«NECESITO UNA ISLA GRANDE», DE RAFAEL SOLER

Al ver la portada, uno pensaría en que invita a la lectura veraniega. Y sí, lo hace, entre ese mar azul, cielo abierto, y la invocación a una isla, blanco y en botella. Así pues, fue lectura en julio, en mi terraza de Madrid, con su mar de fondo. Ahora, una vez leída, se puede leer en verano, claro, pero también en invierno, no hay problema en ello. No es una novela de temporada, sino una novela sobre la vida. Rafael Soler sabe jugar con los ingredientes y ofrece una obra muy estival aunque leíble en cualquier época de nuestra vida. Aunque sea obvio, dejo caer que estoy, a mi vez, jugando también con las palabras.

Necesito una isla grande (Contrabando, 2019) es una novela de la que se ha destacado, primeramente, algo que no es pretensión suya, sino casualidad de las circunstancias. En efecto, es una novela que trata sobre los habitantes de una residencia de ancianos que deciden sublevarse y huir de la misma en pos de la vida. Publicar esto justo unos meses antes de declararse la pandemia de CoVID, que, como toda enfermedad, se ha cebado con los viejos y vulnerables, y, evidentemente, hizo presa en las residencias de toda España, sobrecoge por ese carácter visionario que a menudo como lectores nos gusta subrayar esotéricamente. Va de suyo que al trasluz que uno lee es el contexto de la lectura y no de la composición. No obstante, la novela que Rafael Soler escribe no necesita de una pandemia real para que tomemos conciencia de lo que pretende. No hay tanta taumaturgia en su elección narrativa, sino más bien ceguera en el lector, quien no veía en los viejos de la sociedad y sus circunstancias un asunto narrativo con peso. Y ahora que los medios fijaron su ojo sensacionalista en la tragedia, y que nuestros políticos han mordido el hueso para no soltarlo y lo han convertido en arma arrojadiza, pues de pronto se habla de los viejos en las residencias, su abandono, sus necesidades etc., por parte de tantos que, en realidad, nunca se preguntaron ni preocuparon ni por los recursos de estos centros sociosanitarios, ni sus condiciones, ni su personal ni, mucho menos, sus habitantes.

Quiero insistir en que a Rafael Soler no le hizo falta esta polarización ni la pandemia, ni nada del otro mundo, para convertir a los ancianos de una residencia en protagonistas de esta particular road novel —en breve veremos el porqué de esta etiqueta—. Es claro, de hecho, en la dignidad que confiere a los personajes, o mejor aún, en la dignidad que, más allá del trato que les dispense el narrador, los personajes reivindican por sí mismos; teniéndose solo unos a otros, y siendo tan distintos, cada cual con sus particularidades, forman un grupo consolidado en el que cada uno se reconoce en los demás y se celebran mutuamente: «porque no es lo mismo levantar un vasito de plástico en la merienda, solo contigo y arriba los vencejos de siempre, que alzar en compañía una copa de cristal y mantenerla arriba a la salud de todos, para con todos mojarte los labios, primero, y luego el corazón».

Los personajes, decimos, son habitantes de una residencia… ¿o es un asilo?… es interesante plantear esta discusión a partir de la novela misma. Dar asilo es prestar refugio al perseguido, ofrecer amparo al menesteroso, favor al necesitado. El asilo, en términos políticos, es el refugio que se ofrece al extranjero desterrado o huido, cuya vida peligra, por estar perseguido por motivos ideológicos en su país de origen. Si así lo pensamos, hablar de asilo de ancianos es hablar de otorgar refugio a alguien vulnerable cuya vida peligra, pero como si fuese alguien extranjero a la vida, huido de la misma, perseguido por un poder mayor que cualquier gobierno, y definitivo, como la muerte. El asilo, digámoslo así, es un estándar de cuidados muy limitados, un espacio genérico que no individualiza, en el que no existen tratamientos ni atención personal, mientras que nos venden las residencias geriátricas como una especie de apartahotel con todo tipo de comodidades a los usuarios. Así nos lo venden. No obstante, la cosa en la práctica no está tan clara como se nos explica en panfletos y demás, y así lo denuncia Rafael Soler: «Una vida de las que cuesta vivir en una Residencia, que es un eufemismo para no decir asilo, como si así fueran viejos de mejor ver, más llevaderos, porque no es lo mismo enviar a tu padre a una Residencia y que disfrute, que aparcarlo en un asilo y que reviente». Sí, residencia es el eufemismo de asilo: el que reside vive cómodamente en paz, el que recibe asilo es el que está asediado por la muerte. Igual que mayores es el eufemismo de viejos. Nuestro autor es muy consciente a lo largo de la novela de este doble nivel entre tabúes y eufemismos sociales con los que tendemos a engañarnos. Y es notoria su clara intención de no evitar tabúes, de usar la palabra sin edulcorante: verán la palabra viejos o ancianos —que también parece haberse vuelto tabú, quién sabe por qué— tanto en el narrador como en los personajes, y no el error de abuelo, que no por ser viejo uno ha de serlo, o las cursiladas de nuestros mayores o tercera edad y demás expresiones falsificadoras.

He dicho que la solicitud de asilo se debe, en gran medida, al peligro de muerte que alguien enfrenta. Y, pese a toda la atmósfera de humor y fina ironía que el autor gasta a lo largo de la novela, su progreso nunca pierde esta perspectiva: la muerte, en efecto está presente de principio a fin. Es el leitmotiv de la historia. Según se abre, nos recibe con la muerte de Pulga. Según transcurre, la muerte acecha a Tomás, que silenciosamente padece una enfermedad que se lo llevará por delante y quien, no obstante, «sintió una vez más el privilegio de estar vivo». En sus últimos compases, la muerte se cobra a otro personaje, quizás al que menos uno esperaría frente a las papeletas que tienen sus compinches de fuga, como toque de atención al lector de que la muerte, aunque seguros estemos de su acontecer, siempre puede sorprendernos.

Ahora bien, que la muerte aceche en cada párrafo a un grupo de ancianos no convierte la novela en un drama de pesimismo trascendental. Todo lo contrario. Como digo, es el leitmotiv para, visto que las puertas de la residencia/asilo no detienen a la muerte, salir de esa sala de espera. Inconsciente o no, la decisión del autor de llamar a la gobernanta directora de la residencia doña Asunción —recordemos, y duele no poder darlo por entendido hoy día, que la asunción representa en el catolicismo la muerte y subida en cuerpo y alma de María a los cielos— junto al hecho de que los ancianos se rebelen contra ella, exijan su dimisión y pongan tierra de por medio, es revelador de la temática. El más activo es Panocha, cuyo nombre real es Liberto, tal y como los libertos eran los esclavos manumitidos en la antigua Roma. Al mismo tiempo, la palabra asunción es el sustantivo del verbo asumir, esto es, hacerse cargo, responsabilizarse y aceptar algo, normalmente una obligación: ya las órdenes de la directora, ya la cita con la muerte. Estar entre doña Asunción y doña Muerte es estar entre la espada y la pared. No es que no quieran morir estos ancianos, deseo vano aunque humano, sino que no quieren morir todavía. Son trasunto del machadiano: «hoy es siempre todavía».

Rafael Soler (Valencia, 1947). Fuente: ediciones Contrabando

Dice Rafael Soler que lo que mueve a sus personajes es querer que la muerte los sorprenda haciendo planes, querer morir viviendo, en lugar de aguardarla inactivos, distraídos y condenados a engullir sopas, salteados de jamón sin jamón y surtidos de fiambres que, a la postre, solo es mortadela. Es el mismo impulso vital de la juventud, que ni por asomo piensa que la muerte pueda andar tras la siguiente esquina, y hace su vida, sus planes, sus locuras. El hecho de que la muerte te sorprenda solo puede darse porque estabas ocupado viviendo; si no te sorprende, solo ocurre porque renunciaste a la vida. Me asombraba esta novelada reflexión vitalista, cuando yo mismo la había hecho en 2003, al escribir las páginas de mi primer libro de ensayo que vería la luz en 2006; y aunque citarse a uno mismo digan que es de mal gusto, en este caso me parece que mis palabras de entonces resumen bien la idea en la novela de Rafael Soler. Decía yo en aquel libro, con veinticuatro añitos: «Algo así como que la memoria y el recuerdo fueran asuntos de ancianos o de aquel que se ve con un pie en la tumba. (…) ¿acaso un joven de veinticuatro años no es un viejo de veinticuatro años? Y no es esto ver el vaso medio lleno o medio vacío, no señor. Porque el joven y el viejo de tales años es el mismo, tan joven como viejo a esa edad. (…) acostumbrados (…) a hacer de la muerte y la senectud un horizonte existencial que se reserva siempre para el mañana (…) junto a esa otra costumbre de hacer de la vejez novia de la muerte (…) No entienden que la muerte puede sobrevenirme ahora y no siempre en un luego; no saben ver que la muerte va de la mano de la vida, y no de la ancianidad». Rafael Soler invierte la perspectiva: no es la de un jovenzuelo, como yo entonces, que entiende que la muerte no es un asunto que se puede posponer a voluntad y que la edad suponga dar la vez en una cola; es la perspectiva de unos viejezuelos que entienden que el valor de la vida, valga la redundancia, está en vivirla, y la muerte sigue siendo, tenga la edad que se tenga, un asunto de lotería. Tocar, le tocará a alguien, todos los días a todas horas, pero no sabes nunca a quién ni la cuantía del premio, es decir, la causa de la muerte —tengamos en cuenta que hasta el enfermo terminal puede acabar  sus días de un macetazo que un mal viento propició—. Hay diálogos reveladores al respecto:

—¿Tengo cara de muerto?

