EL NUEVO LAZARILLO: «MALASANTA», DE ANTONIO TOCORNAL

Decir que Malasanta, novela ganadora del XLI Premio de Novela Felipe Trigo 2021, es el retrato de la cruda realidad es aplicarle un pleonasmo: porque la realidad es cruda, somos nosotros quienes adornamos su carne, la sazonamos, la especiamos, la impregnamos de olores y sabores más al gusto… y luego nos estremecemos cuando vemos de dónde viene el filete sobre el plato, cuando vemos que al matadero entra una vaca viva con carne trémula y cruda. No me estoy poniendo retórico. Frente a quienes puedan ver un relato inverosímil, irreal, su autor, Antonio Tocornal ya ha dicho en varias ocasiones que la novela bebe del batido de noticias rutinarias de nuestro mundo, a las que apenas reaccionamos a menos que aparezca un político interesado o una asociación haciendo aspavientos tuiteros y poniendo el grito en el cielo. Muchas de esas noticias flotan en un caldo de cultivo tan sórdido como el expuesto en Malasanta.

No obstante, todo lo crudo de las miserias que Tocornal nos narra es el primer impacto, pero no es ese su mérito, no lo son las vicisitudes de una mujer de diez en diez años desde que nace en un prostíbulo del vientre de una puta portuguesa tuerta, abandonada por el padre, hasta el final de su historia entre ratas en una estación abandonada, pasando o contemplando todo tipo de abusos, crímenes y bajezas humanas. No, el mérito de la novela es cómo se cuenta, porque no todas las novelas que tiran por este callejón oscuro están bien contadas, y muchas, por exceso o retraimiento, lo apuestan todo a la carnaza y olvidan que es un libro, que es escritura, que hay que contar bien lo que sea que se cuente por feliz o amargo que sea, que se deben conjugar los acontecimientos con las palabras. Aquí está el relumbre de la prosa de Antonio Tocornal: cuanto más sórdido, más poético, cuanto más brutal, más humor, cuanto más deforme, más tierno… en una escala de proporciones que equilibra los hechos y el tono para que todo nos llegue en su justa medida. Un botón de muestra: «Aún no amanecía en La Ciénaga, y la luz fuera era amarilla y pálida, como si la luna incidiese sobre un sudario tendido a secar en el desierto, o como si la neblina de un vapor de lejía o de orines sulfurosos se hubiese detenido formando una balsa de gas estancado».

He leído varias críticas que, cliché arriba cliché abajo, adscriben Malasanta a la herencia del tremendismo de posguerra. Yo, permítanme mis sesudos amigos, no termino de verlo tanto como una marcada vena naturalista: la vida fijada por fuerzas que se le escapan a un ser humano determinado, controlado y regido por sus instintos, sus pasiones, su entorno social y económico, descrito sin concesiones morales, sin distinciones entre lo bello y lo feo a la hora de narrar. El hecho de que los personajes sean arquetípicos, marginales o el halo pesimista que los rodea, condenados desde que nacen y sin mucho ademán por su parte para salir de ahí —más allá de la huida de Malasanta del prostíbulo que, al final, no lleva a ninguna parte—: «Y la niña Malasanta supo que durante toda su vida se había estado preparando para convivir con la sordidez más despiadada, y que estaba preparada para ello, pero que estaba muy lejos de saber cómo enfrentarse a la belleza y sobrevivirla»; o, en otra parte: «Todo el mundo sabe, pensaba, que los peces rojos tipo Candela deben nadar en solitario y en peceras esféricas para que puedan trazar círculos; el círculo es su hábitat natural. Ya no pensaba en las espirales que su propia vida había trazado nadando en el vórtice de un sumidero. Ya no pensaba en nada; solo miraba a los peces sin pensar, y se perdía en ese baile que no conducía a ninguna parte pero que era una forma de dejar que el tiempo se deshiciese en minutos que eran también circulares y que tampoco conducían a ninguna parte»; además, que la novela abarque su vida entera y así podamos observarla de principio a fin sin que quede resquicio o fleco suelto es una marca más del naturalismo que se escurre por las páginas de Malasanta. Me podrán decir que, al fin y al cabo, el naturalismo es uno de los padres declarados del tremendismo, y tiene sus mismos ojos, sí. Pero el tremendismo, entre otros rasgos, está asociado al contexto de una posguerra, que es lo que le dota de sentido, mientras que en el naturalismo es la circunstancia humana misma en cualquier época o contexto. Al respecto, sí vi más parentesco con el tremendismo en La noche en que pude haber visto tocar a Dizzy Gillespie, aunque la frontera es difusa, desde luego.

