«EL JUEGO DE LOS NIÑOS», JUAN JOSÉ PLANS

Portada_juego_de_niñosTras Paraíso final, Juanjo Plans publicó una novela cuya adaptación cinematográfica fue memorable. Me refiero a El juego de los niños (1976), originalmente una historia radiofónica de media hora titulada La isla, después publicada como relato en los números 34 y 35 de la revista Cosmópolis bajo el título Pánico, y llevada al cine con sutiles, aunque fundamentales, diferencias por Chicho Ibáñez Serrador con el título ¿Quién puede matar a un niño?, estrenada el 21 de abril de 1976 en el Proyecciones de Madrid.

Según cuenta Plans, la colaboración con Chicho para el film surgió a raíz de adaptar varias Historias para no dormir al medio radofónico. Fue en ese momento que Chicho le dijo a él que estaba buscando un argumento para una nueva película y Plans le ofreció la historia que había publicado en Cosmópolis. A pesar de esto y de estar reconocido en los créditos de la película, muchos aún creen hoy que la historia es original de Chicho y les sorprende descubrir a Juan José Plans como la fuente literaria de Chicho.

Plans decidió hacer la versión novela y en el 76 la publicó tal como la conocemos mientras Chicho rodaba su versión cinematográfica. También se adaptó como radionovela en 1995 y 1999, volvió a reeditarse en 2002 y a rehacerse cinematográficamente con el título Juego de niños (Come out and play) en 2011.

Juanjo Plans explica en un epílogo que se trata de una historia

cuya escritura inicié a finales de los años sesenta del pasado siglo tras convertirse en una de mis más angustiosas pesadillas, producida por la fotografía de unos niños llorando inconsolables junto al cadáver de su madre, alcanzada por la metralla de otra estúpida guerra más, la de Vietnam.

Es decir, estamos ante una historia sesentera y antibélica que invierte los términos de la realidad para mostrarnos el sobrecogedor absurdo que la guerra supone y la contradicción con la naturaleza que revela:

Tal imagen, más sobrecogedora por la desesperación de los niños que por el charco de sangre en el que se hallaban, fue lo que hizo eclosionar en mí la idea que había ido gestando sobre la relación de nuestra especie, la humana, con la naturaleza: que ésta, víctima inocente de una de nuestras más devastadoras acciones, la destrucción del equilibrio ecológico, pretenda eliminarnos.

En El juego de los niños volvemos a una isla como espacio para plantear la crítica social que sigue el curso de la novela. No es, como en Paraíso final, un alegato distópico sobre el influjo de la tecnología, las tiranía y la pérdida del contacto con la naturaleza, pero sí repite la mirada hacia la decadencia y la autoaniquilación del hombre, esta vez a través de la violencia y su carácter absurdo.

En la novela, un matrimonio formado por Malco y Nona, decide pasar unos días juntos de vacaciones, sin sus dos hijos David y Esther, en la isla en la que creció el marido. Ella está embarazada de un tercer hijo, lo que parece incentiva el acudir a un lugar absolutamente tranquilo —si bien está de siete meses y no parece, muy prudente, todo hay que decirlo—. Él es autor de unos exitosos libros infantiles que tienen por protagonistas al osito Pilgrim y el ratón Keaton, siendo que Pilgrim actuará como espejo del interior de Malco. Tales aspectos —embarazo, padres y cuentos infantiles— aproximan y vinculan al matrimonio con el universo de los niños, lo que aumentará su incomprensión de lo que está por suceder y el dilema al que habrán de enfrentarse.

Se dirigen a un pueblo desde cuyo puerto alquilarán una lancha hacia la isla, llamada Th’a, cuya orografía semeja la figura de una mujer, la reina Th’a, quien según una leyenda fue víctima de un crimen por celos y arrojada al mar. La maldición de los dioses hizo surgir la isla a partir de la ira volcanica y el duro viento con la forma de la reina:

A la isla se la conocía por Th’a desde que, muchos siglos antes, su joven reina fuera asesinada por su esposo, angustiado a causa de unos infundados celos. La había matado al borde de un acantilado y después, ante la estupefacción y dolor de sus súbditos, la arrojó al mar. Al desaparecer Th’a bajo las aguas, entraron en erupción varios volcanes. Los nativos siempre lo consideraron como un castigo de los dioses por haber dado muerte el rey a una de sus hijas predilectas. Parte de la isla fue devorada por el mar y el viento se encargó de esculpir el cuerpo de Th’a en lo que quedó de ella.

La leyenda sobre el origen de la isla implica un espacio legendario y mitológico, con su componente trágico y cruel, envoltorio de la historia que Plans va a desarrollar.

Las circunstancias ya se tuercen desde el principio, cuando algún que otro cadáver aparece en la playa del pueblo, inicialmente explicable por una coincidencia de hechos que en realidad nada tienen que ver: aparentemente ha sido atropellado por un borracho. Solo tras leer la novela sabremos la verdadera razón de que tales cuerpos lleguen a la costa llevados por el mar desde Th’a. La muerte, de este modo, hace acto de presencia de manera inquietante.

