«EL LARGO FUNERAL DEL SEÑOR WHITE», DE EUGENIO PRADOS

El largo funeral del señor WhiteEste texto es una demostración de que no hay necesidad de grandes excesos ni volteretas narrativas ni de grandes artificios para construir una historia sólidamente literaria. Con cierta ironía negra, un cebo que mantenga desde el principio la atención, y una prosa fluida, perfectamente muestra Eugenio Prados que se puede escribir una novela corta, o más bien, cuento largo, apoyado en el saber hacer y no en la parafernalia prestidigitadora. Tal y como hace poco afirmaba Pérez-Reverte: «mi compromiso es con la narrativa, no con el lector». Si se cumple con la narrativa, de suyo se acaba cumpliendo con el lector; la afirmación contraria, sin embargo, no sería cierta. El largo funeral del señor White es un vivo modelo de este pensamiento, pues se entrega por entero al hecho de contar y no al hecho de gustar.

La historia es completamente redonda, con la forma de esfera que decía Cortázar. Desde su inicio llama a la curiosidad del lector y lo atrae mentando directamente el tema:

La noche de su setenta cumpleaños el señor White supo que su muerte estaba próxima. No lo percibió como un hecho objetivo ni científico, sino como una corazonada, como un susurro desde el más allá que le indicó que su paso por el mundo llegaba a su fin.

Recuerda sensiblemente a Santiago Nasar en Crónica de una muerte anunciada, que desde el principio ya anuncia su propia muerte y algún detalle o preferencias sobre su mismo funeral.

El contexto de fondo es la muerte, casi como un personaje más (como también ocurre en la novela corta Telarañas en los ojos, reversión de los viejos cuentos de fantasmas), que es invocado en algunas ocasiones con pasajes memorables:

Oh, muerte –dijo suspirando y mirando al techo-, juegas con nosotros como piezas de ajedrez. Nos mueves por el tablero haciéndonos creer que somos el rey para acabar al final sacrificándonos como a un simple peón.

Este pensamiento va a ser crucial en la novela, en la que supuestamente se nos presenta el protagonista como el primero que morirá y de cuya muerte querrán aprovecharse otros. Sin embargo, como bien intuimos los lectores, la situación será la inversa.

El protagonista, un solitario, bondadoso y adinerado hombre de setenta años que presiente cerca la muerte. Una muerte a la que no teme. Todo lo contrario, le preocupan más las formas de morir y ser él mismo el que se ocupe de los preparativos, cripta, ataúd, ropa y música incluida.

Para el señor White la muerte no era tanto el saber que uno iba a morirse, o de qué se iba a morir, sino el cómo lo haría. No había nada que le preocupara más que fallecer perdiendo la compostura, con horribles aspavientos y gritos desesperados. Esas formas no iban con su personalidad. Él quería una despedida limpia y serena, dejando todo atado y bien atado en lo terrenal para poder abrazar sin preocupaciones lo celestial.

Se preocupa, incluso, del recuerdo que pueda dejar:

No quería ser recordado, como el resto de sus antepasados, como un noble vetusto y apolillado. (…) Quería ser recordado como el viejo y venerable señor White. Nada más.

No es la muerte misma, al contrario, lo que más le preocupa al señor White. Al comprobar su lista de últimas voluntades descubre que nadie está a su lado para tomar nota de sus últimas palabras, las que habrán de ser leídas durante su funeral. Es un hecho que ya sorprende al lector: una excentricidad que va a condicionar todo el relato, es el catalizador y va a mantener en suspense al lector durante todas las páginas. Querremos saber continuamente cuáles serán esas últimas palabras aún no decididas. Al fin y al cabo, nosotros estamos ahí para leer sus últimas palabras cuando las pronuncie. Y se trata de una excentricidad que tiene el toque de humor negro que va a impregnar todo el texto.

A través de un mensaje en los periódicos en el que se exige tener buen oído a cambio de una gran gratificación, el señor White busca secretario para cumplir con el crucial trámite de tomar nota de sus últimas palabras. La gente, en cambio, entendió el mensaje como una posibilidad de hacerse con la fortuna del viejo señor White. La codicia y no tanto el señor White, convoca a más de novecientos candidatos a ser su secretario. Tres serán los elegidos al azar y muy distintas sus tres historias: Paul S., Eleine Hopper y Jonás Plim.

El primero, un vago y codicioso esposo y padre de un hijo, cuya elección le pilla durmiendo. Lo acompañamos hasta la estación de tren, entre sus cavilaciones sobre lo que va a suponer cuidar del señor White como secretario.

Aguantar a un anciano, se dijo, no es cosa fácil. Todos al final de sus vidas se vuelven niños otra vez. Caprichosos, egoístas, dependientes. (…) ¿y si acababa convirtiéndose también en su enfermero? (…) Sintió un escalofrío.

Paul S. imagina después, como en el cuento de la lechera, lo que será su vida en la mansión y tras la muerte del señor White. Tanto se obnubila que acaba por caer en las vías del tren, sin darse cuenta, en mitad de sus ensoñaciones y muere arrollado por el convoy.

Sigue la historia de Eleine Hopper, segunda candidata al puesto de secretario. Con ella, la ironía de la vida va a alcanzar mayores cotas. Ella intentará acelerar el momento de la muerte del señor White administrando pequeñas dosis de arsénico en vasos de leche, como hiciera otras tantas veces en el pasado. Las costumbres del señor White le salvarán la vida, mientras que la codicia se cobrará una segunda víctima. Eleine Hopper intentará que el señor White acepte beber el vaso de leche probándolo ella misma. El arsénico no le hará nada, antes bien, otro veneno inesperado actuará: la misma leche para quien no sabe que es intolerante a la lactosa.