—Todavía no

—Pues habitualmente como te gusta decir, tú tampoco te quedas atrás.

—Traduce.

—Habitualmente nos morimos todos, Tomás. Traducido.

—Los viejos más, Coronel. Los viejos se mueren muchísimo.

En otro momento oímos a Panocha reivindicar el día a día: «El presente que no falte joven, no tenemos otra cosa». Al igual que la muerte no es cosa del mañana, sino que siempre es y está presente, la vida solo se hace en presente, aquí y ahora. Estamos ante una especie de carpe diem de emergencia, una última llamada a disfrutar del momento cuando la fuga del tempus lo hace sentir más irreparabile que nunca, la captura del día, del minuto o del segundo, incluso si la lozanía y la color en nuestro gesto nos han abandonado, haciendo bueno aquello de que mientras haya vida hay esperanza. Una actitud que halla su contraste en dos jóvenes, Julián y Cris, que se suman a la expedición de viejos sublevados y huidos de la residencia. Julián, hijo de uno de los ancianos fugados, Tomás, cuya vida es un completo desastre y está en crisis: divorcio, mala relación con su ex, Almudena, una hija desnortada, su trabajo de guionista de seriales de radio cayendo en picado…

En efecto, afirma Rafael Soler, los viejos ya conviven con la muerte («acostumbrados al desfile tenaz de sus compañeros de Residencia con la discreción de los humildes, casi siempre en la soledad de sus cuartos numerados»), y no hay residencia en que el tema de conversación no sea quién ha muerto o a quién le toca el turno. En la residencia, el mayor acontecimiento, acaso el único, es el fallecimiento. El resto es espera. Y frente a ese sorteo, el escritor equilibra la balanza con la diosa fortuna y un pellizco de la lotería. Muy hábilmente Rafael Soler abre las páginas de la novela mezclando los tres elementos mencionados: vejez, muerte y lotería. Pulga, uno de los residentes, fallece al mismo tiempo que otro, su partenaire de rifa, le envía un mensaje donde le comunica que han ganado el sorteo en el que jugaban a pachas. Se trata de un hombre desconocido, del que no volveremos a saber, pero que obra con justicia («como hacemos los legales», afirma) al repartir las ganancias aun con su socio fallecido. Además de empezar con un giro irónico de los acontecimientos, es evidente la pretensión simbólica que asocia, casualidad y justicia mediantes, la muerte y el azar, el destino y la fortuna. Eso sí, nuestro autor tiene el tacto suficiente para que la muerte sobrevenga al finado antes que el mensaje afortunado: Pulga se va de este mundo en las primeras líneas sin saberse premiado («Pulga no daba la más mínima muestra de entusiasmo ante una noticia que llegaba tarde»). De fondo en estas primeras escenas resuena en la cabeza del lector las innumerables veces que habrá maldecido un infortunio, alguna calamidad, comparados con la nula suerte lotera. También la de veces que, perdida la lotería, uno se consuela con tener salud. Todo este eco compartido está en esas primeras pocas líneas en las que un anciano, Pulga, muere en una residencia/asilo poco antes de saberse agraciado con un buen pellizco. De hecho, con ese humorismo de amargura, con el premio del sorteo de fondo, se describe a Pulga con la predicción del pacto que firman este, Tomás y Coronel por el que «el primero en caer sería un difunto con suerte, un difunto Premium cinco tenedores, porque quedarían todavía dos para velar su marcha». Nada más abrir la novela, Soler logra sacar del lector la sonrisa piadosa ante las ironías azarosas de la vida. Igualmente, el viaje de los personajes tan singulares llega en sus últimas páginas al casino prometido, donde encontramos diálogos de similar calado. Así, el comisario jefe responde a Panocha, cuando van a jugar a la ruleta: «Para perder siempre hay tiempo»; y remata la voz narradora con el siguiente inciso apelativo: «una verdad escrita a sangre en sus informes. Una verdad carísima, si por fin la entiendes».

Lo recordaba en una entrada anterior, cuando hablé de Viático de Carlos Suárez, novela en la que el azar movía los hilos, y es que el azar, la casualidad del acontecer gobierna la escritura de Rafael Soler. Y así lo afirmaba él mismo hace unos años en una entrevista para Crítica con Pérez Azaustre, recién salida El último gin-tonic, novela previa: «Creo en la providencia, creo en el azar. Si fuéramos humildes reconoceríamos que no tenemos el control. El azar puede crear situaciones fantásticas, quebrarlo todo… Me lo ha enseñado la vida. Se aprende más de un fracaso que de un éxito, y el azar juega a su favor». La novela Necesito una isla grande es un ejemplo directo más de esta declaración de fe en el azar como fuerza rectora de la narración.

Sin abandonar el plano simbólico, la troupe de ancianos vitalistas toman rumbo hacia el mar, como las vidas que son ríos  «que van a dar a la mar /que es el morir», tal y como resuena en nuestra cabeza la tercera copla manriqueña y el poder igualatorio de la muerte que en sus versos enuncia. Sí, como es habitual, el carpe diem se da la mano con el memento mori, y aun con el locus amoenus —el mar, el loft, el motel de carretera, el casino, la infancia—, huyendo del locus horridus —la residencia, la asunción, la sopa y la mortadela, la vejez, la muerte—. Y los cinco viejos se van «con lo puesto», que es tanto como decir, de nuevo con Machado, que van «ligero[s] de equipaje / casi desnudo[s], como los hijos de la mar» y para los que es muy cierta la letrilla, atribuida a Góngora, «ya nos venden el vivir / y vivimos de prestado».

Ahora bien, la muerte que plantea Rafael Soler es muy parecida al sarcasmo que el  criado le suelta al mentiroso que escribió Corneille: «los muertos que vos matáis gozan de buena salud» —sí, de Corneille y no de Zorrilla, ni de Tirso ni de Ruiz de Alarcón ni de Lope de Vega etc.—. Los personajes que mueren, empero, aún permanecen y se les adjudican acciones conscientes, no desaparecen del relato. Así podemos leer: «hay muertes que cuesta mucho terminar (…) Puedes estar fiambre, hasta en la caja puedes estar sin haber muerto del todo (…) después de esa muerte inicial (…) queda la segunda, más en blanco y negro, donde estira cada uno como puede el tiempo que no queda (…) el tiempo que aún escurre despacito (…) un tiempo de propina que bien puede ser una centésima de segundo si pones poco empeño y te rindes como hacen casi todos». Muy Rulfo —y me da en la nariz que no es inocente que un personaje sea bautizado como Nepo de Nepomuceno—. No, la muerte verdadera, y se dice varias veces en la novela, es el olvido: «habló Tomás del olvido, que es la muerte verdadera, y no esa chapuza de acabar por sorpresa y sin consideración con tu historia»; también lo afirma Carmina en la parte final: «La verdadera muerte llega así, Tomás, con el olvido». Es la muerte de la que hablaba Ángel González «Pero si tú me olvidas / quedaré muerto sin que nadie / lo sepa», muerte en la que ni siquiera es necesaria la muerte inicial de la carne, muerte en la que bien podemos entender que se encuentran los ancianos de la residencia-asilo-sala-de-espera y de quienes nadie se acuerda. También es la muerte que testimoniaron Garcilaso («me falta ya la lumbre / de la esperança, con que andar solía / por la oscura región de vuestro olvido»); Bécquer («donde habite el olvido, / allí estará mi tumba»); y cuyo guante recogió Cernuda «Donde habite el olvido, / En los vastos jardines sin aurora; / Donde yo sólo sea / Memoria de una piedra sepultada entre ortigas / Sobre la cual el viento escapa a sus insomnios. / Donde mi nombre deje / Al cuerpo que designa en brazos de los siglos, / Donde el deseo no exista». No perdamos de vista que, siendo novela, su autor es poeta y en su escritura late toda esta galaxia de versos.

Necesito una isla grande es una novela de viaje, pero al contrario que la clásica bildungsroman, aquí ya no hay formación ni aprendizaje como tal para los personajes. No, al menos, para los cinco ancianos montados en una furgo robada. No estamos ante un camino del héroe, sino ante el viaje interior: un viaje en el que, cuanto más espacio se avanza en el exterior, interiormente más se retrotrae la memoria en el tiempo, más indaga cada uno en su ayer, en el tiempo ido desde el tiempo que resta. Existe, sí, el concepto de road novel —el mismo Don Quijote estaría en el género— y podríamos incluir la novela de Rafael Soler si la circunscribimos solamente a los avatares del viaje en la furgoneta de los ancianos, sus diálogos y sus reflexiones. No obstante, lo cierto es que la novela no cabe ser reducida solo a las motivaciones vitalistas, reflexivas y poéticas que desencadenan ese viaje interior que he subrayado. Tiene mayor alcance y cabría en la literatura utópica. El mismo título invita a hacer la elucubración.

