POLVO, SUDOR Y HIERRO, EL CID CABALGA

Llevo varias semanas leyendo reseñas, artículos y notas sobre el libro de un historiador que, según dicen, revela las mentiras que hemos creído de siempre del Cid. El libro es El Cid: Historia y mito de un señor de la guerra. El autor es el historiador David Porrinas. Y las mentiras…, bueno, pues de eso quería yo hablar aquí. Por adelantado digo que no he leído el libro del señor Porrinas, salvo el prólogo de García Fitz y la introducción del propio autor (es decir, la vista previa que permite la editorial Desperta Ferro ediciones). No le conozco personalmente —ojalá, parece un hombre de juicio—. Seré más claro, no es esta entrada una reseña o crítica del libro de Porrinas. Lo que quiero comentar son los cientos de extraños juicios que he visto en prensa a tenor de su libro. Supongo que es alguna estrategia editorial, porque los libros, y más sucede con los de historia, no se venden como rosquillas. Hay que levantar polvareda… llamar la atención del público general, montar la polémica, por absurda que sea.

Lo que sucede es que, como digo, el libro de Porrinas se nos vende como el libro que desmantela el Cantar de Mio Cid y las mentiras, dicen, que nos hemos creído durante siglos… o que se han creído, digo, los que escriben tal majadería. Porque, señores, que me vengan a contar que son mentiras el juramento de Santa Gadea, que no existiesen la Tizona y la Colada, que el caballo no se llamase Babieca o que nunca hubo Infantes de Cabrón… digo Carrión… que hicieran tal atrocidad en el robledal de Corpes, es como que alguien me diga que ni la Excálibur ni el mago Merlín existieron, o que don Quijote, aun cuando haya tanto histrionismo turístico a su alrededor, nunca cabalgó por el Campo de Montiel. Pero no solo que me lo digan, sino que a tirada nacional en la prensa me traigan a un historiador que ha escrito un libro para desmentir que hubiese una Dama del Lago llamada Nimue que tuviese su castillo bajo las aguas y le entregase la espada Excálibur a Arturo, quien la había perdido batallando. ¡Perciben el absurdo! Pues esto es lo que he estado leyendo sobre Porrinas y su libro.

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¿Hacía falta decir algo así en el libro de un historiador para desmentir una leyenda narrada en un Cantar? Me sorprende encontrarme según nuestra prensa con que los historiadores se dediquen a rebatir la creación literaria. Vale que la literatura es una fuente, pero es poco fiable, precisamente por ser literatura. Una cosa es que un novelista retrate su época, pues es la que conoce de forma directa, y esto pueda servir a efectos de conocer el contexto social de un tiempo y un lugar en su día a día, sus calles, sus edificios, sus costumbres, su organización e incluso los idearios que pululasen entonces. Si la novela, además pretende ser real testimonio de su tiempo, puede ofrecer detalles más sabrosos. Incluso si atiende a una persona real que vino a convertirse en alguien histórico para la posteridad, puede aportar información interesante. Pero no podemos olvidar su pertenencia a lo literario: es una obra concebida para un público, por lo que adulterará literariamente las cosas. Y todo ello, además, bajo el prisma subjetivo del novelista que selecciona qué narrar y qué no.

Ahora bien, la cosa va cambiando cuando la novela, de por sí, pretende ser histórica, es decir, que ya ella trata de una época anterior. Aunque quiera ser rigurosa, sigue siendo una novela, y, además, en este caso depende de sus fuentes. El conocimiento de la época es indirecto y mediato. Y si se pone a un servicio ideológico, esto es, se propone blanquear a unos y señalar a otros, ya hay que tomarla con muchísimo cuidado.

De hecho, señores míos, aquí estamos hablando del Cantar de Mio Cid. Un cantar de gesta se define por ser de todo menos histórico. Si bien su protagonista puede ser histórico o los eventos que lo rodean o en los que toma parte, es una exaltación de hazañas con valor identitario para el pueblo. Es evidente que va a estar adulterada la historia. Más si cabe cuando pertenece a la tradición oral, donde, como el juego del teléfono roto, los relatos van sufriendo modificaciones de un juglar a otro, algunas quizás inconscientes, otras, sin embargo, muy a propósito, pues el juglar se adapta a su público y su escenario y su momento —¿O acaso no cambia la perspectiva sobre un personaje a quién, dónde o cuándo se cuente el relato?—. La versión que Per Abbat puso por escrito por el mes de mayo de 1207 dista del personaje histórico algo más de un siglo. Lo mejor es que esa copia no la conservamos, sino que tenemos noticia del tal Per Abbat por una segunda copia, la que conservamos, fechada entre 1325-1330, realizada por un amanuense desconocido que dejó escrito, honrado que fue, que lo toma de aquel tal Per Abbat que copió el texto antes que él. No se puede saber si este amanuense alteró o no la copia de Abbat, y menos aún si Abbat fue fiel al Cantar, y a qué juglar, y cuánto fueron fieles unos y otros, o cuánto pesó la propaganda literaria. En resumidas cuentas, no es muy de fiar como fuente histórica una copia de otra copia que pone por escrito la oralidad escuchada de juglares sobre un Cantar que exalta hazañas al más puro estilo agitprop; y que además, esa copia conservada dista casi tres siglos del personaje histórico. Nadie, en serio, puede venir a decirnos que lo del Cantar era mentira, enarbolando sus titulaciones de historiador —las agita la prensa, en realidad—. Es grotesco y de un ridículo espantoso.

