«UNA MUJER EN PIGALLE», DE CARLOS SUÁREZ
El verano terminó y apenas he cumplido con las lecturas que, optimista yo, me propuse, sin enmienda, allá por mayo de cara al período estival. Puede que fueran demasiadas, o puede que haya colado alguna que otra de más con posterioridad. Así, claro, es imposible. El caso de la novela que justifica la entrada de hoy es, precisamente, una de las que no estaba en la lista inicial y que, debido a una coincidencia en redes sociales, llegó hasta la mesa de mi terraza. A destiempo había yo leído y reseñado una más de Antonio Tocornal, y digo a destiempo porque yo hablaba de La noche en que pude haber… y él estaba en promoción de su nueva criatura, Malasanta, cuando nos amistamos en redes Carlos Suárez y yo. E igual que con Tocornal, yo andaba leyendo su anterior obra mientras Carlos Suárez anunciaba su siguiente, Vermeil. Así es la vida de este lector, siempre a la zaga y rara vez a la última, pegando brincos del ayer al hoy.
La novela se titula Una mujer en Pigalle (Reservoir Books, colección Roja&Negra, 2016), con seis años ya de circulación por librerías y bibliotecas. Es la segunda que publica Carlos Suárez, después de La muerte zurda (2004) y, como ya hemos dicho, no la última. Catalogada como novela negra, narra la intrigante historia de un crimen que lleva más de medio siglo falsamente resuelto. El crimen fue cometido a comienzos de 1941 en un pequeño apartamento de la plaza Pigalle y en el París ocupado por la Alemania Nazi; la víctima, una joven sin nombre cuyo cadáver aparece dando vueltas maniatado a un ventilador de techo y estrangulado por su propio sostén, con múltiples cortes y un cuchillo ensartado en su vientre; las pistas, pocas y malamente atendidas; el culpable… bueno, un pobre tipo fue incriminado, pero sabemos que el culpable será otro, porque si no, no habría novela. La resolución habrá de llegar con el nuevo siglo de manos de la periodista Monique Marais y el fotógrafo Claude Leconte, encargados de un reportaje que, en realidad, está dirigido a colgarle la muerta a un escritor muy celebrado aunque con un oscuro pasado, Lazare Bracq, quien se halla enfermo de Alzhéimer en su última etapa de vida. ¿Quién era esa mujer? ¿Fue él, Lazare Bracq, realmente el asesino? Pues hay que ir deshaciendo la madeja a partir de una pista literaria: un libro en la escena del crimen cuatro años antes de que se publicara. Es el cabo metaliterario del hilo que agarramos hasta alcanzar el otro extremo, al final de la novela. El viaje, como siempre, es lo que importa.
De la trama, hasta ahí podemos leer. De las bambalinas podemos decir algo más. Por ejemplo, que no es casual que quien investigue y desmadeje la historia sea una periodista. Carlos Suárez lo es y él mismo afirmó que resulta más fácil manejar la situación cuando conoces el ámbito en que debe desarrollarse. Ahora bien, no solo es un guiño profesional, sino también un pescozón, porque Carlos Suárez introduce una crítica directa a la labor periodística actual, cada vez más volcada hacia el sensacionalismo y el salseo, y menos hacia la investigación y la información veraz y contrastada. Ya saben, aquello de que la verdad no te estropee un buen titular, con la voz de Toni Curtis, resonando cada vez más en las redacciones como máxima y no como pecado. Así, Monique Marais reconoce sobre Delvaux, su redactor jefe que busca medrar como pueda: «supe desde el principio que Delvaux iba a forzar la investigación, que intentaría vincular a Bracq con el asesinato en cuanto apareciera el menor indicio, o incluso sin necesidad de eso. Que estaba dispuesto a enfangar de mierda a Bracq hasta las cejas. Fui ingenua al pensar que podría controlar a Delvaux. Nunca pensé que me echaría del caso, pero me equivoqué. Supongo que le viene mejor otra persona. Alguien más maleable». Y el tirón de orejas es justo. No es que lo diga yo, es palpable que hay una desconfianza creciente sobre los medios de información tradicionales, en la prensa, radio y televisión, sometidos a las ratios de audiencia, a la venta de periódicos, revistas y subscriciones digitales, a la publicidad y a los poderes político-empresariales a los que cada uno se debe… Hoy es normal escuchar el consejo de que te informes en distintos medios que cojeen de distintos pies para poder recomponer la información, evitando los sesgos y las cajas de resonancia… y a veces ni por esas, porque te encuentras que la misma noticia es diametralmente opuesta de un medio a otro; también se escucha que hay mayor confianza en las redes sociales y la información sin filtros, que es la historia de siempre: creer antes el rumor y marujeo que publica un random a nivel mundial y que las redes viralizan, darle validez sin sospechar que, precisamente, ahí la información no es que esté sesgada, es que no tiene ninguna garantía de ser siquiera información. Con el fuego encendido por la cultura de la sospecha sesenta años hace, no es nada bueno avivar las llamas de la desconfianza que levanta, porque termina volviendo en forma de desprestigio profesional. Hoy tenemos casos para aburrir en los medios, con nombres y apellidos. Pero no es el tema a desarrollar aquí. La novela solo lo apunta.