Pensemos en las palabras que lo conforman. El verbo necesitar, el sustantivo isla y el adjetivo grande. El título es una oración y no un sintagma, en primera persona, cuyo sujeto descubriremos que es Tomás, desahuciado de la vida, aunque la novela esté escrita en tercera omnisciente con apelaciones al lector. El título es una declaración, una exigencia personal, un requerimiento. El verbo sostiene ese carácter de urgencia mientras que el sustantivo y el adjetivo especificativo que lo acompañan conectan con la utopía. Las islas y las ínsulas —que también es antiguo sinónimo de la primera— tienen este rango en la literatura.

Desde la isla de Tomás Moro y la ínsula Barataria de Sancho Panza, la Ítaca de Ulises, la Pala de Huxley o la mítica Atlántida, las islas conforman pequeños mundos a escala enfrentados a las grandes masas de continentales vicios, ruidos, tumulto y errores humanos. La isla aísla al habitante. En la novela la isla se convierte en anhelo de Tomás —¿coincidencia de nombre con el autor de Utopía?— precisamente por su característico aislamiento. Y aunque al principio la isla es una isla física y paradisíaca en el Pacífico Sur, prácticamente deshabitada —si no fuera por el turismo— que tiene nombre, Aitutaki, como desvela uno de los relatos de Carmina, poco a poco la isla trasciende el plano meramente cartográfico: «Las islas mejores eran las de un día, que salías con el sol, a las seis de la mañana, y regresabas al atardecer, con los deberes hechos (…) un paseo de vuelta con el sol de espaldas y los recuerdos en fila (…) En una isla, había que volver siempre con el sol a la espalda. (…) Siempre hay sol en una isla (…) sobre todo en las islas que no aparecen en el mapa. (…) Nadie puede ir a una isla que no sabe dónde está. Esa era la clave. Islas de un día, llenas de nadie».

En efecto, la isla de Tomás no aparece en mapa alguno, él mismo es su isla: «Lo suyo con las islas no era una querencia, ni una obsesión. Era un vivir, la forma que tenía de pasar el día. Hasta allí se desplazaba para recibir las malas noticias, sentado en una silla de tijera, con un sombrero ancho de paja y un coco partido. El coco, para beber. La silla para sentarse. Y las malas noticias para dejarlas en la orilla esperando que suba la marea». Se trata de una isla que no se mide en kilómetros de superficie, sino que se mide en tiempo: se puede recorrer en la rutina de un día de vida, cuando el siguiente día no está asegurado. Podríamos entender que se emplea el día como metáfora vital: del amanecer al ocaso desarrollando la vida entre medias. Por ello que sea inevitable «volver con el sol de espaldas y los recuerdos en fila».

No obstante, la isla que necesita Tomás es una isla grande. Rafael Soler hace la conversión en las unidades de medida: «Incluso islas de dos días, que entraban ya en la categoría de islas grandes, con muchos sitios estupendos para muchos nadie». Aunque las mejores islas sean las islas de un día, la que Tomás necesita es una isla de dos días, al menos («los tres se despedían al acabar la cena con un guiño solidario, “mañana más”, y mañana dios dirá», leemos al principio como ritual entre Pulga, el Coronel y Tomás en la Residencia/asilo); incluso una de tres días, como mucho («Tomás hizo lo mismo, agitando la cabeza para alejar la imagen de cuanto acontecía al despuntar el tercer día: resignados en sus féretros, los abdómenes rompían su falsa turgencia dando suelta al gas hediondo de la muerte»). Es decir, necesita ese día más del que uno siempre alberga la esperanza de vivir, máxime cuando tienes los días contados por la enfermedad. No valen las trágicas —y aquí he de callar— islas birria: «aquella roca grande era una birria de isla (…) no es lo mismo ver un oleaje desde la escollera, por fuerte que sea, que convertirte tú en ola. (…) las olas eran cada vez más altas y la roca no. Y eso solo sucede cuando estás en una isla de la categoría de las islas birria (…) una ola furiosa es lo peor que hay». Hemos de recordar que una isla es la porción de tierra rodeada de mar… y ya sabemos lo que el mar simboliza.

Quisiera rematar mi comentario a la novela de Rafael Soler atendiendo a los aspectos textuales, metaliterarios y cinematográficos. Son los pespuntes que refuerzan y dan unidad a la trama. No es un mero capricho que Julián, el hijo de Tomás, sea guionista radiofónico; que en la Residencia tengan una revista llamada Trinitotolueno; que Carmina escriba relatos con una máquina de escribir, remedada la varilla de la vocal A por Panocha, quien a su vez fuera, tiempo atrás, linotipista; mientras Cris, la jovencita socióloga que desarrolla su tesis doctoral sobre viejos, toma notas del viaje a modo de diario en su portátil. Nada de lo que sucede queda al margen de su registro de uno u otro modo en este amplio homenaje a la escritura desde la linotipia hasta la tecnología moderna del portátil, así como a sus modalidades textuales: ya sea el pasquín revolucionario, ya las notas para un texto académico, ya guiones para seriales radiofónicos, ya los relatos literarios, representando cada personaje una edad de la escritura desde el siglo XIX.

En este punto la novela se vuelve sobre sí misma, un espejo contra espejo. Carmina, quien «tenía historias que aparecían de repente y ella recogía cuidadosa», tendrá sus apartes en cursiva y con la distintiva peculiaridad del carácter de la A distinta al resto de tipos, y contará las historias de los personajes, incluso la suya, convirtiendo la novela en una narración enmarcada. Más analítica y sociológica, Cris da cuenta en sus Doc numerados y guardados en el portátil. Julián, en sequía creativa, encontrará en su padre y en el viaje esos personajes que anda buscando para que repunte el programa de radio. Quizá, puede que lo esté llevando muy lejos, la novela sugiera cómo la escritura, que se nutre de la vida, es arma contra el olvido, del que se nutre la muerte.

Es importante, señalaba hace un momento también, la presencia de lo cinematográfico, no solo en referencias, sino también como técnica narrativa. Pasajes como, por ejemplo, el siguiente revelan la visualización plástica, la atención a los detalles en primeros planos y el movimiento del punto de vista narrativo en travelling por la escena: «El taxi se detuvo al comienzo del paseo, que bordeaba una playa con unos patines de plástico alineados cerca de la orilla a la espera de un cliente. Brillaba un sol inofensivo, y en los pocos bancos fueron dejando atrás a una pareja que muy poco tenían que decirse, a varios viejos sonriendo en su abandono y a un pintor con sombrero de paja agujereado y con pinceles en la boca, como si se estuviera desayunando un cuadro imaginario. Muy cerca, un gordinflón trotaba en busca de la salud perdida con el corazón a reventar, la camisa empapada y doce calorías menos, hundidos sus ojillos en un montón de grasa».

Asimismo, no son pocas las referencias directas como indirectas que la novela nos sugiere: por ejemplo, en conversación etílica entre Panocha y Tomás, este último afirma que le hubiese gustado ser película, y en concreto menciona Drama en el presidio y Cleopatra. Más adelante, un diálogo de Rocky con la policía sirve para pensar en Uno de los nuestros (Goodfellas, 1990), o conversando Carmina y Rocky, se asocia el mar como destino y el cine en títulos como Rebelión a bordo, Tiburón, Náufrago o El viejo y el mar, y hasta se menciona por parte de Carmina El puente sobre el río Kwai, por desarrollarse sobre un río, agua, y que al fin y al cabo, dará al mar, al Pacífico en concreto. Todas ellas son películas que adaptan obras literarias y varias mantienen curiosas conexiones con la trama de la novela que leemos. Más allá del evidente nombre de Rocky en un boxeador, me llamó la atención Tiburón, por ser la película que me vino a la cabeza al leer el título de la novela: ¿soy yo o en necesito una isla grande resuena aquel «You’re gonna need a bigger boat» (necesitará otro barco más grande)? Que luego aparezca su referencia en el texto no hace sino confirmármelo. Reparemos también en que el río Kwai desemboca, hemos dicho, en el Pacífico, que Rebelión a bordo (Mutiny on the Bounty, 1962) o Náufrago (Cast away, 2000) también se desarrollan en islas del Pacífico; que El viejo y el mar (The Oldman and the Sea, 1958) es el solitario viaje interior de un anciano lobo de mar que ya no logra pescar nada; o Drama en presidio (Convicted, 1950) si podemos trazar un paralelismo entre el presidio y la residencia, entre la espera de la muerte y el hecho de que un preso pueda enfrentar la silla eléctrica, que los personajes de otros presos sean perdedores y parias a la sombra de su pasado —que se aprovecha para la distendida comicidad toda vez que un envenenador es el cocinero y un degollador el barbero—, o la liberación y reinserción en la sociedad del preso con tal tacha de preso, y, por tanto, en el último escalón social.

Y pese a que no haya referencia directa, la novela sí evocará por hache o por be —y en este punto es cosa mía como lector— otras cintas como Cocoon (1985), Una historia verdadera (The Straight Story, 1999), A propósito de Schmidt (About Schmidt, 2002), La juventud (La giovinezza, 2015), nuestra Volver a empezar (1982), o más reciente en cine de animación, Up (2009)… por citar algunas películas que las páginas de Rafael Soler me sugerían. Ahí las dejo por ampliar este universo temático a los lectores.

