EL PRÍNCIPE DEL PARNASO: EL APÓCRIFO CERVANTINO DE RUIZ ZAFÓN

«La comedia nos enseña que la vida no hay que tomarla en serio y la tragedia nos enseña lo que pasa cuando no hacemos caso de lo que la comedia nos enseña»

Carlos Ruiz ZAFÓN

Hace algo más de un año que Ruiz Zafón falleció. Pocos meses después de su marcha, Planeta sacaba un último título, en memoria del autor, quien, según el editor, quería darlo a publicación como regalo de gratitud a los lectores. No es una novela, sino un conjunto de once relatos, siete de los cuales ya andaban desperdigados por distintas publicaciones mientras cuatro son inéditos, y que lleva por título La ciudad de vapor. Todos ellos se incluyen en el universo literario del cementerio de libros olvidados, tal y como sucede con el relato del que quiero hablar en este post: El príncipe del Parnaso.

Se trata de un relato ya publicado con anterioridad. Es, si no me equivoco, el relato más extenso de La ciudad de vapor, de una treintena de páginas. Se define como un divertimento, o, como me ha convencido más, modesto romance apócrifo, donde ficción —el universo de Ruiz Zafón— y dato histórico —en este caso la biografía menos conocida de Cervantes— se conjugan para crear la historia. Con este relato, el escritor sumaba al propio Cervantes y su inmortal obra al cementerio particular salido de su pluma. El relato aúna el homenaje a Barcelona, a las letras universales y a su propio universo de ficción, pues sirve de origen del famoso cementerio con tan ilustre habitante como Cervantes. Y es por Cervantes que me detengo en este relato, y por el hecho de que ejerza de origen del universo zafoniano, pues con él se inicia la historia secreta del cementerio de los libros olvidados.

Hecho real de la biografía de Cervantes es su salida de España camino de Italia en 1569 a la vez que Felipe II firmaba la detención de un tal Miguel Cervantes por un duelo en el que hirió a otro hombre. Siempre ha existido duda de si se trataba de la misma persona o si solo era la coincidencia del nombre, una coincidencia que llevó a los biógrafos a establecer una relación directa entre la providencia del rey y la marcha de Cervantes. Demasiada casualidad es que aquel hombre herido en duelo, Antonio de Segura, fuese pretendiente de una hermana de Cervantes, y que en el Persiles el propio Cervantes confiese hechos similares. Zafón asume también que esto es cierto para el contexto de su historia, y también porque ¿quién no quiere tener a un duelista fugado de la Villa y perseguido por la Corte en su protagonista, que además es Cervantes?… la imagen es perfecta para dar rienda suelta al relato y la imaginación.

Que Cervantes pisó tierra catalana y suelo barcelonés, se sabe que es cierto, aunque no se sepa cuándo ni cuántas veces, lo que le da alas a Zafón para ubicarlo allí en tantas ocasiones como quiera, y así pasearnos una vez más por su querida Barcelona. De hecho, Zafón lo lleva tres veces a Barcelona: en 1569, en el viaje entre España e Italia, en 1610, siguiendo a Martín Riquer, quien sitúo a Miguel de Cervantes en la ciudad en aquel año para ser recibido por el conde de Lemos y ser aceptado en su séquito; y en 1616, muriendo y siendo enterrado en la ciudad condal.

Zafón nos pide a lo largo del relato «conceder crédito a la leyenda y aceptar la moneda de la fantasía y el ensueño». Y así teje la ucronía que es el relato de El príncipe del Parnaso, inscrito en tiempos en los que «la historia no tenía más artificio que la memoria de lo nunca acontecido», y que inicia con el cortejo fúnebre del ilustre Cervantes por las calles de Barcelona. Zafón se apoya en que «a día de hoy se desconoce con certeza dónde reposan realmente sus restos»… y, hombre, cuando uno ha pasado por Alcázar de San Juan donde dicen tener una partida bautismal e incluso te muestran la casa donde nació Cervantes, pues ya puedes aceptarlo todo —y esto del nacimiento Ruiz Zafón también lo subraya: «Miguel de Cervantes Saavedra, natural de ninguna parte y de todas»—. Porque una cosa es no saber dónde exactamente está la tumba (al margen de si alguien se quiere creer que hace poco hallaran los restos en el Convento de las Trinitarias Descalzas de Madrid) y otra pegar el salto de Madrid a Barcelona con la excusa. Zafón lo hace en la ficción, literariamente lo advierte, y lo hace por amor a la literatura y a su propia tierra. Nada de ello me parece mal. De hecho, el cementerio en el que Zafón lleva a descansar los restos de Cervantes es el cementerio de la familia Sempere, por deseo del impresor (facedor de libros, como es conocido en la época y en Barcelona) Antoni de Sempere. Obviamente, es un nombre que no puede pasar desapercibido para el lector de Ruiz Zafón, y en concreto, al lector de La sombra del viento. Dicho de otro modo, la Barcelona en que se entierra a Cervantes es la Barcelona del universo de ficción de Zafón.

