«EL PASEO», DE FEDERICO MOCCIA

Portada-El paseoFederico Moccia es conocido por sus novelas romanticonas dirigidas a un público adolescente, de protagonistas rebeldes y para los que sus relaciones interpersonales, desde la amistad a lo amoroso, son el principio y fin del mundo. Situaciones exageradas y ñoñas que, reconozcámoslo, también nosotros las buscamos o experimentamos en mayor o menor medida en su momento, y que hoy nos mueven a risa o la arcada sentimentaloide —convendría mirarnos al espejo del pasado para entender eso del «gran amor»—. En una sociedad que cada vez más retrasa la madurez, tiene sentido que se escriban y triunfen estas novelas. Y más aún que su explotación cinematográfica sea tan rentable. Su público no hace más que aumentar, no ya en las estanterías, sino en las butacas. Es el mismo fenómeno de éxito que el de Francisco de Paula Fernández González (Blue Jeans), la versión española de Moccia, aunque solo en papel.

Ni es buena ni es mala la existencia de estas novelas. No se trata tampoco de ponerse dignos literariamente hablando, como hacen aquellos esnobs de la alta literatura. Pero no viene al caso esa discusión porque no es por esas novelas que escriba hoy sobre Moccia, sino por ese breve espejismo, pasado por alto en su carrera como escritor, que supone su novela corta, o más bien relato, El paseo. Una demostración —y a veces hacen falta este tipo de demostraciones— de que Moccia puede sacarse de la manga una historia de adultos, o al menos, también para adultos.

Estamos ante un texto sin argumento como tal. Más bien es un conglomerado de recuerdos y anhelos, pequeños capítulos vividos, otros no vividos, lo que se dijo y lo que no, lo que se lamenta… el duelo de un hijo por la muerte de su padre ante el horizonte simbólico del mar y la playa desierta de Anzio, en la amanecida del día para realizar una última salida al mar. Allí, en ese espacio-símbolo, el protagonista se encuentra con la presencia o alucinación de su padre ya muerto caminando por la playa para, acto seguido, caminar juntos por el tiempo y el alma. Así es cómo nos trasladamos del espacio físico —la playa— al espacio psicológico —la mente y sentimientos del hijo— bajo la técnica del flashback en primera persona hacia los días vacacionales en familia en Anzio.

En el relato tiene un gran peso el autobiografismo, la intención de honrar la memoria de su padre y, como sucede con estas narraciones sobre la muerte, la admonición a cuidar de las relaciones con nuestros seres queridos mientras estén vivos —rozando la autoayuda, y si no se cree, léase:

¿Cuánto tiempo hace que he dejado de ser feliz? Para serlo he apuntado alto. He pedido lo que no es seguro que pueda conseguir. No sin ayuda. No pensando humanamente. Y, casi mortificado, me doblo sobre mí mismo y dirijo la mirada al suelo, más allá del patín, sobre aquella arena que ahora me parece sucia por lo tremenda que ha sido mi tentativa desesperada de súplica. Y, sin embargo, creer es bonito. Da fuerza, no pone límites ni confines, nos permite vivir esta vida creyéndonos capaces de verdad de llegar hasta el fondo. Y, así, levanto la vista. Súbitamente se desvanece la vergüenza y me parece que hay más sol sobre ese mar.

Al respecto de esos motores de la escritura, reconocemos en la lectura un ritmo muy reposado, lo que acentúa la reflexión sobre la acción, y lo poético de la descripción sobre lo narrativo.

Con el tema del tiempo se permite breves digresiones entre formas de vida pasadas y presentes: el tiempo antiguo de mayor autenticidad y el tiempo moderno, frío y falto de sustancia. Es un tema universal de la literatura aquel tópico literario del paraíso perdido, el aurea aetas (Edad dorada) que podemos reconocer en las siguientes líneas:

Me siento en un patín, uno de esos modernos, todo hecho de resina. Frío y triste, como son las cosas de hoy. Desprovistas de alma, de amor, del esfuerzo de un hombre, de aquel artesano, de aquel operario que ha trabajado en él. Durante mucho tiempo. Cepillándolo, sudando, eligiendo las curvas y los colores, viendo en el momento clave aquella gota de sudor que abandona su frente para caer en el vacío y rubricar de golpe, con su simple vuelo, aquel viejo patín, y la importancia, la honestidad de su largo trabajo.

