necesitar mirarnos los dedos, pensar en el acento del verso, las diéresis, sinéresis, hiatos, diptongos o ir buscando la, en unos casos, sinalefa maldita que nos roba el endecasílabo, y en otros, tan bendita que nos lo regala.

Podemos situar el surgimiento del Soneto en los albores del Renacimiento, quizás un poco antes, según queramos creer que se origine con los trovadores de la lírica provenzal o en las pluma italianas. Si bien antes no existe rastro, a partir de los s. XV-XVI se reproduce con elegancia y maestría en las manos de grandes poetas que en su condescendencia lo auparon como estrofa fundamental. Entre ellos, Marqués de Santillana, Dante, Petrarca, Garcilaso, Shakespeare, Quevedo, Góngora y Lope, Ronsard, Baudelarie, Verlaine, Mallarmé etc. aportando cada uno variedades de soneto personalísimas.

Lo cierto es que se trata de una estructura reconocible a distancia por la disposición que presenta a la vista. Cuando contemplemos una construcción de catorce versos, distribuidos en dos estrofas de cuatro versos seguidos de dos de tres, sospecharemos estar ante un Soneto. Pero, como ya he dicho, existe variedad en su construcción. Si bien, la forma más clásica es la unión de dos cuartetos (ABBA) con dos tercetos y rima consonante, también existen sonetos con dos serventesios (ABAB) -se dice que fueron los primeros- o por combinación de cuarteto y serventesio, y una cierta libertad en la manera de ligar los tercetos (por ejemplo: CDE/CDE; CDC/CDC; CDC/DCD), prefiriéndose que en estos nunca se dé rima consecutiva.

De todas formas, no es difícil encontrar peculiaridades históricas de sonetos con más de catorce versos como el estrambote cervantino, debido a la necesidad de continuar la idea, pensamiento o sentimiento expuesto, con trece como en Rubén Darío terminando en puntos suspensivos que dan por entendida la continuación o apuntan el tono pensativo, con pareados en los tercetos a la manera francesa, o las formas inglesas que rehuyen los tercetos componiendo el final con un serventesio más y un pareado final. Hay quien invierte el orden e inicia con los grupos de tres versos -Verlaine- o quien los encadena en monorrima -Quevedo- o incluso independiza la rima entre los dos grupos de cuatro versos -las variaciones parnasianas ABBA CDDC, con cuartetos, llamado rima abrazada; también cruzada si formamos en serventesios ABAB CDCD.

La medida métrica no es cuestión ociosa. Debe pensarse que toda composición lírica se concibe para ser cantada, o al menos, recitada. Por tanto, no es la sílaba escrita la que cuenta, al modo de la nota en el pentagrama, sino que es la pronunciada oralmente la que se vuelve fundamental. Más aún en el soneto, cuya raíz etimológica nos remite a «sonido» y «son» (it. Sonetto y lat. sonus), esto es, armonía y melodía. La métrica en el soneto sigue la exigida del endecasílabo por los cuartetos, serventesios y tercetos. Ahora bien, no debe extrañarnos que en las épocas de reforma e innovación poética, demos con alteraciones como el soneto de arte menor o sonetillo, con un máximo de versos octosílabos en redondillas (abba) o cuartetas (abab) y tercetillas (a-a), dejando la puerta abierta al «pie quebrado» -soneto de cola-, o los heterosilábicos -también polimétricos- que combinan heptasílabos, eneasílabos y alejandrinos, como en el modernismo.

Estas libertades han dado lugar a un conglomerado de sonetos amétricos y blancos, esto es, sin una cuenta silábica regular o sin rima, marcando el ritmo de manera acentual similar al versículo.

Aunque el soneto es una composición estrófica fija, no se debe creer que es absolutamente rígida. Como estamos viendo permite cierto grado de juego flexible junto a los acentos rítmicos, las pausas reflexivas y los recursos como el encabalgamiento, los cuales consienten variar la relación entre las partes anudando y desuniendo los versos de cada grupo sin romper su esquema métrico. Así mismo, al poner en juego los recursos morfosintácticos -fundamentalmente los efectos asindéticos o polisindéticos o el uso de repetición como anáforas, anadiplosis, epanadiplosis y paralelismos- fonéticos -como las aliteraciones- o semánticos -metáforas, metonimias y sinécdoques- el soneto gana en fluidez y riqueza expresivas o en intensidad.

Por lo general, la estructura del soneto guarda directa relación con la estructura del contenido, de modo que se trasmita un pensamiento o emoción en los dos primeros grupos de cuatro versos y se concluya en los dos últimos de tres, aunque como es posible variar las relaciones entre los versos y la colocación de los grupos, se puede desarrollar la temática con gran libertad. Es decir, en modo alguno el buen poeta se siente constreñido por el soneto, sino que lo maneja a su gusto, con gran versatilidad y lo adapta a su necesidad, aprovechando las garantías de armonía que la técnica otorga, aunque haga falta, evidentemente, la dosis de genio, de inspiración, duende, sensibilidad, tacto o como quiera calificarse, que ha de poner el autor.

Dejo a los lectores un soneto mío de hace unos años, quizás no muy logrado, pero, de entre los pocos, el que creo mejor pese a sus imperfecciones:

Madrid, ¿qué sería yo sin tu Sierra

Coloreada de espumosa nieve,

Sin las faldas que coqueta remueve

 En pasos de baile sobre la tierra?

Entre sus riscos mi niñez se aferra

Cortada al filo del recuerdo breve,

Como la mísera gota que bebe

El viejo cuerpo que la edad entierra.

Juntos vencimos la erosión del viento,

De la lluvia, la vida y la memoria,

Por la fugaz ventana del momento;

 Y juntos vemos hoy nuestra victoria

Hecha jirones del roto lamento

Que suspira por repetir su historia

 

Héctor Martínez