También estas primeras páginas sirven al fin de establecer la situación de aislamiento en que se encontrarán los personajes. Las gentes del pueblo les van advirtiendo de que no hay nada en la isla y de que estarán prácticamente incomunicados.

Un personaje que aparece en esta primera parte introductoria y reaparecerá en la parte final y conclusiva, hace de conciencia de la novela: un doctor, etiólogo —quien estudia las causas de la cosas, y en este caso, de las enfermedades—, Nobel de medicina, que vaticina la extinción de una humanidad envilecida y arrogante a cargo de la severa naturaleza durante una entrevista: «El hombre, en el reino animal, no deja de ser una especie más. Y, como tal, si hablamos de nosotros como de un producto cualquiera de la naturaleza, podemos llegar a extinguirnos por muy diversas y dispares causas. Una de ellas: la autoaniquilación (…) La especie más cruel que jamás haya pisado este estúpido mundo». Continuamente llama a la policía temiendo que alguien aceche en las inmediaciones de su casa, quizá por manía persecutoria, que acabará siendo real.

La forma que adopta la narración en estos primeros compases es llamativa, al exponer puntos de vista distintos y simultáneos que narran las acciones de varios personajes los cuales convergen en un solo punto, el cadáver de la playa, como una especie de propedéutica de las condiciones de la historia. Es un modo muy cinematográfico, que impera a lo largo de toda la novela, privilegiando también el diálogo como motor de la historia. Se implanta el misterio que va a ser descubierto.

Mientras se dirigen en lancha, el matrimonio advierte un hecho raro: Malco describía la isla con una coloración rojiza y en cambio Nona señala que es más bien amarillento. Aunque lo achacan a una mala pasada de la memoria, Malco insiste para sus adentros que es un cambio extraño y no un error de sus recuerdos. El cambio de color se deberá a un fenómeno natural: una especie de polen que cubre la isla y cuyos efectos sobre los niños serán brutales.

Al mismo tiempo que del color de la isla, Malco se da cuenta de que no hay gaviotas en el puerto, otro hecho extraño que unido al cambio de coloración empieza a preocupar a Malco: Th’a evidentemente ya no es la isla que era en su infancia. En el trasfondo, lo que se nos revela es que la naturaleza no se muestra en su forma habitual, como antesala del argumento.

Una vez que llegan a Th’a, lo primero que advieten es que no hay gente, adultos, sino una gaviota muerta —Plans sigue usando la naturaleza como predictora— o tan solo algún niño pescando, cuya actitud arisca, sin saludar ni contestar a Malco, proporciona una nueva nota de extrañeza en el lector. Nadie en el puerto, nadie en las calle, nadie en las tiendas o el hotel. La preocupación de Malco va en aumento, no obstante, procura que Nona no lo perciba para no alterarla en su estado —también algo de orgullo hay en el personaje, artífice de que se encuentren allí y las cosas no sean tan idílicas como él las pintara a su esposa—.

La narración vuelve a sorprendernos ofreciendo al lector más datos de los que los personajes poseen. El narrador nos indica la presencia de cadáveres que quedan ignorados por Malco o Nona, lo cual proporciona una ventaja al lector y consecuentemente contribuye a aumentar la sensación de angustia y peligro en él ante unos protagonistas que en ese mismo instante desconocen la amenaza:

Si la lata hubiera quedado unos centímetros más lejos, detrás del mostrador y no a uno de sus lados, Malco habría visto el cuerpo de una mujer en medio de un charco de sangre seca y negruzca. La mujer, mutilada, estaba cubierta de moscas. Como dos cuerpos más que yacían en la trastienda.

De nuevo, este recurso a la anticipación nos recuerda a estrategias muy empleadas en el cine para provocar el miedo en la audiencia y dar credibilidad a las reacciones.

Una peculiaridad respecto al género que ya detectamos en esta parte de la novela y que ha sido resaltada hasta la saciedad, es que, siendo una novela de terror, transcurra a pleno sol y en un espacio completamente abierto —aunque limitado por ser una isla—, cuando la costumbre suele introducirnos en espacios cerrados, claustrofóbicos y condiciones nocturnas u oscuras, de escasa visibilidad, para generar inseguridad y con ella temor. En Plans son más bien el calor y la humedad los elementos de angustia, y si bien entran en el hotel, en una casa, en la iglesia o en una tienda, la mayor parte de los acontecimientos suceden en las calles.

6c77b95a1003ae2707502fc4b37c2a2b

Juan José Plans con una copia de la reedición de El juego de los niños en 2011

Precisamente, el primer impacto de violencia que se narra —y también primera vez que los protagonista son testigos de lo terrible frente al lector— ocurre a cielo abierto: Malco y Nona contemplan como un anciano, que parece estar jugando al escondite con su nieto, en realidad huía de él y es asesinado a bastonazos por el niño ante la atónita mirada de Malco y Nona, momento desde el cual se desata el horror ante ambos protagonistas. Asistirán a una violencia desmedida en los niños de la isla, una ola de crimen irracional, absurda e inconcebible, que ha dejado un reguero de cadáveres en Th’a, ante la que tienen una difícil barrera moral: al fin y al cabo, aunque violento y absurdo son niños jugando. Y como afirma Malco a través de su alter ego, el osito Pilgrim:

“¿De qué tienes miedo?” Y el osito Pilgrim respondió al ratoncito Keaton: “de lo absurdo”.