Así, los primeros compases nostálgicos nos sitúan de inmediato en ese pasado de la infancia interiorizado e idealizado:

He vuelto allí donde pasé mi infancia. Y espero. Es por la mañana temprano. Sobre la arena, que tiene aún el sabor de la noche, ligeras huellas de gaviotas. Han venido a escuchar el mar antes que yo. Y ahora se han ido. Miro a lo lejos y reconozco todo aquello que me hizo compañía durante tantos años. En la playa no hay nadie. En aquella larga playa de hace tanto tiempo. Y de ahora.

La arena se transforma en una especie de pizarra o lienzo sobre el que se ha escrito imaginariamente el recuerdo, sobre la que se borran las vivencias, se olvidan —casi con un valor greguerístico—; el mar, por su lado, se convierte en un límite existencial:

La arena aún está fría. Doy unos pasos. Borro algunas huellas, patitas en forma de «v» con una «i» en el centro. Al cabo de un instante, pasan al olvido, borradas. (…) el mar todavía duerme. Barcas lejanas. Alguna vela abierta se destaca, roja de su color, al filo de aquel horizonte decidido. Mar. Mar de amar. Él sí que no ha envejecido nada. Mar de mi juventud, de mis primeras indecisiones en el amor. De miedos y diversión y crecimiento. Anzio, estoy en Anzio. Y, así, echo a andar por la orilla.

Entre personificaciones y sinestesias, entre reiteraciones y aliteraciones, usando el contraste de tiempos verbales y la identificación entre términos como playa, tiempo y memoria, Moccia nos sitúa rápidamente y sin pompa, más bien de forma muy sencilla, destacándose la frase corta y el uso retórico sugestivo, en la perspectiva nostálgica y sentimental. Moccia busca la evocación por medio de la palabra. Una evocación que nos retrotrae a la infancia sin que perdamos de vista al adulto que rememora y se sumerge en las olas emotivas de su zozobra. Este es otro de los puntos fuertes, que el texto entrevera un plano real y otro onírico, los superpone difuminando cualquier frontera entre ambos.

Lo poético gana terreno en la intimidad subjetiva del yo-lírico —más que del yo-narrador—, en el autoexamen introspectivo. Es por ello que podría clasificarse como poema en prosa, quizás como elegía-homenaje, donde la importancia de los sentimientos y su vibración ante la muerte del ser querido saltan a la palestra de la lectura.

Según comienza el recuerdo, el hijo se reconoce en el padre, en concreto en sus ojos —puerta del alma los llaman— hasta confundirse el uno en el otro:

me mira con esos ojos que no puedo olvidar, que veo tal vez cada mañana en el espejo, pero que hoy me conmueven. ¿Los míos? ¿Los suyos? No lo sé.

Su padre surge en una imagen más joven de lo que Moccia podría recordar, porque no había nacido. Acude a un pasado anterior a sí mismo y rememora hechos que él nunca vivió junto a su padre; pero puede porque recuerda cómo su padre le narraba sus peripecias juveniles:

lo miro orgulloso, con su hermosa espalda, de nuevo fuerte y magra. Como aquel muchacho que no tuve nunca modo de conocer y que sólo imaginé a través de sus mil relatos. Y así, por fin, lo veo bien por primera vez.

Descubrimos que en el relato no son solo los recuerdos de lo vivido junto a él, sino del recuerdo de la persona en tanto que tal, y, sobre todo, la mezcla de las vidas de uno y otro, padre e hijo. Los hijos siempre saben de la vida de sus padres por lo que aquellos contaron, y por lo que contaron los demás familiares de ellos. Este es el punto elegíaco, el retrato del padre, desde el que traza el paralelismo consigo mismo: lo que es más importante que la sola nostalgia conmovedora. Se establece un vínculo —ya se sabe lo del palo y la astilla—. Por ello vuelven a confundirse padre e hijo, sus vidas de pequeños y la vida familiar. Desde el padre que fue un niño delgado y travieso, que rompía faros para conseguir trozos de vidrio para su hermana, que los coleccionaba de colores, que creció en una Roma sin coches, con «cinturones anchos, de piel gruesa, estropeada, y unos calcetines que se caen fácilmente y descubren unas pantorrillas delgadas, blancas, y más abajo, aquellos mocasines sólidos y únicos, porque, entonces, además, no había tantas posibilidades de elegir», hasta el padre que le lleva a él, a Moccia, de la mano a por helados a Mennella, o a la pescadería de cajas de polietileno y ventiladores con cintas rosas, el mismo padre que se enfadó el día que volcaron con la barca, o el que le fotografiaba y filmaba con el Súper-8 desde que era un bebé gateando, o en concursos, o los recuerdos por la playa junto al socorrista Walter, o de cuando hizo de camarero para su padre y sus amigos…

