24/04/2016
CATÁLOGO RETRATO LITERARIO
NI PERDÓN
NI OLVIDO
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27/03/2021
“KLARA Y EL SOL”, KAZUO ISHIGURO
En 2017 recibió el Premio Nobel de Literatura y desde entonces se había mantenido en silencio. Hasta que liberó su última obra, Klara y el sol este 2021 en Anagrama. Aunque su autor, Kazuo Ishiguro afirme que esta novela estaba en su mayor parte ya elaborada antes de la Pandemia, lo cierto es que encaja perfectamente a los tiempos que vivimos, sobre todo, y es uno de los temas que quiero comentar, respecto de esa creciente tecnofobia que nos cruza de parte a parte hoy.
El autor juega sobre seguro en la mayor parte de la novela al plantear la cuestión sobre lo que nos hace humanos en contraposición a una máquina, por muy inteligencia artificial que sea. Esto, evidentemente, no va a sorprendernos ni resulta algo original, si conocemos a Asimov, por citar un ejemplo canónico. En cambio, lo que al respecto puede resultar más interesante es que Kazuo Ishiguro proponga a la misma IA como narrador autodiegético y lo haga, precisamente, para desplegar todo el universo de emociones que late en el mundo humano. Dicho de otro modo, el escritor no concede la voz narrativa a la voz humana sino a la máquina misma, y los lectores vamos a seguir la historia desde la perspectiva autobiográfica de la IA como puerta de entrada al mundo del hombre. Resulta extraño, obviamente, porque nos obliga a trata de empatizar con un narrador que nos es por completo ajeno: ¿podríamos los lectores humanos entender lo que piensa y razona, lo que llega a concluir la IA en el cúmulo de vicisitudes del humano mundo? Más aún si lo característico de esta IA es su capacidad de observación y su absoluta ingenuidad e ignorancia con respecto al mundo del ser humano. Con esta estrategia, Ishiguro pretende indagar sobre la naturaleza humana exponiéndola ante un foco no humano: es una forma de situarnos en un punto cero, en una posición no prejuiciosa, este acto de convertirnos en los confidentes de la propia IA, llamada Klara.
El mundo que plantea es un mundo tecnológico, elitista, donde los robots están reemplazando a los humanos en las tareas laborales de la sociedad en un proceso de sustitución, lo que genera altos niveles de paro. Sin embargo, lo hacen como objetos de consumo dentro del mismo mercado. Nuestra IA protagonista está durante la primera parte de la novela (podría decir capítulo, pero se divide en partes) en una tienda junto con otros robots de distintas generaciones. Allí en la tienda incluso ve cómo ella misma enfrenta la misma amenaza y puede verse sustituida por nuevas generaciones mejoradas de IA. Este punto de vista es importante también ante contraste entre los dos niños que aparecen en la historia, Josie y Rick: Josie, la niña futura propietaria de la IA Klara, es una niña mejorada que cae enferma en ese proceso de mejoramiento, y su mejor amigo es Rick, un niño no mejorado, niños a los que apenas les reservan hueco ya en la sociedad ni cuentan con oportunidades en los estudios superiores etc. Sin embargo, Rick, muestra una gran capacidad intelectual al mismo tiempo que Klara va a ir mostrando una mejor capacidad para su labor que cualquiera de las versiones de IA mejoradas.
No obstante, no perdemos de vista el detalle de que uno de los grandes diseños de Rick es una bandada de pájaros-dron que vuelan en formación y que él controla. Pareciera que nos hallásemos continuamente en un círculo vicioso hombre-máquina (o natural-artificial) que, con la brújula apuntando hacia la mejora, asume un alto grado de inevitabilidad.El tema de la sustitución en ese ciclo hombre-máquina y en torno al criterio de mejora dará un oscuro giro cuando descubramos una de las tramas: el hecho de que la madre tiene unos planes muy definidos para Klara en caso de que Josie no se recupere de su enfermedad.
La soledad campa por todos lados de la novela. Sobre todo una soledad femenina: la madre de Josie, divorciada, que solo vive para trabajar; la madre de Rick, viuda; los propios niños, cuyas clases se desarrollan a través de la red y sus dispositivos rectangulares (entendemos algo así como iPads, Tablet, móvil…) y para quienes se adquieren estas IA como Klara, denominadas AA (Amiga/o Artificial); o una mujer en la que Klara apenas repara, y que se encuentra tan sola dentro de un café que es probable que hasta el camarero no haya advertido su presencia, aunque también tenemos el personaje de Mendigo con su perro en las primeras páginas, quizás como el culmen de los desheredados.
Esta soledad también se muestra en el contraste de espacios, no muy original pero efectivo, entre el campo abierto y vacío donde se puede ver la puesta de sol sobre el horizonte y la calles abarrotadas hasta la claustrofobia que bloquean con sus edificios la vista del recorrido del sol. Aunque sea un lugar común, sí destaca en esta contraposición de espacios el tratamiento del pasaje en que la IA Klara queda completamente aturdida cuando en una visita a la ciudad se ve rodeada por una muchedumbre. También deducimos rápidamente, como nota obvia, la inclinación de la balanza del novelista hacia el espacio natural frente al espacio urbano, al presentar este último como fuente de polución, ruido, incomunicación, inhumanidad… es decir, al ensalzar la descansada vida del que huye del mundanal ruido, tópico este del beatus ille y del locus amoenus nada extraño en las letras, aunque muy manido como para sorprender.

Klara y el sol es una novela de contrastes entre lo vivo y lo muerto, lo natural y lo artificial. El propio título nos habla de una IA que, al mismo tiempo, precisa de sol para alimentarse de energía; por tanto, es una IA que sabe mejor que los propios humanos del beneficio de lo natural. Klara ve el sol como fuente nutricia de energía, o como elemento crucial para la posibilidad de la vida, incluso, alcanza un punto de pagana divinización de la naturaleza al implorar al sol actuar sobre los males que aquejan a Josie y ofrecerse en sacrificio.
¿Tecnofobia o tecnofilia? ¿Mitificación de algún estado primitivo frente a la tecnología? Pues ni lo uno ni lo otro. Es cierto que la novela favorece el entorno natural (el sol, las altas hierbas, el campo, las cascadas…), que aparecen máquinas contaminantes cuya polución es un riesgo para la salud… podríamos creer que estamos antes la siempre rentable, intelectualmente hablando, tecnofobia. Pero también debemos recordar que la misma IA que funciona por energía solar combate las máquinas que funcionan por combustión; o cabe mentar los pasajes en que la IA es tratada como objeto despersonalizado que Ishiguro emplea para reflejar mayor inhumanidad en los hombres que en las máquinas: ya sea que se exponen como un objeto de consumo en una tienda cual mascota; ya sea la madre de Rick, quien literalmente no sabe si dirigirse a Klara como persona o como aspiradora; ya sean los niños en las reuniones de iniciación, que encuentran divertimento en lanzar las IA; ya sean los transeúntes de la ciudad, que temen y se niegan a permitir que la IA pudiera entrar en el teatro y ocupar una butaca, después de haber sido las IA las que han sustituido a los seres humanos en los trabajos. Al final llegas a empatizar con Klara, no tanto como persona, que no lo es, sino como un desarrollo tecnológico con sentido.
En mi opinión, Kazuo Ishiguro ha optado por presentar una novela en la que el desarrollo tecnológico sostenible y racional, tiene todo el sentido del mundo. La IA Klara es el punto medio tecnológico entre una tecnología obsoleta y contaminante y el imparable e irracional intento de mejora de unas nuevas IA que, según se llega a asegurar en la novela, nunca terminaron de funcionar del todo bien ni superar en satisfacción del cliente al desempeño de las IA de la generación de Klara. Es decir, Klara es un punto de equilibrio entre la tecnología que ha de dejarse atrás como perjudicial y la tecnología que sale adelante sin mayor razón de ser que ofrecer novedad y consumo y sin suponer, en verdad, un mayor avance, sino que resulta, más bien, tan perjudicial como la primera. Pese a todo, ante nosotros surge la obsolescencia de la IA, la necesidad imperiosa del mercado de surtir de nuevos productos mejorados (y aquí uno puede pensar ya en máquina o en ser humano, lo mismo da para esta novela) aunque la mejora sea algo completamente superfluo e innecesario, un signo de distinción elitista a lo sumo.
Esta novela tiene un marcado tono de fábula infantil. Es el autor mismo quien lo afirma y se debe a que está basado en un cuento que escribió para su hija, y en un primer paso para entrar en el género infantil. Pero de ello queda esto que digo, el tono, porque los sucesos narrados según se va descubriendo el pastel no constituyen un cuento de hadas en absoluto. Kazuo Ishiguro empezó a darle una vuelta hacia un lector más adulto hasta quedar en un impreciso lugar de ciencia ficción distópica masticable a partir de una edad adolescente (como la edad de los niños de la novela) hasta los 99 años. La relación de los propios niños Josie y Rick apuntan a esas amistades y amores de uña y carne desde niños, que zozobran en la adolescencia y quedan a pesar de la distancia en el posterior camino de la vida. Pero esa relación está en un contexto y es atravesada de unas causas y consecuencias que no hacen de la novela un óptimo candidato a libro infantil del año, desde luego, pero sí nos entregan una novela en la que retomamos a un Ishiguro que plasma de manera sencilla y sin necesidad de rellenar páginas y páginas, un panorama de nuestro tiempo mirándose al espejo de su mañana inmediato.
