ANTONIO MACHADO, 70 AÑOS

Antonio Machado

Antonio Machado

El domingo se cumplían 70 años de la muerte de Antonio Machado, lejos de una España rota y en guerra, en Colliure (Francia). Poeta humano, sincero, sencillo y honesto, representa lo que llamo poeta-isla, es decir, aquél que, aun relacionado con diversos movimientos, no termina de encajar plenamente en ninguno. Pudiera ser, bajo la efigie de Rubén Darío, un poeta modernista que escribió las Soledades (1903), aunque la reelaboración Soledades, galerías y otros poemas (1907) ya se distanciaba del nicaragüense. También se le ha querido sintonizar con el noventayochismo a través de Campos de Castilla (1912), libro que, ciertamente, en estilo y temáticas, es cercano al espíritu de Azorín, Unamuno o Baroja y Maeztu, pese a que pervive en él una intensa huella simbolista, retazo del modernismo anterior y gustos en versificación heredados de Darío.

En estilo, Campos de Castilla se muestra afín a la renovación artística con la sobriedad y antirretoricismo, a la sencillez de la intuición poética y literaria, a la brevedad característica del noventayochismo. Del mismo modo, se produce la cercanía entre Naturaleza, Paisaje y el yo poético del autor, llegando a personificar los primeros y establecer diálogos con ellos (recuérdese A un olmo seco), expresando sus más persistentes obsesiones, como son la soledad, la fugacidad y paso del tiempo, la vejez o la muerte con fondos melancólicos, nostálgicos y angustias al modo de los autores del 98. Las temáticas paisajistas y gentes, costumbres, amor, filosóficas (ahí están los Proverbios  y cantares) y el mítico «tema de España» y la regeneración se manifiestan de forma inconfundible como en Unamuno o Azorín  (atiéndase para lo último a, por ejemplo, Del pasado efímero, El mañana efímero). Es palpable el subjetivismo intimista de Machado, poesía a poesía, importando más cómo afecta la realidad a la conciencia y emoción del poeta y rompiendo con el Realismo precedente o las exageraciones barrocas o románticas, aunque sin perder el aprecio por la naturalidad y sinceridad de la obra de Gustavo Adolfo Bécquer.

Ahora bien, todo ello convive con símbolos reconocibles, versos alejandrinos, rimas asonantes y silvas arromanzadas heredadas del modernismo y romanticismo, como en el irónico Retrato, donde el poeta declara alejarse del modernismo con un estilo propiamente modernista entre los rodeos de palabras, el léxico elevado y pomposo, rimas agudas, esdrújulas (con su poco lirismo) y melodiosas, alejandrinos… y sin embargo dice:

Adoro la hermosura, y en la moderna estética

corté las viejas ross del huerto de Ronsard;

mas no amo los afeites de la actual cosmética,

ni soy un ave de esas del nuevo gay-trinar.

Desdeño las romanzas de los tenores huecos

y el coro de grillos que cantan a la luna.

A distinguir me paro las voces de los ecos,

y escucho solamente, entre las voces una.

¿Cuál? ¿Qué voz escucha el poeta? La suya, la personal e íntima, la conversación «con el hombre que siempre va conmigo», el soliloquio con uno mismo. La conversación donde se pregunta «¿Soy clásico o romántico?» y responde «No sé». Pero Campos de Castilla termina haciéndolo muy suyo, más propio del poeta-isla, tras los retoques de 1917, no ya con poemas impresionistas de las escenas sorianas, sino con evocaciones de la tierra recién abandonada tras la muerte de la gran protagonista enferma, Leonor, casi nunca mencionada por su nombre (de las pocas veces, en Caminos CXXI). El poeta se encierra, el dolor le embarga, y tardará en volver a escribir versos, en reencontrar un camino, quizás el mismo tiempo que tarden en desaparecer las «estelas en el mar».

