«DIOS. LA CIENCIA. LAS PRUEBAS: EL ALBOR DE UNA REVOLUCIÓN» DE MICHEL-YVES BOLLORÉ Y OLIVIER BONNASSIES

El lector de esta bitácora sabe que no es habitual que refiera aquí libros best-seller del momento, y menos aun libros del tipo de libro del que hablaré hoy. Pero se me ha cruzado, y con sus cosas buenas y sus cosas malas, creo importante dedicarle una entrada. Se trata del mamotreto Dios. La ciencia. Las pruebas (2023) de Michel-Yves Bolloré y Olivier Bonnassies que aparece en español de la mano de Editorial Funambulista y la traducción de Amalia Recondo.

Esta obra se vende como un esforzado trabajo de tres años con veinte científicos para revelar «pruebas modernas de la existencia de Dios». El problema es que, una vez leído, ni son tan pruebas ni son tan modernas. Como voy a tratar de exponer, no son distintas de lo ya argumentado históricamente por distintos pensadores y científicos creyentes o no, y tenemos las mismas razones para aceptarlo o para rechazarlos que tiempo atrás. La situación no ha cambiado, aunque parezcan intentar convencernos de que sí.

El libro se divide en tres partes: una introducción donde se trata de allanar el terreno, asentar la perspectiva desde la que se desarrollará el tema y aclarar la terminología empleada; una primera parte que se fundamenta en la exposición del estado actual de la ciencia y los límites ante los que se encuentra, confrontando las tesis materialistas, y la evolución histórica de las actuales teorías en torno al origen del universo, su final, o el origen de la vida, como pruebas (que no demostraciones) de la existencia de Dios; y una segunda parte que abandona el terreno de la ciencia y se adentra en la explicación religiosa y filosófica, confrontando diversas tesis que niegan la realidad del Cristo, del milagro de Fátima o se enuncian las pruebas ofrecidas desde la Filosofía, sostenidas por eminentes pensadores a partir del pensamiento griego.

Si el lector toma el libro como una publicación divulgativa sobre el estado de la cuestión, sin duda hallará en él una buena obra en la que, sin mucha complejidad, se explican sencillamente los complicados y, en buena medida, inaccesibles edificios científico, religioso y filosófico —este último de forma bastante débil, todo hay que decirlo—. No obstante, la obra provoca al lector continuamente para que reflexione y se posicione. Aunque empieza asumiendo una mera labor expositiva de hechos, paulatinamente va inclinando la balanza, adquiriendo cierto tono sermoneador. Esto es obvio, claro, en esa segunda parte del libro donde se abandona la vestimenta científica y donde, aunque se subraya que seguimos en el plano de la racionalidad, uno percibe que lo explicado cojea de un pie. Pero, precisamente, lo que sucede en esa segunda parte del libro, ocurre también en la primera parte de manera más disimulada debido a todo el baño de divulgación científica. La sensación que tuve en todo momento, y que se me hizo evidente al aterrizar en la segunda parte, es que lo divulgativo no es más que un envoltorio que se confunde con las conclusiones a las que se pretende llegar. Usar sibilinamente el científicamente mostrado a favor de una conclusión que está lejos de esa sentencia y de la ciencia misma.

Me explicaré mejor. Todos conocemos los documentales que, emitidos en cadenas como Discovery, History etc., desarrollan tesis tan surreales como la famosa teoría de los astronautas ancestrales y del paleocontacto. Y entre mucha parafernalia de apariencia científica y parloteo histórico, acaban concluyendo que la historia del hombre en la Tierra y sus avances científicos, tecnológicos, o sus grandes obras de ingeniería, no han sido posibles más que por la intervención de extraterrestres que mucho tiempo atrás contactaron con los hombres de la antigüedad y los ayudaron a evolucionar. Teorías que son del mismo tipo que aquella que afirma que las pirámides de Egipto fueron levantadas con ayuda de tecnología extraterrestre solo porque hoy no nos explicamos del todo cómo fue posible la hazaña con el nivel de tecnología que tenían, según se ha establecido. Claro, una vez que la explicación racional y científica alcanza un límite más allá del cual se extiende el enigma, enseguida surgen explicaciones de este tipo que vienen a apoyarse, precisamente, en que la ciencia ha topado con un límite insoslayable y que la propia ciencia no puede negar las afirmaciones que provienen de estas teoría. O lo que es peor, llegan a sostener que la propia ciencia permite derivar tales conclusiones.

Podría mencionar aquí las no pocas pseudoteorías por parte de creencias esotéricas y sectarias que han basado su predicación en vincular y entreverarla de discurso científico malentendiendo teorías, reduciéndolas a simplonas explicaciones, y derivando conclusiones a conveniencia que para nada estarían avaladas por la ciencia —mencionaré el caso del falso documental What the Bleep we do Know?, mezcla de física cuántica, neurología y la espiritualidad que hizo circular la secta Ramtha’s School of Enlightmen—. Esto sería el extremo radical de estas situaciones. Afortunadamente, este libro está lejos de esto último.

La ciencia, en estos casos, sirve de envoltorio que impregna de credibilidad lo que, de otra manera, sonaría irracional y acto de fe. Lo científico aparece en el discurso, no para operar desde la ciencia misma, sino para que el televidente (o el lector) asuma que aquello a lo que asiste, aquello que le están contando, tiene los visos de veracidad y certeza que comúnmente le asignamos a lo que está científicamente demostrado. Nos predispone a creerlo acríticamente, pues se trata de algo que proviene de la ciencia. Tal y como operan otros programas de entretenimiento en que se trata de capturar fantasmas y se emplean una decena de dispositivos de última generación y teorías que incluyen factores medibles y matematizables de temperatura, electricidad, radiación etc. Y todo ello no es más que una extensión de lo que ya en el siglo XIX, con el espíritu positivista, se coló hasta en las universidades y dio carta de naturaleza científica a médiums, espiritistas y toda suerte de supercherías, no precisamente entre las clases analfabetas y menos instruidas. Tampoco podemos olvidar que muchos de nuestros más aclamados astrónomos históricos fueron astrólogos y se ganaron un buen dinero con ello.

Olivier Bonnaissies (izqda.) y Miche-Yves Bolloré (drcha.) Fuente: El Español

En la primera parte de este libro, justamente, se presentan y describen las teorías del Big Bang, la muerte térmica del universo, el ajuste fino y el salto de lo inerte a la vida. De forma divulgativa, sencilla, se expone cada una. Y cabe decir que la sencillez con las que se exponen ya supone un problema, en tanto que luego se confrontan con la tesis que se quiere concluir. Si fuese, como decía, el objetivo la simple divulgación, esta simplificación no supondría un auténtico problema. Ahora bien, la simplificación de las teorías en las consecuencias más directas e intuitivas, eludiendo todo su complejo desarrollo y encaje en el sistema científico o paradigma en que nos hallamos, y el hecho de obviar que el estado científico de un momento histórico nunca es definitivo respecto del avance de la ciencia misma, permite que este libro considere como pruebas de la existencia de Dios el hecho de que: la ciencia haya alcanzado un punto en el que entiende que el universo debió tener un inicio como tendrá un fin; o que el mundo en su conjunto se constituye en un complejo sistema de relaciones cuyo estudio arroja unos ajustes tan precisos que dejan un margen muy estrecho al azar y abonan el campo para quien quiera afirmar un diseño inteligente; y que, dado que no somos capaces de explicar ni replicar el milagro del surgimiento de la vida, esta solo es explicable por un acto creador de una divinidad.

Esta primera parte lo único que establece es que el desarrollo científico ha alcanzado un determinado límite en nuestra época. Ahora bien, esto es así al igual que lo alcanzó en otras épocas y hubo que esperar un nuevo desarrollo teórico y tecnológico que permitiera nuevas mediciones, nuevas observaciones y experimentos… o esperar el genio brillante que abriera la especulación científica hacia un horizonte que nadie hasta ese momento había vislumbrado. No se puede totalizar ese límite histórico como el final mismo a partir del cual la ciencia no avanzará más, y empezar a afirmar lo que la ciencia no puede negar… ni tampoco confirmar. Menos aún usar el momento histórico de desarrollo científico como trampolín para aseveraciones que son un salto al vacío sin arnés empírico de ningún tipo. Ese fue, por ejemplo, el problema que supuso el avance de la óptica y que Galileo pudiera observar con su telescopio nuevos cuerpos celestes en un universo que se suponía inmutable desde la creación divina en la forma en la que había sido descrito antes de tales observaciones. ¿Cuántas otras cosas no se habrán observado aún como para lanzarse de este modo a la piscina?

La argumentación procede de forma disyuntiva excluyente: o es verdad la perspectiva materialista o el universo tuvo un inicio y tendrá un fin. De cada opción se desgranan una serie de consecuencias. Acto seguido, el discurso está dedicado a mostrar la falsedad de la tesis materialista para afirmar indirectamente la verdad de la tesis del Dios creador. Es cierto que el paradigma científico materialista está comprometido con los últimos desarrollos científicos: que podemos dudar de una eternidad de la materia y que podemos atisbar las hipótesis de una generación y un final del universo mismo a partir del Big Bang o la muerte térmica. Aceptando que el universo tuvo un inicio y tendrá término, la ciencia, no obstante, no nos describe cómo se originó el universo ni cómo será su fin. Suponer que el único inicio posible fue el acto creador de una voluntad de un ser sobrenatural y supremo, desde cuya bondad absoluta se nos ha dado la vida, y al que hemos de retornar cuando todo acabe… no es algo que pueda derivarse del estado actual de la ciencia ni algo que la ciencia esté en disposición de afirmar o negar.

No es una hipótesis que la ciencia rechace o acepte… es una hipótesis sobre la cual a la ciencia no le cabe pronunciarse, por el simple hecho de que está más allá del propio quehacer científico. Como máximo, la ciencia nos suelta la mano en el deísmo: asumimos que hubo un principio, llámelo como usted quiera… Dios o Zeus. Pero este libro trata de confundir el deísmo, límite al que llegaría la ciencia, es decir, el hecho de que se acepte lógicamente un primer principio, una primera causa, un primer motor que diría Aristóteles, con el teísmo, esto es, la existencia de un Dios creador, omnisciente y omnipotente, que envió a su único hijo, como verdadero hombre y como verdadero Dios a redimirnos naciendo de una Virgen sin mácula por obra del Espíritu Santo, al que debemos culto y dedicación. Esto siempre ha sido advertido desde la actitud racional y científica: una cosa es asumir la existencia de un primer principio y muy otra vestirlo con las galas del Dios de la Biblia y considerar aquello la demostración de su existencia.

Tres cuartos de lo mismo sucede con el ajuste fino o con el surgimiento de la vida. Proponer como prueba de que detrás del mundo hay una inteligencia superior debido a la precisión y orden con que funciona todo y el hecho de que no haya discurrido de otro modo o no seamos capaces de replicar el acto de la vida… o peor, basarse exclusivamente en que es poco probable que sucediera de una manera mejor que de otra e interviniera el azar mejor que un Dios creador… es apelar al principio de causalidad, como ya enunciara Aristóteles y copiara Santo Tomás, divinizando la primera causa incausada, el primer motor inmóvil, dando saltos allí donde la razón tropieza.

Al hilo de esto, me sorprende descubrir que en la parte final del libro los autores expongan también el pensamiento filosófico al respecto y lo retrotraigan a Parménides, Platón o Aristóteles, y el uso que posteriormente se le dio desde el pensamiento cristiano obviando unos elementos y moldeando al gusto otros. Ahí no se expone que el pensamiento cristiano hizo cherry-picking con el pensamiento griego, escogiendo las ideas a conveniencia para asentar sus conclusiones sobre el egregio pasado heleno. Podemos encontrar suficientes argumentos en el propio pensamiento griego para afirmar todo lo contrario a lo que el pensamiento cristiano afirmó. Partamos del hecho de que los griegos no tenían noción de nada, de que para ellos, de forma genérica todo es ser; que entienden tal ser (arjé) como Uno o múltiple desde el monismo o el pluralismo, que asumen posiciones tanto materialistas como formalistas, y que, en general, sostienen el hilozoísmo (la materia eterna y viva)… acabar afirmando un espiritualismo monista que encaja en el Dios cristiano como creador perfecto y benevolente, como hiciera Santo Tomás a partir de un cuarto y mitad de Aristóteles y, en algún caso, echando mano de un puñado de Platón, es solo una de las muchas opciones que uno podría derivar. No debe olvidarse que actos creadores desde la nada o la afirmación de la inmortalidad del alma ni siquiera son considerados por, respectivamente, Platón o Aristóteles. Que el primero, aunque fuese ontológicamente dualista, afirmaba la existencia de un mundo imperecedero al margen de cualquier divinidad. Y que el segundo negaba la existencia de dos mundos. Y aún así, fueron la base del pensamiento cristiano que decidió olvidar estos pormenores al trazar sus correspondencias interesadas para la simulación de un pensamiento racional en torno a Dios y su existencia: el mundo eidético de Platón se transformó en la mente divina; la idea de Bien metaforizada en el Sol se convirtió en un acto de iluminación divina; el alma increada e inmortal, siguió siendo inmortal, pero ahora con un principio creador, lo que asalta toda lógica; el motor inmóvil y última causa incausada, ese acto puro sin potencialidades aristotélico se ubica en ese mundo trascendente como un ser necesario preocupado por el mundo contingente al que ha dotado de movimiento y en el que interviene en lugar de ser ese pensamiento que solo puede pensarse a sí mismo absolutamente impersonal e inmóvil.

El hecho de atribuir carácter divino a las últimas causas o primeros principios que aún nosotros ignoramos tampoco es muy distinto del politeísmo antiguo, que divinizaba cada fuerza de la naturaleza cuyo orden, ley o regularidad ignoraba. Tampoco se distingue mucho el discurso de la falacia historicista que asume que el momento histórico actual era el único resultado esperable a la luz del desarrollo de los eventos anteriores ya acontecidos. A toro pasado, siempre parece que solo había un final posible a todo, que los acontecimientos del ayer convergen indefectiblemente en lo que hoy sucede, y que nada más podría haber sucedido.

No he visto en este libro nada nuevo respecto de lo aportado por la Filosofía, que más concretamente apunta hacia el final del libro, aunque sembrando el camino de las premisas de la teoría del diseño inteligente. Así, por ejemplo, cuando en la primera parte del libro se confronta la complejidad del acto de la vida, y del paso de lo inerte a lo vivo. Pero en realidad, tan solo enuncia lo que son los argumentos tradicionales: teleológico, cosmológico, metafísico, moral, que se remontan al tomismo más antiguo, y el ontológico… y que los autores llevan hasta converger en el diseño inteligente, sin aportar en modo alguno el alcance y las refutaciones de cada uno.

La ciencia sirve de excusa en la primera parte del libro, es la coartada. Explicar las teorías solo resulta importante al propósito del libro para cobijar a su amparo las conclusiones que, de ningún modo, se desprenden de aquellas. Y del mismo modo se apela, más que al convencimiento, a la persuasión emocional, cuando se exponen capítulos históricos de persecución sistemática de científicos cuyos desarrollos contrariaban las tesis materialistas tan funcionales para las ideologías totalitarias del siglo XX. Sí, se acude a la historia en la que se contextualizan los avances científicos, pero, una vez más, con claras intenciones de parte. Este libro prácticamente convierte a los científicos que desarrollaron teorías como el Big Bang en mártires defensores de una causa religiosa, cuando en realidad fueron víctimas de la ceguera ideológica y acrítica, al margen de que creyeran o no en Dios, defendieran o no una causa religiosa: simplemente eran peligrosos para el sostenimiento de una tiranía, como tantos otros en otros ámbitos como el arte, porque socavaban el orden ideológico preestablecido. Los únicos que veían un Dios en esas teorías y lo ponían en la boca de los científicos eran, precisamente, sus ejecutores. Que fuesen perseguidos no tiene carácter probatorio, no digamos demostrativo. ¿Acaso la persecución de los científicos en otras etapas históricas, cuyas afirmaciones ponían en tela de juicio la existencia de Dios, serían pruebas de que Dios no existe? ¿Acaso el poner en boca de un científico la afirmación de que Dios no existe, llamarlo hereje, convertía al científico en un fiel defensor del ateísmo más pleno? ¿Cómo hacemos para que el argumento sea tan válido que pueda integrar tanto la persecución a los científicos del Big Bang, como censurar las ideas de Copérnico, monje polaco, el haber quemado a Giordano Bruno, creyente dominico, condenado a Galileo, que era católico, o recluido a la madre de Kepler, quien era profundamente religioso, por bruja y haberla sometido a tortura hasta quebrarla y morir apenas un año tras su liberación? Podemos contar una historia igualmente vil y execrable en la que los perseguidos fueron los ateos materialistas e incluso los científicos creyentes y practicantes, y sus perseguidores fueron las altas jerarquías eclesiásticas, ya católicas, ya protestantes… y esto no probaría absolutamente nada acerca de las convicciones de los perseguidos. Perseguir ideas o teorías dice más del que las persigue que de la verdad que sostenga el perseguido. Sobre todo en el ámbito científico, cuya actitud es mantener la hipótesis avalada por la evidencia empírica, la cual permite ratificar, rectificar o abandonar una teoría. Valga esto para algunas de las afirmaciones que se hacen en la segunda parte del libro, donde del hecho de que Cristo fuese perseguido, parece querer derivarse también su realidad divina. Esto habría de convertir en mesías a todos los perseguidos por causas políticas o religiosas.

En la segunda parte, la manera de operar es, si cabe, menos disimulada. La ciencia, sobre la que se estaba apoyando antes, se abandona, lo que levanta el velo y facilita ver cómo se está procediendo. Asistimos, por ejemplo, a la aseveración de la realidad divina del Cristo, o que los acontecimientos de Fátima, dado que no han sido explicados por la ciencia, son, en efecto, un milagro. Una vez más, el discurso corre de forma inductiva por disyunción excluyente. Veámoslo con el caso de Fátima: como se puede discutir que los niños estuviesen manipulados, o que se sufriese una histeria colectiva, dado que se perseguía desde un gobierno anticlerical las manifestaciones de fervor religioso, y como la ciencia no puede explicar lo que los testigos dicen haber observado incluso lejos del lugar, entonces todo fue verdad. No faltan tampoco las citas de aquellos que, siendo ateos, declaran haber visto algo inexplicable. Es la aplicación más clara del principio falaz creer todo hasta que se demuestre lo contrario. Y como lo contrario no se ha demostrado… lo ocurrido en Fátima fue un hecho milagroso. No se está cayendo en la cuenta de que rebatir las posiciones contrarias no demuestra (o  prueba) la posición propia, porque ni siquiera se prueba que la posición propia sea la única explicación que quedé en pie.

Tanto en la primera parte como en la segunda parte se procede exactamente del mismo modo: por un proceso de inducción que parte de una disyunción excluyente. Es el falaz proceder inductivo de Sherlock Holmes al enunciar el detective en El signo de los cuatro «cuando han sido descartadas todas las explicaciones imposibles, la que queda, por inverosímil que parezca, tiene que ser la verdadera»; y es falaz porque implica de partida el estar seguros de conocer la absoluta totalidad de posibilidades y casos que concurren para poder descartarlos uno a uno. ¿Estamos seguros de conocer absolutamente todas las posibles explicaciones a Fátima? ¿Son todas las posibilidades las que se plantean en el libro y no podrían existir más, aun cuando no hayan sido enunciadas? Ídem para la primera parte científica: ¿atesoramos ya todas las posibilidades de la ciencia, incluidas las que aún estarían por enunciar? ¿Acaso la propia ciencia no seguirá su camino seguro, al decir de Kant, y se hallen nuevas explicaciones con suficiente evidencia empírica que permitan ratificar, rectificar o abandonar posiciones anteriores que ahora resultan tan favorables a los autores del libro?

Hasta aquí el contenido, discutible, criticable, asumible, falaz o no… en ello concuerdo con los autores del libro: cada lector tomará su decisión. No obstante, me da que cada lector que se acerque al libro solo reforzará su posición primera, en contra o a favor, y que pocos son los que la someterán a juicio, tanto en un sentido como en otro, aun cuando el libro no es neutral y pretende llevar al lector al huerto.

Algo que es nefasto en este libro, y ahora entro a la forma de redacción, es que se puebla de citas sin ton ni son, hasta componer, incluso, capítulos enteros de citas directas de científicos o de prensa escrita —como aporta en el caso de Fátima, en la segunda parte—. Literalmente capítulos enteros que solo son citas, una tras otra. Como quien lee una web de citas celebres en torno a un tema. De todo punto absurdo. El libro podría adelgazarse a la mitad con solo retirar la catarata de citas y citas reiterativas. Me da la sensación de que el libro se presenta voluminoso con toda intencionalidad: un libro grueso sobre esta temática se juzga por su tamaño. Debe ser cosa seria, pensará el futuro lector. No obstante, en mi caso convierte al libro en algo pesado, tanto en lo más físico como en el lento progresar del contenido. Vuelve tediosa la lectura abusando del argumento de autoridad científica, que encima solo es envoltorio. Me parece una manera de presentar la información completamente disparatada.

Además, se advierte también cierta malicia al malinterpretar, en esta monumental oda a la cita textual, algunas de las aseveraciones de científicos donde estos emplean la palabra milagro: nuestros autores, que previa y oportunamente los han etiquetado de ateos y agnósticos, hacen resaltar el uso de esta palabra en las bocas de no creyentes… como si la palabra milagro solo tuviera el sentido trascendente que apela a la intervención divina y no un sentido profano por el que se denota extrañeza ante algo inexplicable o poco probable para la comprensión de ese científico en ese momento. Es malicioso, sin duda, querer argumentar confundiendo las palabras y los significados con que se emplean para dejar sutilmente en el aire que hasta los científicos más ateos apelan a la intervención de Dios para explicar como milagro lo que la ciencia no puede aún aclarar.

Si bien tiene una parte divulgativa, que quizás sea la que más valor tiene, y ya digo que simplifica demasiado las cosas, en modo alguno es un libro divulgativo ni exhibe esa intención objetiva que en la Advertencia inicial se indica: «Es nuestro deseo que, al término de esta investigación, puedan tener a mano todos los elementos que les permitan decidir, con total libertad y de manera informada, aquello en lo que les parezca más razonable creer. Aquí damos hechos, nada más que hechos. Este trabajo conduce a conclusiones que contribuirán, tal como esperamos, a abrir un debate esencial».  Precisamente, tras su lectura uno duda de que el libro entregue todos los elementos para decidir: sobre todo porque ignoramos si poseemos todos los elementos, o aunque solo sean todos los elementos de que disponemos, tanto si están en el libro como si no; por otro lado, decidir aquello en lo que les parezca más razonable creer… es decir, que nos movemos en el plano de la creencia, a fin de cuentas. Pero eso sí, el libro solo afirma hechos que llevan a conclusiones, nos dicen. Esta advertencia resulta incoherente en sí misma. Y solo es la antesala.

Por otro lado, suelo desconfiar de los libros que vienen precedidos por titulares que subrayan: la obra que conmocionóel libro que incendió Francia… Como también es interesante comprobar que las portadas de cada edición llevan distintos subtítulos: desde la primera, que afirma sin sonrojo «¡La ciencia, nueva aliada de Dios!», a la segunda, tercera y cuarta, que yo tengo, donde más diplomáticamente se pregunta «¿Y si Dios existe?», creciendo al albur de la polémica y de una campaña de marketing que vende lo que el libro no entrega y postula un debate que tampoco evidencia ni parece realmente querer.

Héctor Martínez

«ENTROPÍA. ANTOLOGÍA JOVEN DEL CUENTO BOGOTANO» VV.AA.

En un cargamento literario procedente de la Colombia bogotana, de manos del buen amigo rolo César Gordillo me llegaba este enero el pequeño y a la vez intenso volumen Entropía (Fallidos Editores, 2022), una «antología joven del cuento bogotano», compilada por Mauricio Palomo Riaño, también buen amigo y también vástago de la bella infame, de la resplandeciente dama de los Andes, de la silveña ciudad sombría, embotada por la melancolía de las nieblas y la tristeza de la llovizna… la Bogotá de tinieblas frías y recónditos rincones en donde resuenan «los sollozos de todas mis canciones / los estruendos de todas mis orgías / y los gritos de todas mis pasiones», que decía el verso de Julio Flórez.

Bogotá es central, sí, no solo porque sea el escenario circunstancial de estos cuentos bogotanos. No es solo que ocurran las historias en Bogotá, sino que Bogotá ocurre en las historias. Bogotá no es circunstancial, sino esencial. Eso es lo que hace bogotanos a estos relatos, y a sus hechos y a sus personajes y a sus autores: la ciudad se da en ellos. Ya la define Mauricio Palomo al recibirnos en el vestíbulo del prólogo: «musa de múltiples rostros, concreto en el que subyacen nuestros pasos, nuestros hábitos, nuestros trasegares (…) Bogotá es múltiple, se subdivide, prolifera; cada esquina, cada barrio, cada entramado de asfalto guarda un espíritu de alevosía, de confrontación, de muerte, pero también de belleza, de amor, de vida». Tal es lo que ofrece esta antología joven.

Me gusta ese sintagma, antología joven, porque se acostumbra a antologar lo ya viejo, lo ya pasado, lo que ya ha trotado de aquí para allá y recibió carta de naturaleza literaria para vagar libremente inmune a las discrepancias, que incluso serán perseguidas si alzan la voz. Yo mismo, cuando joven, titulé Antología poética a mi primer libro de poesía, porque antologaba lo que creí mejor de cuanto había escrito hasta entonces, aunque fuese la primera vez que veía publicación y casi nadie hasta ese momento lo había leído, criticado, seleccionado… y osadamente ya le daba yo la dignidad del título literario de antología sin que nadie lo hubiese cribado más que quien lo escribió; o al revés, le bajaba lo nobiliario a la palabrita y quedaba solo en constituir una selección y una muestra, un mero inventario —o lo inventado—de lo que tenía en aquel momento y aún no se había perdido en el espacio-tiempo. Y experimento lo mismo que entonces ante este volumen, que Bogotá ha puesto en mis manos, cuando leo el adyacente joven pospuesto, especificativo, al nombre antología.