Héctor Martínez
11/03/2021
NN12, DE GRACIA MORALES
Llevaba bastante tiempo sin comentar una obra dramática. No es a causa del mazazo de la pandemia para la escena, o no solo, sino también he sumado la falta de calidad que ya se arrastraba de muchos montajes, más dirigidos a sermonear que a la función dramática, obras más subvencionadas que financiadas, actuaciones que dejaban mucho que desear… mientras sottovoce, como suele ocurrir, sin hacer mucho ruido, van pasando sin pena ni gloria obras que merecen una apuesta mayor en mayores escenarios y quedan encerradas, aunque no sea un desprestigio sino limitación, en un circuito de escena alternativa que las condena al ostracismo salvo algún rescate afortunado. Porque el problema no es el tema, sino renunciar a hacer arte dramático y convertirlo en la excusa barata de un sermón desde el púlpito. Y yo lo que quiero es asistir a una función donde el arte dramático se ponga en juego, no una máscara que aproveche que me tiene sentado en las butacas para convertir aquello en unos bancos frente a un atril. Voy al teatro y no a un mitin.
Dicho esto, que creo es algo que hay que decir para un teatro sano, también digo lo otro: que hay obras loables que pasan desapercibidas, incluso ganadoras de algún premio de relevancia, que sí suenan dentro del mundo del teatro, pero que no adquieren ese imprescindible eco fuera, en ese otro mundo que es puro teatro y quizás por ello se olvida de ir al teatro, a los teatros donde encontrarse con estas piezas.
Hoy hablo de una pieza corta, ganadora del Premio SGAE de 2008, y que tres años después entraba en Madrid por el Teatro Galileo, de manos de la compañía granadina Remiendo Teatro surgida en la escena andaluza. Un texto de Gracia Morales, fundadora de la compañía, con una amplísima trayectoria dramática apoyada en la solidez de la formación intelectual que atesora, y dirigida por Juan Alberto Salvatierra, excelente conocedor del espacio escénico como he podido comprobar, tanto como para no solo llevar a cabo puestas en escena sino también traer obra propia, con un pie en cada lado del mundo dramático.
La obra, cuyo título es un escueto y enigmático NN12, es una obra breve, de un acto y dieciséis escenas, para cuatro personajes. La obra se estrenó en julio de 2009 y trata el tema de los desaparecidos y la llamada memoria histórica (no es este el lugar de discutir una denominación que no le pertenece a la obra): los muertos cuyos destinos fueron largamente desconocidos y cuyos restos, hoy recobrados oficialmente, nos cuentan la tragedia de su destino desde la fosa en que fueron hallados.
Un primer punto a su favor, y creo que no soy original en señalarlo, es que Gracia Morales se haya dejado guiar por su sólida formación en la dramaturgia y la literatura para lograr una obra cuyo resultado no sermonea. El tema hace muy fácil resbalar hacia la sensiblería, la ideología y el sesgo, perdiendo el propósito del drama como representación de los actos humanos. Gracia Morales opta por no identificar tiempo, ni espacio, ni bando, lo que universaliza el tema: no es la salvajada de este o de aquel, allí o aquí, de ayer o anteayer. Gracia Morales señalaba, precisamente, «para mí, lo valioso es que cada lector pueda volver a poner en pie esta historia (por desgracia repetida en tantos lugares y tantos tiempos) y la sienta y la evalúe por sí mismo». En ello encontramos la razón del difuminado consciente de espacio y tiempo, porque el tema es ya de todo lugar y todo tiempo. Cada cual puede ubicar la historia donde y cuando más le plazca, y en cuanto acuda el lector a otras críticas verá que cada uno busca su sesgo (un error, en mi opinión) para sentirse a gusto. He llegado a leer que el acento gaditano de Carolina Bustamante nos sitúa en España, pero la nacionalidad de Jorge Molina, en el papel del teniente, nos lleva a Argentina. Ignoro si hubo esa intención, quizás, pero no lo creo. Si esa hubiese sido la intención, pienso que echaría por tierra el empeño universalista, además de que significa confundir la biografía de los actores con los personajes de una manera infundada. Es la misma Gracia Morales quien da referencias temporales y símbolos espaciales diversos que nos remiten a distintos lugares y épocas. No es una historia de buenos y malos, es decir, no busca personificar maniqueamente, sino que estamos ante la intemporal y trágica simbiosis de víctimas y verdugos. Y ahí vienen a coincidir todos los tiempos, lugares y bandos.
No obstante, es cierto que la propia autora, al margen del texto de la obra, sí estableció el motivo inspirador de la obra en la lectura de un artículo de El País titulado «La voz de los huesos» sobre las labores de los equipos forenses en Argentina en la identificación de restos de desaparecidos durante la dictadura militar entre 1976 y 1983. Ni que decir tiene que la obra, de hecho, ha girado por tierras argentinas. Ahora bien, como señalo, perfectamente puede uno situarse en la España en guerra, las sacas de unos, los fusilamientos de otros, los detenidos bajo el régimen franquista, o los desmanes en Chile o Nicaragua, por no echar la vista sobre los distintos fascismos de la vieja Europa, la extinta Yugoslavia, el estalinismo… no faltan, no, tiempos y espacios que la obra permite, como vamos a ver más adelante.
Otro punto positivo, también sobre el cronotopos, es plantear la situación bajo el dualismo espacio-temporal: nos mueve entre el tiempo presente y el tiempo pasado, así como entre el mundo de los muertos y de los vivos, mundos fusionados en el laboratorio de identificación de restos cuando el final de aquellos aún está pendiente de resolución por parte de estos. Esto permite que el personaje de NN, la encarnación fantasmal de los huesos que reposan en escena, vague por el escenario, interactúe con el presente y rompa la temporalidad a través de su no ubicación. NN está fuera del tiempo y del espacio, y se convierte en un elemento fantástico desde la dolorosa carga de la realidad sobre sus hombros. El mundo de los vivos, a su vez, se subdivide en dos espacios yuxtapuestos sobre las tablas: el laboratorio de identificación de restos, donde descansan ahora los huesos de NN, víctima, y el salón de la casa del verdugo.
La obra apela a un público que reconstruye la historia, la cual es una de tantas historias por las que, en guerra o bajo una dictadura, se acaba en una fosa: una historia de abuso de poder sobre el miedo de la población civil. Pasamos de unos restos desconocidos (esto significa la sigla NN: nomen nescio, nombre desconocido), en concreto los restos numerados bajo el 12 dentro de una fosa con más cuerpos, y terminamos conociendo todos los entresijos, a pesar del paso del tiempo; entresijos que permiten dar nombre (y la importancia que tienen el nombrar para el conocimiento, la memoria y frente al ignorar, el silencio y el olvido), resolver el enigmático NN, contar los hechos y establecer las consecuencias. Una apelación directa rompiendo la cuarta pared la tenemos al comienzo, cuando, según indicación de la acotación, la forense (por cierto, interpretada en Galileo por la propia Gracia Morales), tras exponer los trabajos de recuperación de restos, desde el proscenio aparenta dirigirse hacia el público:
habla hacia distintos puntos, no muy lejanos entre sí, dando la sensación de que responde a preguntas que se le realizan, pero que nosotros no oímos.
Estos gestos los hace de cara al público, mirándolo y señalándolo. Las preguntas las formulan, supuestamente, otros miembros del equipo de forenses. La idea de que en el público debe haber preguntas, debe hacerse cuestión ante lo que sucede, queda sutilmente sugerida en el aire. El espacio escénico, por tanto, queda extendido hacia el lado real desde el lado escenificado, y ambos se intercomunican. Así, el público que entiende que forma parte del equipo de forenses que debe trabajar en la identificación de los restos y la reconstrucción de su historia, sube al escenario. Esto ubica la labor forense en el presente mismo del público, como un ahora que se enfrenta a su ayer.
Pero la apelación es también continua desde la escenografía, a través de una enorme estantería de fondo donde se encuentran decenas de otras cajas de restos NN numerados. En un principio, en el texto no se referencia un fondo como este, pero sí se apunta al final de la obra el hecho de que la forense, una vez resuelta la identificación de NN y su historia:
Al momento se dirige a otro lugar del laboratorio, quizá una estantería, de donde toma una caja nueva. Se dispone a abrirla.
Es un acierto de la puesta en escena (al menos en Galileo en 2011) que esa monumental estantería esté presente permanentemente en el fondo, llena de cajas con las etiquetas NN y cifras junto a ellas que denotan una cantidad notable de víctimas. La alegoría de la magnitud de la barbarie toma cuerpo ante el espectador. Una forma de encarnar a las víctimas, el mundo en que están encerradas, y que ahí van a permanecer. Junto a ello, el ininterrumpido juego de luces a lo largo de la obra, quizás con su metáfora propia de arrojar luz y verdad sobre lo oscuro y oculto (arriesgo esta conjetura a partir del final del propio texto, con dos únicas palabras «oscuro final»).
Todos los personajes presentan un doble: NN, de quien sabemos luego que se llama Patricia, se desdobla en el personaje de Marlene para gusto de su verdugo, admirador de Marlene Dietrich; el verdugo, un teniente militar, lleva tras sus atrocidades una apacible vida con esposa e hijos; nuestra forense, aparece con su bata blanca trabajando en el laboratorio o vestida informalmente como una civil más, a la vez que escucha su propia voz grabada para el informe que realiza; Esteban, pasa de ser un huérfano a ser la huella viva de los sucesos del pasado, la memoria viva que ha de reencontrarse con el verdugo para traer el fantasma del pasado ante él.
Un personaje es interesante para la función apelativa que exige la reflexión del público: no aparece en escena, solo en las líneas de una carta. Se trata de Irene Cabriel, testigo mudo de las atrocidades cometidas en el centro de detención donde acabó NN junto a su verdugo, y que, solo bastante tiempo después, decide romper su silencio, no permanecer callada, y escribe una carta a los padres de NN para narrarles lo sucedido a su hija. Ella es la voz que decide no callar, no someterse al miedo, y que puede relacionar a víctima y verdugo para el presente. Entre víctima y verdugo siempre hay testigos intermedios cuyo silencio, aunque sea por miedo, es cómplice de la atrocidad.
