«GALILEO», DE BERTOLT BRECHT

Bertolt Brecht

Bertolt Brecht

Hace tiempo que estuve ante su tumba, junto a su casa, en el Dorotheenstädtischer Friedhof de Berlín, en el número 126 de Chausseestraße. Allí está, junto a Weigel, cerca de la de Hegel y la de Fichte, respirando una paz inusual frente a la agitada vida de compromiso político, ideológico, denuncia y enfrentamiento. Incluso allí, en la tierra de los muertos, destaca: entre tanto monumentalismo funerario de la cultura alemana, Brecht y su segunda esposa descansan con sendas piedras grabadas con sus nombres, en un rincón sin pretensiones. Sin embargo, es la tumba en la que más flores se depositan por los visitantes anónimos, como si aún buscase el distanciamiento que imprimió a su teatro, como si el contraste de tumbas retuviera ese afán de crear una conciencia crítica.

El Galileo de Brecht es una obra que no termina de encajar en las tesis teatrales del autor. No tenemos un héroe, como es de esperar, sino un conflicto fundamental entre verdad y dogma, entre la retractación y la vida:

ANDREA (en voz alta).— ¡Desgraciada es la tierra que no tiene héroes! (Galilei ha entrado totalmente cambiado por el proceso, casi irreconocible. Espera algunos minutos en la puerta por un saludo. Ya que ésto no ocurre porque sus discípulos lo rehuyen, se dirige hacia adelante, lento e inseguro a causa de su poca vista. Allí encuentra un banco donde se sienta.) No lo quiero ver. Que se vaya.
GALILEI. — No. Desgraciada es la tierra que necesita héroes.

Pero a lo largo de la obra, se percibe que está en juego algo bastante más personal: no pocas veces se ha señalado que Galileo es un cuasi reflejo del propio Brecht. Al fin y al cabo, la obra surge de sus manos como una de las primeras en la situación límite del exilio. Un científico, comprometido con la razón y la verdad demostrada, enfrentado a la irracionalidad del dogma imperante que no es capaz de admitir las consecuencias de algo como el telescopio. Un intelectual que debe apostar por su vida o por la, en aquel entonces, herética evidencia matemática, y que debe exiliarse, renunciar ante la autoridad, para perseverar en su vida y su ciencia.

Ahora bien, para Brecht, el verdadero descubrimiento inicial, tan problemático, de Galileo, no es la afirmación de las tesis de Copérnico, sino la negación del sistema aristotélico-ptolemaico que quemó a Giordano Bruno: no hay estrellas fijas ni bóveda de cristal que las sujete, ni tampoco se ve a Dios por allá arriba. Al comienzo, se afirma:

El Papa, los cardenales, los príncipes, los eruditos, capitanes, comerciantes, pescaderas y escolares creyeron estar sentados inmóviles en esa esfera de cristal. Pero ahora nosotros salimos de eso, Andrea. El tiempo viejo ha pasado y estamos en una nueva época. Es como si la humanidad esperara algo desde hace un siglo. Las ciudades son estrechas y así son las cabezas. Supersticiones y peste. Pero desde hoy no todo lo que es verdad debe seguir valiendo. Todo se mueve, mi amigo.

Y un poco más adelante, en el tercer cuadro:

Estamos a diez de enero de mil seiscientos diez. La humanidad asienta en su diario: hoy ha sido abolido el cielo.

O, por citar un último fragmento, metidos de lleno en el enfrentamiento entre Galileo con su telescopio y un Filósofo, un Matemático, un Teólogo y el Poder Nobiliario con su Aristóteles:

Ustedes sostienen que, según Aristóteles, existen arriba esferas de cristal, de modo que determinados movimientos no podrían ocurrir porque si no los astros perforarían las esferas. ¿Pero de qué manera, si ustedes pue-den constatar esa clase de movimientos? Tal vez entonces lleguen a la conclusión de que tales esferas no existen.
(…)
No son los movimientos de algunas lejanas estrellas los que hacen agudizar los oídos a toda Italia, sino la noticia que doctrinas tenidas como inconmovibles comienzan a perder firmeza. Y cada uno sabe que hay demasiadas en esa situación. Señores míos, no nos pongamos a defender doctrinas en decadencia.