El último secretario será Jonás Plim. Un hombre de treinta, con una forma de pensar más llana, y cuyo único problema con el trabajo es entender por qué el señor White le da tanta importancia a las últimas palabras. Mientras que el señor White le explica en términos profundos que:

Son las palabras que uno pronuncia antes de morir. El clímax de la agonía, el momento en que la mente racional se enfrenta al abismo de lo irracional, de lo incierto, y exclama con sus últimas energías una última frase que resume todos los años vividos, toda la existencia, dejando al resto de los mortales unas palabras a modo de consejo.

Jonás expresa su incomprensión del siguiente modo:

De donde yo vengo, la gente cuando se muere se la entierra y ya está. Lo que el moribundo dice no lo escucha nadie. ¡A parlamentar con los gusanos! (…) al tío de mi madre se le cayó el tractor encima y tardó una semana en morirse. Aquello fue insoportable. El hombre no dejó de gritar ni un solo segundo durante todo ese tiempo. La gente se metía en la cama con tapones en los oídos y los niños tenían pesadillas con aquellos alaridos que daba. (…) Cuando uno está con un pie en la tumba, los demás solo quieren que meta también el otro, no que se ponga a dar discursos.

Con este diálogo se nos deja claro que cada uno, señor White y Jonás Plim, pertenecen a mundos sociales completamente distintos, pero, sobre todo, a actitudes vitales opuestas. El mismo Jonás ha remarcado ese «de donde yo vengo», que establece la diferencia entre ambos personajes. La unión de Jonás y señor White es tal que llegan a formar un núcleo familiar cuando el primero se casa, tiene hijos, con quienes se traslada a vivir a la mansión. El señor White, en cambio, confiesa que su reclusión en la mansión y en soledad tiene una única causa: un desengaño amoroso. Jonás le ofrece al señor White lo que el señor White no se atrevió a tener tras un simple desamor.

El desamor. Esa es la causa de todos mis males, de mis prejuicios, de mis enfados, de mis suspiros. Todo por una mujer. Una mujer a la que amé… pero que no me correspondió. Y que yo no supe aceptar (…) Hijo, ¿por qué no actué de otra forma?¿Por qué no fui más valiente?

Treinta años pasan, volando que diríamos, y el señor White, que solitario creía treinta años antes que la muerte le respiraba en la nuca, en verdad los ha disfrutado en familia sin preocuparse en compañía de Jonás, su mujer y, después, de sus hijos:

Si hasta ese momento los días, los meses y los años habían transcurrido largos y pesados como rocas, tras la llegada de Jonás y su mujer comenzó a sentirlos cortos y ligeros como un parpadeo. Era como si cada vez que cerraba los ojos y luego volvía a abrirlos todo hubiera cambiado a su alrededor con extrema rapidez.

De forma muy amable se nos presentan los temas de la soledad y la compañía, el amor, la vida y la muerte, la felicidad y la melancolía, la amistad. Es importante notar un sutil detalle: el señor White se refiere continuamente a Jonás Plim también con el término paterno de «hijo», como una puntada más al engarce de los personajes.

Finalmente, como cabía esperar, Jonás y White intercambian los papeles, en una mímesis pura. La mujer de Jonás muere y es sepultada en la cripta de la mansión. Luego la marcha de los hijos y la definitiva muerte del señor White a los cien años (como número mágico), dejan a Jonás Plim en la soledad, encargado de recoger las últimas palabras y realizar las labores del funeral: el réquiem de Brahms, camisa blanca y pantalón negro como vestimenta, el ataúd hasta la cripta junto al lugar de reposo de su mujer fallecida.

El nicho de piedra ya guardaba en su interior la figura del anciano. A su derecha, se encontraba el que el señor White había hecho construir para Leonor, su mujer. Ver aquellos dos huecos ocupados le produjo un nudo en la garganta

La escena final nos deja con Jonás en la biblioteca, lugar favorito del señor White, anotando las últimas palabras de su señor, con la pipa de éste, fumando y haciendo anillos como los del señor White:

Es idéntico a los que hacía el señorito, pensó Jonás, y el corazón le dio un vuelco. Se giró desconcertado hacia la pipa. ¿Cómo había podido hacer él ese anillo si era la primera vez que fumaba en pipa?

¿Las últimas palabras del señor White? Éste era el cebo lanzado al lector, anunciado al inicio y sólo dicho al final. Y no fueron ni tan trascendentes ni tan profundas, aunque sí fueron completamente significativas para aquél que estuvo al lado del señor White, incluidos nosotros los lectores en una magnífica maniobra inclusiva. Como mencioné, siguiendo a Cortázar, la novela es redonda a través de esa pipa que, como objeto simbólico, va a pasar de unas a otras manos. La pipa que al comienzo el señor White rellena preparando su funeral, es la misma pipa que entrega a Jonás al final cuando exclama sus últimas palabras:

¡Válgame el cielo! Se acabó el tabaco

El texto es un completo acierto, desde el género, ya digamos que es cuento largo o novela corta, al tono, con ese toque de humor negro e ironía vital. Un pequeño bocado que normalmente sirve de umbral para los lectores al mundo literario de Eugenio Prados.

Héctor Martínez