Del elenco en Galileo, destaca en la actuación Carolina Bustamante en el papel protagónico de NN, con un trabajo físico excelente (de trapecista le viene la presencia física, la gracilidad, expresividad y fuerza del movimiento) mediante el que da carne, voz y alma a los restos óseos sobre el escenario. Vaga, sí, como alma en pena con gesto espectral, por la escena, como una presencia continua, un trágico interrogante, una pregunta sin respuesta, una identidad borrada con un balazo y una fosa. Aparece en escena al mismo tiempo que los huesos extraídos de la fosa, como si despertara y saliera de un oscuro y terrorífico limbo donde estaba junto al resto de víctimas, y sale de la misma cuando estos marchan en manos de Esteban para ser enterrados con nombre.
No pasaré por alto el lirismo de varios pasajes de la obra que alternan con el lenguaje académico, técnico y científico, formal de la forense. La frialdad con que se inicia la obra desde la exposición técnica de los trabajos llevados a cabo va cediendo poco a poco al calor de los sentimientos que se van desatando en la obra a partir de las identificaciones de los personajes. Citaré como ejemplo el hecho de que tanto la forense como NN tienen la misma malformación en el cráneo: la fontanela mayor no está cerrada, algo que provoca la primera intervención de NN subrayando la identificación entre ambos personajes. Sin embargo, NN tiene también un agujero de bala, diferencia radical. El espectador entiende que a partir de este punto, y a pesar de la esforzada profesionalidad de la forense, hay un acento personal para ella en este caso. Al lenguaje frío y a esta identificación, añadido a la insistencia en describir a NN bajo sus rasgos físicos (altura, pelo, constitución, la malformación de la fontanela mayor…), que es a lo que ha quedado reducida, sucede un largo poema en prosa en boca de NN sobre los muertos que empieza:
La tierra está / la tierra / la tierra está llena de voces. Ahí abajo, nos hablamos, unos a otros nos hablamos. Y nos decimos, nos contamos. El nombre. La edad. Nuestras ciudades de cada uno. Por qué nos arrestaron. Cómo era esa mirada / ésa / la mirada de quien / la mirada. Voces. Voces rotas entre la tierra. Y escucharlas muy quietos, con atención.
Con ello se busca el impacto que produce el choque entre una exposición técnico-científica y la intervención lírica que el sigue. He de indicar aquí al lector que Gracia Morales ha dejado su impronta también en el género lírico, sujeta a los hilos de otro movimiento granadino como fue, en los ochenta, la conocida como la otra sentimentalidad, que vemos, pone también en esta obra en juego con acierto.
En el léxico encontramos, algo ya señalado, simbologías sutiles, como la empelada por la autora en los nombres de los personajes, los cuales llevan nombres de ríos en países que hemos mencionado como posibles espacios: «Elegí apellidar a los personajes con nombres de ríos, para trazar, así, un mapa secreto de países donde yacen, silenciados, restos de desaparecidos. Así Luján, Alvares, Navia, San Juan, Ibar, Cabriel, Murat o Valdivia, remiten a ríos de Argentina, España, Serbia, Turquía, Chile o Nicaragua». De esta manera se refuerza la intencional deslocalización de los sucesos que se nos cuentan.
Tenemos también un hecho de intertexto especialmente importante. El teniente verdugo obliga a NN a ejercer de Marlene Dietrich para él, y de hecho el vestuario con el que ella retorna de entre los muertos de la fosa es del estilo cabaretero de la Dietrich de los 50s junto al uso de estilos masculinos como el traje y pantalón (guiño al feminismo de mediados del XX): dicho de otro modo vuelve en la forma en que murió y su trayecto consiste en caminar desde Marlene a Patricia, su verdadero nombre como maestra raptada por los militares. En la personalidad de Marlene Dietrich, NN canta una canción nada desconocida durante la Segunda Guerra Mundial, titulada Lili Marleen, y que nos remite, a su vez, a la Primera Guerra Mundial: es el poema (titulado Das Lied eines jungen Soldaten auf der Wacht)que un soldado alemán, Hans Leip, escribió recordando a su novia y cómo se despidieron bajo un farol tras ser destinado al frente ruso en 1915; el poema posteriormente fue popularizado por el compositor Norbert Shcultze en la canción mencionada, la cual se hizo famosa a un lado y otro de las líneas en combate.
Schon rief der Posten/ Sie blasen Zapfenstreich / Das kann drei Tage kosten / Kam’rad, ich komm sogleich /Da sagten wir auf Wiedersehen / Wie gerne wollt ich mit dir geh’n / Mit dir Lili Marleen. / Mit dir Lili Marlee. / Deine Schritte kennt sie, /Deinen zieren Gang /Alle Abend brennt sie, /Doch mich vergaß sie lang /Und sollte mir ein Leids gescheh’n /Wer wird bei der Laterne stehen /Mit dir Lili Marleen? / Mit dir Lili Marleen?/ Aus dem stillen Raume, /Aus der Erde Grund / Hebt mich wie im Traume / Dein verliebter Mund / Wenn sich die späten Nebel drehn / Werd’ ich bei der Laterne steh’n / Wie einst Lili Marleen. / Wie einst Lili Marleen.
[Pronto llama el centinela / “Están pasando revista. / Esto te puede costar tres días.” / Camarada, ya voy. / Entonces nos decíamos adiós. / Me habría ido encantado contigo / Contigo, Lili Marleen. / Ella conocía tus pasos / tu elegante andar, / todas las tardes ardía / aunque ya me haya olvidado. / Y si me pasara algo / ¿Quién se pondría bajo la farola / Contigo?, Lili Marleen. / Desde el espacio silencioso / Desde el nivel del suelo / Me elevan como en un sueño / tus adorables labios. / Cuando la niebla nocturna se arremoline / yo estaré en la farola / Como antes, Lili Marleen].
La versión de Marlene Dietrich data de 1945, de modo que, con sencillez, Gracia Morales logra remitirnos a las dos guerras mundiales, y sugiere su prolongación en los sucesos de la obra que, evidentemente sí, son posteriores a las grandes guerras del siglo XX. Esto es una nota más que afianza la clara voluntad de remitir a múltiples espacios y tiempos.
La obra deja su final abierto, como hemos indicado: se resuelve el caso de NN12, pero se reanuda la misma trama con una nueva caja con restos. Hemos de recordar que son también varios los restos que se hallan en la misma fosa donde encuentran los de NN12. Se nos indica con ello que no es una labor acabada, sino que continúa y que continuará por los elementos que han sido analizados a lo largo del caso de NN12. Por otra parte, la catarsis de la obra no podía ser más dramática: cualquiera buscaría un castigo para el verdugo, su juicio y condena, su muerte o suicidio, pero esto no ocurre. La catarsis es la purificación emocional en que se enfrentan los actos con su responsable, bajo el diálogo que, entre el fantasma de NN12 y su captor, acontece en la conciencia del verdugo. Es un último espacio que se abre en la escena ante el público. Él vive acosado por las atrocidades cometidas, las que trata de enterrar en su memoria, pero que le persiguen y perseguirán tras los personajes de Esteban, Irene y nuestra forense. No recibe el castigo inmediato, pero tampoco se librará, pues, mientras que NN12 por fin podrá ser enterrada con «una placa con su nombre», nuca se marchará de la cabeza del teniente porque «al desaparecido hay que seguir desapareciéndolo». La memoria sigue en la memoria del verdugo. La conclusión en boca de la forense por duplicado, desde su voz grabada y su voz real es:
No es fácil hacer que alguien desaparezca. Hace falta mucho poder, mucha constancia. La memoria, los cuerpos, se esfuerzan por perdurar más allá de la muerte. Hace falta mucha disciplina, mucha complicidad. (…) Porque al desaparecido hay que seguir desapareciéndolo cada día, cada día que es retenido sin informar a su familia, cada día que lo asesinan y lo entierran sin nombre, cada día que silencian las fosas y siguen echando tierra y asfalto y miedo y olvido sobre ellas. Hace falta mucha constancia, mucha complicidad para hacer desaparecer a tantos miles de personas. ¿Cuántas manos, cuántos ojos, cuántas bocas calladas y calladas se necesitan para seguir desapareciendo a los que sacaron de sus casas y todavía no aparecen?
Morales es deudora, ella misma lo dice, de Sinisterra. Esta misma obra tiene ecos de aquella El cerco de Leningrado. No pocos elementos del teatro del valenciano, como la metateatralidad o la aproximación a la ciencia, están presentes en la obra de Gracia Morales. Pero también hay alguna envoltura del Buero Vallejo de La fundación, por señalar otras referencias que puede tener en cuenta el lector.
NN12 es una obra bien construida y ponderada, bien medida en su alcance y su pretensión, y articula bien lo que pone al servicio de su trama. Alguna pega tiene, como lo desaprovechado del personaje que interpreta Jorge Molina. Entiendo que es parte del enigma que aparezca ese Hombre Mayor (como se identifica en el texto) de vez en cuando en su sala de estar, que ocupa medio espacio escénico y el público lo observe simultáneamente a la labor forense en la otra mitad del espacio, sin saber quién es. Quizás se hubiese podido emplear estas apariciones mudas del personaje hasta mediada la obra para desarrollar desde su lado la historia con algo más de texto, y no reservar solo para el final, y con precipitación, su razón de ser y su rol en todo ello. Pero tampoco voy a buscar sangre en una pieza que no lo merece (no soy un crítico purista, sino un tipo que va al teatro y punto), antes bien, prefiero quedarme con lo bueno que tiene y que es mucho más que las dos o tres pegas que, con celo excesivo, puedan ponérsele. Si pueden, véanla.