No es el aplaudir el nuevo descubrimiento, o la terquedad doctrinaria, sino la consecuencia de «abolir los cielos aristotélicos, Ptolemaicos, Bíblicos». La defensa astronómica de la Iglesia deriva en tintes morales y humanos: si la tierra no es el centro, si es un vulgar astro más dando vueltas como los demás, significa que el hombre no es tampoco el centro del Universo ni de la creación, que Dios no es justo con él, que el hombre no encontrará sentido a sus sacrificios y fatigas. Dicho de otro modo, Galileo se enfrenta al Geocentrismo, que le acusa de arrebatarle al hombre su posición digna y regia de toda la creación. Esto da pie a Brecht para inducir en Galileo ciertos pasajes más políticos e ideológicos que científicos, una especie de «humanismo científico» que recorrerá el resto de la obra:

¡Bondad espiritual! Tal vez usted quiera decir que ahí no queda nada, que el vino se lo han vendido todo, que sus labios están resecos, ¡que se pongan entonces a besar sotanas! ¿Y por qué no hay nada? ¿Porque el orden en este país es sólo el orden de un arca vacía? ¿Porque la llamada necesidad significa trabajar hasta reventar? ¡Y todo esto entre viñedos rebosantes, al borde de los trigales! Sus campesinos de la Campagna son los que pagan las guerras que libra en España y Alemania el representante del dulce Jesús. ¿Por qué sitúa él la Tierra en el centro del Universo? Para que la silla de Pedro pueda ser el centro de la Humanidad. Eso es todo. ¡Usted tiene razón cuando me dice que no se trata de planetas sino de los campesinos de la Campagna!

El tema de los campesinos y la servidumbre, está presente en el pensamiento del personaje de Galileo. Frente al azotar al trabajador extenuado, Galilelo llega a asegurar el poder «alborotar» a los campesinos «induciéndoles a pensar». Y el tema aparece en diversas ocasiones, entremezclándose con la continuación de la «Revolución copernicana». Es decir, la idea de Revolución científica, religiosa, social y trabajadora, la llamada «lucha de clases», la represión, van cobrando forma sin explicitarse de modo concreto. Cabe deducirla de la sugerencia de Brecht y de pasajes tan elocuentes como el siguiente:

GALILEI. — Sí, yo podría alborotar a sus campesinos al inducirlos a pensar. Y a su servidumbre, y a los capataces.
FEDERZONI. — ¿Cómo? Si ninguno de ellos lee el latín.
GALILEI. — Podría escribir en florentino para muchos, y no en latín para pocos. Necesitamos gente que trabaje con las manos para los nuevos pensamientos. ¿Quién si no desea saber las causas de todas las cosas? Los que sólo ven el pan sobre la mesa, esos no quieren saber cómo fue amasado. La chusma agradece antes a Dios que al panadero. Pero los que hacen el pan comprenderán que nada se mueve sin alguna causa que origine ese movimiento (…).
LUDOVICO. — Por lo que veo, usted ha tomado su decisión. Así será siempre el esclavo de su pasión. Dispénseme usted ante Virginia. Creo que es mejor que ya no la vea.
(…)
LUDOVICO. — Buenas tardes. (Se va.)
ANDREA. — ¡Con saludos nuestros para todos los Marsili!
FEDERZONI. — ¡Esos que ordenan a la Tierra quedarse quieta para que no se les vengan abajo los castillos!
ANDREA. — ¡Para los Cenzi y los Villani!
FEDERZONI. — ¡Y los Cervilli!
ANDREA. — ¡Y los Lecchi!
FEDERZONI. — ¡Y los Pirleoni!
ANDREA. — ¡Que sólo quieren besar los pies al Papa cuando pisotea al pueblo!