Diría, incluso, que esta novela tiene más del Lazarillo que de Pascual Duarte, y eso que la primera sería el tatarabuelo del segundo, y que ambos son narradores protagonistas mientras que en la de Tocornal tenemos una voz omnisciente. Me justifico: la vida de Lázaro es un viaje, que empieza de crío y sale de Salamanca y acaba en Toledo, con estaciones en los distintos amos y las miserias humanas del siglo XVI, como la historia de Malasanta desde niña es la huida de La Ciénaga de 1969 hasta la estación abandonada de Ciudad del sur en 2019, con distintos compañeros de viaje y sus respectivas desgracias. En ambas novelas tenemos protagonistas, Lázaro y Malasanta, cuyo padre los abandona y salen adelante por el sufrido trabajo de sus madres y el duro aprendizaje de la experiencia hasta valerse por sí mismos. Las dos historias nos cuentan una vida completa —aunque Lázaro no muera, la novela sí subraya que a partir de ese punto su vida se conforma y no va a cambiar—, y, al igual que sucede con la vida de Lázaro, una vez llegados al final, tampoco podemos decir de Malasanta que su vida haya mejorado, al menos en lo vital y moral. Recordemos cómo Lázaro acaba sacrificando la honra por casa, trabajo y esposa, todo debido a que el lascivo arcipreste de San Salvador le ha puesto el trabajo, la casa y, sobre todo, la esposa, que es la criada de este, para disimular ante la gente que se acuesta con ella. En el caso de Malasanta, ni siquiera existe esa cínica mejora en lo material a costa de una honra que nunca recibió de otros —tanto es así que rehúye los momentos en que ocurre—.

Hay algún guiño a Gabo, lo confirma el propio Tocornal: el tiempo que mantuvo una erección un paciente del médico de La Ciénaga es el mismo tiempo que estuvo lloviendo sin parar en Macondo, esto es, cuatro años, once meses y dos días. Acaso las hormigas que corretean sobre Niño Truncado caído al suelo recuerden al pequeño y último Aureliano Buendía devorado por las hormigas. Pero, en efecto, lo refiere el autor en varias entrevistas donde se tacha a Malasanta de novela de prodigios en línea con el realismo mágico, precisamente para decir que en modo alguno es mágica. Es realismo, a secas; o, mejor dicho, hiperrealismo, una literatura en alta resolución que permite ver las costuras y las impurezas del paisaje humano, eso que está ahí pero que no vemos, que se pixela en cuanto ampliamos más de la cuenta. Antonio Tocornal prefiere hablar de lo real maravilloso de Carpentier, por lo que le he escuchado, del realismo que asume lo maravilloso e inexplicable, lo insólito o inverosímil, pero que está ahí. Y sí, porque algo sea inexplicable o insólito, no quiere decir que sea mágico e irreal, sino todo lo contrario: que antes no lo vimos y, por tanto, no tenemos explicación ni costumbre.

Antonio Tocornal / Foto: Luis Serrano / Fuente: Última Hora

Cada capítulo es un cuadro y en total suman seis, como en un políptico de seis paneles, separados entre sí por una década vital de Malasanta que los hila como panel central: seis mujeres desde los 5 años hasta los 55. La razón de que ocurra esto tiene que ver con la mecánica de trabajo particular de Antonio Tocornal. Lo ha contado en varias ocasiones: empieza la novela sin saber por dónde va, porque la novela ya venía de otros muchos textos previos, y porque se sigue desarrollando en nuevos textos que pacen en todo lo anterior. Dos relatos inconexos, que tenían una protagonista femenina en distintas edades, dieron forma a las distintas edades de la desdichada Malasanta y su fragmentada historia. De ahí que uno tenga la sensación de que son relatos independientes, una suerte de patchwork literario, o, dicho a la moderna, crossovers del mismo universo literario, porque cada personaje que se presenta es susceptible de tener su propia novela o relato. Cada panel desarrolla la historia de un personaje-protagonista que da título al capítulo y configura un tema, ya sea la prostitución, ya la discapacidad y la sexualidad, ya la transexualidad y el odio, la soledad en la vejez, los indigentes y la violencia gratuita, la cruel inconsciencia adolescente cegados por ir en busca de su dosis de reconocimiento social en forma likes… Cada personaje-protagonista es la representación arquetipo de un colectivo invisible en nuestra sociedad; no obstante, también en varios de ellos tenemos no solo la víctima sino al victimario, como en una pasarela de verdugos, o bien solo responsables por ignorancia o por inercia, de las injusticias a que asistimos. Si antes citaba el Lazarillo, aquí me vuelve la referencia: como en aquel, leemos una crítica, o, más bien, se nos ofrece una denuncia, a determinadas clases sociales, actitudes o tipos humanos —pues el concepto de clase está algo desdibujado— que van pasando ante el ojo escrutador del lector y dejan al aire y bien claras sus vergüenzas, cuando ellos creen que nadie mira. Sí, Tocornal nos coloca como observadores tras el cristal tintado de una rueda de reconocimiento: su narrador no señala, no toma partido, somos nosotros, los testigos, los que hemos de hacerlo.