Héctor Martínez
22/02/2021
¿UN CÉZANNE POETA?, “EL BESO DE LA MUSA”
Voy a intentar responder a la pregunta que me han formulado en los últimos días, y que dice así: ¿cómo terminé por publicar un libro de poesía de Cézanne? Hay cierta estupefacción por ver el nombre de Cézanne en la cubierta de un libro de poesía, y lo comprendo porque yo mismo la sentí cuando en mi cabeza lo visualicé. Incluso diría que ahora, con el libro ya publicado, aún lo veo como una pequeña locura, una trastada que me dio por hacer.
A Cézanne lo tengo como referencia de una posición, diría, epistemológica, por su pretensión de ver las cosas como realmente las vemos. Pero no es una posición subjetivista o psicologista, sino una perspectiva fisiológica y objetiva: visualizar la cosa misma tal cual la vemos que es. En el cuadro se representa no solo a la cosa sino que se pinta su visualización fisiológica, la realización de la mirada. Por ello que Cézanne sea para mí el más realista de los pintores, pues no pretende una copia fiel de la cosa sino ser fiel al modo en que los ojos ven la cosa como cosa; es decir, busca pintar la visualización ontológica de la realidad. No aspira a ser copia, ni aspira a ser espejo de la realidad: aspira a ser la realidad.
Esto quiere decir que Cézanne no es para mí lo que para el común, esto es, un pintor postimpresionista y catalizador del arte del siglo XX. No solo es esto, mejor dicho. Es ejemplo pictórico de una posición intelectual que comparto.
Bajo este foco he contemplado su obra, he leído monográficos —de los que he traducido el escrito por Gustave Coquiot—, los testimonios de Vollard o de Joachim Gasquet, he seguido su impronta en poetas… y en eso estaba cuando, un día, topé con algunos versos, dos, muy tontos, surgidos de la mano de Cézanne, que tenían que ver con su padre Louise, y recuerdo la sorpresa que me llevé. Lo contaba Ambroise Vollard: cuando su padre se hizo banquero y arrastró a Paul con él, este dejó por escrito en uno de los libros de contabilidad un pareado:
Mon père le banquier ne voit pas sans frémir,
Au fond de son comptoir naître un peintre à venir.
[Mi padre, el banquero, no puede ver sin estremecerse,
Que al fondo de su mostrador hay un pintor por venir]
La campana de la curiosidad sonó tras tanto que había leído del Cézanne obsesionado con Sainte-Victorie, y me pregunté, ¿qué clase de poemas podría escribir alguien como Cézanne? Además de que la pregunta era absolutamente legítima, natural, también era algo que abría un horizonte completamente nuevo. Otro aliciente: no se trataba del Cézanne adulto, del que yo conocía, del que todos conocemos, desde luego, sino de un joven provenzal llamado Paul, casi veinteañero, hijo de un sombrerero que se hizo banquero, un chico que no había salido de Aix, que apenas había garabateado y acaso estudiaba en la Escuela de Diseño, y para quien era doloroso ver que sus amigos, en especial uno llamado Emile (Zola), se marchaban a París. No, no era Cézanne, sino una versión previa, un protocezanne en el que, sin embargo, reconocemos una gran cantidad de rasgos del Cézanne posterior. El germen, el poso magmático e inestable en las profundidades del volcán… usen la metáfora que quieran. Eran los poemas de ese protocezanne, que ni siquiera pensó que pudieran terminar saliendo a luz pública cuando los mandaba por carta a París. Romántico, poseído por la altanería del genio que le desborda y no controla, todavía más lleno de sueños y triunfos que de realizaciones, amigo fiel y personalidad disonante, que tan pronto lo ve todo de color de rosa como preconiza su muerte joven.
Tal y como me lo planteé, un cierto aroma de autenticidad rodeaba el asunto. Esa versión de Cézanne, joven, desconocido, habitante de Aix, escribe sus cartas sin la sospecha siquiera de que algún día podrán interesarle a alguien más (por ejemplo, a mí) que a su destinatario, un amigo y punto. No las escribe, por tanto, guardando formas para ser juzgado por la posteridad. Todo lo contrario. Hasta el propio Emile le reconocerá a Paul que los versos de este último son más vivos, más sinceros, más auténticos que los suyos. Aunque, seamos justos, se lo decía en una carta en la que pretendía animarlo, porque andaba Paul algo decaído, y no encontró nada otro que ensalzar de él en aquel momento. Y yo quise encontrarme con esa autenticidad, sin saber realmente con qué iba a dar, pero con la sensación parecida a hallar los dibujos, los versos, los textos que los escolares realizan en las últimas hojas de sus cuadernos de clase (bueno, poco a poco van dejando de usar cuadernos), hojas a cuyo secreto silencio se confían. Esa era la sensación cuando empecé a buscar y recopilar los versos en la correspondencia privada de Cézanne.
No he publicado el libro porque Cézanne fuera un maestro lírico, desde luego. No estaba destinado a ser el nuevo Baudelaire, al que tanto admirara. Pero tampoco le faltaban conocimiento e instinto: conocimiento de las formas poéticas e instinto al usarlas en los variados tonos en que lo hace. En su mayor parte son alejandrinos pareados, muy francés, sí, aunque también tira por el metro corto. Los asuntos van desde el clasicismo latino y las pastorelas francesas, pasando por los desahogos personales, las confesiones, la desbordada pasión sexual, erotismo y bohemia (cantos a la botella y al vino, para que nos entendamos), el humorismo, los juegos de palabras, las adivinanzas… e incluso hay composiciones muy del gusto simbolista y decadente (o gótico si lo queremos llamar así), como aquella Historia terrible llena de duendes, diablos, satanes, cadáveres, todo ello en un sueño muy tenebroso y psicológico.
Escogí publicarlo en versión bilingüe por una sola razón: no soy traductor profesional y menos del francés: puede ser que el lector encuentre algo en el original que yo me perdiera. En mi caso, quería leerlos, entenderlos, y para ello tuve que traducírmelos (autosuficiente que es uno) echando mano de la intuición por hablar y conocer una lengua romance que enseño, ayudado por diccionarios y aquellos otros diccionarios contextuales, diversos traductores, además de contar con la versión inglesa de Alex Danchev, o la de Rewald y alguna de Theodore Reff, Gerstle Mack y Jack Lindsay, como apoyo para captar, alguna que otra vez, en qué sentido podría entenderse una expresión, una palabra o todo un verso. La versión francesa la recopilé de la correspondencia publicada por la Société Paul Cezanne comparándola con la publicada en el volumen de Rewald en francés. Entre las varias fuentes, no todas coinciden en la fecha de envío de una carta o de otra, amén de que existe algún poema sin fechar, para cuyas dataciones seguí, mayormente a la Société Paul Cézanne, aunque en algún caso Danchev ofrecía mejores razones. Pero en general, me guie por propio criterio contextual.
Explicaré el título. Porque, claro, este es un libro que no existía, y había que bautizarlo. Y para ello vino al caso que, por aquellos días en que Cézanne escribía versos y estudiaba en la Escuela de Diseño de Aix, copiara un cuadrito que Félix Nicolas Frillié había presentado unos años antes para el Salón de París y que se titulaba El beso de la musa (o El sueño del poeta). Ya puestos a ir a por lo extraño, por qué no usar esta pintura como portada. Era una copia de 1860, justo los años de los poemas cezannescos en los que no pocas veces invoca a la musa o se queja de falta de inspiración; era también un motivo lírico esto de la musa besando al poeta carente de inspiración; y evocaba desde la pintura la poesía o viceversa; era un cuadro que se había presentado y se había aceptado en el Salón de París, el mismo que luego rechazaría a Cézanne una vez, y otra y otra… estaba, desde luego, lleno de resonancias que comunicaban la portada del libro con el ansia pictórica de Cézanne, su temporal devoción poética, sus primeros pasos en la pintura estudiando a Frillié, y su futuro pegarse de cabezazos contra la pared de la oficialidad artística parisina (menos mal que Cézanne era, sobre todo, la definición de la terquedad encarnada). Ah, y era un cuadro este de El beso de la musa que le encantaba a la madre de Cézanne, la muchas veces olvidada Anne-Elisabeth Honorine Aubert, quien fue en el seno de la familia frente al pater familias la primera valedora, junto a su hermana mediana Marie (que tiene poema dedicado en el libro), del futuro maestro pintor. La madre también fue el fuelle del espíritu vital que impulsaría a Paul Cézanne. Me gustó también esta evocación.
Creo que ha resultado un libro curioso, muy en la línea editorial de Retrato Literario. Sí, ya saben los lectores, sacar a la luz lo insólito del autor conocido, traer el autor ya viejo pero inédito y desconocido en nuestro idioma… caminar los márgenes de las librerías recogiendo lo raruno (o sea, la rara avis en un corpus ya manoseado, para los cultos… a ver si nos aceptan ya el palabro de marras): de un reconocido poeta, sus desconocidos cuentos y novelas; de un cuentista, sus desconocidos ensayos… y, por supuesto, de un pintor, no podía ser otra cosa que sus poemas.
Héctor Martínez
09/02/2021
VELEIDADES CERVANTINAS DE BENJAMIN VALDIVIA
De los libros que leo, los distribuyo en menores y mayores (que no en peores y mejores, porque no me gusta eso de que alguien haya dedicado tiempo a escribir para que alguien como yo venga a decirle que es malo haciéndolo, prefiero animarlo a mejorar). Pero, de vez en cuando, hay libros que ni son menores, ni son mayores, sino que son, en mi particular taxonomía y no por tamaño, grandes. Este es el caso que nos ocupa con Veleidades de Numa Fernández al caer la tarde de Benjamín Valdivia, Primer Premio Nacional de Novela Jorge Ibargüengoitia 1998.