Mauricio Palomo Riaño, compilador y prologuista de Entropía (Fallidos Editores, 2022)

Más aún, toda antología debería ser joven y primera, sin tamizar, sin que nadie haya abierto la boca para decir lo más mínimo. De ahí viene la palabra misma [ἄνθος ‘flor’; λέγειν ‘escoger’]: la selección de lo que acaba de florecer. Quizás suene demasiado romántico, pero no hay flor vieja, toda flor es joven o ya está marchita, muerta, sin estados intermedios, sin más edad que esas dos. Así pues, que la antología sea joven es pleonasmo antes que paradoja. También así lo entiende Mauricio Palomo: «las voces aquí contenidas darán de qué hablar en algunos años, cuando el escenario literario del otoño sucumba». No es la antología que recoja el eco de unas voces que ya dieron de qué hablar, es la antología que sirve de altavoz a quienes empiezan a hablar y que darán, así en futuro, a su vez, de qué hablar; es la antología que no habla del camino andado, sino del camino por andar; voces que se le escapan al «académico, al crítico y al lector erudito» dotados de «la incapacidad de asomarse a este fulgor (…) reconocer que hay un camino valioso en esos horizontes». Estas palabras de Mauricio reconocen en la antología su misión de abrir senda más que cerrarla, dar comienzo más que poner fin, el primaveral florecer frente al otoñal mustiarse: «el umbral, el salto al vacío que produce la visibilidad de un nombre, de una literatura (…) respondiendo a la tradición (…) para seguirla resignificando». En otros lugares, nuestro compilador habla de semillas, las que deben germinar y florecer, y de Entropía «como un portón que vislumbra un pasillo en el cual el tiempo decantará, (…) estas páginas son odre de un vino que embriagará mañana» o, más categórica y sucintamente: «La tinta como umbral para la posteridad». Las imágenes de Maruicio Palomo siguen y siguen fortificando la idea de que el adjetivo joven tiene el poder sobre el nombre al que adjetiva, antología, para entenderlo en su literalidad etimológica.

Por otro lado, poco a poco, se viene colando en el idioma común este tecnicismo de la termodinámica, la entropía, en el cual van de la mano el equilibrio de un sistema y su tendencia al desorden. Sí, no tiene nada de raro que lo que muestra mayor tendencia al desorden sea, precisamente, lo ordenado y equilibrado. Es lo suyo. Ya uno de los autores, Jefferson Echeverría, decía que «Bogotá siempre parece pensarse desde lo distópico: se construye en su destrucción» y recordaba la ocurrencia del humorista Santiago Moure: «Me encanta vivir en Bogotá, la transición entre Bogotá y la muerte es casi imperceptible». El único camino que le queda abierto al orden es desordenarse, a la vida la muerte, el cosmos siempre camino del caos: «El orden de estos relatos en lo sucesivo es entrópico, no tiene jerarquías, va, viene y deviene, así habitan en estas páginas. El lector dará los cauces que convenga». Ahí da la dentellada Mauricio Palomo al grabar a modo de frontispicio délfico de este libro ese Ordo ab Chaos [Orden en el caos] —y olvidémonos de la conspiración del nuevo orden mundial, la masonería o del black metal de Mayhem, a los que el lema nos convoca de primeras—. Délfico, sí, no deja de ser curioso que significara en griego la matriz y el vientre materno, de nuevo apelando a lo que nace, a la cría, a lo nuevo. Y sí, también es un libro que actúa como oráculo, ya que délficos nos ponemos: como consulta sobre lo que hay y para hablar hacia el futuro con el fulgor en los labios de lo que está por venir. Es oraculum, intermediario con lo sagrado, que habla y que responde, que pronostica, y no speculum, que solo mira y contempla, que solo refleja o que solo elucubra. Además, recordemos que es la entropía el viento que gobierna la flecha de la veleta del tiempo: siempre del hoy hacia el mañana, del presente a lo porvenir, siempre desde lo joven a la posteridad.

Diez son los bogotanos escogidos de la juventud capitalina, sus alrededores, para franquearnos el camino nuevo, desbrozarlo de maleza, de prejuicios, de cegueras, dejarlo expedito para el tránsito de los que por detrás les seguimos la pista: Jasson Enrique Valero Díaz, Daniel Eduardo Plazas García, Wendy Aldana, Noa Alekei, Jefferson Echeverría Rodríguez, Andrea Quintero, Jahir Camilo Cediel Rincón, Fernando Simanca-Cabrera, Natalia Muñoz Cetina y Anderson Bernal —nombrados por orden de aparición en la antología—. Y en efecto, la decena de nombres que forman la nómina de la antología narran desde el afuera hacia el adentro bogotano, desde la Bogotá que sucede alrededor hacia la Bogotá que se introduce en los personajes por cada uno de sus poros y los vincula a su espacio. Hay una Bogotá exterior que se toca, se ve, se respira, se escucha y se gusta; y hay una Bogotá interior que vibra, se digiere, se descifra, se comprende y configura el espíritu.

Pueden ser las confesiones que Jasson Valero Díaz nos ofrece en «La Olla» de un arrepentido adicto al bazuco, encerrado entre los barrotes de la droga, las paredes y calles de una olla —lugares de venta y consumo de droga controlado por el narco—, y el arma de un inhumano capo apropiadamente apodado Mono; un hombre que ha arruinado su vida pero que aún guarda una lúcida esperanza de que con voluntad puede escapar («nuevos aires me llaman, el campo verde, verde, el corazón de tierra, sé que es posible renacer, si me quedo solo la muerte, si me voy el fragor de la existencia»); ahora bien, el destino trágico parece escrito («Intentar desaparecer de ese espacio es algo difícil cuando se convierte en el único lugar posible de encuentro, donde se siente que el mundo no tiene final, a pesar del hambre, las heridas, promesas de personas que lo quieren de vuelta al uno, vestigios del pasado, siempre se vuelve por más»). Un hombre, en fin, que es campo de batalla entre el anhelo y la condena, sometido a las consecuencias de su actos y al alto precio pagado, padre ya sin hijo, marido ya sin esposa, a los que sueña recuperar.

O puede ser el padre de «Puertas» —también del mismo autor— enfrentado al irreparable efecto, la reciente pérdida de un hijo, que se niega a aceptar. Un relato que se envuelve de la poética de Bukowski y su pájaro azul: esa versión mejor de nosotros mismos que se ve enjaulada, silenciada, con la que no llegamos a contactar, mientras nos condenamos día a día, noche a noche, a ser ese alguien que, en realidad, nunca quisimos ser, que nos despeña por una pendiente que solo puede acabar de manera trágica.

También «El maldito» de Noa Alekei nos sumerge en las interioridades de la dialéctica entre el yo que somos y el no yo que nos habita y en el que a veces nos convertimos cuando toma el control, ese otro o dopplegänger que nos desdobla en dos mitades que no se reconocen la una a la otra. Un Jekill que en su nombre —el que mata— reconoce a Hyde —el oculto— («otro sujeto que, aunque lucía como si fuera él, era otro total y peligrosamente diferente; vivía en su mismo cuerpo, y era, a su perspectiva, el causante de que toda su vida no fuera otra cosa que miserable»), el Tyler Durden que despierta en el narrador anónimo de Palahniuk («cansado se arrinconó en su propia cabeza y enfocó al otro yo, dándole el mando sin retractarse, completamente resignado (…) El otro los levantó robóticamente y se encargó del desastre»).

Y no menos lo hace Andrea Quintero en «Yo estoy contigo», donde la mujer abusada y violada bifurca su ser en dos partes, una segunda persona apelativa que lleva el peso del la historia, resguarda la intriga, y da cuenta de los sucesos, es la persona que le habla a la primera persona que cierra el relato: Aquella es la que toma venganza y es una absoluta desconocida; esta, la víctima aterrorizada que nada sabe de esa otra identidad del otro lado de la ventana; las dos, la misma persona («Ahora ya sabes quién soy, quién eres»).

Podríamos incluir en esta tendencia a los desdobles de identidad los relatos «Los recuerdos del futuro» y «Avistamiento visceral», de Jahir Cediel. El primero de ellos ya desde su título nos advierte de la paradoja que encierra. El relato, construido a partir de la proyección de futuras acciones, duplica al narrador en su presente y en su prefiguración de lo porvenir, y se cierra en un círculo que nos devuelve al inicio: todo lo proyectado es algo ya acontecido. En efecto, la sensación es que, aun narrado en futuro, los hechos son algo que ya ha ocurrido y que, a la vez, siguen estando por ocurrir, situación de la que no se puede escapar. No es baladí que, precisamente, se trate del intento de huida de una prisión a la que se retorna en esa proyección que se convierte en recuerdo de algo ya sucedido. Acaso metafísicamente pudiéramos llevarlo a la prisión del tiempo en la que el futuro es consecuencia de lo ya sucedido, que no es otra cosa que la justificación de la irreversibilidad del tiempo y su cumplimiento entrópico. En el caso del segundo relato, «Avistamiento visceral», abre sus primeras líneas creando la disrupción barroca entre la realidad y el sueño, lo que Jahir Cediel llama el «intersticio entre la vida cotidiana y el sueño, diminuta muerte». No obstante, el sueño no actúa aquí como evasión de la realidad para el protagonista hambriento, sino todo lo contrario: «el sueño se le presenta como una cruel amplificación de sus días. Soñar pudiera ser la peor de las torturas cuando la vida nos deshecha diariamente». No solo hábilmente nos implica a nosotros, lectores, con el pronombre átono de primera persona, sino que nos traslada al hecho empírico de que el sueño, en efecto, reproduce en lo onírico las necesidades vitales —o las ansias— frente a la impotencia del individuo que las padece en la vida real y aun las evoca en sus sueños. Así, el hambriento soñador de «entrañas [que] se retuercen con un rumor gástrico» y que solo «piensa en el hambre que le consume el cráneo entero», sueña con una criatura que le arrebata lo que es un manjar, cuanto manjar pueda suponer un caldo de pastillas y tiras de papel de periódico. Ni siquiera sueña ya con platos exquisitos, ni siquiera en su sueño aspira una evasión irreal como esa, y se apega a su situación real y sus posibilidades. De ahí que resulte complicado discernir si es todo sueño o si todo está ocurriendo en verdad, cuando el hambre y la impotencia son tan ciertos en uno y otro lado.

Y tirando de este hilo un poco más, al final de su otro cabo hallamos a Fernando Simanca-Cabrera navegando por las procelosas aguas literarias usando dos remos: uno firmado por Vila-Matas, El Mal de Montano, el otro firmado por Herman Melville, Bartleby, el escribiente, con la vela de El hombre que duerme de Perec, y el timón del librero Roger Mifflin, nacido del  aliento de Christopher Morley en aquel clásico The Haunted Bookshop, 1919 y al ritmo de las carcajadas de Dostoievski. Así, debatiéndose contra el vacío y la nada, la negación del mundo, sorbido el seso tenemos a Rock Martin, Quijote de nuestro tiempo, encerrado entre pilas y pilas de libros, y entre páginas y páginas que lee ávidamente, mientras un súcubo medieval, Wamba, le sorbe el sexo y sojuzga al hombre entre los susurros de Maes West… Una poética metaliteraria, una refinada virguería que nuevamente nos sumerge en esos intersticios donde el sueño, la ficción y la realidad (si es que hay algo así) son la materia-literatura para los seres-personajes que pululan por las páginas-mundo.

También Anderson Bernal ofrece en «El vecino de todos los circuitos encarretados de libros» los desdobles de un carretero-librero en la carrera octava, cuyo negocio ha decaído en clientes y en la calidad de las obras; un librero con muchas vidas («se devuelve en la (casi) madrugada a observar trocitos de gente que parecen salir de él como personalidades guardadas») o muy vivido y trasegado, llamado Miguel Coca. Se trata, no de un personaje, sino de una persona real que salta a las páginas literarias por la observación crónica (en sus dos sentidos de habitual y de narración informativa de hechos) de Anderson Bernal, que se eleva como materia literaturizable. Aprovechando que Mauricio Palomo es el compilador de Entropía, él ya decía —y yo citaba y comentaba— sobre su Caja de Pandora: «si uno se detiene un poco y hace la pausa en cualquier esquina o se para en cualquier andén, y hace el ejercicio de observación del entorno, puede encontrar unas particularidades bellísimas… y eso es elevar la categoría de ciudad a categoría literaria»… Y yo apostillaba aristotélicamente «Bogotá es anterior al bogotano que la transita. Y se personifica en él». Y así lo creo también en esta antología como premisa y máxima de todos los relatos, donde Anderson Bernal es buen exponente con este cuento.

Reaparecen, bajo el marco de la pandemia en el relato «Denise», como también en «Diez», ambos de Natalia Muñoz, los mismos temas de la soledad («entendí que estaba sola, y que esa era la forma en la que pasaría el resto de mis días»), el vacío, la identidad y los andenes de las interioridades, que ya dije son también bogotanos, la metaliteratura con diferentes guiños —sobre todo a Chaparro Madiedo, tanto de Ciudad en las nubes como El pájaro Speed— junto al tema del otro, el alter ego, en figuras en que se refleja la protagonista —por ejemplo, la artista Emma Reyes—. Pero, más aún subrayan estos relatos la condensación del tiempo en minutos eternos o su huida repentina («De un instante a otro, de uno muy largo, aunque para Denise transcurrieron como milisegundos») sometido al ritmo del alma («¿Por qué no se detenía el tiempo para quedarme en la inconsciencia emocional?», «Sentí que fueron siglos de puro desprecio y rencor, hasta que vi el reloj y era tan solo un minuto más»); y del espacio como lugar asfixiante (la casa) o como lugar abierto (el parque).

La poética no es ajena a muchos otros de los relatos que encontramos en el volumen de Entropía. Podemos pisar los andenes de la calle bogotana, pero también las almas tienen andenes que atravesar. Así son las «Nanas» de Daniel Eduardo Plazas García, relato de la inmensa soledad y vacío pandémicos, de la distancia y el silencio («el vaho ausente invadió la estancia (…) dejó de respirar y ahora un tapabocas cubría las aulas respirando fiebre fría marcada por la nada y el silencio (…) ya ni siquiera Dios tenía con quien hablar»), rodeado por la marca funesta antitética («Y sonaban aplausos y aplausos y aplausos que se iban apagando entre el sonido de la cremación»; «una tristeza clavada en el cementerio y en los mil funerales diarios ofrecidos por los gritos silenciosos»). Una poética psicodélica del memento mori más antiguo de las danzas de la muerte («Ayúdame a recordar que todos los días debo, debes y debemos hacer fila y turnarnos para morir») donde la nana se canta al cadáver que duerme el sueño eterno —de nuevo el sueño ante la vida—, pero el sueño del que no se despierta.

La pandemia también la recoge Wendy Aldana para perpetrar una experiencia docente que a lo largo y ancho del planeta hemos conocido los que en la enseñanza nos desempeñamos. La sustitución de la clase, del contacto directo con los alumnos, con la aplicación de videollamada que conecta virtualmente la distancia real, pero cuyo alcance es tan virtual como la aplicación misma y crea la falsa apariencia de que se está donde no se está. Una historia trágica la de «Prende la cámara» que «no ocurrió en Reino Unido, más bien se situó en Bogotá, o para ser exacta, en un municipio bien al sur… justo allá, en donde las personas tienden a ser usadas y olvidadas», comunicando de nuevo la geografía bogotana con las almas que la habitan y se definen por ella, en la que la rutinaria y viva presencia, aún en la zozobra de las pasiones y psicologías humanas, se torna en dolorosa ausencia del otro lado de la cámara, una ausencia imposible de reemplazar con la tecnología. Una tecnología que, en «La 19» vuelve a ser el punto comunicante entre una hija y sus padres en su decimonoveno cumpleaños el decimonoveno día del mes, y que, por magia cabalística, y una dosis de intriga, los une la Calle 19, el TransMilenio y un celular nuevo a través del que le llega el verdadero regalo de fondo dramático.

Por último, no puedo dejar pasar el humor ácido de Jefferson Echeverría en «La última promesa a don Matías» sobre San Agustín, barrio al sur de Bogotá, estigmatizado como barrio conflictivo y peligroso. Una historia pintoresca, extravagante, un mapeado singular que permite hacer ese recorrido por Usme, La Fiscala, La Picota con destino a San Agustín, reconvertido el último en el Fin del Mundo. Un Fin del Mundo que quiere ver antes de morir el en otro tiempo usurero y ahora octogenario, avaro y demente Matías, trasunto del Scrooge dickensiano en formato bogotano; y allá es adonde a Matías lo llevan sus vecinos, ese peculiar narrador colectivo que maneja con destreza el autor, y lo hacen con un gran boato, comitiva y desfile mediante, y bajo el interés de que el avaro se decida a regalar el dinero que guarda en su colchón.

Lo capital de esta antología no es que sea eterna, porque no hay flores eternas; lo capital es que dé fruto, y que germine en nuevas flores. Y para ello hacen falta los lectores, los insectos polinizadores responsables de las flores más bellas —según dicen—, para que llevemos el polen de unas a otras, que surja el fruto y de este una nueva flor. Eso es la entrada de hoy, un ejercicio literario de polinización: así es la continua reproducción de las flores-cuentos en el jardín floral-literario.

Héctor Martínez

«DELICIOSO SUICIDIO EN GRUPO», ARTO PAASILINNA

Hablo hoy de una novela que, opino, yerra en su pretensión principal, aunque tiene aciertos aquí y allá que, tomados aisladamente, hacen grata e interesante la lectura. Quizás se deba a un especial estilo de los llamados autores nórdicos, en este concreto caso, del finlandés Arto Tapio Paasilinna, fallecido en 2018. Más aun si lo que destila el autor en el libro son historias tragicómicas, sarcásticas y satíricas sobre su tierra y su sociedad. Un género como la sátira social, tan imbricado en la forma de ser del pueblo objeto de la misma, no es fácil transmitirla a otro pueblo, de raíces muy distintas —como es el caso entre Finlandia y España— y en otro idioma distinto donde los juegos de palabras se pierden. Otro añadido es la distancia temporal desde su publicación original (1990), su traducción (2007) y el año en que la tomo en mis manos (2024). Son treinta y cuatro años para una novela en la que el contexto temporal en que se inscribe como sátira social es importante.

Se trata de la novela Delicioso suicidio en grupo (Anagrama, 2007; orig. Hurmaava joukkoitsemurha, 1990). En ella el autor narra la historia delirante de una asociación de suicidas anónimos creada para llevar a cabo un suicidio colectivo a lo grande y con elegancia: arrojarse al vacío en el autobús que viajan desde un acantilado y perecer en el mar. Sin embargo, durante el viaje por carretera el grupo vive aventuras y vicisitudes excitantes y poco a poco van todos ellos descubriendo que la vida puede merecer la pena, hasta que deciden apostar por la vida más que por la muerte.

Arto Paasilinna Autor/allikas: Scanpix Fuente: Kultuur.err.ee

La novela se estructura en dos partes: la primera, que marcha en el sentido de la vida hacia la muerte decidida, y se nos presentan los numerosos personajes y sus situaciones particulares; la segunda, que marcha en sentido contrario una vez que renuncian al suicidio, por lo que salen todos con renovado optimismo a la vida. La narración avanza por acumulación de anécdotas, escenas, e incluso relatos dentro del relato, cuyo nexo de unión es el particular protagonista colectivo. Son las aventuras que viven en cada parada y lugar que visitan, al modo quijotesco, y el relato de las experiencias en la vida de cada uno. También tiene un tono de danza de la muerte, pues el autocar de los suicidas va recogiendo en distintos puntos del país a los integrantes que se apuntan al singular viaje y al particular destino. La narración enmarcada, de hecho, por la que se insertan relatos independientes que describen la sociedad rodeado de un contexto de amenaza de muerte, recuerda obras clásicas como el Decamerón.

Con todo ello, Paasilinna combina la muerte y la road novel para crear un simbolismo muy evidente que nos traslada la idea de la vida y su valor como un viaje que hay que disfrutar saliendo al mundo y no encerrándose en uno mismo, compartiendo la experiencia con otros en lugar de sumirse en un pozo oscuro de soledad, pues «un intento de suicidio es algo que puede unir a los seres humanos (…) el hecho de reunirse tendría con seguridad un efecto terapéutico. El hombre se siente impelido a vivir cuando se entera de que también a los demás les van mal las cosas, de que no es el único pobre diablo que existe en el mundo». Al cóctel suma, para que la narración funcione, una vis cómica que entrelaza una tras otra situaciones ridículas y absurdas, que hagan más ameno el tema de fondo.

Al mismo tiempo, va abocetando el carácter y actitud de los finlandeses, quienes se sienten más seguros «cuanto más oscuro es el bosque en el que se internan». Y lo hace dejando caer más de una crítica social poco velada con pasajes irónicos, y descripciones duras y escatológicas, como la extensa diatriba del capítulo 20 de la primera parte, uno de los pasajes más disfrutables de la novela: «Llegaron a la conclusión de que la sociedad finlandesa era fría y dura como el acero y sus miembros eran envidiosos y crueles los unos con los otros. El afán de lucro era la norma y todos trataban de atesorar dinero desesperadamente. Los finlandeses tenían muy mala leche y eran siniestros. Si se reían, era para regocijarse de los males ajenos. El país rebosaba de traidores, fulleros, mentirosos. Los ricos oprimían a los pobres cobrándoles alquileres exorbitantes y extorsionándolos para hacerles pagar intereses altísimos. Los menos favorecidos, por su parte, se comportaban como vándalos escandalosos, y no se preocupaban de educar a sus hijos: era la plaga del país, que se dedicaban a pintarrajear casas, cosas, trenes y coches. Rompían los cristales de las ventanas, vomitaban en los ascensores e incluso hacían sus necesidades en ellos»… y continúa el pasaje sacudiendo vicios sociales en los burócratas, comerciantes, la especulación inmobiliaria, la destrucción de bosques por la industria, los productos químicos en la agricultura, la contaminación de las aguas, el ambiente laboral en fábricas y oficinas, el alcoholismo… es un pasaje muy al estilo de nuestros Cadalso y Larra a la hora de señalar males de la sociedad, que cierra irónicamente, pues los aspirantes a suicidas: «empezaron a sentir que en realidad estaban en una situación privilegiada comparados con sus compatriotas, a los que no les quedaba más remedio que continuar con su existencia gris en su miserable país».

Al margen de la historia, muy poco disimuladamente, Paasilinna va desarrollando una reflexión interna, una especie de ensayo, en paralelo a aquella. Podemos ir leyendo ideas sueltas que van conformando el todo de la reflexión sobre la muerte en pasajes aforísticos como «cuando un suicidio fracasa, no es necesariamente lo más trágico del mundo»; «Quitarse la vida es algo tan personal que exige una tranquilidad absoluta»; «las personas siempre están viviendo el primer día del resto de sus vidas, aunque no se les ocurriese nunca pensarlo en medio de tanto trajín. Solo aquellos que habían estado a las puertas de la muerte se daban cuenta de lo que en la práctica significaba comenzar de nuevo»; «un ser solo y abatido no está en condiciones de velar por sus propios intereses. Cuando las perspectivas son tan negras nos quedamos paralizados. Hasta los quehaceres más cotidianos parecen insalvables cuando no tenemos la ayuda de nadie y estamos condenados a tan espantosa soledad»; «ver la muerte cara a cara aumentaba las ganas de vivir, esa era una verdad muy antigua»; … o preguntas del siguiente tenor: «¿acaso la muerte no puede ser indolora, elegante y respetuosa con la dignidad humana (por qué no), incluso gloriosa y bella? ¿Está el ser humano obligado a conformarse con los métodos tradicionales?».

Conecta Paasilinna ambos temas, pues el miserable país solo deja esas dos opciones, a saber: o seguir una existencia gris y desoladora por inercia, o acabar con esa existencia motu proprio. Ninguna de las dos es agradable, y de forma dialéctica, nuestro autor lo propone como una situación antitética para hallar esa tercera vía que responda a «¿quién encontraría motivo de alegría en un mundo que, de todos modos, se dispone a abandonar?». Es decir, a qué puede agarrarse el finlandés medio abocado al suicidio como salida de una existencia vacía en un país tan hostil. Pongamos contexto a lo dicho: en los 90 Helsinki llego a ser conocida como la capital mundial del suicidio, y Finlandia ocupaba el segundo puesto en tasa de suicidios solo superado por Hungría; fue también en esa década cuando Finlandia se puso a la cabeza de políticas de prevención. Más contexto: las crisis y recesiones económicas que afectaron a un país neutral entre dos bloques desde la Segunda Guerra Mundial («uno de los suicidas es descrito como un herrero artesanal de setenta y cuatro años machacado por la sociedad posindustrial y decidido a acabar con todo»). De hecho, en la novela no faltan pasajes recordando el el enfrentamiento bélico y posterior vínculo fino-soviético y, tras la caída de la URSS, la complicada relación fino-ruso, que hoy seguimos viendo: «evocaron las duras pruebas de la guerra de invierno, durante la Segunda Guerra Mundial, y decidieron tomar ejemplo de la heroica lucha de los soldados finlandeses, que habían peleado hasta morir. Al camarada no se le deja ni solo ni vivo (…) cayeron codo con codo, y lo mismo harían los Suicidas Anónimos, solo que en aquel caso el enemigo era aún más feroz que la temible Unión Soviética, se trataba de toda la humanidad, del mundo y de la vida misma»; o también: «el grupo había demostrado dejarse llevar por la misma inquebrantable determinación que los estalinistas finlandeses de los años sesenta al asumir la tarea de ponerle las pilas a la revolución. Si bien era cierto que los suicidas no cantaban himnos proletarios y carecían incluso de bandera propia, su acción estaba igualmente abocada al fracaso».

Otros elementos muy disfrutables de la novela son esos breves episodios, estampas o anecdotarios, como la rara costumbre entre los vecinos de un lago de arrojar botellas de alcohol a medias, bien tapadas, para que la corriente las lleve a las orillas de sus convecinos. Una forma surreal, incluso muy lúgubre, de compartir tragos en soledad en lugar de reunirse. Así también la historia de Sakari Piippo, el amaestrador de visones, la del equipo de rodaje norteamericano y el escándalo político que supuso el robo por parte de un guía local, o los relatos enmarcados que el personaje de Sorjonen va contando al grupo (por qué el sol nunca se pone en Laponia, la historia del pescador cincuentón Jaakki Lankinen y las ardillas, el esquiador y el zorro, la brutal historia de la niña alemana secuestrada y explotada sexualmente, o la del granjero Suhonen y el casamiento de su única heredera y poco agraciada hija…).