Un detalle que le han subrayado a menudo a Rafael Soler en entrevistas y presentaciones es la longitud de sus obras, no por voluminosa sino precisamente por lo contrario, en los tiempos de los grandes mamotretos, los auténticos tochos, y las sagas infinitas compuestas a propósito desde el criterio de la cantidad. La respuesta de nuestro autor es la siguiente: «yo creo que cada novela tiene la extensión que precisa, ni una página más. Yo soy un escritor que revisa los textos, que los deja dormir; siempre en la segunda versión de una novela aparecen matices nuevos (…) y siempre hay páginas que sobran, páginas que has escrito buscando la página que viene luego. Esas hay que quitarlas. Superar las 300 páginas de un novela manteniendo una intensidad tremenda no es fácil: una cosa es contar y otra es atrapar al lector». Remarco esta respuesta porque se suma a un coro de narradores actuales que nadan en la misma corriente, y también es algo que veo en el auge cada vez mayor de la narrativa breve, del relato corto y del cuento. Destaco aquí a Antonio Tocornal, quien el año pasado afirmaba en la misma línea que Rafael Soler: «Cuando llego a las 200 páginas comienzo a sentirme culpable. Creo que las obras de narrativa que exceden de las 300 páginas son a menudo resultado de una actitud egocéntrica del autor. Yo no me atrevería a robarle más tiempo del necesario a un lector para contarle una historia; me parecería invasivo. Por esa razón, cuando paso de las 200 páginas, normalmente me dedico a pulir o a podar lo innecesario».

En efecto, el libro no debe pensarse en su longitud de impresión, sino en su contenido y en la forma más efectiva de contarlo, de acercarlo al lector, de atraparlo y de no robarle más tiempo del necesario, y que está dispuesto a darle a nuestro relato, ni tratarlo como a un idiota al que ha de dársele todo con cucharilla. Hay libros de más de 600 páginas maravillosos, trilogías y tetralogías, como también hay libros de 150 páginas que son una genialidad. Tiene algo del carácter ilustrado la posición de esta línea de narradores, en la que incluyo a Rafael Soler, cuando leemos de Kant: «El abate Terrasson dice, en verdad, que si se mide la magnitud de un libro no por el número de páginas, sino por el tiempo que se necesita para comprenderlo, podría decirse de más de un libro que sería mucho más corto si no fuera tan corto. Pero, por otra parte, (…) puede decirse con igual razón: más de un libro hubiera sido mucho más claro si no hubiera querido ser tan enteramente claro. Pues los auxilios para aclarar un punto, si bien son útiles en las partes, distraen empero a menudo del todo, no dejando al lector alcanzar pronto una visión de conjunto». Conste que aquí comento este aspecto exclusivamente desde el punto de vista del escritor al crear su obra. Hay otras interesantes perspectivas respecto del tema como pueden ser la perspectiva editorial por el ahorro ante la escasez de papel, cuestiones de marketing o la pereza lectora de una sociedad de la inmediatez, con un tiempo cada vez menor de atención o concentración, que cada vez más busca la lectura simplificada, reducida o muy concentrada. O todo junto. Pero esto es otro tema.

Buen humor y vitalismo cruzan Necesito una isla grande. No es una novela plana, sino que posee una inteligente arquitectura literaria: la que permite hablar de lo que nadie quiere hablar con una sonrisa; la que convierte lo desdeñado o marginado en protagónico sin pedir permiso y sin aspavientos, con total naturalidad; la que parte del hecho maravilloso para ahondar calladamente en lo cotidiano; la que hace que cada enunciado en prosa tenga el sonido del verso que lo sostiene: «Versos de los que hacen a un poeta sin una coma de más ni una palabra de menos (…) un poema con alma, que son los que perduran».

Héctor Martínez

«MAÑANA EN LA BATALLA PIENSA EN MÍ», JAVIER MARÍAS

El septiembre pasado fallecía Javier Marías. Y durante todo este tiempo no he encontrado hueco para redactar esta entrada, entrada que me he propuesto unas cuantas veces. Mientras tanto he leído cuanto se iba publicando, los honores que se le rendían aquí y allá, en diarios, blogs, radio… y bueno, cada cual con sus cosas todos venían a decir lo mismo con la misma grandilocuencia de siempre: la misma que se dedicó a Almudena Grandes, a Domingo Villar, a Fernando Marías… y la misma que se dedica cuando muere un novelista. Ya sabrán a lo que me refiero: escritor clave, faro de la literatura, testigo directo de vayaustedasaberqué, la voz de una generación, el referente de la novela (insertar aquí el género) etcétera, etcétera. Luego se enumeran los títulos y los premios, se relata alguna anécdota, si puede ser personal mejor, se cita algún chascarrillo, se pondera su obra con los apuntes de literatura que uno tomó tiempo atrás en algún aula de la universidad, en algún seminario, ciclo de conferencias, congreso, y ya está. Obituario hecho.

Probablemente todo lo que se haya dicho esté muy bien dicho y sea correctísimo. No estaríamos hablando de Javier Marías a su muerte si no tuviese algún peso en nuestras letras, si su figura no fuese un molde único. Y aclarar ese peso, esa aportación personal que te hace reconocer qué libro es de Javier Marías y cuál no, es relativamente sencillo, porque desde los años 80 ha venido aplicando una misma técnica y estilo de manera machacona, indagada y perfeccionada con cada nueva publicación. Todos los que hemos leído a Javier Marías hemos pasado por ese trance del narrador-conciencia, que desde la primera página empieza a reflexionar y a especular y a darle vueltas a todo en un viaje de la memoria y vuelta hasta que el propio presente puede desvanecerse entremezclado de pasado. Sí hombre, me refiero a ese narrador en primera persona que cabalga a lomos de la digresión de digresiones engarzadas sobre un hilo muy difuso, pero que ahí está, no cabe duda de que hay hilo aunque haya veces que el lector pierda el cabo del mismo e implore que Ariadna venga a sacarlo del laberinto acumulado de pensamientos, ideas y vaivenes especulativos.

La novelística de Javier Marías acaba desesperando al lector que quiere una historia, unos hechos, una sucesión de acontecimientos… al lector práctico que quiere que cada dos o tres páginas pase algo. Con Javier Marías puede perfectamente ocurrir que se pasen las páginas y nada suceda tras un buen montón de estas, aunque, en realidad, sí esté pasando algo más de lo que a la vista parece en el vórtice de palabras que configuran pensamientos consecutivos, uno detrás de otro. Podemos cambiar de día en un párrafo, o permanecer en la misma noche, todo en pausa, metidos en el traquetear de la conciencia del narrador, durante diez páginas o cincuenta o más, hasta que por fin alguien se mueve, hasta que por fin sale de algún lado o entra en algún sitio, o simplemente se levanta de la silla o se sienta. Hasta parece crucial ese momento insulso en que, simplemente, el personaje mueve un dedo. El lector del que hace un momento hablaba grita a la mitad de ese pasaje al modo que gritaba Quico del Chavo (recuerden: ¡Ya cállate, que me desesperas!). No obstante, en esos pasajes es en lo que se construye la novela como un relato fragmentario, supeditado a los errores e invenciones de la memoria, a las divagaciones del pensamiento sujeto a los propios sesgos y miedos, y accedemos muy lentamente a una leve imagen de la conciencia que se disecciona según nos está contando algo que le ha pasado. Porque al final la novela es eso: algo que le ha pasado, que le podría haber pasado a otro, que quizás pensemos que no es algo que pueda pasarle a nadie pero que, al cabo de otra exhalación, ya aceptamos que sí, e incluso supones que, de hecho, ya le haya pasado alguna vez a alguien. No porque se trate de algo imposible, sobrenatural o por el estilo, sino porque no lo imaginarías aunque sea completamente posible, hasta vulgar en su banalidad. En esas novelas quizás no se mueva nadie o no pase nada, pero sin duda se mueve la conciencia de alguien a quien le pasa algo.

Corazón tan blanco es buen ejemplo, pero siempre he preferido Mañana en la batalla piensa en mí. ¿Que por qué? Porque la segunda es una simplificación de lo hecho en la primera, tenemos el mismo proceder, los mismos temas, el mismo estilo y técnica, a escala. Y porque, quizás me gane enemistades diciendo esto, me parece la que mejor te dice cómo escribe Javier Marías. Sí, en ambas novelas tenemos la muerte de una mujer al comienzo, la indagación del narrador sobre sí mismo, su vida, su origen, y también sobre una estirpe, la de la muerta, su matrimonio, la infidelidad, el silencio cómplice y criminal, culpabilidades que trascienden, incluso, la culpa de un acto atroz y que impregna el alrededor con su negra sombra… Pero como digo, en Mañana en la batalla… todo lo desplegado en Corazón tan blanco se simplifica y se hace más evidente.

La muerte con que se abre Corazón tan blanco, un suicidio, es impactante, pero no puede competir con la que abre Mañana en la batalla… una muerte por completo sorpresiva, inoportuna diríamos, hasta ridícula, y, sin embargo, tan seria y solemne al mismo tiempo, tan trágica en su proceso, tan realista a partir de la mera indisposición. No es el impacto de un suicidio y el misterio que esconde y se nos relata, pero sí late en la escena la mortalidad humana, el memento mori que puede cumplirse en cualquier momento y lugar. Y esta muerte involuntaria e inoportuna es tan grave como el suicidio deliberado: «Nadie piensa nunca que nadie vaya a morir en el momento más inadecuado a pesar de que eso sucede todo el tiempo», ya lo dice a las primeras de cambio. Pero, además, está muerte se ve complementada con la que va a cerrar la novela, sobrecogedora, y a caballo entre el intento de homicidio y el trágico accidente de tráfico final, simultánea a la muerte inoportuna… ¡cómo la muerte va rondando lo que no está hecho para acabar bien!