Grande, sí, y como digo, no por tamaño. Tenemos los seres humanos una maldita manía que es, además de juzgar los libros por sus portadas, juzgarlos por su longitud en páginas. Esto ya nos ocurre de estudiantes, y créanme que es complicado eliminar la unidad de medida de la página de la mente de un escolar. Solemos pensar que del número de páginas podemos deducir el tiempo real que nos llevará la lectura, lo cual es absolutamente errado. Para una máquina, puede ser… pero no es así para nosotros. El libro tiene un tempo interno, un ritmo propio, un reloj que se nos impone y nos sustrae del tiempo de nuestros propios relojes.
El libro de Benjamín Valdivia es buen ejemplo de ello. Es agradablemente denso, y lo digo en el sentido, por ejemplo, de que todos preferimos al dar con un cofre pequeño tenerlo atiborrado de oro, que nos lleve mucho tiempo contar las monedas. Y en esa densidad juega un papel fundamental la sentencia de uno de los nuestros que me consta (porque así lo refleja en la novela al mencionar el poema Las Moscas) que Benjamín conoce bien: Antonio Machado. Esta novela es modelo del decir del poeta sevillano (en realidad de sus apócrifos Abel Martín y Juan de Mairena): «hay hombres que van de la poética a la filosofía; otros van de la filosofía a la poética. Lo inevitable es ir de lo uno a lo otro». A lo que añadía: «los grandes poetas son metafísicos fracasados (no todos). Los filósofos son poetas que creen en la realidad de sus poemas». Si cito estas palabras es porque Benjamín Valdivia es de la misma opinión: «creo que la separación de filosofía y poesía es un artificio fabricado por los filósofos que no alcanzan a tocar la lava de las palabras».
Efectivamente, Veleidades es, en este sentido, un libro que va de lo uno a lo otro con enorme naturalidad. Nos encontramos ante descripciones de un sentido lírico desbordante, una retórica que apenas deja una figura sin tocar (especialmente los juegos de palabras, donde entra el uso del anglicismo y la creación de neologismos, por citar: sufricientos, concreto/concreta), un lenguaje culto, largos períodos sintácticos en los que Valdivia demuestra su dominio del lenguaje, a lo que se suma la ruptura de la linealidad temporal.
Así, damos con páginas que exigen más deleite que lectura, más pausa que avance, mientras otras, ya en párrafos, ya en capítulos enteros, solicitan la atención del entendimiento. Que Benjamín Valdivia es filósofo (de profesión) y poeta queda en evidencia en esta novela donde los géneros lírico y ensayístico se entremezclan al más puro estilo barojiano, o, si me apuran azoriniano. Cabe también la añadidura de la dramaturgia en los diálogos y la mezcla de modalidades textuales, entre las que se incluye el estilo formulario de lo jurídico-administrativo.
Los excursos ensayísticos recuerdan esa forma de Unamuno de enlazar ideas y trasuntos, de hablar y conversar desde la letra, en lo que sería el reflejo de un pensamiento vivo y dinámico enfrentado a la filosofía académica, meramente expositiva. Aquí les hago la recomendación de acudir en cuanto tengan el libro al capítulo “Acotaciones sobre el sentido del atardecer”, una de las mejores reflexiones sobre lo crepuscular que hasta la fecha he encontrado (elimino por supuesto a Nietzsche y al modernismo finisecular).

Literariamente hablando, el libro es grande en tanto que se trata, no de una interpretación, no de una lectura, sino de una reinvención moderna del Quijote. Empieza, de hecho, como desearía comenzar todo escritor: En un lugar de la Mancha… Ahora bien, hay que hacer la diferencia entre lo quijotesco y lo cervantino. Pues una cosa es tomar como modelo al caballero andante y otra tomar al Manco inmortal. En este caso, y es mi juicio, Benjamín Valdivia ha reinventado el aspecto cervantino: la multiplicidad de voces narrativas, la inserción de relatos al margen del argumento central, el hacer de sí mismo sujeto apócrifo entre apócrifos (Machado) o heterónimo entre heterónimos (Pessoa) o confundir los planos de ficción y realidad. De aquí la reinvención del propio Quijote va de suyo.
Necesita ser cervantino para nutrir de alimento moderno y contemporáneo la razón de la sinrazón de este nuevo quijote llamado Numa Fernández. Si aquel discurría muy cuerdamente de las armas y las letras o liberaba galeotes porque el hombre fue hecho libre y no para llevar cadenas, mejor de lo que embestía a los gigantes convertidos por Frestón en molinos o a los ejércitos transformados en rebaños, este nuevo caballero (no andante, aunque ande, sino caballero estante), va pertrechado de las herramientas del raciocinio humanístico y científico como adarga, espada y armadura. Si aquel cabalga por las tierras de Montiel, este es un caballero más urbanita resolviendo con su justicia natural y socrática lo que, siendo de lo más cotidiano, se ofrece como aventura en la que se desfacen entuertos y se ayuda al prójimo.
En el personaje cervantino, como sabe ver bien Valdivia, no eran las armas lo más demoledor suyo, sino la cultura y el discurrir de los que le dotaba Cervantes. Esa razón de la sinrazón llamada locura cuando es opuesta a las razones del mundo y la sociedad, y cordura cuando simplemente se escucha su fluir. Se trata de una sociedad que también lo vapulea, lo agrede y lo amenaza. Y no evita aquí Valdivia la sátira de nuestra sociedad de masas, consumo, globalizada y consumista, como tampoco lo hizo Cervantes con la suya. No son pocos los pasajes dedicados a esta labor, y son la razón de que remita al lector al capítulo sobre el Atardecer. Aquí solo dejo el botón de muestra: «supo que estamos en una sociedad mundializada y que en todas partes existen las mismas empresas, los mismos productos, las mismas telecomunicaciones y los mismos rostros vejados, vapuleados, casi muertos y sepultados. ¿Qué pasó con el afán de aventuras?».
Por esa importancia del discurrir se introduce un factor lógico, silogístico, dialéctico, que gobierna la construcción y el fondo del texto desde el comienzo. No es solo jugar con la semántica de las palabras, sino introducir los juegos del lenguaje de un Wittgenstein (el llamado segundo Wittgenstein) contra las formas del ingenuo isomorfismo del atomismo lógico que Wittgenstein (el llamado primer Wittgenstein) defendió, para el que cada proposición o enunciado atómico tiene el criterio de verdad en el hecho que referencia, heredado de las teorías de Frege y desarrollado, sobre todo, por Bertrand Russell.
Ciertamente suena más complicado de como en la novela se plantea, que de hecho lo hace con grandes dosis de humor. Sin embargo, y es mi apreciación, Veleidades trasciende el plano literario y elabora sutilmente una crítica a la absolutista concepción de la verdad aprehensible desde la lógica racional y, más aún, de la posibilidad de comunicarla. ¿Qué es la verdad? Es una pregunta que verán ustedes reproducirse por doquier hasta el final de la novela, hasta encontrarse con el agudo y subrepticio mandato del silencio de Wittgenstein con cierto apunte kantiano: «Se tiene que osar: el querer sobre lo que se sabe debe conducir al empleo concreto del esfuerzo y de la fuerza para que la belleza se construya con sabiduría. Y después de todo, hay que callar». O también hasta dar con divertidas escenas en las que el acto comunicativo se vuelve algo esperpéntico, entre una mujer parlanchina y una mujer sordomuda, cada una en su registro, una oral y otra gesticular, y teniendo en cuenta que en dicha situación se trastocan los canales comunicativos: el gesto para la parlante es apoyo de la oralidad, mientras que para la muda es lo fundamental; el sonido para la muda, es acompañamiento, mientras que para la parlante es crucial.
Pero, como he dicho, o como ha escrito Benjamín Valdivia bajo recomendación de Wittgenstein (el primer) “hay que callar”, así que me callo, no sin antes agradecer al autor el haber dado a luz mayéuticamente una obra como esta de la que les hablo y recomendarles a ustedes encarecidamente estas Veleidades, banalidades y desvaríos, crepusculares del Caballero Estante (y Socrático) Numa Fernández.
Héctor Martínez
24/01/2021
VIDA “DESPUÉS DEL COLEGIO”, SEGÚN FLÓBERT ZAPATA
¿Se le puede perdonar a un colegio que procure aburrimiento? La educación es buena y el aburrimiento es malo pero la mayoría de los maestros obligan a los alumnos a aceptar que lo bueno es aburrido, con lo que pueden llegar incluso a concluir que la educación es mala y el aburrimiento es bueno.
Flóbert Zapata, La Carolita, 21/11/2012
El Colegio es una experiencia fundamental en la vida. Tan fundamental como única, la «estación memorable», como la califica el poeta. Sólo después, acumulando años, podemos darnos cuenta y valorar lo que tanto tiempo antes ni siquiera percibimos porque lo estábamos viviendo. Pero en ese después, el Colegio nos parece la estrella fugaz de unos pocos momentos, unas pocas caras, horas y anécdotas. Un amor, un suspenso, una pelea, lo intenso que se perpetúa casi como lección académica. Y sin embargo, de adultos, reducimos el mundo escolar de los críos a asistir a clase y estudiar la materia. Todo lo demás que ocurre, o lo eliminamos o pensamos que no debería ocurrir. Y aun así, sucede para el estudiante. Acontece lo que es más importante para él que el conjugar tiempos verbales: «Si te digo Te quiero / el verbo está conjugado / en tiempo presente / Sin ti a mi lado / todos los verbos / todo el estudio / todas las cosas / son tiempo perdido», o el resolver ecuaciones de dos incógnitas: «¿Te cambiaste de colegio / para olvidarme? / Es una incógnita / que jamás podré despejar».