¿Cuál creo que es el problema de la novela? En mi opinión, que conecta y abarca demasiadas cosas y no termina de desarrollar bien ninguna. Al mismo tiempo se focaliza en el suicidio y en la sátira social que lleva a este, sin que ninguno quedé bien plasmado, y sirviendo cada uno como elemento secundario al otro. A ello añado que tiene un personaje colectivo que, sin embargo, se va individualizando, y puebla el hilo principal de las biografías de cada uno, volviéndolo confuso. Hay escenas que carecen de sentido dentro de una historia que ya es de por sí un absurdo (la batalla en un motel con un grupo de cabezas rapadas, por ejemplo), escenas forzadas que te sacan de la lectura porque de tan absurdas que son revientan la verosimilitud lograda en el disparate principal, junto a descripciones extensas de los lugares, y no son pocos, o la gastronomía, la reiteración de hechos ya sabidos (hay un inspector que investiga las andanzas del grupo de suicidas y con él se repasan las situaciones ya contadas con anterioridad)…  cosas que alargan la novela innecesariamente —y eso que no es una novela de tropecientas páginas, sino algo menos de trescientas… pero es la sensación de que no avanza la historia atorada en estos devaneos—; así también la inserción de los pasajes más reflexivos no termina de armonizar con la narración y se perciben como cortes al ritmo de la historia en lugar de formar un todo orgánico con el relato. Al final, se hace lenta y pesada, cuando el inicio parece prometer una lectura divertida y amena (a pesar, o precisamente por el tema), y a medida que avanza va volviéndose repetitiva y aburrida.

Salgo con la sensación de haber leído un pastiche de distintas intenciones sin concretarse en ninguna, sin jerarquizarlas, sin que se quede en un tono. Progresa a bandazos y es tornadiza sin que puedas saber bien cómo tomártela. Se disfrutan pasajes sueltos, sí, como decía al principio, que saben a poco entre páginas y páginas insulsas, hasta que el conjunto resulta caótico y tedioso. Ante el previsible final perfectamente feliz, uno empieza a desear que por accidente acaben suicidándose, convirtiendo el texto en una tragicomedia, pero ni siquiera, aunque tengo la sospecha de que Paasilinna se sintió tentado de tirar por aquí. Puede que sea la traducción, la diferencia cultural, quizás le faltaba un par de revisiones y un perfilado, porque realmente los ingredientes que he reseñado podían dar una novela muy lograda de un finlandés sobre su tierra y sus compatriotas a través del trágico sello del suicidio que lastraba la imagen del país en los finales del siglo XX… y es un globo que va desinflándose.

Héctor Martínez

«CAJA DE PANDORA», DE MAURICIO PALOMO RIAÑO

Cada lector es una Pandora curiosa que no puede evitar abrir el libro que se le entrega y con ello desatar todos los males y demonios que alberga el mismo. Pero a Pandora, la del mito, le quedó la esperanza dentro de la tinaja. Si queda esperanza tras la lectura de esta Caja de Pandora (Senderos Editores, 2016) es algo que habrá de juzgar cada lector-Pandora consigo mismo. Lo único que tenemos cierto es que abrir la segunda obra de Mauricio Palomo Riaño supone la liberación de unos cuantos males del mundo, y de unos cuantos demonios interiores.

Los sucesos, hechos e historias que se narran en los trece relatos que componen el volumen están habitados por personajes que definen la caja pandórica y citadina de Bogotá, cuya cara cambia las raras veces que no llueve. Bogotá es omnipresente en este libro, y es clave para contextualizar el sentir trágico de los personajes que se mueven por ella. Así, por ejemplo, el bogotano personaje-narrador de «Blancos perfectos» que se encuentra en Simiyu (Tanzania) siente nostalgia y piensa «en la falta que le hace a uno Bogotá y su caos cuando se está lejos de sus edificios y de sus avenidas atestadas»; en los siguientes cuentos damos con una ciudad pintoresca porque «cambia en un abrir y cerrar de ojos de estratos y de fachadas»; incluso puede personificarse: «Cuando regresé las avenidas eran tú, el viento tu boca mordiendo las palabras, y tu piel las casas de estos barrios que han cambiado. Lentamente entre el desasosiego de estar caminando a Bogotá, sentía nuevamente que te estaba caminando. Sus parques, sus callejones, todos sus espacios contenían tu perfume, nuestros pasos que no se perdieron en el asfalto, sino que fueron tragados por este monstruo gigantesco de cemento que me empezó a trasbocar todos los días tu recuerdo»; es la ciudad que lo posee a uno al introducirse en él: «callejas de la inmensa ciudad las que comenzaban a respirar, un pedazo de Bogotá que se les metía por la carne, que iniciaba un periplo por todos sus sentidos»; la ciudad que envuelve la vida y le imprime su carácter: «una Bogotá que no se cansa nunca de ser tan fría, tan triste, tan entregada a los vicios de la soledad y del hastío, de la cerveza a las ocho de la noche, del cigarro encendido para vencer la incertidumbre y de la novela de turno»… y todo porque, y aquí viene la tesis: «Bogotá suele tener una característica que no tienen otras urbes, parece ponerse siempre de acuerdo con nuestros estados de ánimo, cambia su clima sin importar el mes del año de una manera enloquecida, Sí, porque definitivamente Bogotá se parece mucho a lo inestable que puede ser uno».

Bogotá es la caja, sí, el envoltorio, el escenario único en el que solo puede suceder lo que se narra, los males, los bienes, la vida. Es la ciudad el organismo que alberga. Es su causa. Y es su destino. No es el uno sin la otra. Por ello que transitamos Bogotá en Caja de Pandora por dentro, por sus carreras, calles y avenidas, por sus vidas: «Caja de Pandora  es un recorrido con los tenis. Es pisar el asfalto con los tenis en los charcos posados, patear las piedrecitas de los andenes», afirma Mauricio Palomo sobre su obra. Y cada uno de sus habitantes, células del organismo, la lleva dentro, se encuentre en ella o no: es reflejo cada cual de lo inestable de la ciudad y viceversa.

No es que lo diga yo, es de nuevo el propio autor quien nos pone en el sendero de la lectura: «El libro desentraña la ciudad que nos consume (…) una cartografía de la ciudad de Bogotá enriquecida en sus múltiples particularidades (…) si uno se detiene un poco y hace la pausa en cualquier esquina o se para en cualquier andén, y hace el ejercicio de observación del entorno, puede encontrar unas particularidades bellísimas… y eso es elevar la categoría de ciudad a categoría literaria». Aún diría más: es elevar la ciudad a la categoría humana, pues, aristotélicamente, la polis siempre es previa al individuo que se define precisamente por ser un Zoon politikón (animal político, social por naturaleza); Bogotá es anterior al bogotano que la transita. Y se personifica en él.

Ahora bien, no entendamos mal esto de social por naturaleza de una forma demasiado optimista. Aristóteles tampoco lo era, en realidad. El individuo vive en sociedad porque no puede vivir de otra manera, y en ella debe sobrevivir. No se excluye que en esa vida social pueda convivir la guerra. La violencia tiene un peso específico en el libro porque lo tiene el entorno. Lo vemos en el irónico «Blancos perfectos», que se nos presenta, con tono de horror psicológico al administrar los detalles iniciales con cuentagotas hasta que tenemos el cuadro completo: la huida desesperada de un hombre albino frente a sus perseguidores africanos, allí «donde el imponente negro imperaba en los rostros de sus pobladores», y sus supersticiosas creencias. El narrador-personaje, sin comerlo ni beberlo, se encuentra metido en mitad de la situación, obligado a reaccionar por el impulso de muerte de unos y el impulso de autoconservación de la presa albina —que ya surgían como base de relatos en Nombrar la ausencia—; y ante ello se encuentra maniatado debido a su condición de investigador en la región y la ayuda económica que su organización provee, entre cuyas directrices está «no intervenir en el desarrollo cultural ni político de la región». Gracias a su labor y a su no injerencia los trabajadores de la organización son recompensados: «nuestra labor siempre era bien vista por los pobladores, quienes incluso nos ayudaban con su hospitalidad, y su fraternidad siempre era irrigada». La intención del autor es clara: someternos a una situación extrema, de vida o muerte, a la sensación de impotencia, y al doble rostro del salvajismo y de la hospitalidad de la población. Esta es la circunstancia que envuelve el núcleo reflexivo central del personaje-narrador ante la lucha vital, literalmente de supervivencia, en que la vida del albino se convierte («con su vida y con su huir constante de una muerte latente»), y para la que emplea una simple inversión de roles blanco-negro de modo que resulte más efectiva en la conciencia, sea la cultura del lector la que sea: «Así estamos, con unas identidades naturales perdidas en el tiempo, con unas ideologías radicales establecidas por la cultura y los entornos enfermos en los que se mueven los sujetos, en la barbarie que le criticamos al pasado pero que heredamos y hacemos explicita todos los días, en la impiedad y en el deleite que vemos en el verter de la sangre del otro».

No obstante, historias de violencia no faltan en los andenes de Bogotá —para mi lector español, ya van varias veces que lo nombro: allá llaman habitualmente andén a lo que acá llamamos habitualmente acera, mientras que nuestro andén es la plataforma del metro y del tren—. El relato «El extraño», al caso, se encarga de subrayarlo, en su forma y en su fondo.

La historia de Mauricio Palomo Riaño es de esas que rotularíamos con un basado en hechos reales, y es que este relato, en efecto, se levanta sobre la brutal historia del asesino en serie apodado el monstruo de Monserrate que llevó a cabo sus crímenes al pie del cerro que le apoda. A la chabola que, como indigente y yonki, en medio del boscaje se había levantado, llevaba a mujeres drogadictas que captaba en zonas peligrosas de Bogotá como La Ele —también conocido como El Bronx— o su antecedente, la calle del Cartucho —que hoy ocupa el criticado Parque Tercer Milenio— donde el hampa campaba a sus anchas. Engañaba a las mujeres a través de sus buenas formas, universitario que había llegado a ser, con promesas de comida, refugio y droga, y a las que finalmente violaba y estrangulaba —no necesariamente en este orden—. El hecho real para nuestro autor, como ya apuntábamos cuando leí su anterior volumen de cuentos Nombrar la ausencia, es la materia que trabajar y amasar con la herramienta literaria, bajo la premisa que entonces asentaba al escribir aquel «siempre hay algo de poesía en lo atroz» y que Caja de Pandora exacerba en su crudeza.

Este relato de «El extraño» es un claro ejemplo de esto y de la frontera levantada en la ciudad entre la orilla de las buenas decisiones y esa otra, oscuro pozo donde acaban aquellos que no las tomaron o no tuvieron oportunidad de tomarlas. La propia ciudad marca estos límites sociales. En el relato unos jóvenes, universitarios juegan al fútbol junto a otros muchachos los domingos en una zona verde que en los últimos años se ha visto invadida de indigentes y recicladores. La presentación del relato es idílica pues, a pesar de la descriptiva expresión barrio de la basura, y a pesar de las advertencias de que «el sitio se estaba tornando peligroso», entre los muchachos y los habitantes se crea una armonía cotidiana por la que, afirma la voz en primera persona, «Jamás nos pasó nada (…) muchos de los recicladores empezaron a saludarnos (…) frenaban un tanto las carretas vacías que anunciaban una jornada de trabajo más y siempre se les escuchaba decir “muchachos” mientras agitaban las manos. Nosotros éramos siempre recíprocos». Con ello sutilmente el autor se deshace del prejuicio que tiende a asociar como intrínsecas pobreza y amenaza.

No es la pobreza, sino más bien otra cosa la que hace al monstruo ser monstruo, que solo necesita de un impulso para salir sin cortapisas del fondo más oscuro en que se esconde. Mauricio Palomo nos los ofrece descrito en un eco de los Jekill y Hyde, cuyo abismo bien dibujó Stevenson, al comienzo del relato: «los ojos siempre se le perdían en el horizonte, era como si una especie de boca de sombras abriera sus fauces y él se quedara viendo las tinieblas de su extensión (…) Era indiscutible la percepción de una vehemente tendencia a la paranoia, a una inseguridad que parecía solamente reflejarse en los instantes íntimos en los que ese otro que también era, se asomaba al espejo» —también Jekill se encuentra con Hyde ante un espejo—. Este monstruo, este Hyde, es el extraño, el casanova de la basura al que se le veía «acompañado de mujeres distintas, todas con dos características evidentes: la indigencia y el desespero excesivo por el bazuco», mujeres de «rostro famélico (…) con su periplo diario por el infierno». Mujeres a las que nadie volvía a ver, aunque tampoco nadie reconocería o buscaría («en mi cabeza no se logró almacenar nunca la cara de ninguna de ellas, se me presentaban rostros similares siempre») igualadas por el bazuco —y quien dice bazuco, dice, con el tópico literario, muerte—; víctimas de un tipo a cuyo «filtro psíquico el bazuco ya le había tomado ventaja».

Mauricio Palomo Riaño. Foto: Javier Díaz Paipa

Escaladamente Mauricio Palomo cuela esa espina clavada en el corazón de Bogotá que es la plaga de la droga y los límites a los que se permitió que llegara en El Cartucho, La Ele, Cinco Huecos o el Sanber, como infiernos en la tierra donde la ley la imponían (e imponen) los mismos demonios del narcotráfico y se ahondaba en las diferencias sociales. Lo hace a través del testimonio de la joven Clarissa, que era «de clase popular, era del barro  (…) le vi las pupilas y leí en esa mirada sus años de pobreza, le pude ver el contexto de periferia bailándole en los ojos y fui testigo claramente de la otra realidad, de la otra cara de la ciudad». Ella narra a los muchachos su paseo por esos infiernos bogotanos hasta la mala fortuna, el destino inevitable, de dar con el extraño. Ella, que logra escapar de las garras de la muerte, se sincera sobre la inhumanidad que impregna estos lugares con un trágico retruécano: «como cada uno de nosotros anda en el universo propio de su viaje, nunca le poníamos cuidado a lo que le pasaba a éste o al otro, entonces como que se dejaba que pasarán las cosas sin saber qué cosas eran las que pasaban». ¿El monstruo es el extraño asesino? En esencia sí. Pero hay otro extraño, otro monstruo, que tiene atrapado incluso al asesino y corre por (y corroe) el organismo de sus víctimas, y el organismo de Bogotá.

En otros dos relatos («Pitazos de urbe» o «Déjà vu») reaparece la droga, la marihuana, unida al alcohol y la bohemia nocturna, a los espíritus libres, como hábito sin trascendencia ya sumado a la rutina en las horas del día o la noche. Se percibe la diferencia de tratamiento que en el libro hay entre el consumidor de marihuana y el de bazuco, una diferencia social, con el riesgo de que se conviertan en puntos de una línea recta en la vida de alguien, como se preanuncia en «Pitazos de urbe»: cuando Edgar, estudiante de la Facultad de Filosofía, deja los estudios porque «su adicción a las drogas había imposibilitado el curso del último semestre y la calle era el fin vislumbrado desde ese ayer en el que se inició deleitante con las bocanadas viajeras del primer cigarrillo».

«Pitazos de urbe» es el periplo poético-psicodélico de las partículas que son los bogotanos de estos cuentos a través de las venas y el organismo nocturno de Bogotá, de cuatro de ellos en concreto: Salvador, Ramón, Edgar y Chema. Homenajeando a Chaparro Madiedo y aquel Opio en las nubes, es su recorrido noctámbulo un documental bohemio por las calles de una Bogotá que «está herida y hace mucho tiempo que se desangra», de un Santa Fe personificado «que se los tragaba de a poco», mientras la ciudad ve, escucha y habla: desde el mimetismo con las fachadas de habitantes de calle (indigentes cuyo «aspecto no estaba tan deteriorado como el de tantos otros que parecían nacer de las grietas de las calles»), la zona de tolerancia con prostitutas y prostíbulos («la carrera décima se hacía prostituta y bailaba una suerte de tango triste con una de sus compañeras de burdel: la 22. La tomaba de su esquina y la engalanaba con una pared resquebrajada más»), travestis («la Avenida Caracas con calle 19 escuchaba desde sus cuatro grandes orejas los diálogos entre dos travestis decadentes que hablaban de otro de esos tantos días malos, sin moneda»). Uno de los protagonistas bajo el sortilegio del alcohol y la marihuana sostiene un diálogo con la ciudad y esta le responde a través de los elementos de la brisa, el viento, el charco, la lluvia, aunque sea en realidad la voz tentadora que por dentro los empuja a beber y fumar: «La hierba se te acabó y el efecto del alcohol se apacigua en tu interior. Vuelve a fumar, vuelve a ingerir, yo necesito imperiosamente que me sigas poetizando», oye a la ciudad decirle. Ciudad y habitante se reflejan el uno en el otro infinitamente.

La idea de que la ciudad es primera a todo y forja el ser mentiéndose dentro de uno continúa profundizándose en este relato en un acto de seducción ofuscada, de cierto romanticismo sucio, en el que el ser humano se empequeñece frente a la ciudad enorme y todos sus recovecos, su voz que llega desde la altura hasta el ras de suelo, del andén, de la zona de tolerancia, y las piedritas bogotanas que se meten en el zapato como último signo de su presencia divina durante la noche: «Edgar revisó lo que había al interior de sus zapatos, algunas de esas tantas piedritas de los andenes bogotanos reposaban dentro, parecían alegres, no obstante también parecían cansadas».

El segundo está dedicado, en un trasunto del Viva la música de Caicedo, a la pasión musical y el liderazgo que el argentino Gustavo Cerati ejerció en el rock hispanoamericano de los 80 y 90. Dos estudiantes de música, seguidores de Cerati, se ven envueltos, sin saberlo, en una espiral de tiempo invertido con la fecha clave del último en vivo de Cerati en Bogotá el 13 de mayo de 2010 en El Campin, presentando el álbum Fuerza natural, para dos días después en Caracas (Venezuela) subirse por última vez a un escenario: tras el concierto del 15 de mayo sufrió un ACV y quedó en coma durante cuatro años hasta fallecer en 2014.

Este es el eje temporal en el que nos movemos durante el relato: los días que pasan entre Bogotá y Caracas, del 13 al 15 de mayo («Dago recordaba ese concierto reciente con un afecto distinto, lo sentía más de él, como una huella en su adentro, la última huella, él lo sabía así no quisiera admitírselo al mundo»). Como ya cantara el ídolo argentino («la poesía es la única verdad») y el mismo Mauricio Palomo certifica («es la poesía la única que podrá seguir dando testimonio del paso del hombre por el mundo»), es la poética de las palabras mágicas déjà vu las que permiten este encantamiento temporal hacia atrás, son las que dan título al relato y surgen de uno de los temas más conocidos de ese último álbum que Cerati presentaba. El galicismo suena a hechizo, a encantamiento, en el relato. No obstante, hay un regusto amargo en todo déjà vu, como ocurre siempre que un hechizo interviene, pues siempre hay un precio a pagar; sí, hay un sabor agridulce en esa sensación de haber vivido ya algo, y acierta en cerrar con ella Mauricio Palomo: «sensaciones de incomodidad, algo le desnudaba el cerebro haciéndolo pensar que aunque toda la situación era nueva ya había sido experimentada (…) el cielo de Dago volvió a ensombrecerse, y la sonrisa se le fue apagando lentamente en los labios hasta refundírsele en los abismos profundos de sus certeros presentimientos». Debemos percatarnos que una vez más Bogotá es símbolo de los adentros del personaje: este es la ciudad al fundirse con su ídolo Cerati en su recuerdo del último concierto que diera en Bogotá.

Si seguimos por el lado de la violencia, el relato «Uno-Uno» se centra en el fenómeno del barrismo —de barra brava, argentinismo extendido con el que denominan en Hispanoamérica a las hinchadas fanáticas del fútbol—. ¿Pueden dos amigos universitarios acabar enfrentados en una batalla campal por los simples colores de sus respectivas camisetas? Esta es la reflexión que a dos voces hacen Andrelo y Motas, cada uno en su bando, Millonarios y Santa Fe, respectivamente. Leemos razones de la sinrazón —que a la razón se facen— como «yo ni siquiera entendía porque estaba en esa cuadra a esas horas, voleando roca como loco, extasiado, y digo que no entendía porque no razono cuando de Santa Fe se trata, es mi credo, mi droga»; o también «era el equipo el credo y el pan, era el equipo la familia y el clan. Teníamos clara la vida, eso pensábamos, cuando la verdad era que en nuestro interior siempre había pesado con potencia la muerte». ¿Qué es lo que hay detrás de estos impulsos de muerte (otra vez), de esta razón de la sinrazón?: «Éramos las partículas diseminadas de una sociedad marcada por la desigualdad, el abandono y la carencia de afectos; conceptos que un día habíamos intentado ver reflejados en los escudos de ese par de camisetas»… esa polis, esa sociedad, que mentaba antes, sin la que uno no es, y por la que uno es lo que es, es en la que las diferencias actúan como fuerzas invisibles que empujan hacia los extremos: «Pensaba que deberíamos estar ahí, siendo jóvenes, pero no dispuestos a matarnos por un color como parece seguirlo repitiendo la historia, sino haciendo posible la revolución de pensamiento, esa que se necesita, esa que nos extravían fuerzas invisibles, esa que un día nos cegó el amor por la camiseta de un equipo de fútbol por encima de la misma vida, que es la única oportunidad que se nos da para demostrar lo que somos y lo que seremos, y que desperdiciamos todos los días en querérsela arrebatar al otro, -¡Bah!, ciudad de odios extremos».

Pero hay una síntesis de toda esta tensión y violencia dialéctica: tanto Millonarios como Santa Fe son la capital, la ciudad de las diferencias también aglutina a ambos («somos capital, ¡carajo!», gritan ambos, cada uno con su mano en su escudo). Así, para uno: «el asfalto de esta ciudad a la que tanto ellos como nosotros siempre, siempre hemos amado profundamente, por encima de Millonarios, de Santa Fe y de tanta mierda que nos hemos tenido que comer todos los días cobijados bajo su cielo impasible»; y para el otro: «Traíamos con nosotros los pasos andados por esta urbe, la historia a cuestas de cada una de nuestras experiencias particulares vividas bajo este cielo casi siempre atiborrado de lluvia, nuestros viejos, nuestros procesos de formación, nuestras lecturas del mundo». El relato se puebla así de los conceptos de identidad, diferencia y contradicción. Sí, en efecto, de forma hegeliana Mauricio Palomo resuelve racionalmente una realidad de opuestos en una sola palabra: Bogotá.

El relato de «La banda» ya comienza con un hecho violento que describe al personaje de El Mocho: «había perdido su extremidad superior derecha de manera violenta, después de que en una riña de borrachos en una tienda del barrio Los Molinos, al sur de Bogotá, fuera separado de ella producto de un certero machetazo, ganándose por consecuencia lógica aquel mote tradicional». La descripción de su pasado se contiene en su evidente apodo, como el de sus compinches El Inca, El Gafas o La Rubia. Juntos se dedican al hurto callejero en la carrera décima, a punta de cuchillo si es preciso, trabajando en comanda: a la señal de El Mocho, quien selecciona a las víctimas del robo, El Inca se abalanza sobre la presa y el botín acaba custodiado en un carrito con frascos vacíos donde guardarlo, custodiado por La Rubia. Por su parte, el capitán Bernal de la policía, les ha venido siguiendo la pista desde los menores que emplean como ladronzuelos hasta la tríada que está en la cúspide.

El conflicto del relato surge porque Bernal y El Mocho tienen un pasado común respecto de ese brazo amputado en Los Molinos: el primero fue la mano que seccionó el miembro faltante del segundo en esa riña de borrachos tras que este, junto a otros hampones, trataran de violar a la hermana quinceañera de Bernal. El machetazo, ese corte de lado a lado del brazo de El Mocho, simbólicamente representa de nuevo la frontera social y la sentencia de un destino: por temor a las represalias, la familia de Bernal se marchará del barrio, y él prosperará hasta la capitanía de la policía; sin embargo, El Mocho se vería inmerso «en esa vida de perdedor que no había terminado jamás de abandonarlo». No obstante haberle cortado el brazo, a Bernal «nunca el arrepentimiento le nació» e «iba a tener de nuevo la oportunidad de restregarle otra vez la historia».

Es la historia de una obsesión que se va a apoderar de Bernal, ese recuerdo vívido y grabado a fuego en la memoria, esos fantasmas del pasado que reviven a través de la remembranza con todas las emociones de entonces a flor de piel. Y el lector puede llegar a pensar que sabe cómo va a terminar el asunto, pero nada más lejos de la verdad. Hay secretos, que Bernal intentará cubrir con la detención de El Mocho, secretos que van a arramblar con todo, menos con aquellos que nada tienen que perder ya porque el fracaso está en la médula de su vida. El cuento va a operar a la vieja usanza, de forma clásica, como una historia de moraleja, aunque sea en el peor de los contextos, resuelta en una especie de karma, o a la griega, de némesis contra la orgullosa desmesura o hybris.

Una vez más aparece ante nosotros los lectores la censura a la academia, toda vez que los personajes de La Rubia y El Gafas no son, esencialmente, perdedores, sino que se han salido de los rieles vitales prefijados y han saltado al otro lado de la orilla por propia voluntad. El segundo, como líder de la banda, la fundó «una tarde de bohemia entre poesía y alcohol en un bar del centro de la ciudad hablando con La Rubia acerca de la pérdida de tiempo que para él ya estaba representando la academia. Se habían conocido en la universidad, él había sido su profesor titular en la cátedra de teoría literaria». La Rubia, que lo siguió en la ejecución de la idea, «era a la vez una amante ferviente de la poesía y del rock de la vieja escuela (…) [con] una mirada de ángel que quitaba toda sospecha al ser que representaba (…) leía las páginas de libros distintos, la tinta impresa parecía también ser una de las debilidades de este exótico personaje». Estos dos personajes, descritos como exóticos (persona percibida como extraña y chocante), han elegido salir del orden académico y estar en el mismo lado de la baraja que El Mocho o El Inca, y no les ha llegado escrito su papel desde el origen como a los últimos.