Dicen, he leído por ahí, que Javier Marías perora, que las digresiones no son más que relleno, paja que engorda de páginas el libro, poses pseudointelectuales que no van a ninguna parte, que no interesan a la lectura. Por ejemplo, en Mañana en la batalla… dicen que la parte dedicada al caballo sobra completamente, o la parte retrospectiva de la puta, confundida con su ex, es inverosímil porque no es creíble que el personaje no reconozca si es su ex o no, y que se alarga innecesariamente, por no decir que también sobra. En realidad, si lo recortamos como dicen estas críticas, la novela se reduce a un relato de apenas diez páginas, y lo único que narrarían es una anécdota absurda, surreal. Se perdería todo lo que hace que esa novela sea la novela que es y que su autor sea el autor que es y no otro. No puede sobrar un caballo en una novela que crece y se titula a la sombra del Ricardo III de Shakespeare. Es normal que al protagonista le llamen la atención los caballos si acostumbra y disfruta de ir al hipódromo y apostar, algo que define, además, el estatus del personaje. ¿Que se demora? Sí, por supuesto, es de pincelada lenta y larga, caótica, desconectada, pero ahí quedan las pinceladas, separadas hasta perder el hilo, mientras van construyendo la voz narrativa. El retrato aparece al final.

En cuanto a criticar que el episodio de la prostituta sea inverosímil… ¿será que resulta más verosímil el inicio mismo de la novela? Me refiero al universo de reflexiones en los que se mete y la reacción que muestra ante la súbita muerte de la mujer con la que se iba a acostar, esa reacción fría, distante, especulativa, cerebral. ¿Es verosímil esto y lo otro no? Y, no obstante, decía antes, es algo que sucede y que asumes que pueda ser así. Por otro lado, arriesguemos un poco las razones, démosle contexto y sigamos pensando que estamos dentro de una conciencia en reconstrucción (o en desmoronamiento), porque no es un narrador externo el que confunde a ex y puta: es la primera persona, atrapado por la muerte de una mujer prácticamente desconocida y su infidelidad a un marido desconocido (cuya historia aún no conoce), y en cuya conciencia se recuperan episodios sobre aquella ex suya, y sobre que la vieron ejerciendo, y lo que fue cuando estuvieron juntos, casados, y el arrebato de si está o no con otro en la cama, fuese puta y él su cliente, o aquella puta en concreto de la que le hablaron, o no… y como en una coctelera, todo se bate entre realidad y fantasía de cuño propio. Mientras está con la prostituta, él tampoco es él, no es Víctor Francés, sino que se rebautiza como Javier; y la puta, que podrá ser Celia, su ex, dice llamarse Victoria, el nombre femenino del nombre real del narrador. Ironías de la noche. Durante todo ese pasaje se juega literariamente con las identidades, se plantea el doble dentro de la mente del narrador, hasta el punto de que el nombre propio, de tan exprimido, deja de importar. Igual ocurre en otras partes de la novela, como ante la familia Téllez, donde el narrador tampoco es Víctor Francés, sino que suplanta a su amigo Ruibérriz de Torres; o el rey, que permanece innominado, recibe todo tipo de apodos, nunca su nombre; o el cambio de nombre en Londres del marido Eduardo Deán Ballesteros, a quien toda la novela se le llama Deán, pero en Londres es Mr. Ballesteros, porque allí entienden por apellido el segundo nuestro… y así con todo, revolviendo etimologías de nightmare o haunted o buscando justificar el neologismo conyacente. Y así una y otra vez hasta que nombres y realidad quedan disociados, las identidades se pierden o se doblan o triplican. El nombre no es ni la sombra de la realidad.

Recuerdo, para el lector, el siguiente pasaje de la novela en cuestión que, prácticamente, viene a confirmar mi apuesta: «‘Si Victoria no era Celia y Celia está acompañada’, pensé, ‘también Celia y no solo Victoria me está haciendo sujeto del verbo y objeto del parentesco antiguo, y yo a mi vez la he hecho a ella conyacente esta noche de la puta Victoria que tanto se le parece, lo mismo regirán el verbo o los sustantivos para las mujeres’. Y supongo que fue la sensación de estar siendo doble sujeto o doble ge-bryd-guma al mismo tiempo —una sensación desasosegante— lo que me hizo pensar más lejos, y este pensamiento nuevo fue peor todavía». Discutir la verosimilitud de la escena ante un pasaje como este es pegarle patadas en la espinilla a un gigante. No solo no sirve, es que no tiene sentido.

Añado otra razón por la que Mañana en la batalla… sería mi elección entre lo mejor de Javier Marías. La razón son los personajes fantasma. Lo importante de cada uno es, precisamente, que se nota más su ausencia que su presencia. Marta Téllez está presente a lo largo de toda la novela, pegada a la conciencia del narrador protagonista, habiendo muerto en sus primeras páginas, o desde lo significativa que es su ausencia para su hijo Eugenio, de lo que se da cuenta en su último estertor; Dean, el viudo y cornudo, y a su vez adúltero también, está más presente que nunca en su ausencia mientras su mujer fallece en Madrid; nuestro narrador protagonista, está más presente como la incógnita para el viudo, como el que se fue y dejó muerta a la madre y al niño en la cama, porque destaca más que se marchara a que estuviera con ella aquella noche consumando el adulterio, como también es un negro literario que sirve discursos para ser la voz de otros, o se oculta bajo, al menos, dos nombres más antes los demás; Celia, la exmujer del narrador-protagonista está presente en esa confusión con la prostituta Victoria, que en realidad no es ella. Otros personajes a los que conocemos solo por sus voces en una cinta de contestador, que durante buena parte de la novela son incorpóreos y anónimos, uno de los cuales podría haber sido quien estuviese con Marta Téllez en lugar de nuestro narrador y que quizás se merecía más esa rocambolesca situación. Se acentúa siempre el no estar cuando las cosas suceden, un no estar que los define, una ausencia que tiene mayor incidencia en la historia y afecta más al resto de personajes que el momento en que se hacen presentes cada uno de ellos.

No es el objetivo comparar Corazón tan blanco con Mañana en la batalla piensa en mí, ni con ninguna otra, sino solo reseñar algunos aspectos de un estilo peculiar en la novela que creo que lo ejemplifica mejor. Cada cual tendrá sus preferencias. De hecho, en algo trasciende a la propia novela, y si pensamos bien (que por eso lo dije) ese carácter fantasmal, esa importancia del no estar, es probable que percibamos cómo de pronto se ha hecho notar la presencia de Javier Marías justo cuando se ha muerto, cuando se ha ido, cuando ya no está. Eso es todo.

Héctor Martínez

«TAN CERCA DE LA VIDA», SANTIAGO RONCAGLIOLO

A la lectura de la novela titulada Tan cerca de la vida (2010 y 2011), del peruano Santiago Roncagliolo, ayuda saber que se construye sobre una base vivencial del propio autor en Japón. No es que no se pueda leer sin tener este conocimiento, sino que probablemente se entienda que no es propiamente una novela de ciencia ficción, tal y como a menudo se ha dicho, y a pesar que el mismo Roncagliolo lo haya advertido cada vez que ha tenido la oportunidad. Su autor la define, más bien, como una historia de amor y un thriller de suspense, con toques del cine de terror japonés. La ilusión de ciencia ficción que presenta se circunscribe más a la hipertecnologización de la sociedad nipona, la atmósfera deshumanizadora y el guiño al Golem y al moderno Prometeo de Mary Shelley. Todo ello fusionado invita a pensar en universos narrados como el creado por Phillip K. Dick en ¿Sueñan los robots con ovejas eléctricas? o, visualmente, en la libre adaptación que Ridley Scott realizó con Blade Runner en 1982, incluida cierta versión de los replicantes. Curiosamente se trata de su novela más tecnológica que, sin embargo, fue escrita a mano en dos cuadernos: cuando estaba en Japón se quedó sin computadora ni teléfono. Anécdota que ha de sumarse al making of de la novela.

La historia nos ubica en Tokio, en un hotel ultramoderno, de impersonal decoración, hotel en el que el autor se hospedó y que resulta ser el mismo de la afamada cinta Lost in Traslation —en buena parte, nuestra novela presupone y desarrolla ese extrañamiento de un occidental en el mundo de Japón—. El protagonista, MAX, que trabaja como analista para la corporación Géminis, viaja a Tokio  a una convención sobre IA y se hospeda en este hotel. Es un hombre que acusa en grado extremo la soledad y la incapacidad de comunicarse y establecer relaciones sociales con sus semejantes. Muchos de los participantes en la convención son ingenieros y diseñadores de inteligencia artificial, que apenas levantan sus ojos de las pantallas de sus dispositivos, incluso durante las horas de comida, y con los que tampoco sabe muy bien como relacionarse siendo un analista y sin tener apenas nada en común con aquellos. A su alrededor, nadie habla su idioma. Sus únicas interacciones son con un par de robots, un niño que canta éxitos musicales y una azafata, LUCY, cuyas capacidades comunicativas no pasan de frases programadas y desconectadas de lo que el usuario le diga. Esto último, por ejemplo, Roncagliolo cuenta que no es ciencia ficción: en efecto, cuando se hospedó en ese hotel, había una convención tecnológica y tales inventos estaban allí.