Otros detalles de la novela en que reparar son los nombres propios, empezando por el topónimo que nos recibe, La Ciénaga. Este nombre es una declaración de intenciones, como lo era Malamuerte en Bajamares. ¿Qué puede haber, quién puede vivir, qué puede suceder en un lugar con tal nombre? La protagonista que allí nace es bautizada con el nombre de Malasanta, un nombre compuesto de adjetivos en un oxímoron puro y duro para el doble ser que representa, que impone la madama del prostíbulo de La Ciénaga, doña Expiración: «porque dentro de toda alma humana se esconde una contradicción; mejor ir de frente y dejar las cosas claras desde el principio». Sí, así se llama la madama, doña Expiración, la acción y efecto de expirar, de terminar un período, o la vida misma, una especie de ángel negro bajo cuya sombra no hay más que muerte, y es quien amadrina a la niña Malasanta. Más nombres compuestos con adjetivos descriptivos, aunque no paradójicos sí antitéticos, son Anhelo Truncado, madre de Niño Truncado, el chico sin extremidades que padece priapismo crónico y que tiene «pelo de poeta, ojos de explorador triste»; Modesto Baldío, vendedor de productos de mercería; Cándido Fogoso, muchacho vecino de Malasanta que anda fifty fifty de ambas cualidades; Próspero el Polilla, el último compañero de viaje, cuyo nombre es una burla de su vida de indigente que «pensaba que no hay mayor verdad que dormir la siesta sobre las vías del tren» y así «dormitaba con la confianza de que detectaría al tiempo las vibraciones del mercancías de las 16:45».

Me gustaría destacar un símbolo muy sutil de la novela que demuestra la eficacia narrativa de Tocornal —por si la economía descriptiva de los nombres no lo ha demostrado ya—. Me refiero al brandy. El brandy Fundador no es cualquier brandy, aunque quien lea la novela pueda creer que se trata de un brandy barato de supermercado. Tiene solera (nunca mejor dicho) y es el primer brandy de jerez elaborado en España a lo largo del siglo XIX. Se trata de bodegas estrechamente relacionadas con la realeza desde Fernando VII hasta Don Juan de Borbón. Además es seña identitaria de la producción española en competencia desde sus inicios con el coñac francés. Quienes le ponen delante a Malasanta la primera botella de Fundador son el grupo de cazadores que cometerán el salvaje crimen contra Candela, precedidos por sus actitudes y prejuicios. A partir de ese momento, además del alcoholismo que se desarrolla, vemos que el brandy Fundador en concreto tiene un efecto mitigador y narcotizante en momentos de ansiedad. Malasanta solo bebe Fundador como un elemento inconsciente ligado a la muerte de Candela, cuya metáfora con los peces también la va a acompañar a lo largo de todas las páginas. Constituye un símbolo de la que ha sido su vida y del momento en que tomó conciencia y prefirió ahogarla. No obstante, un elemento disruptor de esta tónica alcohólica entra en escena: cuando Malasanta se encuentra en la calle como una indigente y se asocia a Próspero el Polilla, ella le pide que le convide a una botella de Fundador, como se lo pedía en anteriores ocasiones a Modesto Baldío o a Cándido Fogoso. La respuesta de Próspero es elocuente: «¡Mira la otra! ¿Qué te crees, que soy Bill Gates? (…) Una de tinto de a litro». Aparte del hecho de la referencia coloquial que lanza Próspero sobre el cofundador de Microsoft, a quien Malasanta ni conoce, vemos que, por primera vez, no va a beber Fundador sino que, incluso, parece haber descendido socialmente al encontrarse con que solo obtendrá un vino barato de a litro, de los de garrafa o vinos de mesa. Entonces leemos las siguientes líneas: «Cada vez que tenía un trago en la boca, lo retenía un ratito antes de tragarlo, hasta que se le adormecían algunas papilas, y entonces casi no percibía la diferencia de sabor entre el vino barato y el recuerdo que le quedaba del otro aroma más ambarino y aterciopelado del brandy». Hay una diferencia entre la Malasanta indigente que bebe vino barato y la Malasanta puta y huida que bebía el aterciopelado y ambarino brandy. La ingesta de alcohol se convierte en un catalizador del recuerdo. ¿Hilo demasiado fino si veo que hay un sentimiento nostálgico, una especie de irónico aurea aetas por el que la avejentada y sintecho Malasanta del vino barato añora, a la manera manriqueña, el tiempo pasado de brandy como mejor? Acaso es posible ver aquel otro tópico del tempus fugit, bajo tonos más sombríos: «Malasanta no quería reconocer, o tal vez no recordaba, que hacía ya muchos años que nadie estaba dispuesto a pagar por sus servicios», que ya no son los tiempos en los que entre rosa y azucena se muestra la color en vuestro gesto. Puede que sea solo cosa mía, aunque sospecho que no.