La ciudad es aquí el fondo del tiempo y del espacio. Los Molinos es el barrio origen de los destinos y en que se desencadena el antagonismo de Bernal y El Mocho. La capital es el escenario en que uno y otro se reencuentran, algo que la ciudad misma consiente y favorece («La arteria capitalina se presentaba con sus calles lavadas. La lluvia intermitente daba lugar al operativo»). La historia de ambos se puede contar, y así hace Bernal, a partir de los espacios citadinos como si de una línea del tiempo se tratara («Un parque, el patio de una escuela del sur, la cuadra del barrio, la tienda donde me cobré con tu brazo la ira, la carrera décima, la cárcel»). Uno tiene la impresión de que es la ciudad la que ha urdido los hilos del destino de ambos desde cada uno de sus espacios hasta dejarlos atados y bien atados en la desgracia.

Este relato y «Frente a la puerta» concretan ese submundo que puebla las calles y las páginas de Caja de Pandora, como lo puebla en la caja que es Bogotá; submundo nocturno de habitantes de calle, de prostitución, drogadicción y alcoholismo, y que en estos dos relatos se concentra en «la clandestinidad sórdida gay en Bogotá», el recorrido escondido de los rincones secretos de la ciudad donde hallar «ese nuevo encuentro frenético de soledades que después del deseo saciado, serían nuevamente por ella expulsadas hacia las lóbregas calles de esta ciudad»; y me recuerda el relato la obligada clandestinidad gay decimonónica, decadente, bohemia, y más la homosexualidad vivida a escondidas de las tres cuartas partes del siglo XX, en las esquinas de callejones oscuros y la nocturnidad de baños públicos, tras las sombras de parques mal iluminados. Conecto, sobre todo el último, «Frente a la puerta», con aquella novela póstuma de Van der Meersch titulada La máscara de carne (1958) que transitaba el mismo laberinto de angustia, sordidez y violencia a que la sociedad relegaba la homosexualidad en los años 30 en Francia.

Fuente: Gestión Industrial Sena

Caja de Pandora nos sumerge también en la literatura misma, en su nacer del fondo del grito, del ancestro mito que apela a lo originario, y hasta lo más visceral. He ido mencionando el carácter mitológico, divino, de la ciudad, como si de su capricho y voluntad dependiera el hilo de vida de los mortales que la transitan. He hablado de hybris y némesis. Y también de la importancia que se le otorga a la palabra poética y la comunicación social del hombre como fundadora de la realidad y la ciudad —incluso en «La banda» se introduce la semiótica del lenguaje no verbal ni oral, del gesto entre los miembros de la banda para comunicarse entre el caudaloso río de gente de la carrera décima—. Mi lectura se ve reforzada por el título, de raíz mitológica; pero también por la presencia de relatos intrínsecamente mitológicos y herméticos.

Ahí tenemos, por ejemplo, el relato «Habitante del tiempo», donde un Zeus furibundo castiga a Hermes, el emisario de los dioses, el guarda de la palabra, por una gran falta que estamos por descubrir. Céfiro, dios de los vientos, será el encargado de transportar a Hermes a través del tiempo «para cumplir la función de Caronte, llevando a Hermes muchos siglos adelante». De esta manera, entendemos que los siglos de historia del hombre dotado de palabra se convierten en el infierno, el «castigo histórico», que Hermes ha de atravesar como alma en pena que cruza un inframundo («los mares y la tierra no han sido más que triviales apéndices de ese imperio»). Un infierno que se va a contemplar desde «cielos atiborrados de historia» como responsable de lo que sucede. Alegóricamente asistimos, como en casi todo mito, a una tragedia, la del lenguaje en este caso, como fuego prometeico que, en lugar de liberarnos, en lugar de emplearlo como «la utopía de un lenguaje que se construía en el amor», en lugar de ser poesía, acaba siendo la herramienta de autodestrucción, arenga de la guerra, la excusa del verter sangre y causar muerte, la retórica de la espada y la devastación.

Céfiro y Hermes descienden y se encarnan en el siglo XXI, y mientras el amor despierta la poesía en el primero, el segundo se verá mortalmente herido por los hombres. En nuestro siglo ocurre que «moría el lenguaje, morían las palabras y se imponía una babel contemporánea que por necesidad, empezaba a precipitar a los pueblos al abismo. (…) el mundo había empezado a devastarse desde su mismo principio y que por esa sola razón no merecía el lenguaje para construirse, sino que había que agotarlo, había que robárselo a los hombres para dárselo a los dioses (…) Es imposible la poesía frente al horror de lo humano».

Mitológico, y de fuerte lirismo evocador de aquel Noche de Luna de Rilke —de quien también toma el conocido epígrafe—, es también el amor cósmico entre la Luna y el Sol, personificados y encarnados, en su danza galáctica hasta el eclipse lunar, que se nos narra en «Noches sin luna». Los dos cuerpos estelares separados por Afrodita, que aprovechan los breves momentos de que disponen para amarse, en las albas y los crepúsculos («Algo inusual parecía constituir la unión; el crepúsculo siempre fue preludio y como bella paradoja siempre el amanecer fue final»), así como en los eclipses solares («El dueño de los amaneceres se dio cuenta tarde cuando la sombra del astro blanco de la noche ya estaba para siempre sobre su piel»… pero no en los lunares, cuando la Tierra se interpone). Viene este relato a subrayar la importancia y el poder de la palabra poética, a equilibrar la muerte de Hermes en el anterior.

También entre las páginas aparece la propia mitología colombiana en «Viaje al comienzo». Es la historia del pueblo indígena Nukak-Makú y su cosmogonía, además de la realidad de su exterminio a manos de colonos, grupos armados, epidemias así como la desnutrición; la realidad de la muerte de su mundo deforestado por el mundo moderno mientras persisten en el proceso de traer nükak baka (gente verdadera), concepto fundamental de su comprensión de la sociedad y el cosmos.

Dos relatos más, en esta lectura de Caja de Pandora, albergan el tema literario en su núcleo. Además, ambos entroncan, y mucho, con los relatos de Nombrar la ausencia, hasta el punto de que pudieran haberse incluido en aquella primera publicación.

El primero de ellos es «Peligrosos soñadores», y ya el título dice mucho: ¿soñar es peligroso? Pues depende. Se trata del asalto a una librería, la librería Lerner, pergeñado y presentado como el asalto típico a un banco con un guiño muy claro a Bradbury y su Farenheit 451 —a la que, de hecho, hace referencia—, rescatando el espíritu soñador de varios libros que, aunque aquí no se quemen, ya perecen como si lo hubiesen sido. Lo perpetran tres personajes, Gonzalo, Fernando y Jota, y se convierte en la defensa de la literatura y su valor contra «una sociedad sin sensibilidad ni espíritu, incapaz de ilusión, voraz depredador disfrazado de gato»; además sirve como espacio metaliterario, o diría mejor alfombra roja, donde pasan de nuevo esos nombres que Mauricio Palomo no se cansará de recordar (Cortázar, Poe, Paul Auster, Whitman, Hawthorne, Lovecraft, Irving, Maupassant, Quiroga…). Pero también hay autores que serpentean por las letras en mitad de un ambiente que paulatinamente se va recargando de ecos románticos, simbolistas, parnasianos, modernistas…  esos ecos que ya mencioné en su momento hacen latir e irrigar la sangre de Mauricio Palomo a sus letras. ¿No vemos aparecer una vez más el lema Ars gratia artis, esta vez como lema de los tres asaltantes, y que fuera lema para aquellos primerizos de Baudelaire, Verlaine o Mallarmé antes de acogerse al poder del símbolo? ¿Acaso no reconocemos a Carlos Fuentes detrás de Aura, a Soto Aparicio detrás de esa Lorena Madrigal de Los últimos sueños o el título de la novela Mientras llueve, o Caicedo y sus Angelitos empantanados? ¿No están Bécquer y Cernuda detrás de las palabras: «Nosotros como ustedes remamos hacia ese mar donde nos diluirá la niebla y la ausencia, esa región de los claros transparentes, allá, donde habita el olvido»?

El otro lo tenemos en «La última visita», con toda el aura gótica, decadente, del que se llenó el reojo literario de Mauricio Palomo desde sus orígenes. El relato se levanta, tal como me parece, sobre la poco conocida relación entre Alejandra Pizarnik y el poeta colombiano Jorge Gaitán Durán. Como ocurriera con Rulfo, o como en el Opio en las nubes de Chaparro Madiedo, el Jorge del relato vaga borracho de ginebra por Bogotá invocando un amor cósmico, multidimensional, a su desaparecida Alejandra, alegoriza el paseo infernal de Dante por su amada, y es un regresado de la muerte —pues en realidad Gaitán murió diez años antes que Pizarnik, en un accidente aéreo—. El relato también se focaliza en el recuerdo del padre fallecido, tema que vimos en Nombrar la ausencia emerger desde la propia experiencia del autor; y, obviamente, el suicidio.

Un último relato queda que no he mencionado hasta ahora. Y lo hago porque para mí es la esperanza que queda dentro de la tinaja entre tanto demonio y maldad liberada. Ahora al final de este comentario creo que es momento de extraerla. Su título, «Reparador de vacíos». Historia que desgarra desde la soledad de un anciano y la humanidad de un reparador de electrodomésticos; la aceptación de una excusa cotidiana, semanal, la llamada rutinaria que pide el arreglo de un aparato tras otro cada lunes, por la que aquel anciano sacia su vida ya vacía con la compañía reparadora del segundo. La polisemia de la palabra hace buen juego en el relato: el que por oficio arregla lo roto, por un lado, y lo que restablece las fuerzas, la energía y da aliento en la vida, por otro; pero solo hasta que no haya forma de reparar, momento del fin, de la muerte, momento de la impotencia de ese reparador que no puede arreglarlo todo. En este relato la vida es palabra, es conversación, es comunicación: el anciano relata su vida y sus experiencias, su conclusión sobre lo importante de la vida, en cada visita semanal del que es «el único y último amigo» que le queda en el mundo; la muerte es «entrar al silencio», enmudecer, desaparecer el timbrazo del teléfono cada lunes de cada semana a las nueve de la mañana. Y en medio de ese silencio, el reparador «repasó en su cabeza todas las sonrisas, todas la palabras y todas las enseñanzas que le había dejado».

El «Reparador de vacíos» te hace reparar —sigo tirando de polisemia— en otros momentos esperanzadores de Caja de Pandora, bellos instantes que en la lectura has pasado por alto entre la brutalidad y espanto sobrecogedores. El bogotano que confiesa, tras la salvajada que presencia en Tanzania, mantener la remembranza del albino y «colorearla de luz», la remembranza de «un rostro agradecido, la de un ser humano desahogado, y la de una sonrisa diáfana asomada en unos labios»; los muchachos jugando al fútbol sin temer que les vaya a suceder algo con los habitantes de calle y que ayudan y salvan a la joven y demacrada Clarissa; el poeta que tras el vaivén emocional declara «He vuelto, heme nuevo» y abandona el cementerio; la defensa de la literatura y la fuerza de las utopías de los jóvenes tan atracadores de librerías como soñadores de otras posibilidades; los amigos que aún se reconocen en sus recuerdos y se unen como bogotanos desde hinchadas rivales, aunque estás estén dispuestas a romperse los huesos a pedradas; el amor eterno que encuentra Céfiro en Julieta, en el que revive la palabra que muere con Hermes; la pervivencia del amor incluso en los más breves encuentros cósmicos; los amigos que permanecen juntos hasta el amanecer en su bohemia aun con la vida atragantada bajo una lluvia de whisky; el renacer de la gente verdadera y el valor de la armonía universal; el disfrute de un momento efímero, aunque sea un concierto que ya nunca se volverá a repetir salvo en la memoria, residencia del déja-vù; la carcajada del destino que, aunque manco, espera tras la esquina para hacer recaer el golpe de vuelta; o que siempre exista ese breve momento dubitativo «en que podría ser posible un tercer intento, siendo otro el que avanzaba hacia el interior de esa pequeña noche, que mientras se lo tragaba, en la calle inauguraba una hora distinta». Y así, nuestro anciano jubilado, nuestro Ángel define lo importante de la vida:

…. cuando en esta Bogotá no llueve, salgo y me siento allí por horas a mirar, a dejar que pase el tiempo, a contemplar cómo la gente pasa afanada, desesperada por algo; llegar a un trabajo, a una cita, pagar un recibo en un banco, en fin, a lo que sea, sin llegar a saber en esos instantes que todo es vano, que la prisa que llevan es inútil frente a lo que realmente debería valorarse en el mundo.

¿Y qué es eso que según usted debe valorarse hoy en el mundo don Ángel? recordó Roberto haberle preguntado.

El otro, don Roberto, el otro; ese concepto guardado en el baúl del olvido. (….) ¿no ha notado usted que en cada una de esas cosas que le he acabado de mencionar, siempre, siempre está el otro?

El otro, los otros, todos esos otros que pueblan las calles y las vidas de más gentes. Y en esta relectura tenemos la cara y la cruz, la belleza y la infamia… y ahora entiendo la expresión que siempre le oigo repetir a Mauricio Palomo al hablar de la bella infame Bogotá, una vez más encontrando la belleza en lo atroz. Mauricio nos entrega las «radiografías de las esquinas de la ciudad, de los rincones, de esos intersticios que todos conocemos por los medios de comunicación pero que muchas veces no nos atrevemos a explorar», y nos ofrece esta caja para explorarlos desde la letra. Recordemos que las radiografías permiten ver la estructura interior que se encuentra bajo la piel; por tanto, Caja de Pandora es una radiación gamma que permite verle, blanco sobre negro —como las ilustraciones que hacen de portada a cada relato—, las articulaciones a ese organismo vivo que es Bogotá.

Héctor Martínez

«AQUÍ», DE FRANCISCO CARO

No he seguido su trayecto poético iniciado con el milenio, cuando empezaron a ver la luz sus versos en publicaciones sucesivas y comenzaron los sucesivos reconocimientos, incluido el José Hierro en 2010. He sabido de sus versos al mismo tiempo que, por casualidades, me hallé en un sobrevenido concilio de poetas, estreché entre otras su mano y pude charlar —más bien escuchar, manía que he empezado a desarrollar ahora— apenas unas horas de una agradable tarde de miércoles a mediados del pasado junio.

Siempre es difícil decidirse por el primer título desde el que uno accede al universo de un poeta, más si, como es el caso de Francisco Caro, hay una quincena entre los que elegir. Pero uno en concreto parecía ser el más indicado, porque además de reciente, y de permitirme leer al poeta, también en él se delinean la figura del poeta, su vida y su mundo, como tema del libro. Y al mismo tiempo, este título en concreto me proporciona una ventaja al tratarse de una colección de poemas entre los que existe una distancia temporal, unos quince años entre el más antiguo y el más actual; esto permite, aunque sea a escala y en una selección, hecha eso sí por el propio poeta, ver el transcurso temporal de su poética. Aquí (Mahalta, 2020) se titula, tan sencillamente, el volumen que fue a parar a mis manos, y en él he podido conocer de forma más orgánica tanto la poesía como al poeta que la enhebra.

Aquí es un adverbio demostrativo. Indica lugar, y junto a sus hermanos ahí y allí, expresan la deixis espacial, la relación del lugar con el hablante y con el oyente. Allí expresa lejanía respecto de ambos. Ahí expresa la cercanía respecto del oyente. Aquí expresa la cercanía respecto del hablante. Por ello, en el adverbio que rotula el libro no solo entendemos la importancia del lugar que es objeto de los versos —ahora diremos cuál—, sino que, sobre todo, con ello se subraya la presencia inseparable, íntima con el espacio inmediato, del poeta hablante. Es su valor deíctico. Y podemos rascar más. Aquí refiere a ese lugar que no podemos abandonar porque va donde vayamos, porque está donde estemos, tan impregnados de él, porque somos él, somos en él y porque él nos ha forjado. No ocurrirá jamás que al acudir al aquí no esté el poeta que lo enuncia (es la coordenada yo-aquí). Por ello también que Francisco Caro indicase en una entrevista atinadamente que aquí antiguamente significase nosotros, porque el aquí ya tiene una presencia, el hablante, por lo que al sumarse simplemente otro, los familiares, los vecinos («mi tierra, mi pueblo, mi gente», identifica el poeta), ya sería plural y no singular (la coordenada se convierte en nosotros-aquí). Habitualmente ese lugar coincide con aquel donde nos nacieron; con suerte, donde crecimos; también donde habitualmente uno desea que la tierra lo cubra definitivamente. El propio poeta en la misma entrevista a La Tribuna de Ciudad Real lo comenta: «Significa ese punto donde yo me quedo y me reconozco como individuo y como persona; donde me reconozco acompañado por unos recuerdos. Ese ‘aquí’ trasciende más del exacto lugar físico y se refiere a un entorno de afectos o de relaciones que generan un lugar donde tú sientes que es tu sitio».

Frente al no-lugar que enuncian las utopías, Francisco Caro nos invita a su locus amoenus, aquí donde acontece la descansada vida que huye del mundanal ruido y sigue la escondida senda de los sabios, donde retirarse del ajetreo, donde encontrarse consigo mismo, que es, al fin y al cabo, reencontrarse en el espacio, en las cosas y en las personas… pero también en el tiempo. Tiempo sí, y no mero calendario, porque «el tiempo sin amor es solo calendario / un papel sin relieve, / una cifra». Y leeremos en los renglones de Francisco Caro el nombre de meses, el día del mes, el año, las veinticuatro horas del día como «veinticuatro pájaros aliados y enemigos», y aparecerá no pocas veces el calendario, aunque en otras ocasiones veamos y entendamos mejor que nunca el amor en ese último verso que sentencia «en el patio de agosto / tú y yo somos el tiempo».

Todo lugar, y en él todo habitante suyo, está atravesado por el tiempo, continuo e incansable, que lo transforma cuando lo traspasa: «El lugar no es el mismo que era entonces», nos dice, cuando cambian las costumbres de las gentes en el escenario del aquí. Todo el aquí del poeta está contenido en la dialéctica espacio-tiempo. El aquí, además del espacio del poeta,es su ayer, «aquel ayer / que me niega su olvido»; es su hoy, cuando «que todo muere sé, / que todo permanece / que soy el mismo miedo / que acaso soy el mismo»; y quizás es su mañana, «lo que queda del tiempo» ante «la certeza / de que vivir me importa» pero «donde aguardo sin ansia lo seguro / y su momento incierto» porque «sé que no viviré / en la futura tarde» y son el cactus, los geranios y las salvias los que le piden al poeta «quédate con nosotros, / dicen, / tal vez aquí consigas olvidar el futuro, lo tramado»… y ese aquí temporal exige a la memoria presente detener el tiempo y dividir el calendario de la vida en instantes del recuerdo, que adoptan la forma de postales creadas con la palabra poética. Acertadamente resume Raúl Nieto de la Torre que «Ahora sabemos que dice memoria quien dice Aquí, memoria de los lugares concretos, vividos, de la materia tocada, de los afanes y oficios de algunos hombres y mujeres». Cierto: aquí ya no solo es el espacio del poeta, no es solo el poeta en el tiempo, sino que es también memoria. Recuerdos que pueden derramarse después en versos «hasta mirar de cerca / mi rostro en la quietud / del agua y su memoria». En el decir poético machadiano, la palabra aquí es «palabra esencial en el tiempo», como definía la poesía el poeta del huerto claro, y el «diálogo del hombre con su tiempo», que apostillara su apócrifo Juan de Mairena.

El lugar es su natal Piedrabuena, en Ciudad Real. Ese es el topónimo del lugar idílico y placentero al que nos invita Francisco Caro. Y no solo es el municipio y localidad ciudarealeña, que nos diría una fría fuente de información, sino que en manos del poeta va a volverse símbolo de su mancheguismo umbilical, genealógico, y fragua donde se forja el carácter por el que se define. Es también el patio de la casa familiar, ese patio «que me aísla del mundo y lo contiene» y que oculta «ese dios que jamás he comprendido / si no es aquí, en el milagro humilde / de este patio en agosto». Es Madrid por que «soy a mitades / Madrid y pueblo mío, territorios / donde amé la vida, donde me amó la vida». Es el campo, el río, los puentes, los montes… el paisaje al que está sujeta la voz del poeta, y que se personifica de continuo, ya el laurel, el ciprés, la yedra, el olmo, los geranios, las salvias, el cactus, el sol, como el paisanaje perenne que conforma el aquí, los interlocutores con los que habla en el seguido soliloquio, sobre el que se proyectan madre, padre, tíos, abuelos y vecinos de la infancia.

Teresa, la madre de esas mañanas de escuela y días nevados en los que preparaba una gloria con zumo de naranja y «era sentir / el mundo en el instante que comienza»; esos baños compartidos con los hermanos en un barreño de zinc en el que «la mano, / tan segura y tan tibia de mi madre, / llenaría la piel, la antigua infancia, / de acordadas caricias, de jabón perfumado»; Leónides, el padre, sastre, en cuyas manos «gemían las tijeras / a las seis del invierno» mientras él, arriba, en su cama, escucha «los ruidos, eran sus ruidos», el de las tijeras, el crujir de las telas, los pasos, los silbos que solo le pertenecen al padre y lo convierte en sonido en la distancia. Los abuelos José, el tejero, a quien «el agua y la paja osaran nunca / contradecirle», y Emilia; Sandalia, quien del «afán de sus manos hizo que el sol saliera / a calentar su hogar día tras día», y Francisco, por quien lleva el nombre el poeta; o los tíos Luis y Restituto quienes «levantaran andamios, sueños, tapias, / (…) y ahondaran  / aquel pozo infinito», pozo que tiene una singular presencia simbólica —como luego veremos—. También el cine de Antonio que al aire libre y a las once en el verano obraba el milagro de «una infancia feliz» en un «viejo corralón enjalbegado / de  cal y una pantalla que a las once / ardía sobre el tedio castellano»; o la fragua de Ángel el de Avelino, de la estirpe de los forjadores y herreros, «gente capaz, cegada en el empeño / de hacer de los poetas un bien útil» —luego veremos a qué viene esta relación entre fragua y verso—.

El poemario es de corte clásico, elegante, sigloresco —si se me permite el neologismo— con la naturaleza como marco y también como centro, dando orden y serenidad al fluir sentimental y reflexivo del poeta. Pero no solo. Si hace unas líneas algún lector consideró un exceso traer al gran poeta conquense y su elogio a la vida retirada, habré de justificarme algo más. Y para dar más razones, iremos a la métrica de Aquí, en la que hallé a un Francisco Caro devoto de los metros que de Italia introdujimos en nuestras letras por aquellos siglos: el solemne endecasílabo y su pareja de baile el heptasílabo. También nuestro fraile manchego cantaba sus odas con los mismos metros, por ejemplo en su combinación en liras. Así, Francisco Caro escribe «Desde el ciprés» o «Nube de agosto» en heptasílabos blancos; «Los chiris de la iglesia» con endecasílabos blancos, rimando en asonancia el último de cada estrofa; el curioso soneto «Al olmo de San Bartolomé» que corre en endecasílabos —algunos partidos (4+7 o 6+5)— como también los parte en «Leónides»; «El cine de San Antonio» es un perfecto ejemplo de silva arromanzada, que vuelve a combinar a gusto del poeta los siete golpes con los once; y «Alba en el patio» también es una silva, pero blanca; tenemos una curiosa endecha en «A cuatro manos» que va rompiendo y desordenando los heptasílabos sin afectar al ritmo del romance; y, ¡cómo no!, el soneto con sus hechuras clásicas como el que tenemos en «Jara», aunque con un esquema de rima audaz en los tercetos de 4+2 (CCD CCD), que me lleva a pensar que algo de modernismo métrico hay por las venas del poeta —ya las silvas eran una pista—. Acaso por ello me encuentre con la combinación de pentasílabos y dodecasílabos en «Instantes», «Soplos» y «Apuntes», siendo estos últimos un hito de la melodía becqueriana, que vía romanticismo y vía pareado francés, recogerían también los modernistas en su asalto a la tradición; o también los serventesios asonantados de «Ante la tabla de yedra», pues por quebrar convenciones aquellos modernistas rehuían el cuarteto de toda la vida y se decantaban por deformarlo con alejandrinos, con los de doce, e incluso cambiar la rima culta por la popular y acabar con la vieja rima abrazada en pos de la juguetona rima alterna del serventesio.

Pero el más curioso de los efectos de que echa mano Francisco Caro, revela más aún la presencia de Fray Luis. Me refiero al poco frecuente, y del que siempre se cita como ejemplo al preso traductor, encabalgamiento léxico. De hecho, es muy sutil la referencia, porque precisamente la tenemos en la Oda a la vida retirada del fraile a la que me trasladó el poemario de Francisco Caro. En aquella escribía el fraile, en su penúltima lira:

Y mientras miserable-

mente se están los otros abrazando

con sed insacïable

del peligroso mando,

tendido yo a la sombra esté cantando.

Y en «Cactus en flor frente al brocal» de nuestro piedrabuenero:

La flor que aleatoria-

mente surge,

que alza en la mansedumbre de mi patio,

es una flor perfecta, sin jactancias,

que aguardo, dura en esplendor apenas

veinticuatro horas, luego declina.

En ambos se construye el heptasílabo primero rompiendo la palabra, el adverbio, al bajar la sufijación que lo forma al segundo verso. En el caso de Fray Luis, vemos que además mantuvo la rima entre el primero y el tercero de los versos para seguir con su esquema de lira; en el caso de Francisco Caro, los dos versos, al mismo tiempo, formarían un endecasílabo (7+4). Dejemos aquí los apuntes de los logros, conocimientos y linaje métricos y rítmicos de nuestro poeta, que sería largo y tendido seguirlo, y finalicemos este apartado con la síntesis que Manuel López Azorín ofrece en su comentario a esta obra: «una poesía que parte de lo formal y también lo tradicional y en ocasiones juega a disfrazar la forma y en ocasiones juega a renovar las formas». Así hace el poeta que afirmaba para Lanza Digital que «en poesía la forma también es fondo. Con esto quiero decir que sé dónde “no” está la poesía, pero también sé que se esconde demasiado para demasiados de nosotros. Hablo de la auténtica. Otra cosa es el oficio de hacer versos» —como Machado distinguía al verdadero poeta del señorito que compone versos—.