La historia principal transcurre en el período de entreguerras y el inicio de la ocupación Nazi de París. Suárez acude así a un período de la historia que le fascina, en sus propias palabras, y le sirve para convocar, frente al París ocupado, el París vanguardista, que, recordemos, los Nazis tacharán de Entartete Kunst (arte degenerado): la novela extiende una alfombra roja para el desfile, previo a la ocupación, de artistas, modelos y escritores como Balthus, Roland Penrose, Pablo Picasso, Dora Maar, Man Ray, Lee Miller, André Breton, Paul y Nusch Éluard o Ady Fidelin. Buena parte de sus páginas es un detallado recorrido y descripción de las escapadas de los Éluard, Lee Miller, Man Ray, Ady Fidelin, Roland Penrose, Pablo Picasso y Dora Marr a Mougins y Antibes, donde daban rienda suelta a la desinhibición de toda convención social y moral en materia de consumo, pareja y sexo. Lejos de levantar alguna censura moral o de recrearse en lo más puramente pornográfico, que bien hubiera podido tirar por cualquiera de los extremos, Suárez mantiene buen tino en hacerlo desde una perspectiva artística, neutral, meramente documental, recreando las instantáneas de Man Ray, las fotografías que tomó Penrose, o los ejercicios de cadáver exquisito y el body writting, posados para bocetos… de modo que las descripciones de las conductas sexuales quedan perfectamente inscritas en el contexto de liberación artística. Antes que depravación, desprenden las páginas el aire de liberación de convenciones y ataduras sociales. Incluso Balthus, que hoy levanta más ampollas que a lo largo de todo el siglo XX, es tratado con sumo cuidado artístico recreando en écfrasis perfecta las pinturas Alice (1933), La toilette de Cathy (1933) y la archiconocida La lección de guitarra (1934), sin atisbo de perversión en el artista, sino más bien intereses puramente estéticos. De hecho, su origen polaco engarza perfectamente con el hilo de la novela y la protagonista-víctima. Lo que no puede evitar nuestro autor es aprovechar ese deje oscuro de Balthus o el sadomasoquismo de Picasso para que sus conductas resulten sospechosas, amenazantes, sombrías. Y lo logra con gran efectividad.
La historia es ficción, pero el París de los 30 es real, como también son reales los Nazis. Los personajes se mueven en un escenario de realidad histórica y se interrelacionan con protagonistas de la historia, en este caso, artística y literaria. Asume la novela en este punto y de forma intencional un carácter histórico, más allá de los veranos de la troupe de Éluard, las exposiciones de Balthus, la ocupación Nazi. Es también el París de los bajos fondos y de la prostitución, en el que Éditions Gallimard se afianza y se instala en su residencia fija de Sébastien Bottin, 5, el Gallimard ambiguo bajo la bota Nazi, el París sometido a la censura y las delaciones vengativas, la persecución de judíos, el París de la Resistencia francesa. Todo ello está en la novela, se disemina por sus párrafos, otorgándole mayor verosimilitud a los intrusos ficticios, cuya inserción es completamente natural y convincente. A la vez, todo el caldo histórico se contagia de la materia literaria. La mezcla de realidad y ficción está en su justo punto.
Tenemos tres focos narrativos en Una mujer en Pigalle. El primero de ellos sigue a la víctima, Rachel, su origen, sus vicisitudes como emigrante en París donde será prostituida y poco a poco irá escalando socialmente hasta su asesinato, entre 1938 y 1941. El segundo a la periodista y al fotógrafo, Monique y Claude, sesenta años después, desentrañando la trágica historia de Rachel. El tercero tiene como figura al exitoso escritor Lazare Bracq, ya anciano, y su desesperada liza contra el veneno del Alzhéimer a la vez que es el punto convergente del ayer ido y el hoy presente.
Este último foco recibe buena parte de la atención por Carlos Suárez, quien ha conocido muy de cerca los estragos que causa la enfermedad, y son notables las maneras de que se vale para articular la historia del crimen y el drama en primera persona de la enfermedad. Sobre todo porque esta última no será un elemento accesorio, sino principal para que el suspense de la novela atrape al lector. Lazare toma notas constantes de quién es quién, descripciones, nombres, relación que tienen con él o motivos por los que tratan con él, y continuamente debe acudir a esa agenda que protésicamente suple a su memoria más reciente mientras teme el avance de la enfermedad: «Sé que el avance de la enfermedad es inevitable, que no es solo esa capa superficial, ese leve y volátil estrato en el que se almacenan los recuerdos recientes, lo que se desvanece. Sé que el mal avanza, ha ido —va— extendiéndose como una mancha de aceite, calando hacia abajo, como la humedad en un suelo inundado, haciendo desaparecer también los recuerdos que estaban ya asentados en la memoria. Sin embargo no alcanzo a calcular la extensión del olvido, la devastación que la enfermedad ha provocado ya». Entre alucinaciones y malas pasadas de la mente, en la memoria fragmentada del escritor va tomando forma algún recuerdo de aquel tiempo en que conoció a la víctima, como también sus propios y deleznables actos. Tanto interés tiene él por recordar qué pasó, por recuperar la memoria y dar sentido a las piezas de ese puzle que se descompone dentro de él, como nosotros, lectores, porque la enfermedad no avance y se nos revele lo sucedido.
Cerré la novela con la idea en la cabeza de que el pasado siempre vuelve, de una u otra manera, que lo hecho ayer repercute en lo porvenir, a veces de forma injusta y trágica, otras como un tribunal interior que dicta la peor de las sentencias. Acaso como escribiera Borges: «el olvido es una de las formas de la memoria, su vago sótano, la otra cara secreta de la moneda». Sí, el pasado repercute con sus ecos, y es irreversible: su guardián es la memoria y su amenaza es el olvido.
Héctor Martínez