El amor y el deseo, la relación social, son varias de esas experiencias intensas, nos dice Flóbert Zapata. Quizás no nos demos cuenta, pero es esto lo que provoca que se quiera o no ir al colegio. No es la clase de matemáticas, no es el profesor de química, no es el patio de recreo. Es el querer estar cerca de quien se ama, quizás con las emociones a flor de piel y confundidas, y el formar un grupo con otros distintos de la familia lo que arrastra al alumno hasta el aula. Sin esa aprobación social, con el desengaño amoroso, con el vituperio de los demás, inmediatamente se rehúsa asistir, nacen los traumas y los conflictos, que bien puede comenzar por el simple lloro cuando «me dijiste que termináramos / y al preguntarte la razón / me entregaste una respuesta digna / dolorosa e inapelable: / —No te dejo por otro / simplemente ya no te quiero». ¡Qué dura lección puede aprenderse de algo que es tan simplemente! Perder algo que quisimos para siempre, pues «Aspiro a que en la próxima / convalecencia / estés a mi lado / cuando despierte / me beses en la boca / reseca agrietada / y me digas por fin / que tanto sacrificio / merece recompensa».
Pero lo colegial no es sólo una etapa. Lo colegial no se extingue, se perpetúa generación tras generación. La inocencia, la pureza, el desarrollo físico, el mismo uniforme, tienen significados muy distintos según quien los contemple. El poeta nos pone en una situación controvertida para una estudiante: un golpe de viento levanta su falda. De inmediato tres reacciones distintas, la de un obrero para quien es motivo de alegría por la belleza joven y «seguramente su almuerzo tendrá mejor sabor / los muertos del noticiero / llegarán menos tristes / el trabajo de la tarde más liviano / el pequeño salario menos punzante», un almacenero casado que «guardará la imagen para la noche / cuando su mujer sea una víctima agradecida» subrayando los estragos del tiempo que no afectan al deseo, y, sobre todo, la reacción de «un chico más o menos de su edad / se ha puesto pálido / y desde un lugar estratégico / espera que el viento repita la fechoría», es decir, el muchacho que ha hecho un primer descubrimiento de lo que obrero y almacenero ya conocen. La estudiante, por el contrario, «se irá a su casa / serena / sin nada que contar», ignorando que en su vuelta al hogar tras las clases, por ella tres vidas han cambiado en un momento y algo alegre ha repartido por casualidad. Se trata, sin duda, de la misma chica que al acudir al colegio encara «el destino / del resto de mujeres / de la ciudad / del universo», lo que resalta lo momentáneo anterior y, en cambio, la promesa de futuro que la envuelve. No es crucial su pureza colegial, sino su gesta en el mundo, porque es gesta todo lo que sea luchar contra destinos que nos han prefijado.
Son los ojos de ella, de la estudiante, los que aprovecha el poeta para reflejar capas de la sociedad: indigencia, droga, desplazados, justicia… El poemario, de hecho, establece un continuo contraste entre el mundo y el prototipo idealizado de la colegiala, tal y como se ha idealizado de siempre el objeto de amor hasta hacerlo símbolo luminoso del bien y de una visión salvífica: «el paraíso / nos sorprende / en una buseta / de las siete de la mañana / llena de muchachas / con uniformes y libros / con las lecciones oscilando en la memoria / recién bañadas / esplendorosas / adheridas a la fascinación / como un tatuaje / que bien puede durar / el resto del día / o de la vida». También se establece este contraste con el resultado final que, se supone, concederá el status social del mañana. El problema de Álgebra que no se sabe resolver se coloca a la altura de resolver «los problemas feroces / que la vida le tiene reservados / a los duros caminos del mundo», así como «los que acarician / la grandeza simple de graduarse / convertirse en obreros», a la vez que el alumno brillante y graduado con honores «me parece verlo / una tarde de tantas / gritando a los obreros a su cargo / censurando su torpeza / y maldiciendo a quienes pidan / un aumento de salario».
No es oro, sin embargo, todo lo que reluce. Por un lado, la habitual tiranía del docente, de la norma, la jerarquía, la voz de mandato, un mal, quizás necesario, pues «un profesor es ese mal amigo que llevas muy adentro» y que tan pocas veces predica con el ejemplo, —«antiejemplo / que / terminamos / imitando»— que duerme en clase o llega borracho, pues incluso en él los instintos son más fuertes, el profesor que envejece frente a la eterna juventud de los alumnos que se suceden delante de él. Por otro, a pesar de la idealización, el estudiante vive en un mundo que lo controla, que lo seduce y tiende sus cadenas, un mundo del consumo que le dice qué debe hacer, qué música escuchar, qué leer, tecnología orquestada que provoca el lamento parental: «nunca existió camino más corto al infierno». Son otros deberes, inconscientes, que el estudiante asume, además de los académicos. Son imposiciones que manipulan al joven, para el que sólo cabe la esperanza de que «un día de estos / harás alguna cosa distinta / al cumplimiento estricto / de los deberes / a obedecer maquinalmente / voces que te gobiernan / desde todos los lados», prohibiciones que repiten con eco «Cierra los ojos / cierra la boca / cierra la libertad / obedece obedece obedece obedece obed…», leyes no escritas, horarios de sesenta minutos, organización fría, racional, contra los instintos, las pasiones, los apetitos, las emociones y ansias de la vida en movimiento, «en aquellos tiempos / en los que la educación / iba por un lado / y la vida por el otro».
En su tercera parte, el poemario desarrolla un inteligente e ingenioso juego lingüístico a través de lo que llama Variaciones. La cita celebre de los grandes del conocimiento, las artes y las ciencias, se metamorfosean en la mentalidad del colegial: Descartes, Arquímedes, Shakespeare, Monterroso, Lancaster, Bienaventuranzas, refranes… Se trata de dardos dirigidos, breves disparos dialécticos y acrósticos casi deletreados, algunos tan dramáticos como «cero / no / ser… / he / aquí / el / problema» y otros tan líricos como «●UNBESOESLADISTANCIAMÁSCORTAENTREDOSSUEÑOS●», aproximado al juego aforístico o a la greguería ramoniana, con su chispazo de metáfora y humor, con su poso reflexivo y trágico.
Después del Colegio es, ciertamente, un único poema narrativo en seis partes, con espacio, tiempo, personajes, acción y narrador. Espacios como el aula y el colegio, representación a escala del mundo; Tiempos como el eterno presente del estudiante, el futuro que apenas percibe y el pasado melancólico del adulto; Acciones, en el despertar, acudir a clase, equivocarse, amar, mandar, castigar, y trabajar; Personajes, todo el elenco de hombres y mujeres que empezaron o terminaron en el colegio, proyectados desde allí a una vida miserable. Y el Narrador, el cual el poeta decide desdoblar en los personajes desde la primera persona del estudiante, tanto masculina, femenina, y del profesor, hasta el narrador omnisciente, de modo que se alternan en un coro a distintas voces, una íntima y otra externa, pasando el lector de una visión interna a un punto de vista objetivo.
Imposible no recordar, no asistir en nuestra memoria a los tiempos de cuando fuimos colegiales al leer el libro de Flóbert Zapata. Éste es el verdadero significado de Después del colegio: tanto el instante inmediato en que los estudiantes abandonan las aulas como el mañana adulto bregando con la realidad mundana.
Héctor Martínez
El poemario se encuentra disponible para libre lectura por el autor aquí.
31/12/2020
“CLASES DE LITERATURA”, DE CORTÁZAR
Clases de literatura (Alfaguara, 2013) es la compilación de las clases que Julio Cortázar impartió en Berkeley allá por 1980. Este libro es bueno tanto para quien ya conoce la obra de Cortázar como para quien se está iniciando. Para el primero, el libro le servirá para profundizar en la obra y la visión del autor; para el segundo, el libro cumplirá de buena guía, de la mano del propio Cortázar, a través de su obra.
Tomemos nota de esto: no es la palabra escrita por Cortázar, es la palabra hablada de Cortázar, que fue transcrita. No fue pensada para estar por escrito, sino para ser escuchada más en una conversación con los asistentes —y eso que, tal y como afirma Álvarez Garriga en el prólogo, y tantos otros, la oralidad de Cortázar no está a mucha distancia de su escritura—. Es más, el propio Cortázar reconocía que para estas clases ni siquiera seguía una estructura planificada, un texto previo que dictar —y por ello he eludido hablar de lecciones dictadas, como es usual—, nada sistemático, acaso un borrador, una estructura que se desarrolla en pura improvisación a las puertas de iniciar la lección. El propio Álvarez Garriga garantiza que no se ha acudido a sinónimos ni se han añadido palabras a las pronunciadas por Cortázar. Tan solo la eliminación de alguna muletilla o la reordenación sintáctica. Otra cosa son las conferencias que se adjuntan al final del volumen, de las cuales sí se puede hablar de conferencias dictadas. Al respecto, la diferencia entre estos textos y los que los anteceden, que son transcripción de las clases de los jueves de dos a cuatro de la tarde, es notabilísima.
A partir de esto, el grueso del libro, las clases propiamente dichas, ofrece una perspectiva muy interesante sobre Cortázar: permite aproximarse a la relación que él establecía con su audiencia desde el punto 0, donde se le trata de usted por los alumnos, hasta el punto último en que se le tutea y se han creado lazos de confianza que permiten cierta espontaneidad y afinidades entre el escritor y su público, los alumnos.