Durante la presentación de Malasanta con el Centro Andaluz de las Letras / Foto: Luis Serrano / Fuente: Fundación José Manuel Lara

En Malasanta reconocemos esos easter eggs del universo de Tocornal. Es, por lo visto, costumbre del escritor. Ya lo sospeché al leer, tras Bajamares, aquella anterior La noche en que pude haber visto tocar a Dizzy Gillespie, cuando me daba de bruces con un capítulo con pasajes que podían haber formado (o que forman) parte de aquella. Aquí nos reencontramos con el paralelismo de los nombres propios Malasanta-Malamuerte (pueblo de Bajamares) o aquel ojo de cristal, con que abren ambas novelas y que quedan perfectamente hilados por el siguiente pasaje de Malasanta: «soñaba que tal vez alguien, un viejo pescador solitario o un guardafaros en una isla desierta, acababa por capturar al enorme mero y por encontrar el ojo de cristal en el interior de su vientre». También los hay con algún personaje de otra de sus obras, Pájaros en un cielo de estaño (2020), que tengo en el cajón de pendientes y ya será comentado apropiadamente. Si en Bajamares había un perro anónimo, pulgoso y polvoriento, con ojos de ser humano, que no ladraba ni envejecía, aquí tenemos otro perro, adoptado por el Polilla, llamado Socio, «un perro mestizo y viejo; de color chocolate sucio, dientes marrones y pelo desgreñado: un perro de mendigo. Siempre tenía los ojos llenos de legañas y el pelaje enmarañado y plagado de pulgas y garrapatas». Y aunque Socio ladre, gruña, de poco le sirve.

También veo una estrecha relación entre La noche en que pude… y esta Malasanta. Por ejemplo, en el modo de presentar a los personajes al modo de los freak show: en aquella hacía desfilar un elenco de personajes bohemios extraordinarios, cada uno con sus particularidades, entre elementos sórdidos y crudos sobre los que destacaba más el humor; en esta, Tocornal los va subiendo a la palestra, cada cual con su particular monstruosidad moral o física, su tara social, que sirve, más que para estigmatizar al personaje, para restañar las heridas de su dignidad y señalar las monstruosidades que normalizamos y nos pasan desapercibidas en otros. Es un viejo recurso, también decimonónico, que la monstruosidad y la extravagancia reflejen la deformidad moral de quien mira y se burla del monstruo y del outsider. En Malasanta, sin embargo, es inversamente proporcional en cuanto a las dosis de lo sórdido, crudo y el  humor. Del mismo modo, la estructura panelada en cuadros independientes con un hilo conductor es la estratagema utilizada con gran destreza en ambas novelas. Cabe señalar también que ya en La noche en que pude… jugaba Tocornal con ese hiperrealismo o realismo maravilloso por el que lo insólito es, no obstante, lo real, y lo aplicaba con elegancia a la autoficción. Y en Malasanta, ya lo hemos dicho, lo inverosímil es solo la apariencia de algo muy real. Pero no se confundan: ya dije que Tocornal no escribe una y otra vez la misma novela; lo que tenemos es el despliegue de su habilidad y técnica al servicio de la historia que va surgiendo.

Son tres ya las novelas del universo Tocornal que he transitado, además de los relatos que él comparte. Y sigue seduciendo con cada historia que teje, no aburre, no se repite, sorprende, golpea y mece con una facilidad pasmosa. La sensación como lector es casi la del pelele que está en sus manos y se deja confiado, se somete a su antojo narrativo; incluso la sensación es la de ser el personaje n+1 de la historia. Empiezo a preocuparme por verme un día en sus páginas como personaje-lector. Y no me refiero a identificarme con lo que leo, sino a verme literalmente y sin quererlo, como uno más que por ahí pasa. Como en el mundo mismo. Lo maravillosamente real.