Al mismo tiempo, el mundo personal de MAX se desmorona, su esposa se muestra distante en las comunicaciones y él tampoco logra expresarle a ella su mundo interno. El protagonista, además, percibe que sufre lagunas respecto de su pasado, cuando algún accidente tuvo lugar con resultados que se le escapan a su memoria.

A ello hemos de añadir las consecuencias del jetlag, ese estado en el que mente y cuerpo deben reajustar sus tiempos para coordinarse, y uno siente como si su cuerpo no fuese el suyo realmente. Una sensación desagradable en la que debes obligar al cuerpo a comer aunque no sienta hambre o tratar de dormir aunque no se tenga sueño, y se vive en una confusión continua. El único reducto contra la soledad y el jetlag que le queda a MAX en las noches de insomnio —y para nuestro autor, confesado por el mismo— es el canal porno de la televisión, allí en la privacidad e insipidez de la impersonal habitación de hotel. Pero resulta que el porno japonés pixela las penetraciones debido a leyes que exigen que el sexo con penetración solo puede realizarse por amor, por lo que lo capital de la escena sexual y el clímax son por completo insatisfactorios. Las sensaciones más emocionantes las consigue MAX en el retrete computerizado, donde es recibido con el calor del asiento y el placer proporcionado por las posibilidades de limpieza que experimenta en sus zonas íntimas, según pulsa los botones del mando.

Así, acabamos teniendo un protagonista agotado, confundido, incomunicado, sumergido en la soledad e insatisfecho, en un marco de total falta de calor humano, y donde lo más cercano al placer y deleite se lo proporciona el váter de su habitación de hotel.

Encuentra, sin embargo, un resquicio de luz en una de las camareras del hotel, MAI, alguien con quien conecta de inmediato a pesar de que ella no habla, que es nipona y solo puede comunicarse por gestos. Es decir, sería más bien la persona por la que menos apostaríamos, y, no obstante, la forma en que conectan y el desarrollo de su relación es del todo orgánica, sin precipitación y sin demora, un vestirse despacio porque se tiene prisa. Una peculiaridad formal con este personaje es la decisión del autor de emplear la segunda persona narrativa en sus apariciones, algo que la convertía en especial, individualizada, resaltada en el contexto sobre el fondo homogéneo. Una manera de recalcar que MAI no pertenece a ese mundo uniforme, alejado y frío, y de indicar su proximidad al protagonista MAX. Ahora que, una narración en segunda persona siempre deja un sabor a interpelación al lector, y en este caso, sirve también para una prestidigitación narrativa: desviar la atención del lector, engañarlo bajo la apariencia de confidencias, al mismo tiempo que oculta mucha de la información que completaría la historia de suspense.

Este lenguaje de gestos creado a lo largo de la novela se va a ir puliendo hasta crear un diccionario y una gramática propios que les permitan comunicarse sin palabras. También esta parte del relato está construido sobre un capítulo vivido por el autor: contaba Roncagliolo que, ante la soledad e incomunicación que sentía, contrató los servicios, que de hecho existen, de una compañía femenina para simplemente hablar. El problema, en efecto, fue la diferencia idiomática, y la falta de un idioma que ambos manejasen medianamente bien. La necesidad comunicativa provocó algún gesto espontáneo que rápidamente se convirtió en la forma de comunicación y un rato, al decir del escritor, bastante entretenido. Lo que acabo de exponer, respecto de la novela, está narrado con la sencillez vivencial, casi autobiográfica, y la naturalidad de las cosas. En la historia no se exagera, no se recrea, se cuenta tal y como acontece. Es, sí, como describe el propio autor, una obra en la que el lector no se tiene que pelear con la prosa para seguir la historia, y que, apunta también, caracteriza la narratividad japonesa.

Parece mentira, pero con los episodios tan mínimos y tan insignificantes logra Roncagliolo llamar la atención del lector. Y ello porque consigue en el lector una empatía tal hacia el personaje de MAX, por su situación de absoluta soledad, de completo aislamiento familiar, social y laboral, que sin esfuerzo acaba por reconocer y otorgar el valor intrínseco y vital que tienen esos episodios para MAX mismo.

Es interesante observar que el autor ha reducido, y por experiencia propia lo sabe, toda relación a una situación absoluta de primitivismo comunicativo: lo que todos haríamos en una situación similar de imposibilidad comunicativa, gestos que sabemos que otros sabrán interpretar porque nosotros mismos los entenderíamos: llevarse algo a la boca para indicar hambre o sed, a la cabeza para indicar mal estar, descansar la cabeza sobre las manos para indicar sueño… y a partir de ahí va levantando el vuelo todo un idioma que establece el nexo entre los individuos. Desde los códigos estándar, como el dar los buenos días o preguntar qué tal estás, a lo que nadie espera por respuesta otra cosa que no sea la correspondencia del saludo o la confirmación de un estado perfecto —aun cuando pueda ser mentira—, Roncagliolo nos hace descender unos cuantos niveles hasta la ausencia total  de lengua y la perentoriedad de crear un código que no esté impregnado de esa sistematicidad predecible e inhumana que rige cada vez más el contacto entre los individuos. No hay diferencia entre los hombres y el robot LUCY, a cuya pregunta por cómo ha dormido el protagonista, sigue una nueva interacción que presupone que la respuesta nunca indicó que se había tenido una mala noche o que no se había dormido bien. Una sutil forma de reflejar nuestras inercias comunicativas vacías y maquinales.

Existe otra intencionalidad. Poco a poco se establece una relación amorosa entre MAI y MAX, según se desarrolla su lenguaje propio, su código personal, que nadie más comparte. El código que se crea entre los amantes supera el código común, la mera inercia, y está atravesado por un esfuerzo y una intencionalidad que no tiene aquel, un propósito de llegar hasta el otro, de alcanzarlo, y sentirse también alcanzado. Cuanto más intenso sea el amor más existirá ese código privado y más se irá enriqueciendo. En cambio, como observamos cuando MAX habla con su esposa, cuanto más se desciende al lenguaje común, a la inercia, al monosílabo, más evidente el desapasionamiento, el desinterés, la renuncia, el alejamiento y la separación.

Además, este factor que comento sobre el amor, la lengua y la comunicación, introduce el elemento del cuerpo: es una novela profundamente sensorial, material, corporal, como vehículo de relación e interacción con el entorno y los demás. En sus páginas pasamos por varias descripciones que tratan de acercarnos el relato por medio de los sentidos, sobre todo recalcando el universo sensorial de una mayor incidencia en la relación interpersonal o en una reacción al entorno, como pueden ser el tacto y del olfato —más allá de la vista y del oído, asumidos en la narración—. Pero, añadido a ello, no se trata solo del aspecto sinestésico de la narración, sino también de lo sensorial y experiencial convertido en tema de discusión metafísica al hacer mención de la paradoja de Putnam: el cerebro que, rodeado del nutriente líquido necesario en una bañera, se halla conectado a una computadora controlada por un científico loco, la cual le provee de los impulsos eléctricos habituales que le proporcionan lo que usualmente llamamos experiencia —el mundo de los objetos siendo percibidos desde nuestra capacidades sensoriales—; dicho cerebro jamás tendría una certeza empírica de que lo que percibe no es algo empírico, o viceversa, estaría convencido de la realidad empírica que percibe siendo esta no más que una simulación. Algo, que, permítaseme el apunte, no es más que la renovación de una de las fases de la duda metódica cartesiana, en que hecha la suposición de un genio maligno, podemos dudar de todo aquello que percibimos como algo indudable, y que se suma al escepticismo cartesiano sobre la información que proveen los sentidos.

El aspecto corporal se subraya constantemente, e incluso parece seguir un itinerario narratológico que va elevando una dimensión humana tradicionalmente despreciada —el cuerpo como mera cáscara o incluso como prisión del sujeto—. Así, nos ofrece el punto irónico de robots carentes de cuerpos para comunicarse, y que solo pueden hacer lo que están programados, como sucede con LUCY o el niño cantor; pasa por el porno que censura el llamado acceso carnal; y sigue por los gestos y el encuentro sexual, que alcanza cotas de cierta violencia física, como forma de contacto, de saberse vivo, deseado y esperado entre, con y por otros.

A partir de lo corporal, abre otro tema el autor: el del sexo entre distintas culturas. Por un lado, la curiosidad ya contada de la censura en el porno; también nos introduce en el extravagante mundo kawaii de la moda sweet lolita, mujeres vestidas de forma aniñada, tierna e inocente, que tiende a ser interpretado desde fuera como algo carnavalesco, provocativo y de fuerte componente erótico-infantil, rayano en lo perverso e incluso lo delictivo; mientras que en Japón es una subcultura normalizada y habitual, que nada tiene que ver con tipos penales; por otro, Roncagliolo nos ofrece también  una incursión en el mundo de la prostitución, que ni de lejos es la prostitución que conocemos: describe un mundo perfectamente organizado, higiénico, controlado, donde se selecciona como en un menú de restaurante, y en el que las prostitutas son lo más parecido a máquinas con cuerpos pero sin alma, lo que contrasta con las invenciones de la convención, robots sin cuerpos pero con una inteligencia artificial. Y en ambos casos, sin embargo, parecen actuar del mismo modo. O por traer un tercer elemento de contraste, los compañeros mismos de MAX en la convención, que se descuernan por hacer máquinas cada vez más humanas mientras ellos se deshumanizan cada vez más y resultan cada vez más programados para realizar su tarea. Esto último enraíza, ya que de atmósferas de ciencia ficción hablábamos, en la reflexión de Asimov a lo largo de su obra sobre la humanización de la máquina y la busca de las tres leyes de la humanidad análogas a las de la robótica, de la programación de los seres humanos, la posibilidad de predecir sus comportamientos etc.