Antonio Machado camina ahora por Andalucía, por la tierra que le vio nacer. Nuevas canciones (1924) es una obra de búsqueda de sus propias raíces. Es un sevillano castizo, castellano, que cantó mejor que muchos las cosas de la tierra de Castilla. Pero Castilla es ya la tierra de Leonor y él, necesita retornar a un origen, hacia su pasado:

Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,

y un huerto claro donde madura el limonero;

Así decía el poeta en aquel Retrato. Vuleve al patio, al huerto. Cambiar el olmo, las encinas, los álamos, por ese limonero de la infancia o por los olivos. Sin embargo, el poeta ya no tiene ese mirar individual; se sumerge en la tradición más popular con los ojos del pueblo, desde el folklore. Su camino le lleva Hacia las tierras bajas, aunque, de vez en cuando mira a la espalda, donde encuentra las Tierras altas, las del Alto Duero, y reaparece Soria. El poeta no puede evitar, al rebuscar entre los recuerdos, seguir encontrando dicha tierra cuando mira su pasado a la caza de su raíz y origen.

El río despierta.

En el aire obscuro, sólo el río suena.

¡Oh canción amarga

del agua en la piedra!

… Hacia el alto Espino,

bajo las estrellas.

Sólo suena el río

al fondo del valle,

bajo el alto Espino.

Desde el Guadalquivir, con el sonido del río contra la piedra, Machado se traslada al Duero, a Soria y al Espino, el cementerio de Leonor. Igual que el modernismo, ni Soria ni sus símbolos, incluído el cementerio y la tierra -su tierra, la de ella-, le abandonarán. Tan sólo hay tres cosas que sacarán al poeta, tras el intento andaluz, del encierro: una será la filosofía que desarrollará en sus apócrifos Abel Martín y Juan de Mairena; otra será el nuevo amor, Guiomar; la tercera, su causa republicana durante la guerra.

Efectivamente, los Proverbios y cantares continúan ampliándose; los apócrifos, poetas que pudieron existir, se van concentrando en Martín y Mairena, dando lugar a una obra en prosa; y sólo Pilar de Valderrama consigue que sus poesías reenganchen con la vieja luz de otros tiempos. Antonio Machado, el poeta, va apagando su voz, se esconde tras invenciones y hasta hace de sí mismo un apócrifo, en el quinto lugar:

5. Antonio Machado.- Nació en Sevilla en 1875. Fue profesor en Soria, Baeza, Segovia y Teruel. Murió en Huesca en fecha todavía no precisada. Algunos lo han confundido con el célebre poeta del mismo nombre, autor de Soledades, Campos de Castilla, etc.

Pareciera que ya no quiere hablar en primera persona, sino dejar que otros personajes hablen por él, quizás porque se ve más poeta que filósofo, quizás porque en lo último siempre se creyó de baja altura frente a su querido Unamuno, y su maestro Ortega y Gasset (no hay más que echar un vistazo a la correspondencia y comprobar el profundo respeto que le infunden y la precaución con que desliza sus reflexiones, casi buscando aprobación). Ha cedido espacio para otras cosas el antiguo verso, donde el orgullo le llevaba hacia lo romántico:

(…) Dejar quisiera

mi verso, como deja el capitá su espada:

famosa por la mano viril que la blandiera,

no por el docto oficio del forjador preciada.