Héctor Martínez

«La noche en que pude haber visto tocar a Dizzy Gillespie», de Antonio Tocornal

No soy melómano del jazz. Lo disfruto cuando lo escucho, sin más. Pero si me piden tres nombres de trompetistas míticos de jazz, y seguramente haya escuchado más de tres en algún momento, diré Louis Amstrong, Miles Davis y el tercero me lo inventaría. Sin embargo, como lo mío es la literatura, ahora ya puedo decir con seguridad un tercero, Dizzy Gillespie, gracias a que recién he leído de Antonio Tocornal su novela La noche en que pude haber visto tocar a Dizzy Gillespie. No se rían de mí y mi ignorancia en esto, que más de la mitad de los que me leen tampoco habrían dicho tres, y no sé si dos, aunque sea común hacer como que sí que hubiesen podido. Al menos siembro algo de sinceridad. Así que ahora puedo decir que conozco tres trompetistas de jazz, en efecto, amén de otros tantos genios que aparecen en la novela (Duke Ellington, Mingus, Monk) e, invitado por el título, he podido ver tocar a Dizzy Gillespie con las tecnologías que hoy nos rodean y lo ponen todo al alcance de la mano. Porque eso es lo primero que he hecho al acabar la novela, ahora que podemos hacerlo desde casa, ir a ver tocar a Dizzy Gillespie; y, ¡Dios!, cómo inflaba los carrillos el caballero, la fuerza que debía imprimirle al soplido para deformarse así las mejillas. Soplaré y soplaré… En efecto, esos carrillos había que verlos en vivo, y escuchar, por supuesto… pero el protagonista de la novela ya nos dice con su título que no lo hizo.

Observe detenidamente el lector ese título: es una auténtica maravilla para abrir boca antes de la lectura. ¿Acaso observa el lector algún adverbio de negación? Sin embargo, todos entendemos que ese pude haber visto significa que no lo vio. Una perífrasis de posibilidad, que se cierra sobre sí con el uso de dos formas perfectivas: una en el verbo auxiliar y otra, la de remate, con el infinitivo compuesto. Si hubiese dicho pude ver, con infinitivo simple, aún quedaría la duda, aún la posibilidad tendría visos. Por esta razón el título es necesariamente largo, y clamorosamente exacto. Por otro lado, tenemos ese hermoso tándem sinestésico de infinitivos ver tocar, cruce de sentidos que convoca a otros: porque quien ve tocar, en realidad escucha; y quien toca, en realidad interpreta, en este caso, pulsando y soplando una trompeta. Así de pronto tres sentidos se han puesto en marcha: vista, oído y tacto. Pero hay algo más en este título: no es solo el título, es en realidad la primera línea de la novela, su primer enunciado, donde nos recibe el narrador homodiegético, como esos poemas en que el título es el primer verso.

Antonio Tocornal / © Martine Heyvaert

La novela de Antonio Tocornal, galardonada con el XXII Premio de Novela «Vargas Llosa» en 2017 es una autoficción. Ya comenté, a colación de Chico Buarque y su El hermano alemán, que hay no pocos teóricos y escritores críticos de la autoficción porque dicen que se rompe un pacto tácito y básico de la narración entre lector y escritor, se produce una incongruencia y se incurre en una contradicción. Ven en ello un vicio literario nacido en los setenta y ya agotado, un narcisismo individualista neoliberal y no sé cuántas cosas más. Y ya entonces respondía yo que la autoficción es la forma más habitual de vivir la vida: todos creemos recordar una vivencia de un modo fidedigno a como ocurrió, aunque, al contrastarlo con otros, nuestro recuerdo se ve comprometido por autoficciones inconscientes. Pero, las más de las veces, esas autoficciones acontecen con plena conciencia, adornamos nuestro relato, arreglos que minimizan nuestros defectos, que agrandan virtudes, que magnifican el hecho y a nosotros ante quien nos escucha. De siempre hemos sido juglares interpretando cantares de gesta al hablar de nosotros mismos, desde pequeños hemos inventado mil historias que podríamos haber vivido, aunque nunca fuese así después. Un libro de memorias o un diario son la autoficción más pura que hay. ¿Qué problema puede haber en que exista intencionalmente en el juego literario?

La noche en que pude haber visto tocar a Dizzy Gillespie es autoficción desde el momento en que la base es la propia biografía de su autor, gaditano que estudió Bellas Artes en Sevilla y su vivencia como artista en el París ochentero (del 84 al 91) que barría las cenizas de su hit del 68. Y Antonio Tocornal es absolutamente sincero sobre ello: «Viví en París en un ambiente bohemio en los años ochenta, entre mis veinte y mis veintisiete años, y el recuerdo de aquella época loca, de aquella larga fiesta, se fue mitificando con los años hasta que la memoria le dio la pátina literaria y acabé por resumirla en la noche que se narra en la novela. Es una historia repleta de personajes y de situaciones delirantes que existieron y que se dieron en realidad» (Entrevista Objetivo más letras). Pero no nos vayamos tan lejos, porque la propia novela confirma mi teoría en su Prólogo: «Dicen que cuanto más se invoca un recuerdo más se falsea, porque rememora la última evocación con mayor nitidez que el episodio original. De esta forma, se van magnificando algunos acontecimientos y se deslavan otros hasta que lo que queda es lo que más nos gustaría que quedase o, más exactamente, lo que más le gustaría que quedase al yo interno que nos dicta. Un dictador que no es ni el yo narrado ni el yo narrador, por lo que tal vez sea el yo auténtico». El pacto está a salvo, no se preocupen.