Así, el cuadro décimo, recogiendo el ambiente carnavalesco -y ya anteriormente se habla de «tener disfraces y máscaras» y de que «Galielo no tiene»-, Brecht sitúa el tema para las comparsas en las cuestiones astronómicas, aunque la realidad tiene mayor calado social y rebelde. Dice el Cantor de Baladas:

¡No, no, no, Galilei, no, no! Termina la broma, Atended:
el perro sin bozal muerde a la gente.
Pero una cosa es cierta y bien lo sabe Roma:
¿quién no sueña con ser su propio señor hoy y siempre?
(…)
Los que en la tierra sufrís, ¡ay!
Reuníos todos juntos
y aprended de Galilei
a poner la raya y punto
a lo que ya es suficiente
¿quién no sueña con ser su propio señor para siempre?

(Bate fuertemente el tambor. La mujer y la chiquilla se adelantan. La mujer sostiene un tosco dibujo del sol. La chiquilla con una calabaza en la cabeza —imagen de la tierra— da vueltas alrededor de la mujer. El cantor indica con grandes gestos a la chiquilla, como si ésta fuera a realizar un peligroso salto mortal, ya que camina hacia atrás, al compás de los redobles del tambor. Luego, se oyen desde atrás otros tambores.)
UNA VOZ PROFUNDA. — ¡Las comparsas! (Entran dos hombres con harapos, tirando un pequeño carro. Sobre el mismo está sentado, en un ridículo trono, una figura con una corona de cartón y vestida de arpillera que espía por un telescopio. Sobre el trono, un letrero: «Buscad el disgusto». Más atrás vienen cuatro hombres enmascarados que llevan un gran lienzo, donde paran y arrojan un muñeco que representa un cardenal. Un enano se ha colocado a un lado con un letrero: «La nueva era». De la multitud sale un pordiosero que levanta en alto sus muletas y se pone a bailar pataleando en el suelo hasta que cae con gran ruido. Luego, entra un enorme muñeco que hace reverencias al público: Galileo Galilei. Delante de él un niño con una enorme Biblia abierta, con las páginas tachadas.)
EL CANTOR DE BALADAS. — ¡Galileo, el triturador de la Biblia!

Y es en la parte final donde, en palabras del propio Galileo, ciencia, saber y humanidad han de hermanarse frente a ese otro poder:

Mi opinión es que el único fin de la ciencia debe ser aliviar las fatigas de la existencia humana. Si los hombres de ciencia, atemorizados por los déspotas, se conforman solamente con acumular saber por el saber mismo, se corre el peligro de que la ciencia sea mutilada y que vuestras máquinas sólo signifiquen nuevas calamidades. Así vayáis descubriendo con el tiempo todo lo que hay que descubrir, vuestro progreso sólo será un alejamiento progresivo de la humanidad. El abismo entre vosotros y ella puede llegar a ser tan grande que vuestras exclamaciones de júbilo por un invento cualquiera recibirán como eco un aterrador griterío universal.

Para el Galileo de Brecht, el mismo que retractado, escribe y oculta los Discorsi como un perseguido -y a Brecht le quemaron toda su obra en aquella Alemania-, resultará más difícil predecir los movimientos de los príncipes que los movimientos de los astros. Se convierte así para el autor en un símbolo, no sólo de la revolución científica del momento, sino, sobre todo, de la social contra la opresión, contra la distorsión de la realidad. El abismo que señala Brecht en las palabras de Galileo no es sino el abismo dialéctico que separaba, para Marx, cada vez más violentamente, a las clases enfrentadas. La ciencia y la intelectualidad, para el dramaturgo, no deben colaborar en formar la «falsa conciencia» ideológica, ni asentarse sobre la ignorancia; no pueden vivir para sí mismas, sino para el pueblo:

Yo, como hombre de ciencia tuve una oportunidad excepcional: en mi época la astronomía llegó a los mercados. Bajo esas circunstancias únicas, la firmeza de un hombre hubiera provocado grandes conmociones. Si yo hubiese resistido, los estudiosos de las ciencias naturales habrían podido desarrollar alga así como el juramento de Hipócrates de los médicos, la solemne promesa de utilizar su ciencia sólo en beneficio de la humanidad

Héctor Martínez

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