Encontramos a Fray Luis, al Siglo de Oro, y a los románticos y modernistas. Y si hemos hablado de modernistas, hemos de mencionar a uno que lo fue y que, aunque quiso, no dejó de serlo del todo: Antonio Machado. Lo vi en la métrica, poblada como está la del hombre bueno de silvas arromanzadas y serventesios. Pero me ha resultado imposible no reconocerlo también en versos de una obvia y conocida referencia simbólica: claro, ahí está interpelado el olmo en muerte y aún resistiendo en pie de «Al olmo de San Bartolomé» que de inmediato nos lleva al olmo soriano, cercano al cementerio de El Espino, y el eco de su milagro de la primavera; pero también saltan ante nosotros las continuas referencias al agua como símbolo, y a un léxico de indudable raíz machadiana. ¿O acaso no resuena la voz del sevillano en los adjetivos de los siguientes versos, y en el simbolismo del agua —en cualquiera de sus formas—?:  «Cruzo el arroyo y su corriente parda, / aquello que fue limpio, lo que ahora / avergonzado huye ceniciento: / no volveremos, bien lo sabes, / Arroyo del Moral, a ser ya nunca el agua / ni los días ingenuos que fuimos». También las tardes de Machado en las Soledades eran pardas, cenicientas… y también «El agua en sombra pasaba tan melancólicamente» perfectamente podría haber sido el agua del Bullaque en cuya ribera melancólica nos coloca Francisco Caro: «lleva el agua serena en su sosiego / dioses oscuros / lo que fue de nosotros». ¿Cómo no reconocer a Machado también en el peso temporal y vital que recibe el adverbio todavía,cuando aquel sentenciaba «hoy es siempre todavía» y Francisco Caro lo retoma de la siguiente manera?:

(…) la certeza
de que vivir me importa
y tú
y todavía…

Ya dijimos líneas arriba que este poemario pertenece por derecho propio al linaje de la poética machadiana, a la palabra esencial en el tiempo y al diálogo de un hombre con su tiempo. Lo tenemos, de hecho, afirmado en el cierre del poema «Confesión de fortuna» que dice: «En el poema elige / primero ser verdad, después estilo». De ahí la raíz intimista por la que vibra un hombre de carne y hueso en los versos, la sinceridad que los sustenta y la autenticidad que los habita, la expresión concisa y la voluntad antirretórica confesa que apuesta por la palabra verdadera («Me negué / a palabras parásitas»;  «Nombrar como un oficio que persigue / lo oculto, las preguntas»; «No deseo añadir / oscuro a las palabras»). Así también lo ve López Azorín, quien describe que estamos ante «palabras cercanas, cotidianas, palabras coloquiales, sin algaradas, pero con sosiego, sugerencia y hondura, palabras en las que por su sencillez, su pequeñez, bendita sencillez, bendita pequeñez, contienen las más vibrantes emociones en una poesía que alumbra la luz del tiempo, la luz de la poesía de verdad». También de ahí la importancia del paisaje, del entorno y el realce de los motivos que halla el poeta alrededor suyo, junto a la esencialidad que busca al mirar adentro y escudriñar en sí mismo el misterio de la vida. Tal y como subraya Valentín Martín, que recojo vía cita de López Azorín, «su poesía [la de Francisco Caro] tiene la aristocracia gratis de los poetas más grandes que saben y pueden enraizar de forma hermosa el natural intimismo con otros universos que ya se sienten menos fuera y menos solos».

El poeta Francisco Caro, Piedrabuena (Ciudad Real), 1947

A la alfombra roja y metaliteraria, intertextual, hemos de sumar los nombres de aquellos que son convocados en los versos: Ángel González, Colinas, Rosillo, Nicolás del Hierro; y el de aquellos sobre cuya firma se asientan los epígrafes de cada parte: Eliseo Diego, Pedro A. González Moreno, Gallego Ripoll, José Luis Morales, Carlos Sahagún; y otros poetas que emergen detrás de las palabras, como la sombra de Miguel Hernández que se advierte —y aquí aclaramos algo solo apuntado antes— en «La fragua de Ángel». Me refiero a la alusión «Ángel el de Avelino tal vez fuera / uno de aquellos / herreros torrenciales», alusión que une este poema al soneto final, descolgado, de El rayo que no cesa del oriolano en que volvía a dirigirse a Ramón Sijé, y que decía en su segundo cuarteto:

Por difundir su alma en los metales,
por dar el fuego al hierro sus orientes,
al dolor de los yunques inclementes
lo arrastran los herreros torrenciales.

Acaso también hallamos a Miguelillo —como Aleixandre se le dirigiera cariñoso— en el símbolo de las manos. Leer «Esta mano» de Francisco Caro y venirme a la mente los serventesios alejandrinos y de pie quebrado que constituyen «Las manos» de aquel fue todo uno. Escribía Miguel Hernández en este bello poema de Vientos del pueblo:

Dos especies de manos se enfrentan en la vida,
brotan del corazón, irrumpen por los brazos,
saltan, y desembocan sobre la luz herida
a golpes, a zarpazos.
La mano es la herramienta del alma, su mensaje,
y el cuerpo tiene en ella su rama combatiente.

Y apelaba así, en este poema de guerra, revolucionario, a la mano como sinécdoque del trabajador que construye y de la mano enemiga, la del burgués explotador, del avaro acaparador, del cura enriquecido, la del asesino que se les enfrenta, la mano que, a fin de cuentas, destruye. Similarmente, la mano vuelve en Francisco Caro a ser símbolo del alfarero, del ganadero, la del sastre, que son respectivamente abuelos y padre del poeta, y a ella asimila, genealógicamente, su propia mano («Sí, esta mano / que amasa, guía, corta, que se atreve / en los días de niebla / al oficio sutil de las palabras»): esta última no sería sin las que le precedieron, pues ella solo tiene «un saber prestado (…) / por el sudor y el sueño de los míos». Y es precisamente por el eco hernandiano que conecto este poema, de la parte final del libro, con otro de la parte inicial, donde la relación paterno-filial une a padre e hijo ante la historia, la guerra, la derrota de «Las armas del fondo», que finaliza con una aplicación del refrán «somos esclavos de lo que decimos y dueños de lo que callamos»: ese padre «buscaba la callada, la cautiva, / tristeza de un ayer republicano», aquella tristeza por la que «tropas ya vencidas / arrojaron fusiles y los sueños / al fondo de las aguas», esa callada y cautiva tristeza por la que, y así concluye, «somos dueños / sólo de las derrotas que callamos».

Otro símbolo potente es el pozo, ese «pozo infinito» del patio, ahondado por los tíos, Luis y Restituto, que es descrito como «redondo lugar para los miedos» y junto al que fallece la abuela Sandalia («cayó en el patio, junto al pozo, / inerme, sola, pero no vencida»). ¿Infinito? No olvidemos que en español hablamos del pozo de la memoria en cuya profundidad, al descenderla, al ahondar, cuyo fondo, al buscarlo, puede atraparnos, puede ahogarnos, y pozo del que es difícil salir por nuestros medios. El «pozo asfixiante del recuerdo» (en expresión de Idea Vilariño) es un descenso bajo tierra, es un ojo de fondo oscuro («ojos de agua de sombra / ojos de agua de pozo / ojos de agua de sueño», escribía Octavio Paz) que nos mira y que puede arrastrarnos a los infiernos. Por otro lado, siempre existe el miedo de que un niño caiga al pozo, y tenemos historias trágicas al respecto a manos llenas. Y el pozo del que habla Francisco Caro se retrotrae a sus nueve años de edad, a su infancia, y su asombro ante el pozo. El pozo es un riesgo, la muerte lo ronda. Este pozo del patio de Francisco Caro, con el musgo sobre el brocal, como el que describía Juana de Ibarbourou, de hecho, hacía resonar en mi cabeza aquel «Viaje definitivo» juanramoniano donde muerte, huerto plácido y pozo vertebran el contenido como lo hacen el patio y el pozo de Caro:

… Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros
cantando;
y se quedará mi huerto, con su verde árbol,
y con su pozo blanco.
(…)
Y yo me iré; y estaré solo, sin hogar, sin árbol
verde, sin pozo blanco,
sin cielo azul y plácido…

O a Neruda:

A veces te hundes, caes
en tu agujero de silencio,
en tu abismo de cólera orgullosa,
y apenas puedes
volver, aún con jirones
de lo que hallaste
en la profundidad de tu existencia.

Pero además de su enigma, peligro, amenaza, puede también ser el pozo símbolo de salvación: proporciona el agua a la vida. Así: «traigo el agua del pozo, del misterio / donde ahondaron mis tíos».

Resuenan, o al menos para mí lo hacen, estos sentidos en ese pozo del patio, fondo de la memoria, que despierta los miedos, las amenazas, pero que a la vez contribuye a que siga unida la vida. Este Aquí es un descenso al pozo de la memoria de Francisco Caro en ese patio de Piedrabuena y en sus parajes y en sus gentes y en su tiempo, cuando aún había fragua, sastrería, herrería y carretería en su calle. Es un libro, en definitiva, que «surge porque me era preciso decir que he vivido, que hemos vivido», afirmaba en la misma entrevista en Lanza Digital, con más ecos nerudianos en sus palabras.

Héctor Martínez

«LOS TRES DÍAS DEL GORRIÓN», DE LUIS MIGUEL ESTRADA

«Es de esos pocos libros que lamento terminar», confesaba Mauro Barea en su reseña de Bitácora de vuelos cuando yo aún lo tenía por empezar. Y es que, Los tres días del gorrión (2023, Mención honorífica Premio Internacional de Narrativa Manuel Altamirano, compartido con el Kolymá de Mauro Barea) es un libro que realmente no termina, simplemente su autor, Luis Miguel Estrada, ahí lo deja, en la misma página en que el lector acaba su labor, aunque bien hubiera podido continuarse o bien este último lo continúe en su imaginación. Perfectamente podrías voltear esa página final y topar con una historia más que su narrador, Beto, quiera contarnos. Un bonus track, o mejor, un hidden track literario, no incluido en la lista de pistas como con el que nos sorprendían algunas bandas en los 90. O aunque fuese un microrelato, como la manida escena poscréditos. Esa sensación te queda.

Desde 2006, el autor mexicano Luis Miguel Estrada ha venido trabajando el género del cuento en diversas publicaciones como Nueve relatos y una opinión (Jitanjáfora, 2006); Cuentos de Juan y Juan (Jitanjáfora, 2006); Colisiones (Universidad de Guadalajara, 2008) premiado en el Concurso Nacional de Cuento Juan José Arreola; Alain Prost (Arlequín, 2013) premio en el Concurso Nacional de Cuento Agustín Yáñez; Bartolomé (Paraíso, 2016); Journeyman (Casa Editorial Abismos, 2021); y el libro sobre boxeo Crónicas a contragolpe (La Dulce Ciencia Ediciones, 2013). Además, relatos suyos pueden hallarse en obras colectivas y antologías como el titulado «Batintín el cantarrecio, Miguelito el molinero» en la colectiva Lenta turbulencia (Jus-Secretaría de Cultura de Michoacán 2010) o «Buscar, buscar» en Turbulencia dosmilonce (Ficticia y Secretaría de Cultura de Michoacán, 2011).

Empezaré por lo que, probablemente, sea un desvarío personal y, claro, intransferible al autor. Es un desvarío que me encaja perfectamente, al margen de que Miguel Estrada haya tirado por aquí o no —y voy a suponer que no—. Hablo del título. ¿Seré el único al que le vino a la mente la película de Sidney Pollack protagonizada por Robert Redford y Max von Sydow, Los tres días del Cóndor (1975)? Es cierto que nada tienen que ver película y obra literaria, vaya por descontado. Pero también me daba la sensación de que eso se debía a que habíamos rebajado un cóndor a la categoría de gorrión. Al fin y al cabo, desde la temática del espionaje y el thriller político, la película de Sidney Pollack (que, por cierto, adapta una novela de Grady de un años antes y reduce a la mitad los días: The six days of the Condor) cuenta la historia de un espía al que el mundo entero se le viene abajo, todo lo que lo rodea es una amenaza, y debe sobrevivir sospechando de todo y todos… y a nuestros personajes también se les viene el mundo encima, en cada esquina esperan los peligros de un mundo cotidiano con sus problemas más de andar por casa, aunque sean cargas de profundidad a la psique. Al igual que Pollack, nuestro escritor dosifica la información a cuentagotas, crea una atmósfera de suspense sobre los sucesos, y nos deja ese final que no es final, acaso enigma en Pollack, y que podría continuar y abrir una nueva historia. Bien, ahí queda mi desvarío inicial.

Centrados, ahora sí, en la obra, es obvio que el libro Los tres días del gorrión de Miguel Estrada se halla en una frontera difusa de géneros. En principio se adscribe a la cuentística con cuatro relatos que pueden leerse independientes unos de otros, cada uno con su tema; no obstante, los cuatro relatos comparten una misma voz narradora en primera persona, unos mismos personajes de una misma familia, y unos hechos interconectados con proximidad temporal y personal, hasta el punto de que puede ser visto el conjunto como la llamada novela fragmentaria, esto es, la narración no lineal que deja emerger el todo de la historia contando aisladamente partes de esta. Parecido a una crónica familiar relatada a partir de un álbum de fotografías. Algo similar también a obras de autores que ya he comentado en esta bitácora, como Antonio Tocornal, Marifé Santiago o César Eduardo Gordillo, por citar los más destacados y recientes en el blog. Habrá, en efecto, quien apueste por ver en el texto de Miguel Estrada una novela a pedazos, y crea que cada relato es, en realidad, un capítulo de esa novela fantasma; pero en este punto considero que hay pruebas suficientes de que el autor se esforzó en independizar los textos. Creo verlo desde el momento en que el accidente capital del primer relato —en breve explicitaré más— es narrado de nuevo en los tres siguientes como si el lector lo desconociese al pasar de un relato a otro: de ser novela, esto sería algo innecesario, incluso un defecto de los gordos, y bastaría referirlo solo con una leve indicación que retrotraiga al lector al suceso previo sin más. Por ello recomendaría al lector no ir de seguido de un relato a otro, sino dejar pasar tiempo entre uno y el siguiente. Maniobras como esta que menciono, o el hecho de que es muy estricto al sentar fronteras entre unos y otros textos a través del foco temático tratado en cada uno, se hace evidente que la pretensión es decantar la obra más al terreno del cuento.

Incluso el mismo Miguel Estrada habla de cuentos que se barajan de forma orgánica y explica cómo fue cocinado el libro y las dificultades que encontró: acabado el primer relato alumbrado, surgieron distintos asuntos abarcables en el mismo universo narrativo y que precisaban de un encaje de bolillos en sucesivas reescrituras para entrar en el mismo arco. Mismo universo, pero asuntos distintos. Así pues, hablaré de cuento, de relato, y no de novela. Narrativa en todo caso.

Son, como digo, cuatro los relatos, que hacen foco en distintos temas aun cuando pertenecen al mismo mundo narrado, en el siguiente orden: «Los tres días del gorrión», «Plata», «Los padres pródigos» y «Roca».

El primero de ellos, también el primero en ser escrito, da título al volumen. Actúa como relato independiente pero sirve como relato marco para los siguientes a los que intersecta al sentar los cimientos del universo en el que nos metemos. Nos marca las fronteras de este mundo: una familia, la casa familiar donde se da la reunión dominical, las relaciones desde la infancia entre hermanos y entre hijos y padres, recuerdos del tiempo pasado en ese hogar, o las vidas que siguió cada uno una vez abandonaron el nido: «En las tres habitaciones de esa casa mis hermanos y yo vivimos una infancia que por mucho tiempo pensé que había carecido de sorpresas, hasta que comencé a recordarla con detalle. Ahí también crecimos hasta desbordarnos de hormonas y rencillas. (…) Cuando el polvo de nuestra estampida se asentó había acabado no solo nuestra infancia, sino también la adolescencia y Rubén, Nadia y yo habíamos entrado de lleno en la adultez. La casa que había sido pensada bajo estrictos estándares de funcionalidad familiar perdió sentido y mis padres decidieron remodelarla (…) La cocina, la sala y el comedor fueron los únicos lugares que quedaron intactos. Seguramente por eso nos movemos prioritariamente entre esos tres espacios en las visitas de los domingos». Tan sencillamente tenemos a los personajes principales, sus relaciones y rasgos de su carácter, el lugar, el tiempo y el contexto fraguado. Sabemos que nos moveremos por los terrenos del recuerdo por cómo inicia el párrafo citado («hasta que comencé a recordarla con detalle») y cómo finaliza limitando la casa a los espacios que de ayer a hoy continúan siendo los mismos («Seguramente por eso nos movemos prioritariamente entre esos tres espacios en las visitas de los domingos»); los espacios habitados que conectan la vida del pasado con la vida del presente, frente a los espacios que borraron de un plumazo el pasado y donde ninguno se reconoce ni ve a su versión anterior en el tiempo. Y sabemos con ello también que nos enfrentamos a ese pasado con cuentas pendientes que llama aún a las puertas del presente para cobrarlas en forma de remembranza o trauma.

Acto seguido, el cuento aborda su asunto propio, que implica al hermano mayor, Rubén, como protagonista, al mediano, Beto, como narrador, y al gorrión que se ha colado en la casa y está atrapado intentando escapar, como metáfora. Rubén, sumergido en una depresión por el divorcio que está atravesando y la amenaza de no poder ver a sus hijas, se encuentra solo en la casa familiar, a la que ha regresado, cuando llega Beto. Ya a las primeras de cambio el autor provoca la confusión consciente entre Rubén y el gorrión. Es durante una conversación telefónica de Beto y la madre:

—(…) Oye, ¿y el gorrión?

—¿Todavía no se va? ¿Ahí está Rubén?

—¿Cómo que “todavía”? ¿Aquí estaba antes de que se fueran?

—Sí; hoy no fue por sus hijas.

—No, no hablo de Rubén, ¡el pájaro! ¿Aquí estaba antes de que ustedes se fueran?

También le siguen pasajes en los que vemos que ambos, Rubén y el gorrión, se encuentran atrapados en la casa contra su voluntad. Así, en el caso de Rubén: «nos miraba apenas, caminaba tenso, rezongaba algo entre dientes y apuraba el paso hacia el mismo cuarto en que crecimos él y yo, ahora vuelto un estudio. Se encerraba y se quedaba allí como se había quedado los últimos meses (…) Él había vuelto a pesar suyo»; y en el caso del gorrión: «El gorrión apretaba su cuerpo frágil contra las rejillas de ventilación en una actitud de presa acorralada. (…) Volaba hacia el sol, el cielo azul, la libertad aparente detrás de la barrera invisible; aleteaba, miraba fijo, casi libre en su mente de absurdo prisionero, y al llegar al pico de su velocidad de ascenso se estrelló en el acrílico haciendo el ruido opaco de un gran insecto reventando contra un vidrio. (…) Luego recuperó el vuelo, aturdido, y volvió a su refugio temporal junto a la rejilla, con el pico abierto y las plumas en desorden». La casa familiar es el lugar al que han ido a parar los dos, pero en el que no quieren estar; a la vez es el lugar del que no pueden salir y el único sitio en el que hallan refugio, aunque a disgusto. Y aunque han intentado de varias maneras que el gorrión (o que Rubén) encuentre la salida, este (y Rubén) sigue empeñado en salir por donde una barrera se lo impide.

El gorrión, que está «con el pico abierto y las plumas en desorden» es el trasunto simbólico de un depresivo Rubén ante Beto: «Me tendió una mano fantasmal. Traía un pantalón que se veía usado de varias puestas, una playera opaca y floja, y no parecía haberse rasurado ni tocado el pelo recientemente. Le vi la misma mirada de insomnio que tenía los días antes de su boda. Lo abracé y él apenas opuso resistencia. El cuerpo, la ropa y el cabello olían a cama de dos días, pero parecía no importarle». Los dos, gorrión y hermano mayor, no solo desesperan por escapar de la cárcel, sino que lucen un aspecto físico igualmente desastrado durante su involuntario encierro y sufrimiento.

Y la situación de ambos va a correr paralela en el relato entre un punto de origen, la boda de Rubén y Renata, y punto final, la separación de ambos. Así podemos ver cómo, si el gorrión se da de bruces con la estructura de metal que se interpone en su vuelo de huida, del mismo modo es descrito el día de la boda, cuando hermano y amigos mantean a Rubén en la celebración: «lo empujábamos cada vez más alto, como si con ese envión quisiéramos que se sacudiera la amargura que se le empozaba ya en los ojos. Él volaba con los brazos extendidos; lo veíamos de espalda, pensábamos que sonreía y tal vez lo estaba haciendo. Entonces pasó. Voló tan alto que casi se golpea la cara en la estructura de metal». La imagen, perfectamente hilada durante estas páginas, es la de un Rubén que, como el gorrión futuro, al casarse acaba de meterse él solo en una trampa de la que malamente saldrá.

El hecho definitivo es que precisamente cuando es manteado, y tras golpearse con la estructura de metal, igual que el gorrión, se presenta la amenaza a la vida, la sombra de la muerte: «Y no bajó. (…) Lo vimos forcejeando con la corbata anudada alrededor del cuello y atorada en la estructura de metal encima de él. (…) Mi hermano se ahorcaba con la corbata enredada en una parte de la estructura, se ahorcaba, pataleaba, luchaba con las manos en el cuello». Miguel Estrada asienta en este pasaje la vieja idea de destino, el fatum, lo que está escrito y es ineludible. Precisamente, en este punto, el relato adquiere, al menos para mí, el potente acento de la vieja tragedia griega, donde es imposible escapar de aquello que está por ocurrir y cuyas consecuencias se anuncian claramente cuando Rubén exclama: «Ese pájaro no se muere. Primero me muero yo» —expresión que le oímos repetir ante los deseos de su suegra de que el primer embarazo no vaya adelante—. En efecto, al intentar ayudar al gorrión a escapar: «Rubén perdió el equilibrio y tiró un manotazo que lo hizo girar sobre el banquillo bamboleante, enredándole el cuello en su propia cuerda de seguridad. (…) Voló, porque en el momento justo en que empezó a caer fue un ser sin gravedad ni tiempo (…) miraba con sus ojos cansados una puerta falsa hacia la libertad, que se alejaba de él a la velocidad de su caída de un cadalso improvisado». Tal cual en la boda se ahorcó accidentalmente, ahora en mitad de la depresión e intentando liberar al símbolo del gorrión, acaba igualmente ahorcado. En ambos casos vuela, cual hará el gorrión, y cae en las manos de la muerte acechadora. El designio anunciado en la boda parece que se vuelve inevitable.

No obstante, la causa de este segundo ahorcamiento va a ser cuestionada. A pesar de las circunstancias y amparándose en la que siempre fue la naturaleza de Rubén, tanto sus padres como su hermana Nadia lo considerarán fruto de un accidente. Beto, que está presente y lo presencia, y aun con su descripción gráfica de lo ocurrido, nunca lo verá como accidente, sino como algo premeditado de algún modo.

Amén del plano simbólico, psicológico y el carácter de tragedia griega que desprende, hay otros dos elementos que aprecié en este primer relato, a saber: por un lado, lo gráfico y la plasticidad de la descripción, que va a alcanzar cotas más altas en el último relato titulado «Roca», con el que está claramente vinculado; por otro, un plano espiritual, religioso, que pasa desapercibido en cuanto uno se despista. Sí, los tres días del gorrión van de viernes a domingo, durante los que vivimos una especie de pasión, muerte y resurrección de Rubén, tal y como en la Semana Santa se revive la crucifixión y muerte en el Viernes Santo de Cristo (centro del año litúrgico) y se celebra la Pascua al tercer día de haber muerto, el Domingo de Resurrección. En efecto, el relato cierra con la frase «Arriba, el gorrión se había marchado», como ave liberada, como metáfora de resurrección. En otros pasajes, más claramente aparece el contexto religioso, como en el momento en que se describe a la suegra de Rubén como «una abnegada madre mexicana que carga con honor, lágrimas y la enorme cruz de Eva en sus hombros fatigados». Acaso sea, nuevamente, un desvarío de mi lectura cuando la llevo más allá del texto que delante tengo, pero no me parece una lectura descabellada cuando el mismo texto rezuma simbolismo a manos llenas.

Vayamos ahora, al último de los relatos, al titulado «Roca», precisamente porque primero y último riman como el primer y cuarto verso de un cuarteto. En él remontamos desde la infancia de Rubén y Beto hacia el presente a partir de un encuentro casual que sirve de detonante: los dos se cruzarán a un antiguo compañero de escuela, Jorge Espinoza, apodado Bolos, actualmente taxista y antiguamente uno de los matones de la escuela, quien «había cosechado la fama de ser un hombre descomunalmente fuerte y singularmente violento» y cuya «desmesura física les vendía pronto una mercadería extraña y difícil a esa edad: el miedo»; aunque con las vueltas de la vida ahora no es más que el residuo de sí mismo frente a su reputación y luce «ese encanto del fracaso que se agradece a los interlocutores inesperados» y brilla en su mirada el «inconfundible patetismo de los fracasados». Es por Bolos que los hermanos conocen el destino deparado a otro antiguo compañero, el que da nombre al relato: Pedro Roca, de sobrenombre Roca, «un poco más bajo que el Bolos y mucho más altanero, decididamente mezquino y todavía más picapleitos, tenía un punto a favor en los rumores sobre la indiscutible potencia física de Jorge: Roca sabía pelear». Es la figura antagonista de Bolos en la escuela, una especie de peso de plomo que equilibra desde su plato la balanza, y que, ya de adulto, trabajará de inspector de obra del Ayuntamiento.

Con una magnífica analogía taurina y un indudable tono tan épico como trágico, Miguel Estrada logra resumir la rivalidad de Bolos y Roca en la infancia: «Se tenían la distancia de un par de toros de dos vientres que se encuentran por su mala suerte en el centro de una dehesa, palmo a palmo, sin  mirarse, pero midiéndose con el rabo de los ojos, atentos uno a la respiración del otro, guardando una distancia mínima, esperándose, escrutándose, porque nunca hubo razón para la pelea, hasta que la hubo. Toros en sus mentes, novillos para el mundo verdadero, ambos probaron con el tiempo que hay un algo definitivo que aprendemos a esa edad o no entendemos nunca durante el resto de la vida».