Pero este orgullo es del Retrato de Campos de Castilla. Hace ya mucho de aquello. El Antonio Machado de estos tiempos es mucho más reflexivo, más… viejo. No es el del «torpe aliño indumentario», el que en lugar de gemelos, usaba unos cordoncillos para los puños de las camisas o por cinturón, o el que mordisqueaba las esquinas de las páginas de libros que prestaba luego a Juan Ramón Jiménez. Ya no es el hermano de Manuel, ni siquiera Antonio, sino Don Antonio. El único atisbo de juvenil espíritu aparece con Guiomar, mujer casada a la que Machado conoce en Segovia, espera impaciente, nervisoso, en la cafetería de Cuatro Caminos en Madrid, a la que espía desde los jardínes de Pintor Rosales, por ver si la amada regala una salida al balcón, un asomarse tras las cortinas. Machado vive un amor imposible, como aquéllos de Romeo, o los de Calixto, por Julieta o Melibea. Con ella, se traslada al s. XV, y la llama  «Guiomar», como la esposa de su también admirado Jorge Manrique. Ignoro si alguien ha estudiado este punto del poeta, el de sus extraños amores, primero con una muchacha jovencísima, después con una mujer casada. Lo cierto es que no es un gran seductor, que ya decía «ni un seductor Mañara, ni un Bradomín he sido».

Guiomar desaparece, el amor imposible, tardío e incompleto se marcha de Madrid y España en los albores de la contienda civil del 36, como leemos en el soneto que le dedica:

La guerra dio al amor el tajo fuerte.

Y es la total angustia de la muerte,

con la sombra infecunda de la llama

y la soñada miel del amor tardío,

y la flor imposible de la rama

que ha sentido del hacha el corte frío.

 El poeta queda sólo con su República, con la que él quiere y defiende, la que no cae en republicanismo. Y se convierte en un poeta de guerra:

Trazó una odiosa mano, España mía,

-ancha lira, hacia el mar, entre dos mares-

zonas de guerra, crestas militares,

en llano, loma, alcor y serranía.

Escribe himnos a las juventudes, cantos a la defensa de Madrid y canciones a los héroes del Ebro. Ya no hay Leonor, no hay Guiomar, los apócrifos callan, y Manuel… ¡ay del hermano Manuel Machado! Caído en las manos del bando levantado, cantando loas a los traidores, aunque no otra le quedara, en Burgos y denunciado, para sobrevivir. Unamuno muere sin querer ver qué hay más allá del 36. Juan Ramón Jiménez y Azorín están fuera de España. Baroja se mueve entre Francia y España, siempre en la frontera. El grupo del 27 está desmembrado, y con una herida mortal en el corazón: el fusilamiento de García Lorca. Machado escribe entonces aquel poema El crimen fue en Granada:

Muerto cayó Federico

-sangre en la frente y plomo en las entrañas-

… Que fue en Granada el crimen

sabed -¡pobre Granada!-, en su Granada.

A Machado le duele en el alma este crimen: por a quién se mata, por quién mata y dónde se mata. Lorca es fusilado en la tierra que le vio nacer, la que amaba, con sus gentes de testigo. Pareciera que Machado recimina el asesinato a toda Granada, lugar que antes debiera haberle ofrecido refugio que muerte. ¿Recordaría Machado, entonces, su visita a Granada invitado por Valle-Inclán, por 1903? Él está en Valencia, emprendido el camino hacia el exilio, hacia una Francia que ya no es para el poeta aquélla del París que fue con Manuel o con Rubén de 1899. Un camino, en realidad, hacia la muerte y el final, un camino «sin esquipaje» y «casi desnudo», con su madre de ochenta y cinco años extenuada. Un camino que sale de una España, pero que no lleva a la «otra». No la hay, y de la que existe hay que escapar hasta para morir un 22 de febrero de 1939.

De los gruesos cordeles suspendido,

pesadamente, descender hicieron

el ataúd al fondo de la fosa

los dos sepultureros…

Y al reposar sonó con recio golpe,

solemne, en el silencio.

Un golpe de ataúd en tierra es algo

perfectamente serio.

Sobre la negra caja se rompían

los pesados terrones polvorientos…

El aire se llevaba

de la honda fosa el blanquecino aliento.

-Y tú, sin sombra ya, duerme y reposa,

larga paz a tus huesos…

Definitivamente,

duerme un sueño tranquilo y verdadero.

En el entierro de un amigo

Soledades IV ( 1899-1907)

Héctor Martínez

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