él, seguramente, tras aquella vieja y ruidosa cámara de súper ocho, sonreía. Y luego, otra casa y otra película, y otra más. Y yo me veo en todo aquello que tal vez no podría haber recordado por mí mismo (…) Recuerdo en particular la sonrisa de aquella filmación que, además de mi pequeña victoria, hablaba de amor. Por mí, por él, por mis hermanas, por todo aquello que teníamos la fortuna de vivir y de hacer vivir, y que aún duraría mucho. Y todavía hoy sigo recordando cuanto fue. Y, a lo largo de los años, en mil momentos y a medida que crecía, me lo preguntaba: ¿seré capaz de pagar de algún modo la deuda por todo aquello que he recibido? (…) nosotros, nosotros éramos su mejor película.

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FEDERICO MOCCIA

Tras todos los recuerdos, amontonamiento de imágenes de aquí y de allá —se cuenta tal y como funciona la memoria, que trae fragmentos de la historia—, por fin Moccia decide confesar el porqué de toda la evocación:

Me siento traicionado por la vida. No debería transcurrir así. No sin darme el tiempo que necesito…, para ti, para mí, para poder seguir hablándote… (…) me gustaría no tener dudas.

Lo que tiene que decir a su padre, en verdad, lo guarda para sí y lo elude mediante elipsis para nosotros, los lectores, como algo privado, personal:

logro por fin decírselo todo, es decir, mucho, y muchísimo más. Todo lo que siempre había querido decirle y, no sé por qué, nunca le había dicho. Y lo hago con vehemencia, con pasión, mezclando un poco de todo, intentando no dejarme nada. (…)Luego, lanzo un suspiro y me parece haberme liberado de un montón de cosas y me siento mejor.

El relato se cierra con la simbología del atardecer, momento en que el padre se aleja y se marcha definitivamente. Descubrimos así que el motivo que nos trae a este relato era el duelo, la necesidad de dar un orden y un equilibrio al desorden y desequilibrio que genera la muerte de un ser querido, más aún si se trata de la muerte de uno de los padres. Saber «dejar marchar» al difunto, saber romper el vínculo emocional que nos ancla a la persona y reconectar con la vida cotidiana mediante la aceptación, la libre expresión del dolor —lo pendiente que quedó por decir— y la reconexión con la vida que cuenta ya con la falta del fallecido.

Es de remarcar que el libro, en italiano, se titule La passeggiata, término entre italianos nada inocente. Bien en su origen, como «espacio abierto fuera de la fortaleza o patio de armas», y hoy, entendido como el lugar que permite el caminar tranquilo y recreativo. O como la passeggiata de Rossini. O el paseo del atardecer al finalizar el ajetreo del día. Passeggiata tras la comida es a Italia lo que siesta es a España. El modo de digerir la rutina, de seguir adelante, de vivir, de mostrarse, de reconectar, de desprenderse de la carga, mediante una caminata a la caída del sol; pero un paseo corto, tras el cual uno se siente mejor. Corto, como esta novela-relato.

Ante una entrevista, el propio Moccia diferenciaba este relato del resto de su producción, haciendo una declaración de intenciones literarias: «Tengo escrito un libro, que se llama El paseo, donde se cuenta la historia de un chico que quiere ver por última vez a su padre, que no es de ese tipo y seguramente escribiré otros libros así en el futuro» (ABC 27/10/2013). Ojalá tire por este camino también y podamos disfrutar de este otro Federico Moccia —que, en realidad, es el mismo del éxito comercial, mal que les pese o parezca a muchos—.

Héctor Martínez