Por sintetizar e ir al grano, resulta que en los días de colegio, otro compañero apodado el Sordo, el cual había sufrido agresiones por parte de ambos titanes, desencadenó el siempre inminente combate, «la pelea de nuestro siglo adolescente», haciendo creer a uno que el otro fue quien le arrojó un cubo de basura —habiendo sido el propio Sordo—. La pelea en sí es narrada con el formato de la rumorología, echando mano del «dicen que…», porque el narrador no es testigo de la misma e incluso afirma que «nunca conocí a ningún testigo». Es una ocasión más, y hay varias en el libro, en que la narración deja bajo sospecha, en mera posibilidad, la realidad del suceso narrado. Según esa rumorología, los dos gigantes quedan maltrechos, y aunque dicen que Roca vence a Bolos, el pasaje da a entender que ambos son perdedores: «Dicen que cuando todo terminó, Roca había vencido; se alejó hecho polvo, incapaz de hacer ningún alarde, ningún tipo de aspaviento, ninguna perrada extra como las que lo habían distinguido siempre porque apenas le quedaba fuerza para caminar sin dar al suelo». Este hecho, en realidad, acaba hermanando a los dos en lo venidero.

Ya de adultos, Rubén relata a Beto la relación que han establecido Bolos y Roca, tras que el último sufriera un accidente en una obra que lo deja postrado con una pierna seriamente dañada e irrecuperable. Un accidente que lo lleva a perderlo todo, condenado a una situación de extrema necesidad. Racionando de manera inteligente los detalles, Miguel Estrada nos va preparando para conocer la situación de Roca mediante la descripción del espacio urbano que los personajes atraviesan, cada vez más deprimente y lamentable, hasta llegar al elocuente símil que describe la casa donde vive aquel: «derruida como un rostro de heroinómano en medio de una fila de alcohólicos». De nuevo, damos con ese juego metafórico que traslada de unos elementos a otros su valor significativo de manera completamente congruente y efectiva.

Este es el punto en el que las situaciones de Rubén y Roca se encuentran, y va a servir a Rubén de catarsis al dar con alguien con quien puede hablar y en quien sentirse comprendido: «había algo sobre qué hablar con ellos, sobre lo que pude hablar con ellos que no pude hablar con nadie más». Rubén y Roca se abren el uno al otro, se apoyan el uno en el otro, al estar ambos inmersos en la absoluta soledad y depresión: «Es la soledad de haber caído. Ahí no te acompaña nadie. (…) lo peor de todo, lo peor de una situación así como la suya o incluso la mía, es estar consciente del tipo justo de hombre que hace falta y saber que no eres tú, saber que tú, frente a todo eso, no te puedes levantar».

Conviene aquí recordar que, a la par que en el accidente de Roca «el hueso de la tibia se partió con un tronido de madera seca. El discreto peroné siguió detrás. Con el peso del cuerpo el hueso cortó la grasa, laceró el músculo, partió la piel y dejó una zanja entre rodilla y pie. La herida manó sangre», en el accidente de Rubén, referido en el primer relato del volumen, «este quedó postrado con la pierna en una posición imposible y dolorosa». Es indudable que el daño en la pierna también cumple una función simbólica que convierte a Rubén y Roca en reflejo y contrarreflejo el uno del otro, un elemento paralelo, común, que los convoca uno al lado del otro. Del mismo modo, la cruda descripción del estado de la pierna de Roca, de la que llega a decir Estrada que está «envuelta como el cadáver de un niño», y sin escatimar en detalles purulentos hasta hacerte sentir la repulsión, corre paralela a la descripción sin paliativo del escalofriante ahorcamiento de Rubén en el primer relato. Metafóricamente es la pierna la columna que permite sostenerte, valerte, avanzar en la vida, ser consciente del suelo que pisas frente a encontrarte cayendo en el aire y al vacío, donde esta queda como un miembro inútil, inerme, hasta romperse y postrarte en la vida.

Mientras el resto de compañeros de la infancia, cuyos nombres aparecen diseminados a lo largo del relato, les ha ido bien, cumpliendo las estaciones socialmente establecidas («terminaron la universidad y se casaron por la Iglesia en fiestas de trescientos invitados. Tuvieron hijos. Pagaron a tiempo la hipoteca y engordaron, y cuando se hallaron por la calle se dijeron los apodos de antes y se recordaron un chiste común»), e incluso «muchos de ellos se seguían viendo», no es lo mismo para aquellos cuya vida es sinónima de fracaso, pues «Al Roca. Al Bolos. A ellos nadie los volvió a ver». No obstante, ninguno de aquellos compañeros de la infancia ignora la situación en la que se encuentran aquellos a los que les ha ido peor en la vida: «Todo el mundo lo sabía, carnal, todo el mundo. Todo el mundo sabe de mi divorcio, todo el mundo sabe del taxi del Bolos. Todo el mundo sabe del Roca, pero a todo el mundo no le importamos nada»; y aquí Estrada pone de manifiesto la hipocresía moral y educativa de nuestros días: «Se han gastado más yéndose de putas, pero por alguna razón, entre toda esa gente que educó nuestra católica preparatoria, no hay uno solo que afloje cristianamente la cartera».

Luis Miguel Estrada, autor de Los tres días del gorrión (2023)

Obsérvese que de nuevo aparece el tema de la religión, esta vez en la institucionalización educativa y moral, que acaba por forjar un carácter hipócrita donde la cristiana caridad puede verse convertida en venganza y rencor, sin asomo de autocrítica: cuando recurren al Sordo, cuya vida de éxito se ha labrado de corruptela en corruptela, trepa que trepa, y ahora nada entre millones, este responde «que cuando llegara la amputación, él la cubría completa. (…) el Sordo dijo que no valía la pena gastar dos veces en el Roca. Así de ese tamaño. Vieras el puto gusto que le dio decirlo. (…) Así dijo, con una risita que ya no sé si me estoy inventando porque no puedo creer que al Sordo le quede alma para reír». También se suceden las críticas al sistema de salud y a la legislación laboral, que no responden de la situación real y precaria de los ciudadanos, cuando ante la perplejidad de Beto que exclama «¿cómo que sigue postrado y no sana? Es un accidente laboral; Ley Federal del Trabajo. No puedes entrar a obra sin seguro», Rubén responde escueto y sarcástico: «Bienvenido a México». Y al no contar con seguro, solo es atendido por una beneficencia de lamentables recursos y graves consecuencias: «Cuando lo enderezaron fue a través del Seguro Popular. Lo dejaron apenas parchado, ni siquiera funcional».

El cierre del relato —y también del volumen— con los archiconocidos versos de Gil de Biedma supone la revelación de ese «algo definitivo que aprendemos a esa edad o no entendemos nunca durante el resto de la vida». ¿De qué se trata? De que la vida iba en serio, ni más ni menos, algo que entendemos muy tarde. También podría haber traído a Neruda, que afirmaba, aunque sobre el amor, aquel también cierto «nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos». No solo es el cierre del relato, sino del libro mismo, en el que más que epicidades y heroísmos, se nos narran temas humanos y cotidianos que todo lector será capaz de reconocer en su día a día. Pero de ellos, dos relatos nos quedan por comentar.

La hipocresía católica y moral que acabo de subrayar no es exclusiva del relato «Roca». Se anuncia páginas atrás en el segundo relato del volumen, titulado «Plata» y centrado en el personaje de Nadia, la hermana menor de la familia, y un alumno suyo, que trae evocaciones de la infancia de Beto. Se trata de un relato que pone su foco en el acoso escolar y sus consecuencias, y como este pasa de generación en generación sin que se le ponga coto. En un nuevo diálogo fraterno, esta vez entre Nadia y Beto, conocemos la historia de la hermana, el acoso al que fue sometida por compañeras, cómo ella pasa del fracaso escolar en el colegio de monjas del que es expulsada, a la rebeldía adolescente (tatuaje, perforación, indumentaria, alcohol) en la preparatoria pública en que acaba matriculada. En este instante, se resalta que Rubén y Beto seguían en la educación católica, donde sus compañeros «mientras más se acercaban a la adultez, esos niños que conocí se iban pareciendo cada vez más a sus padres y cada vez menos a mis amigos». Esta línea es la que conecta el relato último que acabamos de comentar con este segundo del volumen titulado «Plata». Y tras asistir a la experiencia de Nadia, también conocemos la experiencia de Beto, compañero de vicios y confidente de su hermana, quien durante la conversación con ella desatasca recuerdos de su infancia con la sombra amenazante del adolescente Fito. El foco de atención está en que un alumno de Nadia, Álvaro, en una escuela de élites (los futuros «políticos y narcos»), se halla en la misma situación que ellos, de una u otra manera, han vivido tiempo atrás. Se traslada la imagen de que nada ha cambiado, aunque en cierto modo las cosas son distintas.

Llama la atención que en este relato, de forma sutil, carga el autor a las espaldas de los padres la responsabilidad del comportamiento cruel de sus hijos; y a las de las escuelas ignorar el problema. Así, por un lado, el niño abusado «Le pusieron un nombre de adulto y ya es como un adulto chiquito. Me contesta con su vocecita muy correcto cuando le pregunto si busca o espera a alguien por ahí o por qué no se va a jugar con sus amigos. “No, miss”, me dice, “Vine a relajarme”. Así contesta, ¿tú crees? Dice cosas que le copia a los adultos. Así es él, bien educado siempre»; por otro lado, los abusadores son «esos engendros, esos cabrones, iguales a sus papás que toda la vida se han salido con la suya (…) ya vieron a sus padres haciendo lo que quieren. (…) que tienen doce años y ya están más podridos de lo que tú y yo estuvimos nunca». Abusado y abusadores son, si nos damos cuenta, descritos en términos especulares del mundo adulto, cada vez peor con el paso del tiempo. Los niños no son realmente niños, y se van pervirtiendo de generación en generación al amparo de la degradación de sus propios padres, ciegos, consciente o inconscientemente, a lo que sucede con sus hijos; ciegos también a cuando ellos mismos fueron niños. A su vez las escuelas no enfrentan el problema pues, tal y como declara Nadia: «¿Sabes qué les enseñan en los cursos contra el bullying? (…) A reconocer las señales de un niño que es una víctima. Y luego, te enseñan a quitarle al niño lo pendejo, a decirle que no parezca débil, que no parezca torpe, y que delate sin que se enteren los que lo lastiman. Te enseñan a llamar al psicólogo, a tratar a los otros niños hijos de la chingada con condescendencia, porque quizás ellos también sufren algún abuso. (…) todo está hecho para que el niño que no responde, el que no grita, el que no pega y el que no hiere tenga la culpa de que los otros le pongan en la madre». De tales barros, tales lodos.

El relato va sacando del lector el sentimiento de impotencia: con gran tino, Miguel Estrada lo plantea como un David contra Goliat, Nadia contra la inercia del tiempo y la degradación del entorno, las familias e instituciones, que deberían velar por los niños y solo contribuyen a ahondar más en la enorme herida: «Ya no voy a poder ver igual a los niños. Cada día los voy a sentir un poco más perversos, un poco más malvados y voy a pensar que lo que nos tocó vivir a ti y a mí palidece con lo que les toca a ellos, porque aunque no lo pareciera entonces, tuvimos un montón de suerte», concluye Nadia al trazar la comparativa.

El último de los relatos del volumen que comento, tercero en el orden en que aparece, y segundo en escritura, según tengo entendido, se titula «Los padres pródigos». Se trata de una larga conversación y reconciliación entre padre e hijo durante un pequeño viaje, en la que invierte el autor la parábola bíblica al cambiar hijo por padre y la razón es obvia al leerlo. Sin duda conocerá el lector la famosa parábola. Si en aquella es uno de los hijos el que injustificadamente, se marcha, reclamando para sí cuanto le pertenecer, y al regresar humillado y sin blanca, reconociendo su falta, encuentra al padre que lo recibe con los brazos abiertos, el relato de Miguel Estrada decide intercambiar los roles de la relación paternofilial. Sugiere así que, es cierto, los hijos no siempre son buenos hijos, pero los padres también pueden acobardarse ante la paternidad, mostrar debilidad, reaccionar violentamente, desaparecer y no querer saber nada, sin asumir las responsabilidades que contraen para con sus hijos, para con la familia y con el hogar. Y luego arrepentirse de sus actos y volcarse, cuando ya es tarde y se ha dejado la fatídica huella en la progenie, y regresan en busca de un perdón.

El relato se desencadena a partir de la situación del matrimonio y divorcio de Rubén y el drama por el que atraviesa este como padre de unas niñas por las que pelea en un divorcio, tal y como el primer relato ya ha planteado. La conversación, esta vez, se establece entre Beto y su padre, e irá desplazando el foco hacia este último como también hacia las vivencias de Beto que en monólogo interior recuerda al Beto aún tardoadolescente y su reacción ante el momento en que casi llegó a ser padre.

Este relato me resulta el más analítico de los tres, acaso más en línea con «Plata», pues asistimos a un examen de la experiencia y una explanación de las causas y las consecuencias, ahora en las relaciones paternofiliales como aquel lo hacía con el acoso escolar. Errores y malas conductas que cometen y desarrollan los padres y quedan grabados en la memoria de los hijos antes que otras muchas otras cosas que los padres hayan hecho. La ya explayada situación de Rubén, en divorcio de su mujer y en pelea por sus hijas —Alejandra y Judith—, da pie a ello. De Rubén, que siempre fue un padrazo para sus dos hijas —sobre todo con Judith en sus primeros años— solo se acordarán estas «de las peleas. De la separación. De un padre que no volvió. Si intenta o no seguirlas viendo, va a dar lo mismo», para concluir: «La memoria de los niños funciona muy extraño (…) La memoria de los niños tiende a recordar distinto que la de sus papás. Cada cual se especializa en su dolor, en su propia parte». Esto afirma el padre ante un sorprendido Beto, quien reconoce en su fuero interno: «Nunca, a pesar de que hay toneladas de fotografías, me pasó por la cabeza recordar al hombre que me leía en voz alta, ni al que le gustaba oírme cantar mientras él tocaba la guitarra; tampoco al que tenía guardados casetes viejos con mi voz gorjeando a los ocho años; la infancia y la paternidad pueden ser la misma lección de ingratitud».

Constantemente el relato gira en torno de una pregunta: «¿Hay perdón para los padres?», formulada directamente por Beto y respondida tajantemente por su padre: «No. Hay una balanza delicada y no importa nada que uno tome todas las decisiones correctas. Basta una decisión equivocada». El error del padre, ese momento de debilidad, de duda, de acobardamiento, la salida de tono, la disputa, aunque suceda una única vez, pesa más que todos los aciertos y atenciones prestadas antes o después. Y pesa más tanto al padre como al hijo; sobre todo para el padre cuando es acusado, acusación y juez de sí mismo: «tú no tienes la onza para la balanza al final de todo esto. La tengo yo. Y jamás quiero ponerla a mi favor», responde severo consigo el padre a Beto cuando este trata de hacer ver que lo malo no fue tan malo, a fin de cuentas.

El relato, planteado de forma determinista y sombría, parece sugerir un ciclo hereditario en la naturaleza de la paternidad que está a punto de reproducirse en la siguiente generación, en Rubén respecto de sus hijas, como una especie de maleficio: «que no abandone, que no se vaya. Yo estuve a punto de no volver y tu abuelo estuvo a punto de no volver tampoco. (…) he sido el padre que se quiere ir y también he sido un hijo al que casi abandonan». Como en una correa de transmisión, el padre siente suya la responsabilidad de la situación de Rubén, hasta culparse como mal ejemplo de padre ausente. Entonces descubrimos que Beto también parece haber heredado y cumplido con la maldición al rememorar cómo huyó ante un embarazo no deseado que acabó en aborto: «Maldije la paternidad, vacié las vísceras y seguí gritando como un loco al pie de la carretera», nos desvela a los lectores.

Por otro lado, también aflora el síndrome del nido vacío en el padre, ese sentimiento de dolor, angustia, tristeza, anhelo, ante la ausencia de los hijos independizados, que puede desembocar también en depresión: «Ustedes ya no están y no les hacemos falta. (…) Yo creo que nunca nadie me necesitó en el sentido estricto de la palabra. A lo mejor aceptar que no hago falta es el mejor modo de prepararme para morir». ¿Cuál es la función real del padre y en qué consiste la paternidad? ¿Solo estar y satisfacer necesidades materiales de sus hijos y su esposa? ¿Qué impulsa a Rubén a luchar por sus hijas y no perderlas? Son algunas de las reflexiones que van quedando en la mente del lector. Las deliberaciones internas de Beto ante este juicio sobre la paternidad conectan de inmediato con el primer relato y el símbolo del gorrión atrapado, nuevamente: «El juicio es fácil de hacer cuando es sobre los otros. Pero cuando uno es el objeto de la mirada, el juicio se vuelve una prisión, una cárcel involuntaria de la que solo vemos puertas falsas y volamos hacia ellas con ansias locas de escapar, estrellándonos como un gorrión que busca desesperadamente una salida».

¿Cuál es la razón por la que Beto y su padre tienen este momento a solas? Ambos tienen que llegar a Ciudad de México por distintas razones burocráticas («el surrealismo de la burocracia mexicana», dispara aceradamente Miguel Estrada), y aquel propone a su hijo ir juntos en el coche. Sobre todo nos interesa la razón del padre, que parece, nuevamente, anunciar las fases depresivas por las que habrán de pasar sus hijos si no se replantean su ser: «Se había jubilado antes de cumplir los sesenta años y recibía una pensión del gobierno federal, para el que trabajó treinta años. En cuanto cumplió los sesenta ese mismo septiembre, comenzó a pensar en la muerte y en lo que sería de mi mamá, pues ambos estaban seguros de que él iba a morir primero. Esas intuiciones, en algunos casos, cobran la forma de una verdad incuestionable». Se trata de asegurar la pensión para su esposa, el último recurso material que debe proporcionar, lo último que puede necesitarse de él: «Ahora que termine de hacer este trámite, y por eso me interesa hacer este trámite, ya tampoco le voy a hacer falta a ella. Me puedo morir y ella no va a necesitarme».

Los relatos marchan a ritmo sosegado, basado en diálogos —pienso que no sería complicado adaptar el texto al género dramático— y en el monólogo interior que nos da acceso al pensamiento de Beto, la voz narrativa en primera persona. La conversación en dos de los relatos se produce cara a cara («Los tres días del gorrión», «Los padres pródigos») y en otros dos por vía telefónica («Plata», «Roca»). En estos últimos hallé momentos que rompían la verosimilitud del narrador. Creo que se trata de dos descuidos, sobre todo porque en otros momentos Miguel Estrada muestra la precaución que aquellos instante falta. Pensemos que nuestro narrador en primera persona está al otro lado del aparato, y nos daremos cuenta de que sería por completo imposible que pueda narrar lo que ocurre en el otro extremo. Así, en algunos momentos el autor toma la solución lógica de marcar el canal auditivo, además de recurrir a lo dubitativo, a la conjetura y a la confusión («y quizás cerró los ojos o volteó para otro lado»; «de nuevo la escuché acomodarse el teléfono, o a lo mejor escuché crujir mis dientes cuando apretaba la mandíbula»); no obstante, en otras ocasiones estas precauciones desaparecen y surge una incongruencia en la narración. ¿Cómo es posible el siguiente pasaje en «Plata»?: «Nadia alejó la cara del teléfono un momento. También yo. Regresamos al aparato casi al mismo tiempo». Igualmente en «Roca» tenemos el siguiente momento: «Tomó aire y exhaló con los ojos cerrados y mirando hacia arriba, dejando caer el teléfono sobre su hombro durante un momento». ¿Cómo puede saberlo y afirmarlo el narrador que se encuentra al otro lado de la comunicación telefónica? Como digo, son dos descuidos, si es que no hubiera otra razón para ello que yo ignore, como que se trate de una sorpresiva voz de tercera; pero sin demasiada importancia y que perfectamente pueden pasar desapercibidos al lector, salvo a maniáticos analíticos como yo —y no es un autoelogio, ni mucho menos—.

Me llamó la atención el recurso del teléfono como solución práctica que refleja la separación de la familia, que en principio se reúne solo dominicalmente. Es otro símbolo del distanciamiento posterior a la adultez que conlleva una ruptura de la proximidad física entre los miembros de la familia. Por ello contrasta tanto y es un síntoma de fracaso que Rubén se vea obligado a regresar al hogar familiar, allí donde se encierra y apenas habla con nadie. De hecho, hemos de darnos cuenta que las conversaciones cara a cara solo se producen entre los varones de la familia (Beto, padre y Rubén) mientras que las conversaciones con las mujeres (madre, Nadia) son conversaciones telefónicas. Es evidente que Miguel Estrada está destacando los personajes masculinos en distintas fases (infancia, juventud, adultez, vejez) y en sus distintos roles, alejándolos de los personajes femeninos de la familia. Se podría decir que todos ellos son la historia de un único personaje, arquetipos instantáneos y concretos de las etapas vitales de un solo individuo.

Los hechos narrados se desvelan en su crudeza de forma paulatina, excavando con paciencia en los recuerdos bloqueados del personaje, hasta que afloran ante nosotros desde las profundidades del tiempo y la mente. Y junto a ello destaca el verismo descriptivo que aplica a los momentos más duros, buscando esa incomodidad de realidad aumentada en el lector —una pierna destrozada e infectada que está por ser amputada no puede lucir bien, por ejemplo; ser testigo de un ahorcamiento no es plato de buen gusto… y así sucesivamente—.

En general, Los tres días del gorrión es una obra cuya lectura es muy recomendable y a la que deberían echar un ojo, sobre todo, lectores que gusten del realismo psicológico así como de los crudos toques naturalistas, esto es, de la narrativa de análisis de los tipos humanos que podemos ser cada uno de nosotros.

Héctor Martínez

«LEHRJAHRE», DE JAIRO COMPOSTELA Y MELANIE KRONE

Hablaré hoy de un poemario-álbum que por amistad me llega desde Colonia (Alemania) de manos de Jairo Compostela. Se trata de un libro escrito en alemán (salvo un poema en español y un verso en inglés), pero sobre el que no me ha importado hacer el esfuerzo de recuperar mis olvidadas clases de este idioma, y el diccionario, más perdido aún por las estanterías de casa. No me ha importado porque me alegra encontrar trabajos, como este Lehrjahre (Libelle Books, 2023) —que quiero traducir por Tiempo de aprendizaje—, que no pretenden el aplauso fácil metiendo ruido, que no buscan la fugaz atención de los ojos distraídos, ni piensan en haber fracasado por no obtenerla. Son libros honestos, saben el camino por el que van, y que en este encontrarán pocos viajeros. Pero lo prefieren así: ese viajero recordará el camino y el encuentro y el libro. No será algo repentino y fugitivo. Será arduo, complicado, y, probablemente, no acabe por remunerarse del todo. Pero será satisfactorio, sobre todo para quienes lo produjeron, dos amigos, cuando en sus manos tienen el resultado artístico de su amistad. Ellos ahora saben que tienen mi atención y mi aplauso.

El título me retrotraía hacia un dicho alemán, «Lehrjahre sind keine Herrenjahre», cuyo sentido general subraya las dificultades de la vida del aprendiz, del joven que empieza, la importancia de su esfuerzo y la modestia en su actitud. Se puede pensar, en efecto, en el estudiante o en aquel que empieza en un trabajo y puede verse abrumado por lo que encuentra, frente a sus compañeros más experimentados; pero la moraleja se puede (y creo que se debe) llevar a un plano más vital, a las edades del hombre, enfrentando a quien empieza a vivir, y aún no sabe, con quien ya ha vivido, y está de vuelta de todo. El joven aprendiz, en cualquier caso, no es el viejo maestro: debe recorrer el camino de uno a otro punto, construirse, formarse, como el protagonista de las bildungsroman. Aprendizaje y vida quedan íntimamente asociados.

A los implicados en este proyecto, por un lado la fotógrafa berlinesa Melanie Krone y por otro el poeta madrileño Jairo Compostela, les une, precisamente el camino de su formación profesional, sus años de aprendizaje. Lo afirma la breve nota introductoria: «Por casualidad, Melanie Krone, de Berlín, y Jairo Compostela, de Madrid, se conocieron en Renania en 2019. Ambos capitalinos, amantes del arte, realizaban entonces prácticas profesionales juntos (ella en un archivo y él en una biblioteca)». Pero, y por esto lo afirmé, el libro no se ciñe al aprendizaje meramente profesional que los convocó uno al lado del otro, sino a la visión artística de la vida que ambos ponen en juego en este mano a mano poético-fotográfico.

Melanie Krone y Jairo Compostela

El mano a mano tiene una versión exterior (extrartística) y otra interior (artística).

La exterior tiene que ver con los espacios y contextos de cada una de las artes implicadas: el lugar más natural para las artes plásticas es la sala de exposición; el lugar más natural para las artes literarias es el libro. Y así, la historia de Lehrjahre comienza con una exposición en Colonia de la obra de Melanie Krone, quien le propuso a Jairo Compostela escribir poemas para acompañar las fotografías. Posteriormente, lo que había nacido en la sala de exposición continuó sobre el papel: ambos añadieron nuevos materiales y nació el libro. Así, podemos decir que primero la imagen invitó a la palabra a su exposición; y que después la palabra correspondió la invitación de la imagen convocándola a la página. Tras ello, nuevamente imagen y palabra se dieron cita en nuevas exposiciones, la última del 6 de mayo al 7 de junio de este 2023 en Brotfabrik de Bonn Beuel amenizada con un recital de piano en directo interpretado por Leonard Hüster y una charla en torno de la poesía.