Un elemento fundamental que Cortázar asienta en la primera clase y pasa desapercibido hasta bastante después es el que se contiene en la siguiente declaración de la primera sesión: «decir ‘literatura’ y ‘vida’ para mí es siempre lo mismo». Este pensamiento es la base del puerto al que llega posteriormente al hablar del concepto de realismo y del manido compromiso y es una llave para descifrar mucho de lo que el escritor tiene por decir: no hablará de literatura, sino de «su camino en la literatura». No va a recitar un manual, no dará una bibliografía ni nada por el estilo, sino que va a sustentarse en su periplo vital por el cuento y la novela y su toma de conciencia de la realidad latinoamericana.
Distingue Cortázar tres etapas en ese periplo que mencionaba: estética, metafísica e histórica. Podrían ser las etapas de muchos buenos escritores, es cierto. En su juventud la mayor parte se detienen en lo poético de la literatura, en la imitación de modelos, en los estilos; luego surge la transición hacia el contenido profundo, la duda existencial, el cuestionamiento, y por tanto, el paso de lo estético a lo metafísico —aquí inscribe Rayuela—; y, finalmente, el reconocimiento del entorno espacial y temporal, el reconocimiento del prójimo y cómo afecta el capítulo histórico en el que uno mismo es personaje: «no nos dábamos cuenta hasta qué punto estábamos al margen y ausentes de una historia particularmente dramática que se estaba cumpliendo en torno de nosotros». En este último paso es en el que Cortázar confiesa «sentí que no solo era argentino: era latinoamericano (…) ser un escritor latinoamericano significaba fundamentalmente que había que ser un latinoamericano escritor».
Junto a las etapas que subraya haber transitado, intenta el escritor un acercamiento al concepto —a su concepto— de cuento. Más allá de que el género naciera en el mundo anglosajón y francés allá por el XVIII, más allá de sus notables antecedentes, de la amplia variedad de sus temáticas, Cortázar repite aquí una idea muy habitual en su forma de entender el cuento al modo de una esfera: por contraposición a la novela, como obra abierta —en términos de Umberto Eco, dice— el cuento es un orden cerrado: «he comparado el cuento con la noción de esfera (…) cada uno de los infinitos puntos de su superficie son equidistantes del invisible punto central (…) una novela no me dará jamás la idea de una esfera; me puede dar la idea de un poliedro (…) el cuento tiende por autodefinición a la esfericidad, a cerrarse». Esa esfericidad del cuento deriva de una estructura intencional, es decir, de una estructura que supone que «una inteligencia y una voluntad» están detrás de ella.
Para ahondar más en ello, acude Cortázar a un paralelismo en las artes de la imagen: «el cine sería la novela y la fotografía el cuento (…) la fotografía proyecta una especie de aura fuera de sí misma y deja la inquietud de imaginar lo que había más allá, a la izquierda o a la derecha». En efecto, el cuento es una narración que, a sabiendas de que implica un mundo mucho más amplio, muchos más personajes, en cambio, se cierra sobre un único evento y un elenco pequeño de aquellos que están directamente relacionados con el evento. Se te puede hablar de una historia en una aldea que le sucedió a un personaje, y tú ya entiendes que hay una aldea, y más habitantes, cada uno con su vida, y más allá, más espacio, más aldeas y ciudades y gente y sucesos… un mundo completo, o más mundos que te podrían ser narrados en una novela o mostrados en una película, mientras que el cuento mismo solo fotografía el suceso que te va a relatar dentro de esa aldea. Todo el alrededor del cuento está indicado para la imaginación, proyectado en el cuento mismo, sin que nos salgamos de él y su esfericidad.
Uno de los temas curiosos que trata al respecto del cuento es su gran desarrollo en América latina. Ensaya Cortázar varias explicaciones, desde las más irónicas a las más sesudas, es decir, desde aquellas que afirman que dado que en Latinoamérica son perezosos, es normal que el cuento prolifere, tanto para escribirlo como para leer, hasta otras que sentencian que América latina no tiene la enorme carga de un pasado y una evolución que se cuente por siglos, sino que aún hay concomitancias con las antiguas culturas precolombinas donde primitivamente elaboraban relatos orales, por lo que se siente muy próximo a ello. Esta segunda teoría le resulta a Cortázar contradictoria, pues en el Cono Sur, sostiene, apenas existe ese cimiento indígena, y sin embargo, desarrollan el cuento tanto como en el resto de Latinoamérica. Más allá de resaltar la incursión del género a lo largo del siglo XIX, a partir del Romanticismo europeo, donde se adapta el género a los temas latinoamericanos, Cortázar zanja sin zanjar la cuestión abierta y empieza a narrar cómo empezó él a escribir cuentos.
En siguientes sesiones entra de lleno a desarrollar, como anunciaba, la llamada literatura comprometida, y, por ello, a ese eterno —y estéril— debate entre fantasía y realismo. Así, dice Cortázar en un turno de preguntas: «un escritor que se considere comprometido, en el sentido solamente de escribir sobre su compromiso, o es un mal escritor o es un buen escritor que va a dejar de serlo porque se está limitando (…) se está concentrando exclusivamente en una tarea que probablemente los ensayistas, los críticos y los periodistas harían mejor que él». Es interesante este punto como una lección aún no aprendida, o lo que es peor, completamente ignorada en la actualidad. Escritores comprometidos en este sentido crecen como setas entregando novelas que nada tienen de literario sino solo de crónica periodística o de argumentario en torno a una tesis. Al contrario, sostiene Cortázar: «a nosotros los escritores, si algo nos está dado (…) es colaborar en lo que podemos llamar revolución de adentro hacia afuera (…) si algo puede hacer un escritor a través de su compromiso ideológico o político es llevar a sus lectores una literatura que valga como literatura y que al mismo tiempo contenga (…) un mensaje que no sea exclusivamente literario».
Solía el escritor contar a tenor de esto un chascarrillo de un humorista que decía, en el juego de palabras, que los escritores deben dejar de comprometerse y deben casarse. Esto implica para él entregar al lector un mensaje a través de la literatura, es decir, sin merma de esta última, para que el primero gane, incluso, más fuerza en su transmisión. Por ello mismo tampoco defiende una literatura que se escriba dirigida ya a un lector tipo, porque esto supone una autocensura, se condiciona y echa sobre sí exigencias y prescindencias que restan fuerza al resultado. Pero tampoco es una labor narcisista, no consiste en escribir para uno mismo.
Ahora bien, esto no implica que una novela deseche la fantasía en favor del realismo por el compromiso. Cortázar no entiende por fantasía el cliché de escapismo que suele atribuírsele a lo fantástico, sino todo lo contrario —en este sentido, su concepto de lo fantástico es similar si no igual que el que manejaba Michael Ende, por ejemplo—: «desde muy niño lo fantástico (…) para mí era una forma de la realidad que en determinadas circunstancias se podía manifestar, a mí o a otros, a través de un libro o un suceso, pero no era un escándalo dentro de una realidad establecida (…) lo fantástico (…) me parecía tan aceptable, posible y real como el hecho de tomar una sopa a las ocho de la noche». Dicho de otro modo, lo fantástico no tiene por qué ser un modo de alejarse de la realidad, de huida y de abandono de los sucesos inmediatos, sino que más bien puede representar un modo de aproximarse a la misma, «una de las posibilidades y de las presencias que puede darnos la realidad» que permite proyectar con mayor fuerza la realidad en torno a uno mismo, una llave que abre las puertas de la realidad par en par. Hasta el punto de que Cortázar diga: «creo que yo era ya en esa época profundamente realista, más realista que los realistas, puesto que los realistas (…) aceptaban la realidad hasta cierto punto y después todo lo demás era fantástico. Yo aceptaba una realidad más grande, más elástica, más expandida, donde entraba todo». Es más, páginas allá de estos pasajes reniega de «ese tipo de fantasía de ficción o de imaginación que gira en torno de sí misma y nada más y que se siente en el escritor que únicamente hace un trabajo de fantasía y de imaginación, escapando deliberadamente de una realidad que lo rodea, lo enfrenta y le está pidiendo un diálogo». Muchos cuentos le nacen a Cortázar de sueños o de pesadillas, como Casa tomada o La noche boca arriba, como él mismo cita.
Lo ejemplifica muy bien con la noción de fatalidad: la idea de que a pesar de los esfuerzos del personaje por ir en contra, finalmente, el destino prefijado se cumple, sobre todo porque cuanto más intenta evitarlo, más se aproxima a su cumplimiento. También defiende el terreno de lo fantástico dentro de la narración allí donde la fantasía y la realidad se confunden, y cada una torna en la otra, como sucede en El retrato de Dorian Gray de Wilde cuando se trocan la pintura y el mundo fuera de la pintura.
Si lo fantástico puede penetrar es porque no existe una noción de realidad, sino una aceptación de algo dado que llamamos realidad. Así: «el concepto de realidad es extraordinariamente permeable según las circunstancias y el punto de vista que tomemos. No es tan fácil salir de los fantástico a lo llamado realista», razón por la que incluso existen formas intermedias como el realismo mágico o el realismo maravilloso o el simbólico, donde incluye a Kafka.