A través de estos contrastes entre lo corporal, lo robótico, lo humano, entendemos que Roncagliolo no lo reduce todo al cuerpo, cuya primordialidad no duda en resaltar, sino como vía de encuentro, puerta de entrada a la mente, a la emoción, al carácter del individuo. Él mismo entiende su novela como una historia sobre cuerpos y sobre mentes, no como algo dual y separado, sino como las dimensiones inseparables de una totalidad que es el individuo. La historia se convierte en una novela psicológica, cuyo escenario es la mente de MAX: sus miedos, sus desconfianzas, los pensamientos y emociones que se despiertan en él, sus padecimientos ante la soledad y la incomunicación, sus estados de ánimo… Un aspecto que se inserta en medio de la trama entre lo natural y lo artificial, lo humano y lo robótico, la posibilidad de replicar la vida, como ya he mencionado con anterioridad.  Ciertamente, esta novela de Roncagliolo se inserta en la línea reflexiva sobre la autenticidad de la naturaleza humana, si es que de hecho existe.

En diversas ocasiones la novela se vuelve más cinematográfica que literaria, probablemente llevada de la mano por ese trasfondo cinéfilo mencionado de películas como Lost in traslation, Abre los ojos o Blade Runner, y a las que cabe añadir menciones a otros títulos del género de ciencia ficción como Matrix, a la que se cita literalmente, aunque recordemos también la mencionada paradoja de Putnam. Se observa, sobre todo, en las escenas que nos presentan una niña pequeña sin ojos, a la que normalmente MAX se encuentra en el ascensor, canturrea y llora y que afirma estar muerta, lo que del mismo modo entronca con el cine de terror japonés.

Pero no es el cine su única y principal referencia. La novela Tan cerca de la vida bebe de fuentes literarias clásicas: tanto el ya referido Frankenstein de Shelley o la anterior mitología del Golem de Meyrink, como el Pigmalión, que se reproduce por doquier en la literatura occidental —de entre las muchas, mencionaré una curiosa referencia: Pinocchio—. Ahora bien, en esta novela también parecen resonar las palabras de Borges «el golem es al rabino que lo creó, lo que el hombre es a Dios; y es también, lo que el poema es al poeta», porque en efecto, corren paralelos en esta novela el fondo de juego divino de crear vida semejante a uno mismo y el juego literario que, al mismo tiempo, crea la alegoría que dota de vida cuanto en la novela sucede.

Foto: Agencia EL UNIVERSAL/ Juan Boites

La figura del Golem también asoma el tema del doble, el otro que es uno mismo, tratado ampliamente en la literatura a partir del concepto alemán de doppeltgänger, pero que en esta novela nos aproxima más al maestro ruso Dostoievsky: al igual que en la novela El doble su protagonista, Yákov Petróvich Goliadkin, se encuentra consigo mismo en otro al acudir a su puesto de trabajo, en Tan cerca de la vida, MAX reconoce su propio rostro al llegar a Tokio en el taxista que le lleva al hotel y en todos los que en ese momento están en la calle: «Todos eran versiones de él mismo», nos dice Roncagliolo. Algo, evidentemente, que no es posible porque los rasgos físicos de un occidental y de un japonés son demasiado marcados como para confundirlos. En ello radica el primer impacto en el lector, que se encuentra ante una supuesta alucinación del protagonista o… ¿quizás un error de la matrix? He aquí una interesante lectura de la novela: ¿y si nuestro protagonista es el cerebro en la bañera y cuanto se nos narra no es más que una mera simulación? Una vez que ha sido introducida la paradoja de Putnam en la novela, el marco narrativo, el contexto y las circunstancias, todo lo que estamos dando por relato verosímil, cada acontecimiento, podría no ser lo que el lector mismo está leyendo. No es tanto la idea de que al final todo era un sueño, básicamente porque aquí nadie despierta como tal ni se cancela la historia en el punto final, pero queda flotando en el aire esa posibilidad escéptica: al fin y al cabo, si bien gran parte de lo narrado ha sido vivido por Roncagliolo, no olvidamos que estamos ante una ficción novelada: ¿es Roncagliolo el científico loco de Putnam que nos hace experimentar mediante su computadora-novela? El jefe de MAX en la corporación, el señor Kreutz es descrito como «científico loco» en su literalidad, luego ¿es Kreutz un alter ego de Roncagliolo? Ricemos el rizo: ¿es el narrador ese personaje de Kreutz? —sobre la naturaleza del narrador hay un enigma abierto con la existencia de dos versiones de la novela: una de 2010 y otra de 2011—. E incluso si seguimos la lógica de la conjetura que hemos lanzado: ¿somos los lectores el cerebro en la bañera que cree estar leyendo la novela? Esto reafirmaría las palabras de Borges que mencionaba antes.

Aún hay otra conclusión curiosa, que intuyo que no ha sido algo inocente, a la que podemos llegar desde el inicio de la obra si pensamos las palabras de Strindberg: «quien ve a su doble, es que va a morir». No me lo tomen a mal, no es un spoiler como tal ni desvela uno de los giros argumentales —qué sería de un thriller sin la muerte como personaje, nunca mejor dicho al caso—; aún hay un misterio, el verdadero misterio que genera el halo de suspense propio del thriller, acerca de esto que el lector debe descubrir. Ahora bien, descubrir sutilidades como esta, justo al comienzo de la novela, son las que enriquecen la lectura al envolverla de matices inteligentes que pasan desapercibidos y precisan de alguna lectura más o de un análisis más hondo.

Ese doble, además de las escenas iniciales en el taxi, reaparece poco después, cuando MAX toma por intruso en su habitación de hotel a su propio reflejo en el espejo. Estas primeras páginas asientan el asunto psicológico de la autopercepción, la identidad, el desdoblamiento, lo que incluye, como no podía ser de otro modo, el doble a la manera del Jekyll y Hyde de Stevenson (el señor que mata y el señor oculto). También lo encontramos en el nombre de la corporación para la que trabaja, Géminis, que es un evidente eco del tema del doble, subrayado por su eslogan «Tan cerca de la vida. Como dos gotas de agua». De igual modo, su esposa Anais es un personaje que continuamente surge en la novela bajo desdoblamientos: a través de la tecnología del asistente personal que MAX sigue llamando teléfono, bajo la apariencia de una prostituta cuya voz es similar.

Algo que también resulta, en principio, intrascendente, y en modo alguno lo es, es esto del asistente personal y que MAX sigue llamando teléfono, como he dicho —nótese la ironía—. Una especie de cubo con tecnología 3G que, bajo la apariencia de ofrecer alternativas y opciones, información para la toma de decisiones más libres, más bien parece tomar las decisiones por nosotros y ser un elemento de control y vigilancia, un canal más de despersonalización y de pérdida de identidad. Piénsese la idea de acabar haciendo lo que todo el mundo hace solo por sugerencia de un aparato que almacena y rastrea elecciones y gustos nuestros que te conoce mejor que tú: ¿podría sugerirnos algo distinto a lo que nosotros hayamos ya elegido o mostrado interés? ¿No es acaso una herramienta de homogeneización que nos encierra en un bucle de nosotros mismos? Según avanzaba la novela iba pensando esta idea: siempre nos venden como una mejora la sugerencia y el anuncio personalizado, y al mismo tiempo lo veo como una limitación que impide ver qué hay más allá de nosotros mismos y que, a la larga, nos cierra el paso a conocer lo otro, lo distinto, lo diferente, lo que nada tiene que ver con nosotros. No estoy tan seguro de que Roncagliolo haya querido ir tan lejos, aunque, desde luego, me parece un punto interpretativo asequible que no desvirtúa la narración.

Al fin y al cabo, esta novela supone un cambio de trayectoria para su autor, un giro de 180º para abandonar la novela política y caminar una senda literaria muy distinta. Y ese giro se alimenta de una idea que comparto: detestar la literatura que trata de convencer de algo, que intenta colocar un mensaje o una moralina. Tan cerca de la vida está en las antípodas de otras obras suyas como Abril rojo (2004) o Memorias de una dama (2009), razón por la que produce tanta divergencia en la crítica.

Héctor Martínez

JANKÉLÉVITCH: «PENSAR LA MUERTE»

Vladimir Jankélévitch

Vladimir Jankélévitch

Si se quiere alguna aproximación al voluminoso y tripartito La muerte de Vladimir Jankélévitch, buenas son estas entrevistas a su autor publicadas bajo el título Pensar la muerte. No pueden venir a sustituir el desarrollo de tal pensamiento, pero sí a presentarlo de una forma clara y concisa.