La novela narra en retrospección lo acontecido treinta años atrás, en un ejercicio de minería interior, una noche concreta en que un suceso trágico, una muerte, impidió al autor-protagonista-narrador acudir a un concierto de Dizzy Gillespie en el mítico club de jazz New Morning —duda a causa de la autoficción: solo encuentro que Gillespie diera cinco conciertos en New Morning entre el 81 y 83, siempre en noviembre, mientras que Antonio Tocornal afirma llegar a París en el 84—. La tragedia que lo impide congrega en esa noche un amplio elenco de personajes que, en buena lógica, deben ser presentados uno a uno. Un personaje colectivo o, más artísticamente hablando, ya que la novela se presta a ello, un retrato de conjunto, que es la auténtica miga del relato. Ni voy a pasar por cada uno ni resaltaré a unos más que a otros en esta galería. No sería respetuoso hacerlo. Pero sí quisiera señalar el cariño paternal y buen trato que les profesa nuestro autor-protagonista-narrador a cada uno de estos supervivientes, por sórdida que sea la remembranza de los habitantes de Sang Neuf y comensales del Chavela’s.

Lo que sí voy a subrayar es la motivación que entiendo en la novela misma. Recordemos que es autoficción, y que, en efecto, el Antonio Tocornal veinteañero quiso surcar el proceloso mar de las artes plásticas y siempre le han preguntado por qué lo dejó para sumergirse en las aguas literarias. Esta novela, en mi modesta opinión, responde a la pregunta de forma muy clara: «Yo abandoné la religión católica a la edad de catorce años, cuando perdí la fe. Tas otros catorce, a los veintiocho, abandoné el mundo del arte por la misma razón». Así lo confiesa, directo al meollo, el autor-protagonista-narrador. Si algo sale perdiendo en esta novela es el arte, si hay un antagonista, es el contubernio artístico que lo envuelve y que acaba por convertir la práctica del arte en una práctica confesional: «Como en una religión, teníamos nuestros teólogos, nuestros templos de culto, nuestros libros sagrados, nuestros dioses, nuestros santos y nuestros profetas (…) profesábamos una fe ciega en todo aquel montaje y, al igual que cada creyente de cada una de los miles de religiones y sectas que coexisten en la Tierra, no podíamos concebir que nuestra fe no fuese la única verdadera». La novela le tira inmisericorde a la actitud por la que «los jóvenes artistas emergentes que salían de las escuelas de Bellas Artes se preocupaban más por construir un discurso coherente con el que defender sus ocurrencias y vestirlas de arte que en dominar las técnicas y domar los materiales». Son sonadas en la novela escenas como la exposición fotográfica de una persona ciega, un auténtico circo, una farsa de máximo nivel: «El público comentaba las fotografías con una copa en la mano: las observaban con las cabezas inclinadas hacia un lado y entornando los ojos, y formulaban valoraciones estéticas (…) Hablaban de la ceguera generalizada de la sociedad, de la imagen interior, de la fotografía de lo invisible, de la mirada del tercer ojo, de las imágenes mentales… No paraban de soltar despropósitos de este tipo y se quedaban tan tranquilos (…) Nadie se atrevía a decir que no tenían ningún valor porque el pobre tipo era ciego (…) el arte tiene eso: la subjetividad. Es su grandeza y su lastre». Y ello se entrevera, por un lado, del interés económico cínico del galerista que consigue vender las obras del fotógrafo ciego a coleccionistas ricos, muchos de ellos «empresarios adinerados pero con una cultura escasa y un gusto nefasto, que aspiraban a mejorar su entorno social acumulando objetos mediocres que pretendían ser obras de arte»; y por otro, de una cuestión ideológica: «Se trataba de una cuestión de progresismo: los ciegos también tienen derecho a ser artistas, a ser fotógrafos, como si ser artista fuese un derecho universal que solo los modernos de izquierda –aunque sean millonarios- tienen el coraje y la grandeza de espíritu de defender. Siempre igual: los salvadores del mundo, los paladines de la tolerancia tenían a toda costa que decir la última palabra sin importar que fuese en contra de todas las leyes de la lógica».