A ver si hacen falta historiadores para desmentir que en epopeyas como la Iliada o la Odisea no podían intervenir dioses, ni haber un tal Aquiles inmortal. Es que es de traca. No obstante, una y otra vez aparecía Porrinas en el papelare bajo la premisa de desmitificar el Cid. Hasta lo hizo Pérez Reverte antes que Porrinas en su Sidi, que ya es decir. Y Porrinas mismo lo cita.

¿No conocen a Montaner Frutos? No es historiador, es filólogo. Y gran parte de su carrera ha tenido que ver con el Cid. En 1981, hace la friolera de casi cuarenta años, le premiaron a la edad de diecisiete años por escribir El Cid: mito y símbolo. Al mismo tiempo ha sido uno de los mayores editores y estudiosos del Cantar de Mio Cid. Este buen hombre lleva tiempo diciendo lo que Porrinas y, de hecho, ha echado una mano a este. Al menos se lleva el agradecimiento en el libro. ¿Han oído hablar de Martínez Díez? El medievalista, que se nos fue hará cuatro años, escribió El Cid histórico a comienzos de este segundo milenio, más de una década. Ya nos contaba también que el Cid no es el Cid del Cantar. A lo mejor es que siendo jesuita y sacerdote, pues no gusta a determinadas tendencias. La pelea está, si acaso, más en los calificativos. Porrinas habla de mercenario y Martínez Díez habló de que «se tenía que ganar el pan». Pero los hechos, que es lo que me importa, y lo que más le debe importar a la historia, son los mismos, porque las fuentes son las mismas. La apreciación subjetiva no es cosa del buen historiador, aunque algo de sesgo siempre va a existir. De todas formas, la historia no sabe de adjetivos épicos. En cambio, los cantares de gesta sí, y mucho: el en buena hora nacido, el que en buena hora ciñó espada, el de la barba velluda, el buen Campeador… Creo que con esto bastaría para notar la diferencia entre un libro de historia y un cantar.

Hay periódicos —no diré cuáles, pero sobre todo uno en concreto, que pueden imaginarlo— que enseguida han ido a soltar la pulla al franquismo por forjar el mito y apoyarse en la leyenda ideológicamente. Como si el Cantar no fuese ya leyenda, ni ideología ni propaganda desde el mismo siglo XII, como si nadie hubiese disfrutado durante siglos del mito a sabiendas de ser mito —o ignorándolo—. Como si fuese otra malicia franquista esto del Cid, vamos. Este periódico, de cuyo nombre no quiero acordarme, no dice nada de Beowulf ni nada de la leyenda artúrica exaltada por nuestros vecinos británicos, datada en las mismas épocas y exaltada durante mucho tiempo después. Ni de los Nibelungos ni del tal Sigfrido. O el Roldán francés. O los escandinavos con su Odín y su parafernalia mitológica. Todos los pueblos tienen sus relatos. Pero a España le está prohibido construir leyendas identitarias, parece. Covadonga, Don Pelayo, el Cid, Reconquista, Colón y América…, llevamos unos años en que no se ha parado de atacar denodadamente los mitos. Molesta que España los tenga. Es imperativo para algunos desmitificarlo todo —también es verdad que hay mucho tonto meneando banderitas con el mito de fondo tal cual si no fuese mito, tal cual si fuera real—. Entre nosotros surgió y persiste la obligación intelectual de derribar los mitos, como una infatigable y necesaria labor ideológica, una contraépica —¿qué heroicidad es esta?—. Para no pocos, resulta que España no puede tener sus mitos y sus leyendas nacionales —que insisto, son mitos y leyendas, no se toman por Historia sino por historias—. Y si encima Franco los utilizó en su propaganda, ya están condenados al ostracismo de por vida. Al menos para este periódico, para algún otro, y para los de su cuerda, a España le está prohibido elaborar sus historias. Podemos tener literatura, pero solo una literatura que eche mierda una y otra vez al país y su historia, y que la haga relucir de tanto frotarla. Como cuando los iluminados van y compran el relato de una leyenda negra elaborada a propósito por las coronas enemigas contra el prestigio del Imperio español, y la difunden como historia verdadera ciegamente a los cuatro vientos, haciendo las delicias de los que la crearon. Parece que en este caso, los mismos derribamitos prefieren la leyenda y la propaganda a la verdad histórica. Es enfermizo este espíritu autodestructivo.