La cara interna del mano a mano es el diálogo mismo entre imagen (Melanie) y palabra (Jairo) cualquiera que sea el espacio de encuentro entre ambos. Porque serán distintas artes, pero ambas son arte: ambas, por separado, transitan una misma experiencia, y juntas, como es el caso, suponen un proceso creativo común (Ut pictura poesis). Entiendo, eso sí, (y si no que me corrijan) que la imagen tiene primacía, que la imagen es anterior al verso; dicho en otro giro, que la imagen inicia la comunicación y la palabra es la interpelada a reaccionar. Es lógico si en su gestación fue Melanie Krone quien invitó a Jairo Compostela a enhebrar versos ante sus fotografías. Incluso la exposición derivada se tituló Photoetry, con los lexemas compuestos en el orden mencionado.

Es importante esto a la hora de afrontar el libro: parecerá tontería, pero no es lo mismo leer y luego contemplar, que contemplar y luego leer. No se trata de que el poema ayude a entender la imagen, como la cartela bajo el cuadro en el museo, sino de que el poema es la reacción de Jairo provocada por la estampa que Melanie propone. El ejercicio de atender a la imagen en primer lugar y después contrastar nuestra perspectiva con la plasmación poética resulta más enriquecedor que actuar en dirección contraria; en esa otra dirección, asumiríamos ya la reacción poética ante la imagen, asumiríamos ya una interpretación, una sensación, una visión, una idea (las de Jairo Compostela) antes de haber contemplado si quiera la imagen. Sería más difícil tener la mirada limpia y virgen, perderíamos parte de la experiencia porque nos perderíamos a nosotros mismos por el camino.

Un primer núcleo temático de este diálogo tiene que ver con la homogeneidad geométrica, la falta de riesgo, de diferencia o variación. Así lo muestran imágenes en las que tenemos un campo desolado, poblado de árboles desnudos de hojas, iguales unos a otros y cubierto de nubes grises. Se trata de un paisaje que no sugiere movimiento ni vida, sino estatismo y muerte. El poeta lo asimila al efecto vital de la rutina y, de hecho, titula su texto «Routine» en el que lo cotidiano, la inercia, va colonizando la vida con el pasar del tiempo como un monstruo monótono, gris, como una fuerza limitante que poco a poco devora el impulso libre de la persona, que encarcela el ímpetu joven, y lo hace sin ser percibido: «¿Dónde están ahora tus sueños, / tus ideales ingenuos, / tu justa revolución?», impreca el poeta ante esa visión uniforme, falta de vida, muerta al fin. No es tanto el simple pasar del tiempo como qué hacemos mientras el tiempo pasa. Tiene el poema un tono elegíaco, cercano al ubi sunt? frente al tono apremiante y solemne del carpe diem: aquí ya ha pasado la oportunidad de aprovechar el momento, y solo queda el paraje yermo e infecundo de la imagen.

En esta línea, otras fotografías reflejan, por ejemplo, arquitecturas geométricas homogéneas de ángulos rectos y aristas, cubos y ventanas rectangulares indiferenciadas, serializadas; quizás se trate de una facultad o una residencia universitaria, si nos dejamos llevar por los versos de Jairo. La imagen sugiere al poeta las celdas de un «Panal» (Honigwaben) de laboriosas y diligentes abejas estudiantiles —con lo que tenemos eco de esos Lehrjahre— que trasladan el polen del conocimiento en un difícil equilibrio de convivencia y diversión. «Las abejas están ocupadas volando desde el piso compartido hasta el campus / (…) / Regresan por la tarde con nuevos conocimientos en las antenas». Pero, al mismo tiempo, describe el poeta cómo tienen que redactar los trabajos para una fecha, presentar una exposición, aprobar un examen a la vez que limpian, cocinan, sacan la basura, beben y se relacionan. Son las distintas facetas de la vida universitaria que los estudiantes tratan de conjugar, y no parece que con resultados académicos excelentes, pues se nos habla de «examen suspenso» o de que alguno fue reconvenido porque «Wikipedia no es una fuente citable». Un verso genera una cuenta atrás del paso del tiempo académico y el encuentro amoroso: «Cuarto semestre. Tercer intento. Segundo affaire. Primera relación».

De factura geométrica similar es el muro de salientes triangulares en un juego de luces y sombras, que al poeta le sugiere la «Horizontalidad» (Waagerecht) dado que ningún saliente sobresale más que otro en un muro que se extiende horizontalmente y se prolonga más allá de la toma. En pareados, la idea sugerida se evidencia: «A las masas / hay que adaptarse» evocando nuevamente la homogeneidad de las cosas. Los versos encierran el uso de un mismo verbo prefijado de manera diferente (anpassen < adaptarse; aufpassen < prestar atención; verpassen < perderse) para terminar el poema sin prefijo ninguno (passen < encajar, adecuarse): «Me temo que debo encajar».

Una cuarta imagen que al respecto quiero destacar de Melanie Krone expone la parte superior de un tobogán apoyado en un muro, tras el que se oculta su recorrido. No obstante, el otro lado del muro es un campo agreste. Junto al tobogán, una cerveza. Las evocaciones a la infancia y su aprendizaje, las tentaciones, la naturaleza, el juego y el riesgo saltan a la vista. Quizá por ello el poeta ensaya una exhortación, «Dejadnos» (Lass uns), contra todo el universo contrario a esa evocación: exige permitir que uno experimente e incluso se haga daño y reclama «dejadnos que juguemos / sin límites». Es, a mí parecer, un canto a la libertad frente a la sociedad ordenada, homogénea, limitante, cárcel de seguridad, que coarta al espíritu que se sale de la norma y que arriesga lanzándose a la naturaleza. En definitiva, hacer algo distinto al crecer frente a lo de siempre, lo rutinario.

La última imagen en que reparo sobre esto pertenece a las páginas finales del libro. Una gran bola de discoteca pende sorprendentemente de la fachada de un viejo edificio. El contraste entre la bola que, aunque antigua, sugiere también la fiesta, y la fachada ajada del edificio, alude el paso del tiempo. Así parece también querer reflejarlo el poeta al imaginar la escena de una quedada en la que alguien llega tarde, y mientras quien espera y está comprando (¿bebida quizás?) mantiene un diálogo habitual (rutinaria, podría decir) con el vendedor («¿Desea bolsa por diez céntimos?»; «¿En efectivo o con tarjeta?») a la vez que dialoga consigo en su fuero interno. Intuimos que esta voz no es la voz de un joven sino de alguien que parece no asumir la edad: a la vez que sufre de lumbalgia y exige puntualidad proclama YOLO (silgas de You only live once) en la jerga juvenil alemana, aunque se consuela con que al día siguiente no tiene obligaciones. Curioso que es uno en las cosas de la lengua, me entero de que YOLO fue elegida la palabra de jerga juvenil de 2012 por Langenscheidt-Verlag, guardando una total relación con los tópicos literarios del carpe diem y el memento mori. Romper con el cliché, con las convenciones, negarse a asumir que el tiempo pasa, rebelarse (quizá inútilmente) y ansiar el disfrute del momento, es de nuevo romper con la homogeneidad y el comportamiento esperado.

Otros diálogos entre imagen y palabra no resultan tan coincidentes. Por ejemplo, la imagen paisajista de barcas amarradas en un lago, cuyas aguas y márgenes se extienden hacia el fondo (punto de fuga), enmarcada por las ramas y la hierba en el primer plano, puede traer un sinnúmero de sugerencias poéticas a la mente, e incluso referencias literarias románticas, modernistas etc. En los versos de Jairo Compostela damos con una imagen literariamente clásica a través de la asociación barca-lago: el barquero Caronte que cruza en el Hades las almas de una margen a otra del Aqueronte previo pago de un óbolo (y así titula a propósito el poema). Con sentido del humor, el poeta asimila ese pago del óbolo por los muertos con la moneda de euro que hoy sirve para los casilleros donde guardar los objetos personales mientras uno accede a la piscina cubierta.

Sucede lo mismo con la imagen de Melanie Krone en la que una enorme torre se levanta hacia los cielos cubiertos, saliendo del plano, y corta perpendicular a una azotea donde ocho aves (palomas) están posadas. Acostumbrado yo a ver en las imágenes primeramente la composición, en este caso me llamaba la atención el sencillo equilibrio de las estructuras dando lugar a una imagen muy estable en cruz; en segundo lugar, el tamaño de las construcciones frente al motivo de las palomas, mucho más pequeñas y casi sombras de sí mismas. Que la torre se alce a los cielos, en un contrapicado, y salga de plano, me resulta muy sugerente. Probablemente la asociación ascendente de cielos, cruz y paloma habría sido mi opción, pecando de simplón. Jairo, en cambio, teje su texto desde una interpretación descendente: las palomas son espectadoras desde la altura de la vida humana que se desarrolla bajo ellas, y juzgan a los hombres en una inversión fabulesca con el estribillo «Extraños animales, dicen las palomas». La personificación del ave permite al poeta posicionarnos en su perspectiva, alejarnos del ser humano, y reflexionar sobre el objeto de juicio: «Dan pena, ¿verdad? / Cada año más ruidosos, más acelerados, / más soeces, más idiotas (…) Son más tontos que el pan / que nos tiran». No perdamos de vista que las palomas, al menos las urbanas, no son vistas como animales inteligentes, muchas caminan con alguna de sus patas mutilada, ni mucho menos se las ve como animales limpios (ratas con alas o ratas voladoras se las llama habitualmente). Esto se da la vuelta en los versos de Jairo, pues los que cojean, apestan y son estúpidos son los seres humanos.

El tono fabulesco está presente en otro poema, el único en español de todo el libro, y que acompaña a la silueta de una ardilla en un tejado (Eichhörnchen) captada por el objetivo de Melanie Krone. Se trata de un poema en que aparece el Jairo poeta español que he retratado en otras ocasiones, gustoso de explorar como aquellos finiseculares modernistas otros metros en las estructuras clásicas. Y aquí reaparece, sí, con eneasílabos en redondillas (o cuartetos, como se prefiera) con su rima consonante abrazada muy marcada. La fábula moral, como género didáctico, fue también de preferencia modernista. En este caso es la historia de una ardilla que se encuentra con una castaña enorme y decide llevársela y, para ponerla a buen recaudo, la entierra; su problema es que luego no recuerda dónde la enterró «pues su cerebro es pequeñito». No obstante, aunque ella se quedara sin la castaña, su olvido propició el nacimiento de un nuevo castaño. Su moraleja: «equivocarse no hace daño / a veces hasta es de provecho», pues, obviamente, ahora habrá más castañas para todos.

Aprovecho aquí para subrayar la fuerte presencia que en estos poemas Jairo le otorga al mundo animal (palomas, ardillas, abejas, avispas). Uno más quedaría por mencionar: el caballo. Lo vemos aparecer junto a la fotografía de Melanie Krone que representa a un caballo y su jockey en una carrera en el hipódromo. La imagen capta la velocidad del movimiento en primer plano, apareciendo por nuestra derecha, frente a la inmovilidad del fondo. El poema a su lado nos va a dividir en dos planos: por un lado, la palabra de título (Steckenpferd) nos traslada al caballito de juguete, y por tanto a la infancia, de algún modo a esos años de aprendizaje; por otro, la descripción de fuerza y poderío del animal nos lleva al caballo real de la imagen. Por tanto, hemos de situarnos en la imaginación infantil que recrea en su fantasía un caballo de verdad con el que ganar una carrera. En ambos casos, tanto en la fantasía como en la realidad se da que: «lo capital es ser primero, sin importar qué o dónde», tal y como cierra el último verso.

La nota modernista de nuestro poeta salta a la vista desde el momento en que topamos con algunos de los símbolos predilectos del movimiento, como al caso son las estaciones del año. Dos poemas ligados entre sí, «Winter» (invierno) y «Sommer» (verano), hasta el punto de que podrían constituir un mismo poema en dos partes, tratan esta simbología. Se asocian a las fotografías paisajistas de Krone, un bosque nevado inmerso en la niebla y el frío, por un lado, y lago azul entre montañas brillando sus aguas a los cálidos rayos del sol que atraviesan claros entre las nubes, por otro. En esencia, ambas estaciones son descritas del mismo modo: tanto el verano como el invierno tienen «la capacidad de borrar nuestros recuerdos» y ambos nos demuestran que «después de todo, la vida es bella». Así abre y así cierra los dos poemas. La diferencia está en los versos centrales, en la transición de uno a otro. El invierno es «el tiempo que pesa en el estómago», cuando «la desgana golpea a menudo», que dará paso al verano con «su ligereza de equipaje», metáfora de la despreocupación estival, del descanso de obligaciones y agobios vitales, siendo el verano la época en que los equipajes físicos se llenan. El verano es la época en que «la banalidad se incrementa» y en la que emergen las avispas que el invierno oculta y al que de nuevo seguirá el invierno, cuyo equipaje brinda seguridad y protección (Geborgenheit). La diferencia es, por tanto, la actitud vital nuestra, no las estaciones mismas que actúan como símbolos en estos versos.

Resalta en el libro el tema de los movimientos migratorios. Aquí debo recordar que el último poemario de Jairo Compostela, que tuve el placer de prologar y presentar en su tierra natal, tiene por eje temático precisamente la emigración. Sonetos de un emigrante (2018) lleva por título y constituye un ejercicio sobre su propia experiencia migratoria de España a Alemania. En Lehrjahre reaparece el tema en varios de los poemas a partir de las fotografías de Krone, quizás aún con el poso de la experiencia personal de Jairo, pero diría que más objetivado a la emigración misma. Ante un paisaje desértico, desolado, aparentemente sin ningún tipo de vida animal, vegetal ni humana, un paraje yermo, Jairo Compostela evoca la desposesión reiterada en distintos versos («no llevo nada conmigo»; «lo perdí todo»; «Nada tengo que perder»). Lo perdido hasta quedar en nada es enumerado y desglosado: tanto rasgos internos del ser humano (vergüenza, culpa, fuerza, remordimiento, dignidad, paciencia, sentido y cordura) como necesidades físicas vitales («la sed y el hambre me llamaron / y tuve que seguirlos»). El dibujo de los versos es el de un ser humano hambriento y sediento que ha perdido todos los atributos hasta quedar anulado, varado en la nada, hasta que su propia vida carezca absolutamente de valor. Su dos versos finales parecen sugerir al inmigrante desposeído que lo perdió todo y que arriesga la vida, precisamente, porque no tiene nada que perder. Lo que resalta tanto en la imagen inhóspita de Melanie Krone como en los versos de Jairo Compostela es la ausencia de humanidad.

El poema del que acabo de hablar se rotula «Boza, boza!». En un inicio ignoraba el sentido de tal expresión, y despertó, como es habitual, mi instinto navegador por Internet hasta hallar respuesta. Descubrí que mi interpretación del poema no estaba tan desencaminada cuando supe que boza, boza! es un grito ligado a la inmigración-emigración, una expresión de júbilo que los inmigrantes provenientes del continente africano suelen lanzar al aire cuando logran pasar la frontera con Europa. Me queda la duda de si el paisaje que retrata Melanie Krone es norteafricano y tenía la misma intención o si la relación que establece Jairo es más subjetiva.

El mismo tema surge a partir de la fotografía de la ajada fachada de una casa. El poeta observa que, lo mismo que uno en su propia casa no ha de explicar de dónde viene, cuál es su origen, metafóricamente ha de ser igual para el inmigrante que llega a otro país que será su casa. «Vengo de una casa / donde nunca tuve que explicar / de dónde vengo, como tú. / Pero tuve que marcharme».

Similar es el poema que teje Jairo Compostela a partir de la sugestiva fotografía de Melanie Krone que pone ante nosotros una especie de cementerio de buzones abandonados. En este caso no está estrictamente focalizado en la inmigración pero sí gira en torno a la idea de la mudanza y dejar atrás el lugar en el que uno ha vivido. Los buzones, con su pegatina indicando el nombre de los moradores, son una señal metafórica de una vida que se desarrolla en esa dirección específica. Por ello el poema empieza diciendo «con cada mudanza, muere una dirección / que estaba ligada a nuestro ser», y ligada, de hecho, a nuestro nombre, lo que denota una gran poso existencialista (y aquí, a raíz del uso de la palabra Dasein, podría ya desarrollar todo un discurso en torno al habitar y al ser en Heidegger, pero me abstendré). En una sola pegatina y la reciprocidad entre nombre de morador y nombre de la calle, sucedía la unicidad de la vida irrepetible e intransferible. Es todo uno el habitante y el espacio que habita, ligados sustantivamente. Pero al abandonar el lugar, las direcciones de nuestro vivir en un momento dado, «las abandonamos, sin piedad, / en el olvido de las cosas / que no merece la pena mencionar». Sigue en estos versos el tema del migrante en tanto que aparece la palabra Stempel (sello) que puede evocar tanto el sello postal como también el sello de entrada y salida del pasaporte. No deja de ser curioso que en el anterior poema mencionado, la pregunta por el origen «¿de dónde vienes? / es una pregunta que me cansa», y en cambio en este otro cambia la perspectiva cuando se legitima la pregunta por el destino: «Me pregunto adónde van / y no tengo la menor idea».

Ese destino puede ser, por ejemplo, Berlín. Encuadra Melanie Krone la gran bola del fuste del Fernsehturm berlinés con la ventana apuntada de un muro enladrillado. Ver uno de los iconos de la capital alemana, obviamente, convoca una visión de conjunto de la ciudad y la impresión que produjo en el poeta. París, Roma y Londres, pomposidad, ruinas y brillantez, son comparadas con el Berlín del caos, el sinsentido, el rechazo a la tradición… el Berlín paradójico de «una fealdad atractiva» (eine attraktive Hässlichkeit) al que «de alguna manera no quiero volver / pero adonde me gustaría regresar». El poema trata a un mismo tiempo el locus amoenus y el locus horridus como tópicos coincidentes: el lugar horrible como único lugar agradable que impulsa tanto a no querer volver como a desear regresar a él. En este sentido, Berlín es contemplada como la ciudad capitalina que provoca la ambivalencia de sentimientos de rechazo y fascinación a partes iguales. Así se da razón del título Schön hier (lugar agradable).

Vemos en una siguiente fotografía, con carga dramática por el contraste, la escultura de bronce de un corazón erigida en el Hospital Universitario de Colonia, ejecutada por el expaciente del centro, Peter Stanek, en 2010. Y el corazón, no ya como órgano sino como símbolo, es recreado por Jairo Compostela en un breve poema epigramático en dos partes: en la primera se nos presenta a alguien que en vida fue odiado, considerado un sinvergüenza (die Sau) por hablar demasiado, ser un bocazas (literalmente großes Maul, por tener una gran boca); en la segunda, tras su muerte, todos los que antes lo insultaron y odiaron, «no sin razón», reconocieron de improviso que tenía un gran corazón (großes Herz). Se trata de la sátira a un comportamiento muy habitual en el ser humano: alabar al muerto que en vida se despreció —con o sin razón—, siguiendo el tópico de mortuis nihil nisi bonum (de los muertos nada más que lo bueno) —algo que, por cierto, hoy se respeta poco e, incluso, se invierte, atacando al muerto más cuando muere de lo que se le atacó en vida—. Irónicamente leemos titular el poema como «Reset» (reinicio), no tanto del muerto antes odiado y después venerado, sino de los mismos que odiándolo, después hipócritamente lo ensalzaron.

El ser humano también se ha pasado la vida construyendo grandes castillos, fortalezas, altos muros, que protegen de alguna manera del enemigo, y que el poeta recrea partiendo de la imagen en contrapicado y ángulo aberrante de un inmenso torreón. El torreón, obviamente, sugiere el castillo; es el ángulo de la toma, que sugiere la inestabilidad, la que nos hace pensar en un castillo que puede caer fácilmente. Si a ello añadimos que el plano contrapicado coloca al torreón visto hacia el cielo y se nos sustrae su cimiento, tenemos enseguida la perspectiva que adopta el poeta sobre la colosal fortaleza como el «castillo de arena» (Sandburgen) que puede «caer con solo pisarlo», por grande que sea. Los últimos versos codifican el tema pacifista del poema: «Más frágil que la paz / es aquello que parece enorme»; o dicho en otro giro, la paz es la auténtica fortaleza, el castillo que no es de arena porque denota lo innecesario del muro, del castillo, de la fortaleza mismos.

También en torno a la naturaleza humana y la paz pivota el último poema del libro a partir de la evocación fotográfica de un conjunto de conchas de moluscos. Un canto pacifista frente a los parapetos que, como los exoesqueletos de estos invertebrados, sirven de caparazón y protección contra la realidad que no se quiere ver. El poema circular inicia como termina, con su tesis: «el hombre es hombre / la guerra es guerra / el asesinato es asesinato», tres enunciados paralelísticos y tautológicos, en cuyo pleonasmo se refuerza el sentido. Los versos centrales desarrollan en clausulas bimembres disyuntivas basadas en la oposición antónima que representan esos caparazones (norte-sur; género-religión; blanco-negro; lejos-cerca; pequeño-grande) con los que se justifican guerra y asesinato de hombres a manos de hombres. Por otro lado, la pila de conchas también metaforiza una fosa común, como los huesos humanos atestiguan ante guerras y genocidios.

Al escribir los poemas de Lehrjahre, Jairo Compostela no está lejos de aquel inicial El nenúfar de las ninfas (2013) en tanto que el tiempo de aprender es un tiempo de cambio y transformación, de metamorfosis, concepto clave hasta ahora sus versos. La misma metamorfosis que encontrábamos en aquellos Sonetos de un emigrante (2018), subtitulado Papeles de Colonia, esto es, la transformación interna del que emigra-inmigra, del que viaja y abandona un lugar por otro en el que se asienta, y que implica un proceso interno de adaptación e integración a los cambios, la crisis de identidad en el nuevo espacio habitado, el choque de tradiciones, cultura, idioma y costumbres. Y esto que ya aflora en aquel libro, es algo que en este nuevo poemario fotográfico vuelve a ser apuntado desde otras perspectivas. He echado en falta información sobre las fotografías de Melanie Krone, contexto de su realización, quizás ofrecida en las exposiciones, pues solo contamos con la imagen sin más. No obstante, pienso que puede haber sido a propósito ofrecer exclusivamente la estampa para incentivar la sugestión en el público y el contraste con el poema que la acompaña, tal y como empecé comentando.

Dank je wel Melanie und Jairo. Tot de volgende keer!

Héctor Martínez

Bildungfenster

Episodio 28: Un viaje lírico desde Madrid a Bonn Beuel

Entrevista sobre el libro «Tiempo de aprendizaje» de Jairo Compostela y Melanie Krone Después de que Jairo ya haya publicado dos volúmenes de poesía en su lengua materna, el español, ahora escribe textos para las imágenes de la fotógrafa Melanie Krone. ¿Cómo encontró el propio Jairo la poesía? ¿Por qué decidió irse de Madrid a Bonn? ¿Y por qué se siente tan cómodo en Bonn Beuel?

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«LAMENTO CONTRADECIRTE…», EL CASO DE EDEL JUÁREZ

Hoy descubro una nueva falsa atribución de boca del propio afectado. Se trata de Edel Juárez, escritor y músico mexicano que se encontró, para perplejidad suya, con sus palabras adjudicadas, ¡cómo no!, a Benedetti. La cita celebre que uno puede encontrarse atribuida a Benedetti es la siguiente: «Lamento contradecirte, pero no te busqué porque faltara algo en mis días, al contrario, tenía tanto que pensé en compartirlo contigo». La cita pertenece, en realidad al mexicano y a su libro Todo lo que alguna vez (2012). Y Edel Juárez lleva un tiempo tratando de corregir la falsa atribución por las redes sociales, echando mano de seguidores para que compartan imágenes de él con esas palabras y su nombre. Por ello que, a día de hoy, puedan encontrarse a partes iguales la atribución al uruguayo y la firma real del mexicano. Esto, que al menos debería generar la duda en los más descarriados, sin embargo ha provocado que ahora se le aplica a Edel Juárez también la etiqueta de atribuido a… y ante la duda (y sin la pretensión de indagar un poquillo para resolverla), más de uno probablemente prefiera seguir mentando a Mario Benedetti, por prestigio intelectual o vaya usted a saber. Otros, con buen criterio, prefirieron confirmar y preguntaron. Son los menos.

Al respecto de esta falsa atribución, topé por las redes con dos perfiles que citaban la frase de Edel Juárez, pero ni daban su nombre ni se lo atribuían a Benedetti. Ignoro si simplemente recopilaban frases y es malentendido, si ponían su propio nombre dejando que la confusión surgiera, o si, por el contrario, buscaban apropiarse de las palabras. Así puede verse aún en este blog, el cual, al ser de una escritora (y lorquiana, según añade), provoca la creencia de que el posteo es suyo. Insisto en que ignoro si esa es la intención real o es fruto de un malentendido: la frase aparece como publicación y su firma del post está por ser ella la responsable del blog que lo publica, lo cual no significa que se lo atribuya. Perfectamente puede suceder que ignorase el nombre del autor real y solo publicara la frase, sin atribuir. Del mismo modo me ocurrió con un perfil de FB e Instagram, entre cuyas publicaciones no encuentro la frase a día de hoy, pero sí la hallé en este pindel Pinterest de una usuaria que compartió la tarjeta en cuestión. Nuevamente, ignoro el contexto en que esto se produjo ni el origen de la publicación. De hecho, es cierto que he hallado la frase citada y sin atribuir, como anónima, en otros lugares. Algo bastante común.

Me resultó curiosa la falsa atribución de marras por el hecho de que, precisamente, Mario Benedetti es el autor que inspiró a Edel Juárez en su adolescencia, en concreto suele citar el poema «Te quiero» de Poemas de otros. Benedetti es la razón de que Edel Juárez tomara el camino de las letras. Y su admiración por el uruguayo se observa en que los poemas de este también se incluyen en el repertorio de recitados y canciones en que ha tomado parte Juárez, como los versos de «Hombre preso que mira a su hijo». Claro, tiene que resultar raro ver cómo ahora tus propios textos son, tan halagadora como erróneamente, arrogados a uno de tus tutores poéticos. Porque para Edel Juárez es todo un halago que sus palabras sean puestas en la voz de Benedetti, aunque un desprecio al verse eliminado como autor.