Aun así, hay una diferencia entre lo fantástico y lo realista que se cifra en el «profundo hincapié sobre el tema (…) una situación extraída de la realidad que nos circunda, la conozcamos o no». Existe una delgada línea fronteriza para el realismo: por un lado, como lo describe Cortázar, es difícil qué considerar realidad; por otro lado, como ya había anunciado antes, es difícil no acabar escribiendo algo que hubiese hecho mejor un cronista o un ensayista, al quedarse en ese punto de partida que es el tema, el corte dado a la realidad, la selección hecha de entre los sucesos para ser narrado, pues «el cuento realista es siempre más que su tema». Cortázar defiende en estas clases que solo podemos hablar de cuento realista en «aquel en el que el fragmento de realidad que nos ha sido mostrado va de alguna manera mucho más allá de la anécdota y de la historia misma que cuenta (…) un descenso en profundidad hacia la psicología de los personajes», es decir, cuando se pone el foco en la realidad humana, muchas veces antes un estado de cosas que se denuncia. Pisa aquí Cortázar el elemento psicologista de la novela realista: no es tanto contar el suceso sin más como un cronista, sino centrarse en cómo afecta y altera al individuo y a sus relaciones con los demás y con el entorno. Así, explica, se escribe aquel Libro de Manuel, libro que inscribe en su etapa histórica y cuya pretensión era: «la tentativa de establecer una convergencia entre la literatura o la Historia sin que la Historia o la literatura salgan perdiendo, o sea llegar a crear un libro en que los dos elementos (la verdad factual, lo que está sucediendo, lo que sabemos que está sucediendo y lo que podemos inventar) se articulen de manera armoniosa». La define, no como novela política, sino de contenido político: no trataba de introducir información política de forma fría, sino centrarse en el contenido dramático, por lo que los recortes de periódico con noticias y columnas y demás se integran y son objeto de diálogo y comentario de los propios personajes, cuyo carácter y forma de pensar o enjuiciar los sucesos pasa a primer plano.
En este punto de las clases, el asistente, o el lector de esta transcripción, puede percibir cómo Cortázar realmente no ha trazado ninguna distinción entre fantasía, realismo y compromiso, sino que más bien ha rechazado la fantasía como escapismo, el realismo como simple exposición de tema o el compromiso como mera crónica y exhibición de postura. Y esto es porque él mismo comprende que las tres pueden, o incluso deben, ir de la mano: «No ya la famosa tranche de vie o tajada de vida que buscaban los naturalistas franceses, no ya ese realismo que consiste simplemente en poner un espejo tipográfico delante de las cosas que podemos ver igual o mejor en la calle todos los días, sino esa alquimia profunda que mostrando una realidad tal cual es, sin traicionarla, sin deformarla, permita ver por debajo las causas, los motores profundos, las razones que llevan a los hombres a ser como son o como no son en algunos casos».
Aún comenta algunos elementos importantes más como la relación que establece con la música, y que sobrepasa lo que comúnmente entenderíamos por tal: «mi noción más honda de la presencia de la música (…) es otra cosa: el sentimiento más que la conciencia, la intuición de que la prosa literaria (…) puede darse como pura comunicación y con un estilo perfecto pero también con cierta estructura, cierta arquitectura sintáctica, cierta articulación de las palabras, cierto ritmo en el uso de la puntuación o de las separaciones, cierta cadencia que infunde algo que el oído interno del lector va a reconocer de manera más o menos clara como elementos de carácter musical». Aquí Cortázar no se refiere a intentar representar la musicalidad a través de la prosa, no habla de realizar aliteraciones o de «esos escritores, sobre todo del pasado, que buscaban acercarse a la música como sonido en su prosa», sino de la obediencia a un ritmo y una palpitación de la prosa misma que va más allá de la norma sintáctica y de la puntuación. Recurre a cuatro ejemplos para explicarlo: el primero, algo chistoso, refiere a sus choques con los correctores de estilo que le empiezan a colocar todas las comas que el propio Cortázar no había puesto, precisamente, por ese ritmo intuitivo; el segundo caso lo constituye Vargas Llosa, cuya obra, dice Cortázar carece de estas palpitaciones: «Es totalmente sordo a la música: no le gusta, no le interesa, no existe para él. Su prosa es una prosa magnífica que transmite todo lo que él quiere transmitir pero (…) no contiene ese otro tipo de vibración»; el tercer ejemplo del que se sirve para hacerse entender es el de la traducción de sus obras a otros idiomas, donde reconoce que «es exactamente lo mismo en el plano de la prosa, como transmisión de un mensaje, pero le falta esa aura, esa luz, ese sonido profundo que no es un sonido auditivo sino un sonido interior que viene con ciertas maneras de escribir prosa en español»; por el cuarto ejemplo, asegura que aprendió más de los tangos de Gardel que de los artículos de Azorín respecto de las técnicas del idioma.
A raíz de hablar de la música, concede el escritor algunas intimidades como el hecho de sentirse «músico frustrado», que ha recibido una importante influencia del Jazz sobre todo por «esa increíble libertad de improvisación permanente».
Otros elementos aledaños son el humor y el juego. Cuando dice humor no habla de la comedia, de lo cómico sino del humor en sí, que conlleva crítica, sátira, y va más allá de la situación misma que provoca el mero chiste. Para Cortázar el humor es la clave porque «la intención es casi siempre desacralizar, echar hacia abajo una cierta importancia que algo puede tener, cierto prestigio, cierto pedestal (…) no lo digo en un sentido religioso (…) desacraliza en un sentido profano». El humor constituye una herramienta para el escritor, que al tiempo que destruye, construye: «es como cuando hacemos un túnel: un túnel es una construcción pero para construir un túnel hay que destruir la tierra». Así, el humor se convierte en un instrumento que no solo es complemento de la narración, sino que, bien utilizado puede ser un recurso para los momentos climáticos de la obra de modo que muestre «por contragolpe sus trasfondos trágicos, su dramatismo que a veces se escapaba».
Precisamente en este capítulo de humor, aprecié en mucho que Cortázar invocara, junto a Gómez de la Serna o Boris Vian, sobre todo, el olvidado nombre de Macedonio Fernández, sobre cuya obra trabajé en los seminarios de literatura hispanoamericana en la universidad, el único alumno que lo escogió como lectura, debo decir. Reconoce Cortázar en él la revelación del humor como «un potenciador de las cosas más serias y profundas», expresión justa con Macedonio, cuando nos entregó una filosofía mediante pura literatura y humor.
En cuanto al juego, Cortázar recuerda sus archiconocidos cronopios, famas y esperanzas, personajes que hasta la fecha de estas clases, no era capaz de explicarse él mismo, en esas pequeñas historias que tampoco tenían mayor intención que lo lúdico. Tanto es así que en lugar de describirlos, cosa harto complicada, se inclina el escritor por ofrecer una selección de lecturas de cronopios y famas para reflejar la idea del juego entendido como algo lúdico, una experiencia que el propio Cortázar afirma le duró unos veinte días, no más.
Las figuras del tablero de juego ya están planteadas, razón por la que Cortázar pasa en sus últimas sesiones a hablar de Rayuela —bien hilado tras hablar sobre el humor, lo lúdico y el juego, desde luego; aquí debió de haber algo más que una improvisación—. Empieza por su origen en la anterior rayuelita que constituye el relato El perseguidor desde el paralelismo de los personajes de Johnny Carter y Horacio Oliveira, y sigue por su contexto parisino, lejos de la tierra argentina, su nacimiento de un collage de una miscelánea de textos de recuerdos, invenciones y relatos de la experiencia cotidiana, frases y referencias de periódicos… que iban organizándose de una manera dispar: «no fue concebido como una arquitectura literaria precisa sino como una especie de aproximación desde diferentes ángulos y desde diferentes sentidos que poco a poco fue encontrando su forma (…) comprendí que el único sistema viable era crear un sistema de intercalación de esos elementos en la narración novelesca», de donde surgirá la doble lectura de la obra —ya saben que es muchos libros pero sobre todo es dos libros—.
Aunque la última sesión la reserva Cortázar para hablar sobre el erotismo, en poco los alumnos toman las riendas y, sabedores de que es la última clase, inician con total confianza un intercambio con el autor sobre el imperialismo de Estados Unidos en Latinoamérica, el tema latinoamericano, así como preguntas que no guardan una relación directa ni con la clase del día ni con los temas más candentes, convirtiendo la parte final en una especie de rueda de prensa. Da a entender esto que por parte de los asistentes nadie quiere dejarse nada en el tintero, o, más bien, que allí los alumnos se quedan con ganas de más, muy probablemente.
Por mi parte, además de cuanto he reseñado y resumido en este post, hay unos pasajes que, quizás sea por los tiempos que vivimos hoy por España, me calaron más hondamente. Y es que, mientras que en la propia España se están aprobando leyes educativas que retiran la condición de lengua vehicular en la enseñanza al español —probablemente uno de los elementos culturales que más orgullo representa para nuestra tierra como puente de comunicación y hermanamiento con tantas otras naciones y sus gentes— para agasajar a los identitaristas de las lenguas cooficiales y amarrar sus apoyos, pude leer en este mismo libro una líneas que, de algún modo, me confortaron y paliaron el monumental cabreo por esta situación —profesor de Lengua castellana que es uno—. Cortázar apareció, de pronto, en las páginas como contestando… y en realidad contestaba a un alumno que le preguntaba si escribía en español o castellano, o en francés. A este desatino sobre la lengua respondió subrayando su total defensa del español, afirmándolo como su lengua literaria y plantando sin ambages su denuncia de permitir que se degrade. Aparte de que Cortázar ignora la disyunción entre español y castellano, respondió: «El español es mi lengua de escritor y hoy más que nunca creo que la defensa del español como lengua forma parte de una larga lucha en América Latina (…) La defensa del idioma es absolutamente capital (…) volviendo a su pregunta, que me ha ofendido un poco, dicho sea de paso: mi lengua es el español y lo será siempre».
Y cuando uno llega al final de las lecciones, saciado como lector, puede pararse a pensar qué significó esto para el propio Cortázar, a sabiendas de que se fue de este mundo cuatro años después. Probablemente no lo pensara así en su momento, pero el libro constituye una recolección, un repaso y una confesión del autor sobre sí mismo, una especie de cierre que nos entrega, cómo no, a Cortázar hecho esfera, hecho cuento de sí mismo y de su vida. Porque mientras él cuenta su camino por la literatura, lo que nosotros acabamos leyendo es el camino de la literatura por Cortázar.
Héctor Martínez