La escena se repite con la exposición fotográfica de uno de los tipos más sórdidos de la novela, un fotógrafo para catálogos de supermercado, el cual contacta con chicas para hacerles books gratis a cambio de que posen para sus fotografías artísticas, es decir, desnudas, como pretexto para acostarse con ellas aprovechándose de las más ingenuas. Pues bien, este fotógrafo «consiguió hacer una exposición de sus desnudos femeninos (…) Las ampliaciones eran grandes y bastante correctas desde el punto de vista técnico. Los marcos eran posiblemente más valiosos que las fotografías, que eran mediocres: iluminaba a las modelos y las fotografiaba con la misma frialdad y distancia que empleaba con un queso Camembert o con un paquete de lentejas (…) la muestra despertó la curiosidad de algunos visitantes cuando empezó a comentarse la peculiaridad de que todas las modelos, sin excepción, saliesen en las fotos con cara de asco (…) Se habló de hastío generalizado de la sociedad occidental, de una visión pesimista de nuestro entorno, de la banalización del erotismo y otros sinsentidos de igual calibre». La razón de las caras de asco era muy otra, mucho más profana y repulsiva, que nada tiene de poso intelectual sino de reacción instintiva y primaria: «nadie como yo podía saber de los olores a chiquero, de almizcle, de orines secos, sudor secular y alcohol digerido que impregnaban la ropa y el viejo colchón de León el vagabundo sobre el que las pobres chicas debían posar en actitud sensual».

Otros se dedican a hacer monigotes de papel maché y se dicen artistas del art brut y «se consideraban seguidores de Jean Dubuffet –a quien honraban como una deidad- y no paraban de hablar de los outsiders y de los pintores naïf. (…) mencionaban a Picasso, a Paul Klee, a Kokoschka, a Marc Chagall, a los expresionistas alemanes, a Kandinski, a Miró, pero también al arte africano, al arte folclórico y al arte primitivo. (…) En resumen: tenían cierta práctica en sostener un discurso para defender sus obras apoyándose en todo tipo de referentes, pero no se habían parado un momento para observar el resultado de su trabajo y hacer algo de autocrítica».

Me detengo en estos pasajes porque me tocan muy de cerca. He sido constructor de ese tipo de discursos coherentes para exposiciones y catálogos, aunque siempre desde la humildad artística y la sinceridad intelectual: identificando referentes, trazando comparativas racionales, mirando el contexto tanto biográfico del artista como el de su producción, materiales, técnica y echando mano de mis conocimientos más teóricos sobre Historia y filosofía del arte, estética, producción artística y mi propia experiencia por exposiciones, museos y galerías. Lo que viene siendo un comentario personal de una obra a partir de mi propio bagaje, algo legítimo… creo. Y me han dicho que se me da muy bien. Pero reconozco claramente el procedimiento y las actitudes que Antonio Tocornal está poniendo en la picota, el circo de tres pistas que desde hace más de medio siglo representan marchantes, galeristas, coleccionistas, comisarios y artistas, y que ha generado el descrédito en que hoy muchos tienen (tenemos) hacia la etiqueta de artístico y que engendra una gran paradoja: cuanto menos clasista pretende ser, más agiganta la distancia con el hombre de a pie; cuanto más cercano se dice, más pretencioso resulta; cuanto más simple, conceptual, más complejo y enigmático; cuanto más lamentable, más valorado. En fin, de testimonios que he recogido de boca de quienes han salido de facultades y escuelas de Bellas Artes, lo descrito por Tocornal era, es y seguirá siendo el pan nuestro de cada día. Dicho esto, volvamos a la novela.