Edel Juárez (Ciudad de México, 1975)

Ahora bien, la cosa sigue. Ya sabemos que no hay dos sin tres, y es que existen otras falsas atribuciones en las que Edel Juárez es, nuevamente, víctima. Sí, llueve sobre mojado. En un segundo y tercer caso, la falsa atribución recae en… ¡cómo no!… Julio Cortázar. Los textos, los siguientes: «yo ya era así antes de que tú llegarás, caminaba por las mismas calles y comía las mismas cosas. incluso antes de que llegaras yo ya vivía enamorado de ti y a veces, no pocas, te extrañaba como si supiera que me hacías falta»; «Existe una cita, aún sin hora ni fecha, para encontrarnos; yo ahí estaré puntual, no sé si tú». Pertenecen a la misma obra mencionada de Juárez. Y frente al anterior caso, estas falsas atribuciones están bastante más extendidas en todo tipo de páginas de citas celebres, y no es tan fácil corroborarlas, salvo por los posteos del propio autor y los comentarios de sus lectores y seguidores en redes con el titánico esfuerzo de pelear contra la inercia del cortapega y la progresión geométrica con que se reproduce en Internet. ¿Saben qué? Pues sí, que Cortázar es, según se referencia en alguna web, el dios de Edel Juárez. Es decir, esta falsa atribución vuelve, como con Benedetti, a tener ese dulce amargor: dulce, por lo halagador que resulta; amargo, porque le roban su autoría. Estas atribuciones las van a encontrar ustedes incluso en libros como 1, 2, 3 por el amor: las cinco reglas (Penguin, 2020) de P. M. Rojas Escamilla; o que así lo referencien gurús psicoanalistas; o aparezca citado con aires pretenciosos como el de la actriz Ana Milán en Los 40; o, por parte de El Universal, en un pretendido homenaje a Cortázar en su efemérides hace cuatro años, y por partida doble, en su revista Clase; o el Diario As, en su versión mexicana, pretendiendo lo mismo; o el diario argentino La Capital de la ciudad de Rosario, el más antiguo del país aún en circulación; o la editorial Porrúa, que se corrigió y borró el tuit, pero no dieron disculpas de ningún tipo; o en libros, que aunque empleen otra tipografía, no mencionan al autor y lo insertan en texto propio, como este de Alex Toledo, titulado Se curan rotos, descosidos y deshilachados (2018). Esto ejemplos ya no son el blog de un cualquiera, como lo pueda ser este mismo espacio, en Blogspot, en WordPress, Instagram, Tik Tok o en Tumblr.

Es posible empezar a ver un patrón en esto. Por un lado, que Benedetti y Cortázar son dos de los nombres a los que más se adjudican citas falsas —me extraña no ver que alguno de los textos de Edel Juárez aparezcan atribuidos a Borges… o ¡qué se yo!… a Whitman o Einstein—. En segundo lugar, que no es complicado hallar relacionados a Edel Juárez, a Benedetti y a Cortázar, ni es insospechado encontrar ecos de estos en aquel. Tercero, que probablemente no sea una especial animadversión hacia Edel Juárez, sino que la vía por la que el escritor ha difundido sus textos, a través de foros y redes sociales, propicia la falsa atribución. Es probable que todo ello, más la mala intención, el malentendido, o, seguramente, la sola necesidad de llamar la atención por parte de algunos, contribuya a cruzar cita y autores.

Pero traigo el caso de Edel Juárez a esta entrada porque hay un giro final de la historia que, he de decirlo así, te deja con el culo torcido. Y es que nuestro autor ha estado, por lo visto, en ambos lados de la baraja. Ha sido víctima de las falsas atribuciones, pero también le han sido falsamente atribuidos textos de otros. Al menos así se afirma en el artículo «El viaje del poema viral de Ben Clark. Difusión y apropiación poética en la red» de Daniel Escandell Montiel [ArtyHum. Revista digital de artes y humanidades. Monográfico 1º: «Desafíos epistemológicos, técnicos y educativos para las Humanidades Digitales». María Gimena del Rio Riande y Jesús F. Pascual Molina (eds.). Feb. 2019. ISSN: 2341-4898. pp. 30-47], investigación que también vio la luz unos meses después, en octubre, en el ensayo de Escandell Y eso es algo terrible. Crónica de un poema viral (Delirio, 2019).

El artículo estudia la viralización, apropiación y escritura no creativa de un poema de Ben Clark, difundido ya como anónimo, ya falsamente atribuido a poco de publicarse en 2011. Los versos de Clark: «Tú lees porque piensas que te escribo / Eso es algo entendible. // Yo escribo porque pienso que me lees. / Y eso es algo terrible». Y en este artículo leo que Edel Juárez figura en el lado contrario de la calle, esto es, en algún momento le atribuyeron los versos de Clark. Quizá, además, porque Juárez sí tiene en sus redes una publicación que tiene eco intertextual: «tú finge que no me lees, yo finjo que no te escribo (para lo poco que nos importa “la realidad”, fingir es un acto de cortesía)» [Twitter, 31 de octubre de 2017]. Irónico es que el título del poema de Clark, «El fin último de la (mala) literatura», que en las apropiaciones y versiones no se mencionaba, afirma Escandell, es un acierto profético a su viralización, apropiación, variación y falsa atribución.

Lo que es el colmo es que los versos de Ben Clark, en el maremágnum de nombres, también se atribuyeron a Benedetti, como si estuviéramos condenados en una especie de rueda espiral que va de unos a otros y luego se da la vuelta como un calcetín. Dice en la p. 40 el texto de Escandell: «En muchos casos el poema es atribuido a poetas (o músicos) relativamente jóvenes en lengua española (como Edel Juárez), pero llama la atención la atribución a poetas consagrados de fama mundial como Mario Benedetti». ¡Boom! No me lo esperaba, ni del mejor de los guionistas. Me faltó Cortázar.

En la causa del fenómeno incide la investigación de Escandell: «La generación masiva de metadatos en torno al texto del poema, y la ridícula presencia de información del autor real asociado a su propio poema, crean un denso miasma que los algoritmos del buscador no pueden descifrar (…) Con tantos mensajes reproduciendo el poema en Twitter, Instagram, blogs y demás espacios por personas diferentes, sin que se dé el nombre del autor, este es cada vez más anecdótico y se convierte en una variable descartable por irrelevante». Esto es, en la época de la difusión por redes sociales, el concepto de autoría apenas tiene valor. Y esto, que se afirma sobre el caso de Ben Clark, es lo que podemos también concluir en el caso de Edel Juárez y de tantos otros que ven sus textos reproducidos en posteos y muros y blogs, ya en texto, ya en imagen tipo meme o  tarjeta motivacional, sin mencionarlos, o peor, sustrayéndoles la autoría. Cabe destacar, eso sí, que en el caso de Ben Clark, el poema fue impreso y no difundido en redes por el autor, mientras que el canal más habitual de Edel Juárez sí fue la Red. En su lucha, Edel Juárez trata de igualar, al menos, las fuerzas, generando una fuerte asociación a su nombre de modo que no sea irrelevante para el motor de búsqueda y su nombre aparezca en los resultados que este arroja junto a las falsas atribuciones. El volumen de publicaciones a que se enfrenta, sin embargo, es muy elevado. Y la categoría de las falsas atribuciones, con ilustres como Cortázar o Benedetti, tampoco ayuda mucho, y eso que Juárez ha logrado fidelizar un público no pequeño y una presencia digital que lo hace reconocible.

Es un caso llamativo, que prueba que el universo de las falsas atribuciones toma, a menudo, caminos insospechados, y uno nunca puede estar seguro de ser siempre el autor al que le roban el texto, sino que también te pueden robar el nombre y estamparlo en el texto de otro. Habiendo visto en anteriores entradas que existe gente que se apropia de un texto falsamente atribuido, y con el caso de Edel Juárez aquí comentado… vaya usted a saber cuántas otras cabriolas puede uno cruzarse cuando rasca un poco en la cita que le espera a la vuelta de la esquina del siguiente tuit o de la siguiente publicación de Facebook.

Héctor Martínez

Lista de «17 poemas a solas» de Edel Juárez

«YO NO SOY PAVEL», DE ÁNGEL ORTEGA

Acudí el pasado junio a su presentación en Casa del Libro, aquí en Madrid. Por varias vicisitudes —como equivocarme bochornosamente de Casa del Libro— no pude llegar al comienzo, pero sí mediada la presentación. Ángel Ortega, su autor, ha acudido en otras ocasiones a eventos en los que yo tomé parte, que es precisamente la razón por la que lo conocí a través de amigos comunes y cervezas posteriores. Y era hora de devolverle la visita y así acercarme también a su escritura. De este modo llegó a mis manos su última novela, firmada por el propio autor: Yo no soy Pavel (Distrito 93, 2023), para sumarla a las lecturas estivales de este año.

Había leído algún relato que publicó por redes, sabía que en 2021 fue finalista del Domingo de Santos de Novela con El legado del cornezuelo, que el año pasado repitió, pero en cuento, con Un árbol con vistas, y más recientemente fue finalista del Pedro Carbonell Castillero de Novela Corta con La atalaya recortada contra el cielo. Con una pequeña indagación para perfilar al autor de cara a esta entrada, tenemos entre manos al escritor de novela, más aún de relato, con no pocos incluidos en diversas antologías y revistas literarias (aquí alguna muestra), e incluso con sus pinitos en el cómic y la ilustración. Ampliando horizontes, tiene un pie en la música y otro profesional en la arquitectura de software y Satellite EGSE (Electric Ground Support Equipment) —que he tenido que informarme para saber que se trata de las siglas con las que se designa al sistema formado por un conjunto de subsistemas y de herramientas que sirven para probar y validar las funciones eléctricas y la compatibilidad de los componentes eléctricos de un satélite o transbordador espacial antes de su lanzamiento… ahí es nada—.

Se define a sí mismo como autor de novela negra, realista y de terror, así como de historias cortas nihilistas e introspectivas. De entre estas etiquetas, para encajar Yo no soy Pavel me quedaría con la primera, novela negra, y con la cuarta, nihilista. De la primera etiqueta se pone en juego el crimen organizado, el narcotráfico, los sicarios, la violencia… o lo que llamaríamos la profesionalización del crimen tal y como las revistas pulp la difundieron a comienzos del siglo XX; también el progreso frenético de la trama, sin tregua entre sucesos, sostenido fundamentalmente en los diálogos rápidos y la narración cinematográfica de acciones que no concede pausas a esta particular road novel. El toque nihilista es, precisamente el que nos lleva a pensar en obras cinematográficas tarantinescas —no son pocos los guiños y menciones explícitas— y en algunas historias de los Cohen, o en aquella Airbag de Juanma Bajo Ulloa, en los delirios violentos de un Robert Rodríguez, insertándonos en un absurdo laberinto de acontecimientos en el que, aunque pueda resultar hilarante, está en juego la propia vida, y del que es urgente salir airoso. Un desmadre gamberro, como el cliché obliga a decir, que rompe con el sentido común y abre la mente del lector a aceptarlo todo con un «vale, de acuerdo, veamos dónde nos lleva esto»… o cierre y deje el libro, opción que también está en su mano. Una desviación del intelectualismo, que no del intelecto, accesible a todos los estamentos lectores. El objetivo es entretener, divertir, proporcionar ese subidón de adrenalina literaria al exponerse ante una atmósfera de exacerbada violencia física y verbal propios de la ficción de explotación.

Ángel Ortega, autor de Yo no soy Pavel (D93, 2023)

¿De qué trata la obra? Brevemente resumido, se narra la historia de un escritor en crisis creativa, Ángel Ortega, que decide resolverla con la idea de narrar las andanzas de un viejo amigo suyo, Pavel, quien trabaja para un mafioso narco. Un encargo de este último implica a nuestros dos protagonistas en una historia que se complica de formas insólitas y deriva en una sucesión de persecuciones, tiroteos, peleas, con un variado y extravagante elenco de personajes.

Dicho esto, no se debe caer en el error de creer que la novela no se toma en serio a sí misma. Muy al contrario, esta construida con plena conciencia y clara intencionalidad. La disparatada historia solo se puede sostener si hay un buen armazón detrás, como es el caso. Ninguna obra, cuente lo que cuente, puede ignorar la forma en que lo cuenta. No es algo que deba permitirse a sí misma. Diría que a este nivel actúa la mente arquitecta del autor cuando el desvarío se traslada también a la forma y no queda solo en la trama. Decide Ángel Ortega crear una autoficción al bautizar a su narrador-protagonista con su nombre y otorgarle el oficio de escritor y la responsabilidad de hilvanar cuanto leemos. Un narrador-protagonista-autor que comparte gustos y conocimientos de informática con el autor externo. Tenemos así un autor externo que escribe sobre otro autor homónimo que narra su propia historia como protagonista en un libro que firman ambos. Autor, narrador y protagonista se barajan para un truco de prestidigitación literaria. Vamos a cortar el mazo y dejarnos engañar por el mago.

Esta es una narración en primera persona que, además, se convierte en una narración apelativa al comienzo de numerosos capítulos, a partir de digresiones e incisos que abundan sobre la construcción narrativa (ya sea literaria, ya sea cinematográfica) que a continuación aplica a la obra misma que leemos, sea para confirmarlos, sea para contradecirlos: «¿Os acordáis cuando —en las películas— un personaje que tiene algún tipo de secreto no se lo cuenta a otro diciendo aquella frase  tan manida de “será mejor que no lo sepas”, o aquella otra “cuanto menos sepas, mejor para ti”? Pues odio eso porque es una puta mentira. No es mejor para el pobre diablo que eventualmente acabará siendo torturado para sonsacarle información. No, cabronazo, es mejor para ti porque sabes que por mucho que le muelan a puñetazos o le acalambren los pezones con una batería de coche, jamás va a contar algo que no sabe. En seguridad informática eso se resume como “el dato que nunca se filtrará es el dato que no tienes”» —obsérvese, y a propósito cito este fragmento, cómo el narrador-protagonista deja caer el universo de la programación y la seguridad informática. También en otro momento Pavel le pregunta al narrador-protagonista-autor: «¿Pero tú no eres informático?»—.

No obstante, para rizar más el rizo, esta voz narrativa es de las que se consideran poco fiables. Si ya de por sí una narración homodiegética es problemática, hace especial hincapié en ello Ángel Ortega añadiendo un nivel aledaño a la historia en que cabe encontrarnos con una reflexión sobre la narrativa misma. El que avisa no es traidor, se dice, y Ángel avisa… y traiciona, porque está en su naturaleza literaria —como le diría el escorpión a la rana—. Así: «Tendría que describir otro acontecimiento que no he vivido y que solo conozco por referencias no demasiado fiables. Así que, igual que he hecho anteriormente, me lo voy a inventar todo con la esperanza de acertar y aclarar un poco las cosas. Bueno, si he de ser sincero, también ha habido unas cuantas licencias artísticas en el resto del texto, pero supongo que de eso ya os habíais dado cuenta». Claro, un narrador en primera persona, participante en los hechos, es una perspectiva limitada que solo permite contar cuanto ocurra en presencia de este y que no acepta la omnisciencia. Y, sin embargo, consciente de ello, el narrador-protagonista confiesa que narrará hechos que no ha presenciado y en los que no ha tomado parte, que conoce por referencias poco confiables, que incluso se los inventará, además de reconocer que ha echado mano de licencias previamente sin aviso ninguno. Para nada podemos fiarnos del narrador, incluso, y paradójicamente, cuando pretende ser sincero con el lector. Es una versión de la paradoja de Epiménides (o del mentiroso), basada en autorreferir valores contradictorios.

Lo reitera más adelante, aglutinado tanto lo vivido en primera persona como el relato de acontecimientos no presenciados: «Todo este rollo que estoy contando lo viví en primera persona, por supuesto. Bueno, claro, como ya he dicho en algún momento, he tenido que quitar alguna cosa aburrida o darle un poco de chispa para hacerlo más creíble. Y sé que por estas razones lo que he escrito aquí se ha convertido en una inmensa trola (…) Todo es mentira. Pero claro, hay mentiras y mentiras. Una cosa es que maquille lo que Pavel y yo experimentamos y otra muy diferente es contar cosas que le contaron a la gente que no estaba delante de mí. Y eso es precisamente lo que voy a hacer ahora». No, cuando uno se cruza la misma confesión aquí y allá en la novela, uno sabe que esto es premeditado desde el comienzo, que juegan con uno al escondite inglés, al engaño… y como en la magia, al final el lector de la novela disfruta de ser engañado.

Tanto es así que Ángel Ortega se regodea en el juego, discute sobre qué incluir y qué no, a la vez que inserta la discusión en el texto acabado. Así, en un diálogo leemos la siguiente consideración de su espejo narrativo: «¿Tú crees que debería cambiar ciertas cosas en el libro? Es que todo está tan… no sé… tan lleno de lugares comunes»; o en otro lado: «¿Estas cosas son habituales en tu día a día? ¿Te parece normal? Tío, si pongo esto en el libro no va a haber Dios que se lo crea». El autor va un paso por delante (unas cuántas páginas por delante) de nosotros, los lectores. La primera intervención referida, que no recibe solución, siembra la sospecha nuevamente de si en realidad se cambió algo de lo narrado hasta ese momento, que de por sí ya tenemos por completo hecho ficticio. Pero, además, introduce un nuevo factor: la novela se escribe sobre la marcha al alzar un juicio de valor sobre los acontecimientos y valorar su modificación. No se puede juzgar y valorar el cambio de aquello que aún no se ha materializado; al mismo tiempo, sin embargo, esas frases están escritas en el libro que finalmente se publica y leemos.

Pero no solo hace esto con el pacto con el lector. A lo largo de las páginas observamos que el narrador-protagonista también miente al resto de personajes. Le promete al ínclito Pavel que ambos firmarán la novela y los dos aparecerán en la portada, cosa que sabemos falsa los lectores que sostenemos el libro en las manos. Es un nuevo salto entre el plano de realidad y el plano de ficción rompiendo sus límites —similar al juego de Michael Ende, si me lo permiten— que nos convierte, en cierto modo, en participantes de la novela, el criterio que puede o no verificar las afirmaciones que hallamos entre las páginas. La novela contiene, a la vez, su estado primero de apunte y borrador y su estado final como novela editada y publicada. Lo mismo hace con la llamada firma literaria, esto es, elementos que acostumbran a aparecer y hacen reconocible al autor como responsable de la obra que se lee, su marca o sello personal: «En todas mis novelas y relatos, el protagonista habla con una gata tricolor, pues es una de mis firmas literarias.  (…) siempre meto estas referencias en las cosas que escribo. De hecho, hay muchas más. Por ejemplo, sea como se la historia, siempre aparece la frase siguiente: “en aquellos tiempos de aflicción, el tiempo pasaba despacio” (…) Y también incluyo personajes y lugares cuyos nombres con anagramas del mío». Ciertamente, en Yo no soy Pavel no solo las menciona sino que cumple con ellas. En la propia escena en que las refiere, hay una gata tricolor a la que el narrador-protagonista-escritor llama, incluye en la novela misma la frase que refiere y lo hace ya en ese mismo instante, y existen anagramas de su nombre como el del personaje Greg Anatole —el cual, a su vez también quiere ser escritor y le propone a Ángel Ortega escribir a pachas un libro—.

Si rascamos más, damos con parodias de la novela negra y lo pulp. Así, el capítulo 9 enuncia y explica la muy conocida Ley de Chandler, una táctica contra el bloqueo narrativo propuesto por uno de los grandes padres de la novela negra, Raymond Chandler: haz que entre por la puerta un hombre con una pistola en la mano. Esto decía el estadounidense. Ángel Ortega, da una vuelta de tuerca a la ley: «El truco dice que, en ese caso, “haz que entre por la puerta un hombre con una pistola en la mano”. (…) Yo no estoy ahora mismo en esa situación (y aunque así fuera jamás lo reconocería), pero el caso es que eso fue precisamente lo que pasó». Perfectamente puede aparecer alguien con una pistola en la mano sin necesidad de estar en un bloqueo narrativo. Cabe decir que también Chandler en su momento parodió su propio recurso como en La dama del lago. Del mismo modo, los clichés sexuales y eróticos de la narrativa pulp original son parodiados en varias ocasiones. El personaje de Pavel, por ejemplo, insiste en incluir tías buenas, sin necesidad de que tengan que ver con la trama, y en hacer de él un imán y un auténtico donjuán. El narrador-protagonista-autor le responde en los siguientes términos: «Qué gilipollez. (…) No estoy dispuesto a hacer eso. Si quieres escribir esa basura, hazlo tú solo». De hecho, en bastantes escenas se subvierten los llamados roles de género clásicos de la literatura pulp de modo que los personajes femeninos abandonan los papeles de florero o de trofeo  y asumen en su personalidad actitudes, habilidades y capacidades asignadas tradicional, y también estereotípicamente, al varón; y es que ya existieron en la época las llamadas badass women, unos pocos casos de heroínas protagónicas como firma aquí Jess Nevins.

Yo no soy Pavel es una novela, sí, pero más aún es una novela sobre el género de la novela. Y tras las perlas que he ido señalando, mediante las cuales va subiendo escalones de una reflexión entre líneas sobre elementos de la narrativa, alcanza su punto culmen cuando enfrenta la naturaleza misma de la narración: «La narrativa está llena de trolas. Bueno, es cierto: la narrativa en sí es el arte de contar mentiras para entretener a la gente, pero la cantidad de cosas que se han convertido en verdades a base de repetirlas muchas veces en películas y libros es escandalosa», declara entre las páginas de la obra Ángel Ortega, a lo que cabe la apostilla previa: «si es que se puede llamar trola a lo que está tratado como ficción». Claro, ¿hasta qué punto podemos decir que la narrativa es contar mentiras cuando la narrativa es, por definición, pura ficción, y no le cabe hacer otra cosa? ¿Son mentiras respecto de qué? ¿Hay una narrativa de la que pueda decirse que cuente la realidad tal cual, sin licencias, correcciones, estilo, transformaciones, sin prejuicios subjetivos…? Se nos dirá, como es habitual, que la narración pretende cumplir con la verosimilitud, no con la realidad, es decir, que el relato aparente ser verdad y, por tanto, que no exista contradicción en su seno respecto de nuestro conocimiento de la realidad o respecto de la coherencia que la propia historia establezca. Y Ángel Ortega, que no da puntada sin hilo, teje una divertida discusión entre su narrador-protagonista-autor y su compinche de andanzas, Pavel, al respecto de la realidad, la ficción y la verosimilitud. Pavel insiste en que se incluyan en la novela tías buenas «que se lo monten con ellos», idea que es desechada en la réplica del otro por resultar algo inverosímil. Indignado, Pavel comienza a enumerar situaciones que, bien pensadas, son increíbles pero reales, o explicaciones que todo el mundo se cree a pies juntillas: el origen del perro fiel, domesticado, capaz de detectar bombas y drogas, a partir del lobo salvaje; el caballo que solo es alimentado con paja y es capaz de cabalgar hasta reventar sin chistar; y apunta otro ejemplo que no llega a desarrollar sobre el motor de explosión. Dicho de un modo más llano, debemos dejar al margen de lo verosímil lo que llamaríamos real o verdadero: algo inverosímil puede ser tan real como falso algo verosímil. La verosimilitud de la narración no se decide en términos de realidad. La escena rezuma comicidad aristotélica, toda vez que el estagirita asentaba en su Poética: «Se debe preferir lo imposible verosímil a lo posible increíble» (160a26).

La obra escrita por Ángel Ortega, decía antes, es una huida del intelectualismo, que no del intelecto. Como acabo de demostrar, espero, la novela está inteligentemente tejida: al mismo tiempo que uno tiene ante sí una distendida y alocada historia abierta a una mayoría de lectores, también tiene entre las manos la discusión y reflexión en torno a la narrativa a partir de un juego metaliterario muy bien llevado entre los elementos y las características propias del novelar. Y lo que es más: ambos polos están integrados de una forma completamente orgánica, marchando a la par y sin establecer fronteras entre la narración y su autorreflexión. Corren parejas sin que pueda tener sentido una sin la otra, aunque se pueda, como hago yo aquí, separar ambos focos para su análisis.

Por hablar, en Yo no soy Pavel, de algún tópico más, a parte de la mezcla de ficción-realidad, verosimilitud, la fiabilidad del narrador, la metaliteratura o la ruptura de la cuarta pared con que apela al lector, mencionaría el tema que parece regir todos los acontecimientos de la novela: la triada libertad-azar-destino. Se plantea de forma similar al tópico escolástico astra inclinant, sed non cogunt (los astros disponen, pero no obligan), que pretendía compaginar el destino predicho en los astros y el libre albedrío del ser humano al actuar. Prácticamente en los compases finales de la novela se enuncia este tema, como síntesis de lo ocurrido. Es en el capítulo 21, en la digresión apelativa con que comienza: «Que complicado es todo. Tomas una pequeña decisión y ¡zas! De pronto, toda una cascada de acontecimientos inesperados te arrastra. Yo siempre he dicho que, pese a lo que muchos creen o quieren creer, uno toma realmente diez o doce decisiones (como mucho) a lo largo de su vida. (…) El resto de las veces que uno se encuentra en una disyuntiva, pienso yo, la vida elige por ti. (…) la gran mayoría de las opciones se excluyen solas y solo te queda una. Nos gusta pensar que el resultado final es la consecuencia de un montón de sesudas cavilaciones en la que se evalúan pros y contras porque así es como nos gusta vernos, como esa gente que toma las riendas de su vida y que lo planifica todo. Pero eso son gilipolleces, pues las decisiones te toman a ti. (…) a veces, muy pocas veces, un paso aparentemente trivial, una decisión tomada casi al azar, un poco como una boutade —como un chiste que te cuentas a ti mismo— acaba siendo decisiva para las cosas que te ocurren a continuación».

Así pues, una novela que de partida venía bajo el disfraz del gamberrismo y el disparate, el chiste contado a uno mismo y que se comparte con los lectores, termina encubriendo la lectura de una poética personal, una filosofía de la expresión y una reflexión sobre la naturaleza de la ficción. Diría que es un excelente Caballo de Troya metanarrativo, que Ángel Ortega nos la cuela muy bien a los lectores, con la sutil elegancia del ilusionista que sabe hacer ese inadvertido pase de manos; logra susurrarnos al oído unos cuantos secretos narrativos con el frenesí de gritos, carreras, persecuciones, conspiraciones, tiroteos, violencia, secuestros, drogas, narcotraficantes etc. que se suceden en el agitado oleaje de Yo no soy Pavel.

Héctor Martínez