Y es que el tema de la muerte había caído bajo el dominio médico como un acceso, como el resultado de una enfermedad mal curada e incluso incurable en ese momento, o bajo la tutela de una suerte de mística y oscurantismo, fantasmagorías mientras que el resto de mortales olvidaban -y olvidan- su condición. Se ha llegado a pensar que, como algo opuesto a la vida, era preciso negar la muerte, o a lo menos, no pensar en ella, para poder afirmar su contraria. La afirmación de la vida para muchos, se convertía en la ceguera del destino y mero pesimismo toda reflexión acerca del tránsito. Acaso sólo se ha tolerado creer que el sinsentido de la muerte dotaba, necesariamente, de sentido a la vida, pensados, como ya se ha dicho, en tanto que opuestos o contrarios.

Sin embargo, Jankélévitch, en una magnífica reflexión contraria a la teoría antagonista entre vida-muerte, se vuelve en contra de la simetría que subyace a ésta:

(…) se considera a la vida humana como una gran línea entre dos extremos. (….) Es un mito de simetría, un mito espacial (…) Pero la vida es tiempo. El tiempo no puede ser desplegado en el espacio. (…) En consecuencia, la muerte y el nacimiento no son simétricos. (…) Son dos cosas incomparables. (…) No son nunca dados juntos en una experiencia simultánea. (…) en el nacimiento la nada está antes, mientras que en la muerte está después. (…) Eso lo cambia todo.

Por otro lado, y apoyándose en Bergson, afirmará Jankélévitch que, si bien es cierto que la muerte limita a la vida, lo hace como el ojo a la visión. Es decir, aunque el ojo permite ver, sólo lo permite dentro de unos límites. Así la muerte, siendo el límite de la vida.

(…) al mismo tiempo comprendemos que el hombre no sería él mismo un hombre sin la muerte, que es (…) la que hace las grandes existencias, la que les brinda su fervor, ardor, su tono

En definitiva, que aquello que no muere, el anhelo de inmortalidad, es aquello que, simplemente, no vive. El ejercicio filosófico consiste en reunir en el hombre sus dos notas esenciales fuera de un plano simétrico y dialéctico denotando un error básico como es el haber considerado al hombre como esencialmente vida dejando al margen la muerte. Afirmar la vida no es posible sin tener en cuenta el dato que la convierte en digna de ser vivida por el hombre: la propia muerte.

Y mientras se vive, se envejece. He aquí otro mito: envejecer es aproximarse a la muerte. Ahora bien, el llamado envejecimiento lo es en función de los ritmos de vida. Los viejos de antes no son tan viejos ahora con la misma edad. Pensemos, por ejemplo, en la incorporación laboral o la procreación, las edades en que se daba antes y en las que se da ahora. ¿Consideraríamos envejecida a una mujer de treinta o cuarenta años? Hoy la vemos más joven de lo que se la veía en el pasado. Esto es, el envejecimiento no es un dato uniforme y homogéneo, sino que pende del criterio del ritmo en que se vive, más largo o más corto, más pausado o más acelerado. Pero esto no nos aproxima más o menos a la muerte. Entre otras cosas, porque no existe distancia entre el hombre vivo y su muerte, sino que ya acarrea con ella por condición. Tan sólo, quizás, nos es dado aplazar médica o precavidamente su acontecimiento, porque la muerte no es necesaria en tal fecha o en tal otra, pese a que sea ineludible. El envejecer, entonces, no es otra cosa que la disminución de la posibilidad de aplazamiento. Mientras que la vida se alimenta de la posibilidad del mañana, cada año es menos posible aplazar la muerte:

Pienso que un anciano debe tener el corazón oprimido cuando se le dice «el año próximo», «eso será para el verano próximo»

No se piense, emepero, que Jankélévitch pretenda ser un gurú que enseñé a morir. Es muy contrario a las escuelas de tales pretensiones sobre ascesis y mortificación, por un hecho muy simple: no se puede aprender a morir, porque la primera vez que ocurre es la definitiva. No se puede practicar hasta dar con una muerte correcta o bien llevada. Contemplamos la muerte de otro como el instante mortal más próximo a nosotros, pero de ello no aprendemos cómo morir, sino sólo que es condición necesaria que ha de darse también en nosotros.

A este respecto de contemplar la muerte de otros, cabe pensar en circunstancias como el más allá, la pena de muerte o la eutanasia. Efectivamente, estas cuestiones se tocan con más profundidad en las tres entrevistas siguientes. Así, observa el filósofo cómo es inherente a toda religión en tanto que tal, la promesa de vida después de la muerte, es decir, transformar muerte en símbolo de vida rebajando el acontecimiento. Una frivolización, poca seriedad, asentarse sobre el misterio de la muerte -por ejemplo, en la cruz- y trastocarla a símbolo de salvación y resurrección, nueva vida, pasando por aquélla de puntillas. En el caso de la eutanasia, enfrentado a los Nobel firmantes de un manifiesto pro-eutanasia, en primer lugar arremete contra el principio de autoridad:

Uno no se inclina ante un premio Nobel, porque se puede ser premio Nobel y razonar muy mal. Y menos todavía se inclina ante el Orden médico, que es reaccionario y que, peor que eso aún, se ata a todos los tabúes

Y es que, en segundo lugar, Jankélévitch considera que la cuestión de la eutanasia afecta exclusivamente al Orden médico y la contradicción que supone con Hipócrates y su código.

(…) el problema es el del papel del médico. El médico está ahí para preservar la vida, para prolongarla tanto como se pueda, eso forma parte de axiomas evidentes de la deontología médica, es el juramento de Hipócrates: el médico no está para dar muerte, está para dar vida. Y cuando sobreviene la muerte, el médico no tiene más nada que hacer.

Al fin y al cabo, la eutanasia sirve a la buena muerte de aquél que no puede procurarse a sí mismo un suicidio, aquél que precisa de colaboración en su muerte por algún impedimento. El que no sufre impedimento, se suicida, siendo el suicidio un acto, pese a la ley, personal e íntimo. El problema surge cuando el que quiere acabar con su vida y sufrimiento, no puede hacerlo por sí mismo; cuando entra en juego la necesidad de una inyección letal y vigilada médicamente, consentida por el paciente y por familiares, en todo caso. ¿Considerar legítimo y racional, por la sacralización de las últimas voluntades, el deseo de morir en medio del tormento? ¿Confiar en la transmisión familiar de ese deseo, cuando el moribundo no puede comunicarla? ¿En el juicio probabilístico del médico? Pues no todos los casos son tan claros: hay casos que Jankélévitch califica de «irrisorio» su debate; pero muchos otros suponen la renuncia a un mañana en que podría surgir la curación. Dicho más claramente:

Teóricamente, le digo sí a la eutanasia. Pero decirle sí a la eutanasia en todos los casos, por el contrario es desconocer el tiempo, la potencia del tiempo, la apertura del porvenir, el sentido de lo posible (…) Toda decisión que usted tome es una decisión (…) instantánea, relativa a un momento del día, al estado en que se encuentra cuando la toma

El problema que descubre Jankélévitch es constatar que no existe un criterio a priori, universal y necesario, para todos los casos. Muy al contrario, si bien puede afirmarse en la especulación teórica, en la práctica la eutanasia viene a particularizarse refutando su universalidad. No puede decidir una ley general, sino un juez -médico- en cada ocasión concreta. Y es esta la mayor dificultad que enfrenta cualquier propuesta sobre eutanasia, más allá de tabúes, demagogia e ideologías.

Si bien existe esta experiencia del querer morir por dimisión de la vida a causa del sufrimiento, que no sería sino darnos una fecha y una hora de muerte elegida, en lugar de esperar, también damos con la experiencia en que no queremos y otros eligen por nosotros: la pena de muerte:

Sí, es una experiencia monstruosa.(…) la fecha es conocida, y eso no lo es para nadie. (…) El hombre no está hecho para conocer esta fecha, esta hecho para entrever. Su vida está cerrada por la muerte pero está siempre entreabierta por la esperanza, lo que hace que nunca sea necesario morir. Es esta esperanza la que le está negada al condenado a muerte. Eso es contra natura, inhumano.

El reproche de Jankélévitch va a la esencia misma de la condición humana y mortal -rasgo definitorio de toda su reflexión-, esto es, saber que la muerte es necesaria, pero no es más necesaria ahora que después. La fecha es incierta. La inhumanidad de la pena de muerte no está en el arrebatar la vida, ni en los asaltos al derecho, sino en hacerlo y comunicarlo al condenado que ya sólo puede esperar que llegue, sin falta, el momento prefijado. La pena de muerte es inhumana desde el primer momento en que se sentencia y no sólo en el instante mismo de la ejecución.

Jankélévitch destierra de su pensamiento toda forma de ocultación del tema. Su labor no es descubrimos cuál es la respuesta al gran misterio de la muerte, sino pulir y desnudar la actitud que, perennemente, trata la muerte como tabú o tiende a separarla de la condición humana, olvidándola hasta el suceso. La mentira piadosa al enfermo, la proclamación de la eutanasia por ley a priori, lo inhumano de la condena a muerte en la condena misma y no tanto en la muerte… actitudes con las que nos mentimos a diario sobre lo que es nuestro ser, indefectiblemente hecho para vivir y morir, sin la moralidad del bien y el mal. El filósofo, como reza el título, piensa la muerte y no en la muerte, es decir, la piensa no como acontecimiento momentáneo, sino como condición natural de nuestro ser; no sólo en el instante, sino la vida misma en la que ya va inserta como algo indisolublemente nuestro.

Héctor Martínez