Ahonda en esta crítica desde la poesía y el grupo de los neoguturalistas, una suerte de dadaístas modernos cuyo movimiento «transgredía los obstáculos del idioma». Y, a ver, el guturalismo sí existe. De jazz no, pero cuando uno ha crecido viendo cómo han variado las voces del rock, heavy metal, el black metal hasta el death y thrash metal (y que siempre escribo trash en lugar de thrash), uno sí sabe cómo puede sonar esto: gruñidos, de agudos a graves, en los que a veces crees percibir palabras, o al menos eso me parece a mí, porque apenas llego a entender lo que se dice durante el gruñido. Lo mejor es que lo traten como sinónimo de vocalista, y sí, bueno, su naturaleza es intentar vocalizar con gruñidos. Muchos podrían estar gruñendo sin más. Y hay discusión, las he leído en foros, sobre quién gruñe mejor, o más potente y así hasta el delirio. Pues bien, aplicado a la poesía, aquí se lanza Tocornal a otra de las muchas columnas de todo este arte posmoderno, además del discurso, la etiqueta diferenciadora: «nunca nos preguntamos por qué el nombre del movimiento portaba el prefijo neo. Lo cierto es que no teníamos noticia de la existencia de un grupo guturalista primigenio (…) También es posible que se autodenominasen neoguturalistas desde su fundación con el propósito de reafirmar su modernidad. Al fin y la cabo, todos lo movimientos de la época eran neo, post, trans algo. Como si hubiese un miedo generalizado a llegar tarde y someterse al escarnio que ello conllevaba». La originalidad, la novedad, estar siempre a la última, por delante de todo, incluso del objeto artístico o poético mismo, y que esto sea declarado por la etiqueta tras la que se encuentra el artista o el poeta. Pero esto lo lleva un paso más allá, pues «debido a tensiones internas en el grupo, una parte de él se había escindido y había creado una facción post-neoguturalista» que acusaba a los primeros de retrógrados y academicistas: ¡un movimiento que no existía «desde hacía más de seis u ocho meses»! Este es el percal, la vida entre artistas que «confundían el éxito ajeno con el fracaso propio y aquello les conducía de forma indefectible a vivir cualquier contratiempo ajeno como una victoria propia que, al fin y al cabo, son los únicos éxitos que los mediocres se pueden permitir»; y aunque parece una exageración paródica, he visto situaciones muy similares en lamentables juegos de imitación de una historia literaria demasiado romantizada. La juventud, para estas cosas, es muy mala, aunque te hace vivir momentos maravillosos por los bares de open mic de Madrid (y supongo que por cualquier otra ciudad), donde puedes ver y escuchar cosas que jamás creerías. Busquen a Yoko enfundada en negro con sombrero a juego, berreando en el MoMA de NY, una performance titulada Pieza vocal para soprano, que ella justifica en un discurso de liberación femenina basado en que las japonesas sumisas solo gritan durante el parto. No me digan que no daría para un nuevo capítulo de este La noche en que…

Portada de La noche en que pude haber visto tocar a Dizzy Gillespie (2018), XXII Premio de Novela Vargas Llosa. Anaquel Narrativa.

Leer estos pasajes de la novela es oro puro. Cuando uno lo ha visto, lo ha vivido, aunque no fuese en París en los ochenta, sino en el Madrid de final de siglo o en el MoMA de inicios de siglo, cuando uno ha paseado por ARCO, y útimamente por el Reina Sofía, comprende perfectamente la retranca de cada escena. O más que retranca, el humorismo, que según Pirandello «consiste en el sentimiento de lo contrario, producido por la especial actividad de la reflexión», es decir, que no nace en el sutil juego lógico de la ironía, ni la acritud del sarcasmo, ni la simpleza del chiste. Un humorismo literario que es de larga tradición española, en cuya fuente bebe este La noche en que… para reírse no de sino con.

Esta novela también comparte parentesco con el esperpento y el tremendismo. Con el esperpento por lo grotesco latente, la argamasa de lo absurdo y el drama que envuelve, y que Tocornal trabaja bien para mantener su relato en las lindes de lo trágico y lo bufo; aunque, seamos sinceros, existe una gran diferencia con el esperpento, ya que lejos de deshumanizar y convertir en peleles a sus personajes como hiciera Valle-Inclán, aquí sucede todo lo contrario: se humanizan en extremo, a pesar de su deformación frente al valor clásico. Pensado desde el tremendismo, hijo esperpéntico existencial, me acordaba de una novela que no hace mucho reseñé, Los enanos, de Concha Alós: el edificio bautizado como Sang Neuf, ocupado por esta galería de personajes en condiciones miserables era similar, salvando las distancias, a la pensión Eloísa y su desfile de marginados sociales, todos deseando ser otro más que ellos mismos, otros distintos quizás, enredados en un tufo a derrota y fracaso frente a la sociedad.

Cuando lo primero que uno ha leído de Antonio Tocornal es Bajamares, cuesta reconocer al mismo autor en La noche en que…, salvo por un capítulo, uno que se reserva para sí el autor-protagonista-narrador, a mitad de camino, contadas las historias de unos y por contar las historias de otros. Sí, titulado muy oportunamente “El punto de fuga”, el capítulo 15, reservado a su infancia y a trazar un personalísimo paisaje interior de su San Fernando natal, era un anuncio en 2018 de lo por venir (y porvenir) en Bajamares, y me entenderán si cito: «todo ello estaba ambientado con el olor penetrante a erizos muertos, a escaramujos al sol y a algas en descomposición que dejan las grandes bajamares en el fango resbaladizo y de un marrón fraudulento que, cuando se abre, desprende una vaharada de metano y se revela negro como la muerte». Si la voz de Bajamares ya está en La noche en que… lo que demuestra es la versatilidad del escritor ajustando el tono y la forma a su motivo. Esto es poco habitual hoy. No, no es Tocornal un escritor que escriba siempre la misma novela, sea lo que sea lo que esta cuente, que de estos hay muchos. Y que no lo sea se agradece no saben cuánto.

Héctor Martínez