Lo absurdo es el principal motor de la novela: resulta imposible aceptar que lo más inocente, los niños, sean a la vez la mayor amenaza, el foco de la violencia sanguinaria. Una violencia que Plans nos ofrece como impulso físico, pero también como la más primitiva pulsión sexual. Los niños se sienten atraídos por el pecho de la mujer, como le sucede a Nona misma al sorprender a un niño que la observa incómodamente por una ventana:

Nona, algo desconcertada, observó atentamente al niño e intuyó que no era precisamente a su rostro a donde miraba el pequeño. Era a sus senos, que asomaban casi completamente por la blusa desabrochada.

O Malco, dentro de la iglesia ve cómo:

Cinco niños se inclinaban sobre el cuerpo de una muchacha tendida en el suelo. Tenía tan sólo puesto un transparente conjunto de ropa interior. Uno de los pequeños puso de lado a la muchacha, que Malco supuso inconsciente, y le desabrochó el sostén. Los niños, curiosos, miraron los pechos que quedaron al desnudo. Otro de los pequeños, con una nerviosa sonrisa, se dispuso a tocar uno de los sonrosados pezones.

La inicial búsqueda de explicación, sobre todo por parte de Malco, movido por la curiosidad ante una isla tan distinta a la de su infancia y la obligación de proteger a su mujer de cualquier alteración, se ve rápidamente sustituida por la necesidad de huir y sobrevivir, de proteger a Nona, evitando en lo posible herir o matar a los niños. Esto último se convierte en una lucha interna, el auténtico dilema a resolver como conflicto psicológico, que además marca la frontera entre la muerte y la vida. Incluso cuando Malco no ve otra salida que enfrentar a los niños, Nona, madre de dos hijos y embarazada del tercero, lo detiene. Ella posee un instinto de madre por el que es incapaz de dañar o permitir que su esposo dañe a un niño, incluso si su vida depende de ello. Este dilema es el que refleja la pregunta que por título lleva la versión de Chicho y que el lector se plantea a lo largo la lectura: ¿Quién puede matar a un niño? Y es, recordémoslo, el leit motiv de la novela. Desgarra, por ello, al lector el final de Nona, indefensa al ser asesinada desde el interior de su seno por la criatura de la que estaba embarazada, en una escena dura y perturbadora:

—No, Malco, no es eso… ¡No es eso! —gritó empavorecida.

—¿Qué…?

—¡Nuestro hijo!

—¡Note comprendo! —exclamó Malco, desesperado.

—Lo sé… —y Nona sufrió otro agudo dolor.

—¡Por Dios! —gritó Malco, que la había sujetado por las muñecas para que dejara de serpentear por el camastro.

—¡Me está matando!

—Eso… es… imposible —balbució Malco, aterrado.

—Él… ¡es como los otros niños! ¡Desgarra mis entrañas! ¡Me odia, Malco, nos odia!

Malco, estupefacto, no acababa de dar crédito a lo que ella decía. Pero el vientre de Nona era como un mar agitado.

—Me mata… Con sus piececitos, con sus manecitas… ¡No quiero morir así! ¡No quiero! Acaba con él… No aguanto más —y rugió, salió por su boca una pasta sanguinolenta.

Cabría preguntarse, no ya quién puede matar a un niño, sino a varios, a muchos, a todos, incluso al nonato y su madre. Un rasgo de la novela es que los niños actúan como manada, colectivamente. No bastaría matar a uno solo, aun cuando se encontrasen fuerzas, sino que habría de matarse al conjunto de los niños. Y son los niños, sin embargo, la expresión de las siguientes generaciones por las que la especie humana prosigue su presencia en el mundo. Pensado así, se entiende que la naturaleza haya ganado la partida desde el principio y que estemos ante una novela apocalíptica en la que la extinción de la raza humana es algo más que una conjetura, casi una necesidad.

El juego de los niños es una excelente y original muestra patria del género de terror trabajando de forma excepcionalmente honda hasta tocar la conciencia desde el costado poco protegido de nuestro ser, como es el del miedo. Y es una novela de las que les valdría aquello de ser de rabiosa actualidad, justamente por un contexto social muy distinto al de la España de los setenta, donde quizás ese polen amarillo ya ha empezado a causar estragos más allá de la mera ficción del terror. Me resultó una buena lectura para compartir en este final de octubre y comienzo de noviembre, ahora que nos hemos contagiado totalmente de la costumbre ultramarina de Halloween —quien sabe si por ser una fiesta más, o por ser una fecha más de incentivo del consumo—. Con el deseo de compartirla, agrego aquí enlace a alguna versión en audiolibro disponible: