«ARIZA» MARTÍN CID E ISABEL DEL RIO

Portada Ariza

Portada Ariza

Fui a la Feria del Libro, en el Retiro. De caseta en caseta, eché un vistazo. Nada. Algunos de los que allí estaban son nombres que enseño en mis clases de literatura. Me paré en una determinada, la del Grupo Alcalá -creo que la caseta 303-, y allí, por fin, me hice con un ejemplar de Ariza, novela de la que, unos artículos atrás, prometí hablar. La tomé en mis manos, pretendí bochornosamente que me la cobrara una chica que estaba allí firmando su libro -porque creí que era la vendedora-, y, después de pagar a la persona correcta, pude empezar a leer.

La gran particularidad: hay que darle la vuelta al libro. Y como dije, hace pocos días, en la presentación de Un siglo de cenizas, esto no es baladí, no es un mero capricho literario para llamar la atención -podría serlo, pero no lo creo así-. Entonces no pude extenderme sobre ello. Ahora, en cambio, puedo explicarme. Estamos tan acostumbrados a que el libro se lee de izquierda a derecha, desde la portada que ya nos indica la dirección de lectura y la posición del libro, que nadie repara en que esto no es algo fijado por ley natural alguna. Igual que en el espacio no hay arriba y abajo -carentes de un punto de referencia ni de límites, por el momento-, en un libro no existe razón para que haya delante y detrás, principio y final como puntos distintos en los extremos de una lectura lineal. Igual que los espejos nos devuelven izquierda y derecha intercambiados, los capítulos de la novela nos alteran la usual forma de leer. Quiero decir, nos parece extraño, pero lo vivimos a diario, cotidianamente, en el espejo del baño en el que nos miramos para «arreglarnos» los estropicios con que vinimos al mundo y que al mundo parecen no gustarle. A diario nos regimos por relojes -ya quedan menos- cuyas agujas dan vueltas en redondo, empezando y acabando el día, la hora, y el minuto, exactamente en el mismo punto. Es natural para nosotros el ciclo de las estaciones, la rotación y traslación de la tierra y del resto de astros, los ciclos lunares, las ruedas de los automóviles, las rotondas y plazas… ¡Hasta existen las líneas circulares de metro y autobús! ¿Por qué ha de extrañarnos que un libro empiece y termine en el mismo sitio, si lo importante es si nosotros estamos en el mismo punto de partida o algo ha cambiado? Siempre nos dirán que un ángulo de 0º, aunque representado en el mismo punto, no es igual a un ángulo de 360º. El último implica una vuelta, un movimiento, un viaje. Y yo seguiré insistiendo: siempre que se viaja, se viaja para volver, aunque creamos que no nos hemos movido, o pese a que nos encontremos al final, en el punto de partida. El movimiento, como dijeron los griegos, no sólo es traslado. Quiero decir, el movimiento, no sólo se demuestra andando. Y, sin embargo, dentro de este círculo, en la novela hay una línea fundamental: la línea Valladolid-Ariza, línea que Isabel y Martín van curvando literariamente sin que deje de viajar por todos sus puntos, a día de hoy, a pesar de estar totalmente clausurada desde la mitad de los años noventa. He oído decir que, tras años de peleas, los políticos habían decidido reabrirla con el peso principal del enoturismo, pero las últimas noticias que leo, del pasado mayo, reflejan que todavía todo está parado. Quizás tenga la novela ese matiz de denuncia por un abandono injustificable, por un hacer oídos sordos a la reivindicación de la zona:

Eugenio Escudero había luchado por la unión de la Meseta Norte. La línea Ariza era la esperanza para toda una comunidad, para toda una generación y para todo un país. Ariza sería el símbolo que aglutinaría a España, que la haría entrar en Europa.

Martín Cid-Isabel del Río

Martín Cid-Isabel del Río

Ariza es para el lector, efectivamente, un viaje de ida y vuelta, un movimiento transversal -como la propia línea ferroviaria Valladolid-Ariza-, un camino que cruza más el tiempo que el espacio: un juego con las tres dimensiones temporales hasta hacerlas prácticamente desaparecer, confundirse. Juego que convierte a los personajes en algo así como apátridas intemporales en medio de los cien años del mundo que se recorren en la novela:

Tú y yo no tenemos patria…, alguna vez quisimos una, pero no estamos hechos para España o para Ariza: nuestro horizonte es más grande.
(…)
– ¿En qué año estamos? -preguntó Carlos
¿Y a quién diablos le importa? Rieron todo el trayecto, y recordaron momentos felices, aún más felices.
(…)
(…) a veces el tiempo es como un espejo, un libro leído en dos sentidos.

Sus autores, Martín e Isabel, lo dirán continuamente: Ariza es tiempo -¿les servirá la intuición machadiana «palabra en el tiempo»?-, Ariza es historia -los cien años (1895-1995) de una línea ferroviaria, también los cien del siglo XX vallisoletano, español y europeo-, Ariza es un viaje que puede empezar en cualquier vagón de naranjas. Ariza es espejo y reflejo, sombra:

A veces -dijo el espectro- sueño con un libro que comienza de nuevo, sueño con que miro, a través del espejo, mi propia sombra. Sueño con una melodía que se vuelve a retomar y con la finca. A veces, sueño mi propia imagen.

El personaje principal es Aegis, escudo y espejo al mismo tiempo, que regaló Atenea a Perseo. Escudo que protege, pero que también refleja a las gorgonas letales, a las Medusas. En Ariza también hay Medusas, también hay Acrisios que temen a sus descendientes y los alejan de sí queriendo evitar lo inevitable -los destinos trágicos-, también hay Perseos que desean proteger a sus madres, que vuelven a su lado, madres que no mueren sino que siguen «luciendo» en cada página, a cada momento, desde otras orillas. La familia Escudero-Olidella-Medina se nos tinta con el color del mito, de la tragedia griega, con sus partes, con su oráculo, su fatalidad, su Coro -Ariza, a partir del Capítulo X-. Con ello alcanza la fuerza lírica a la que se ha ido llegando paulatinamente, sin mermar el carácter narrativo, ganando también en el tono romántico de misterio, fantasmas, espíritus, noches -Zorrilla, o el adelantado Shakespeare, con su Ofelia-Diana-:

Sólo buscábamos. Era mi amiga, jamás la traicioné. Sí, la hiciste creer en fantasmas. Existen, aunque no queramos creerlo. No es tan absurdo, sólo hay que saber mirar. Te he observado, Miguel, también tú puedes…

Pero Ariza también es música y pintura y arte -Chopin, Debussy, Mozart, Beethoven, Picasso, Velázquez, Goya, Rodin-. La música se anuncia, como la guerra. Se hacen presentes en el mismo capítulo, mientras se abandona la pintura. La Guerra Civil termina como si cesara una música, tiempo durante el que alguien aprende, desde lejos, a recorrer la escala y pisar los pedales, a interpretar nocturnos. Los antiguos cuadros no se venden:

Soy incapaz de deshacerme de estos cuadros. Tuve la oportunidad de vender algunos y no pude, era como si me robarán el alma.
(…) El oleo seco no se quita. Permanece, es bello

Junto al espejo de la coqueta, junto a Aegis, otro personaje se vuelve fundamental: un Pitágoras pintado, que permanece en el húmedo sótano, que como cualquier otro cuadro, no se vende. Aunque no es Pitágoras, es el número. Estamos ante doce capítulos, simétricos, en dos grupos de seis: reflejo un grupo del otro. El Doce (1+2=3) que es múltiplo de tres. El seis que es divisor de 12, múltiplo de 3 y primer número perfecto pitagórico, es decir, primer número que es resultado de la suma de sus divisores, número que representa la procreación y la familia. Tres mujeres o tres parcas, tres nietos, tres estaciones -Grande, Esperanza, Chiquita-, es el tres la unidad y dominio del espíritu sobre la materia, la trinidad del tiempo -pasado, presente, futuro- con la que juega la novela, y también el plano, el mundo, la armonía -como entiende la novela el concepto de «simetría». El tres, a su vez, representa el triángulo, primera figura perfecta, primera perfección, por ejemplo, el triángulo equilátero: la sagrada tetraktys (1+2+3+4=10=1+0=1) formada por 10 puntos que son la unidad, con su pentagrama místico inscrito, la estrella de cinco puntas (3+2=5) que representa al hombre y el imperio del espíritu sobre la materia -volvemos al tres-; pentagrama, símbolo de la salud, que se forma trazando las diagonales de un pentágono regular, o lo que es lo mismo, con tres triángulos isosceles -volvemos al triángulo, volvemos al 3-. Pero el cinco tiene mayor importancia pues es el número menor cuyo cuadrado es igual a la suma de sus catetos, origen del primer triángulo rectángulo, divino para los pitagóricos, símbolo del matrimonio, centro de la tetraktys. El cinco -matrimonio, lo másculino y lo femenino-, número circular como el seis -procreación y familia-, como Ariza: porque sus potencias vuelven a él. Quiero afirmar con todo ello algo tan simple como que en Ariza de Isabel y Martín triunfa el espíritu, o, como me firma Isabel:

Ariza signfica «Esperanza». Es el tren que lleva a esa estación que es el principio de la vuelta, el momento en que todos nos encontraremos.

¿Será todo número, como afirmaban los pitagóricos? ¿Será verdad que la naturaleza se escribe con caracteres matemáticos, como enseñaba Galileo? ¿Será un tren que vuelve, vida, en el plano del mundo donde suceden matrimonios y procreaciones, y donde ha de triunfar el espíritu?

Héctor Martínez

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Martin Cid

Martín Cid

El motivo y causa de que hoy te acerque, lector, a Martín Cid, no es otro que la presentación, hace poco, en el Estudio Torres de Madrid, de la novela Ariza, escrita junto a Isabel del Río y editada por Grupo Alcalá. El problema es que no la he leído, más que nada porque no ha caído aún en mis manos, asunto por resolver en los próximos días. Por tanto, poco puedo decir de momento, sabiendo que dejo una deuda pendiente y un espacio reservado para el título en algún día no precisado. Sin embargo, desde la amistad, quiero, como honradamente querría cualquiera, servir como eco de su obra.

Hablar de amigos y conocidos, aunque parezca lo contrario, resulta harto difícil. Hasta qué punto uno es justo con ellos -cuando se pretende-, por dónde empezar y en dónde ya hay que callarse. Conozco a Martín Cid y su pipa de alguna tertulia, espaciadas en el tiempo, en el Estudio Torres de Madrid, allá por la zona de Tribunal. Fueron, quizás, mis dotes para cabrear al personal, las peculiaridades de Martín, y el aprecio de ambos a una buena charla lo que más nos han acercado. Esto y los amigos comunes, por supuesto, Alfredo y Jaime, inestimables en el arte de avivar el fuego de una agradable discusión sin límites. Y del roce -no de cuerpos, sin ofender- surge el cariño, dicen. Nunca soporté a Joyce y eso es algo que Martín lleva muy mal, lo cual le hace bastante entrañable e imprescindible en el panorama. Quiero decir, el no haber podido pasar de la página veinte del Ulises no es un obstáculo para estrechar con aprecio su mano. Y él que la ofrece, siempre y cuando no se achante uno en sus posiciones respecto de Joyce. Ante todo, integridad y no adular las orejas.

A través del espejo, Perversidad, su colaboración en Yareah -Revista Magazine de literatura- Un siglo de Cenizas y Oficios ingratos -en proyecto ambas, son textos donde el tema de los reflejos valleinclanescos, las máscaras, la música, y las estucturas narrativas se muestran como los rasgos definitorios del autor. Se trata de obras que inmediatamente nos introducen en el universo literario al consagrarse como ecos de Joyce, Poe, Carrol, Dostoievsky, Mann, Dante o García Máquez, y hasta de Borges -pese a que, creo, no lo ha tocado nunca- en la reinvención de personajes y la construcción de historias sobre historias. Es la literatura mirándose al espejo: la tan criticada y denostada metaliteratura. (Léase para la cuestión Mis cien escritores favoritos, publicado en las Guías culturales de Liceus.com)

Martín Cid-Isabel del Río

Martín Cid-Isabel del Río

El hecho de que la propia narración abandone el primer plano y no asuma más exigencias que las que se imponen en la misma creación, se relaciona con el otro fundamental esfuerzo puesto en la estructura musico-literaria, pensada como notas en un pentagrama y como pura sinfonía de personajes, armónica o en intervalos disonantes -Isabel del Río me reconocía que a Martín hay que ponerle un límite para que no desbordase en el caos, aunque un caos de los que guardan, curiosamente, orden y concierto-. Relatos cortos independientes que conforman una misma historia, como en A través del espejo y Oficios ingratos, la trabazón cabalística de Un siglo de cenizas o el texto de lectura invertida que presenta junto a Isabel en Ariza, aprovechando ya incluso el propio formato del libro impreso.

Hasta aquí, lo que Martín y yo hemos comentado en alguna ocasión. Sólo puedo hablar por mí mismo, en realidad, de una obra: A través del Espejo. Cuando supe de su publicación en Cervantes Virtual, me precipité a leerla. Y hoy tengo la excusa perfecta del autor para hablar de ella.

Lo primero, reconocible a distancia, es la comodidad -si puede usarse este término- de no leer con la soga al cuello por tener que terminarla. La estructura comentada de relatos cortos independientes, configurando una misma historia, permite quedarse con los retazos sueltos de cada relato. Es un acierto tal estructura con lo horrible que resulta leer necesitando mantener una regularidad y pensando que todo consiste en descubrir página a página como terminará todo. Sobre todo cuando la literatura -de nuevo, si puedo usar el término- ha desembocado en el océano del contenido y la trama y se ha olvidado del relieve que le atribuye formas. En segundo lugar hay que subrayar el excelente trabajo en los desdoblamientos de personaje a que asistimos -como por ejemplo en la Primera Parte Sobre William Wilson, recogiendo el guante de Poe-, jugando con la voz de un narrador protagonista que se narra, alternativamente, a sí mismo en tercera persona:

Y allí entró, entré, y así observó los rostros macilentos de un enjambre sin reina

Y una narración que se sigue en los personajes, abundando más en descripciones de un magistral universo de adjetivos. Recuerdo, por ejemplo, el comienzo de la Segunda Parte:

Era un pa[i]saje rugoso, estrecho, penoso… Rodeado por el angosto bosque, regentado por el espeso cielo, enclavado en la noche, esculpido por el ventear constante, amarrado en el tiempo y en el silencio…, rudo y familiar, desgarrador y triste, aterrador, ronroneante, espeso, seco y filtrado, musical y apático.

Se trata de adjetivaciones de libre asociación, creando al azar, al menos para el lector -papel que asumo-, ingeniosas metáforas nunca oídas, entre aliteraciones y sinestesias -«blanco su blando rostro alado como la luna de lana», «la vedada bella vela, tratando a ambas de olvidarlas», «Las olas martilleaban leves las piedras húmedas, acariciándolas seguras», » Los sonidos de la noche se movían, crepitaban entre las luces», todo ello en la Segunda Parte, Drama. Adjetivación recurrente que hace discernible cada relato, ya el «filoso» de William Wilson, ya los citados de la Segunda Parte, ya, por no seguir, la Tercera Parte en cuyas primeras líneas:

La noche centelleaba, palpitante de reflejos y pálida, reflejada en la claridad de la noche, iluminada siempre el reflejo de la Luna sobre sus aguas

El ambiente: nocturno, humeante, sobretodo nocturno y humeante, sí; entre prostitutas, alcoholes y póker. Lo que muchos considerarían sórdido, y en Martín se presenta con total naturalidad, hasta con toques de romanticismo. Sólo alguna vez se advierte el emprendido camino del sol en la amanecida. ¿Un protagonista? Es imposible decidirlo, toda vez que quien lo es en un relato, se vuelve secundario en otro, sucesivamente. Elegir uno constituiría un atentado contra la obra, acaso entre los que devienen persona. Acaso la naturaleza, que no sólo configura el entorno y marco, sino que -de nuevo romanticismo- se deja moldear al gusto de la situación. Qué le vamos a hacer; la noche es así, manejable desde el momento en que podemos decidir dormir y soñar, velar y vivirla.

¿Dónde se encuentra la música? Si queremos ser evidentes, vayamos a la Tercera Parte, Sobre Annabel Lee, y la Misa-Requiem, que por largo tiempo tendrá el sonido mozartiano -incluso cuando Mozart la dejara inacabada. Si preferimos mirar la obra general, adviértanse los cambios de tema principal y acompañamiento, sus combinaciones, los acordes entre las partes… las aceleraciones y refrenos de la historia en cada relato, como movimientos de una misma pieza.

El secreto de cuanto ocurre corre por cada texto pero también en la unidad de todos ellos. Llegar a la coda de la Quinta Parte, después del relato del Rayo verde y… no lo contaré aquí, pero, quien haya leído las Alicias de Carrol, quizás también se descubra al final, si se ha querido llegar, despertando de un sueño. No es algo tan inesperado, ni coge por sorpresa al lector, si se ha leído bien la novela.

A mí me queda aún rato para seguir leyendo el resto de Martín Cid. Pero valga como presentación particular -que no la necesita.

Héctor Martínez

Audiovisual:

Video presentación de la novela «Ariza»