Quiero pensar, quiero creer, que lo de la prensa son también epítetos épicos al hablar de Porrinas y su libro como desmitificador. Porque no quiero creer que algo ya dicho y ya estudiado y publicado, es nuevamente noticia —como si todo lo ya dicho y estudiado hubiese caído en saco roto—. Y peor aún, porque no quiero creer que un historiador, medievalista y doctor como Porrinas tenía en mente medirse históricamente con el Cantar. No puedo creer algo así, por mucho que la prensa lo repita.

Fuente: David Yagüe del Blog: XX Siglos

Tan solo he echado un vistazo, decía, al prólogo, de García Fitz, y la introducción de Porrinas. Es Fitz, y no Porrinas, quien hace especial hincapié en contrastar historia y Cantar. Claro, es un prólogo para un libro divulgativo, y su responsable busca presentar y aproximar el texto a un lector variopinto y heterogéneo. Acude a lo que tiene más a mano. Porrinas, en cambio, lo deja claro en su introducción, y justifica:

«El libro que tienen en sus manos es el producto de casi veinte años de trabajo, de estudio, reflexión, de horas dedicadas a conocer y desentrañar a Rodrigo Díaz, el Cid Campeador.(…) estudio de la guerra y de la caballería en los siglos centrales de la Edad Media castellana y leonesa».

Nada dice del Cantar como excusa o como objetivo de su ensayo. Es más, lo que al Cantar refiere queda para el último capítulo del libro, como un extra y bajo la perspectiva de la transformación épico-literaria y artística en la cultura popular desde el siglo XII hasta nuestros días. Así nos dice Porrinas líneas después:

«apenas cincuenta años después de su muerte aparecieron las primeras referencias a un «Mio Cid» que cuajó, décadas más tarde, en la obra cumbre de la literatura medieval castellana, el Cantar de mio Cid. Juglares, trovadores y cronistas no hicieron sino dar forma a una leyenda mutante, de tal manera que, a partir de entonces, cada siglo contó con su propio Cid Campeador, cada época alumbró a un nuevo héroe, reflejo de las inquietudes y visiones de cada momento. A ese proceso de transformación continua, reinterpretación y mutación que empezó en el siglo XII y que se prolongó hasta la actualidad, se consagra el último capítulo de este libro. En él, el lector podrá conocer a muchos cides distintos, al de la épica y la juventud deformada, al de la leyenda y el romance, a un cid caballeresco y teatral, a un personaje satirizado, o contemplado como torero, al referente de las esencias patrias, al de la gran pantalla, el de los libros de texto, panfletos, poemas, novelas, dibujos animados, incluso algún videojuego… Amado y odiado, sublimado y condenado, admirado y criticado, distorsionado por unos y otros, el Cid ha suscitado amores y odios, debates, polémicas y un amplio abanico de visiones literarias, artísticas y las generadas por la denominada cultura popular, que siguen manifestándose en nuestra más inmediata actualidad».

Tras leer esto me convenzo: Porrinas no está desmintiendo nada, no es su propósito. Porrinas no iba contra leyendas porque ya sabe Porrinas lo que es una leyenda. Su libro no tiene nada que ver con lo que nos ha soltado la prensa en grandes y redondos titulares. No, el libro no desmitifica nada. Va de suyo al contarnos el Cid histórico, como historiador que es Porrinas, desde una perspectiva militar. Porrinas entiende bien la diferencia entre historia y Cantar, y este último es lo de menos en su texto de historiador. Una diferencia, sin embargo, que la prensa, la cual se ha quedado en el amable prólogo de García Fitz o en la nota de prensa de la editorial, no capta ni de lejos. La prensa española, ahora sin particularizar, prefiere seguir envenenando y enervando a la población con más propaganda a costa de la historia. Prefiere continuar echando leña al fuego en el loco afán de demoler los mitos y símbolos nacionales, mientras aviva los mitos, las mentiras y lo símbolos regionales como auténticas realidades. Nada tienen que ver Porrinas y su libro con el Cantar, pero nuestros periodicuchos nos lo han hecho tragar como si ese fuera el caso. A la prensa le gusta la polvareda, el barro, tocar las narices cuanto pueda con la excusa del Pisuerga pasando por Valladolid. Porrinas es el Pisuerga y el de Vivar es Valladolid. La prensa sí que adultera la historia, lo que es peor incluso, porque lo hace desde el punto cero de la actualidad.

Héctor Martínez

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