También es real la rivalidad poética y dramática de Cervantes con Lope de Vega, elemento biográfico que Zafón va a aprovechar para introducir el componente mefistofélico. La rivalidad y también un amor, Francesca di Parma, que son quizás tópicos, pero efectivos a la hora de poner a un joven Cervantes frente al oscuro personaje de Andreas Corelli, y ofrecernos un pacto fáustico. Zafón nos presenta a Correlli también como impresor en el siglo XVI, pues ya conocimos a este personaje en El juego del ángel en la Barcelona de los años veinte. La casa editora de Corelli se llama Stampa della Luce, y eso hace que recordemos que el nombre de Mefistófeles significa el que no ama la luz o bien, si es Lucifer, el portador de luz. También nos trae a las mentes que es Corelli quien, en El juego del ángel, le pide a Marlasca escribir Lux Aeterna de forma también mefistofélica. Corelli, cumpliendo su papel de Mefistófeles le ofrece al particular fausto literario que es Cervantes la gloria sobre Lope, escribir la gran obra (El Quijote, que llega a tener una tercera parte en este relato) a cambio de lo que más ama (Francesca di Parma).

De esta manera la realidad biográfica se funde con la ficción zafoniana, pues empiezan a narrarse también los hechos no biográficos al pedir Cervantes que se imprima su primera obra, Un poeta en los infiernos, inspirada en Francesca, y que «narraba los trabajos de un joven artista florentino que de la mano del espectro de Dante se adentra en las simas del averno para rescatar el alma de su amada, hija de una familia de nobles crueles y corruptos que la habían vendido al príncipe de las tinieblas a cambio de fama, fortuna y gloria en el mundo finito y terrenal. La escena final tenía lugar en el interior del Duomo, donde el héroe debía arrancar de las garras de un ángel de luz y fuego el cuerpo exánime de su pretendida», según la sinopsis del mismo Ruiz Zafón.

Cervantes relata a Antoni de Sempere y al mozo Sancho Fermín de la Torre su periplo en su huida de Madrid hacia Italia, la historia de Francesca di Parma con quien llega a Barcelona desde Roma a lomos de su caballo y el pacto con Corelli. Toda esa historia, aparece ante nosotros como extracto de Las Crónicas Secretas de la Ciudad de los Malditos, de Ignatius B. Samson, publicado en 1924 (¿acaso los lectores de Ruiz Zafón necesitan mayor aclaración de quién es Ignatius B. Samson, cuál es esta obra suya y qué significa todo ello?). En los extractos descubrimos en una capa más profunda otra historia más, el enfrentamiento de Anselmo Giordano con Leonardo Da Vinci: el primero, que arde en deseos de superar al maestro Da Vinci porque le juzgó como un pintor sin talento ni ambición cincuenta años antes, hizo lo posible por casarse con Francesca di Parma, una muchacha bellísima que ya posaba para otros artistas. De este modo podría reservársela enteramente para él y su obra, creyendo que a través de ella y su belleza lograría crear una pintura que superara en todo a Da Vinci y le inmortalizara. Algo que, evidentemente, no logrará, pues donde no hay talento, nada puede sacarse, por bella que sea la modelo. Cervantes, que verá en una sola ocasión a Francesca, quedará prendado de ella de los pies a la cabeza; incluso caerá en la misma tentación que aconteció a Anselmo Giordano: creer que atrapando en su literatura aunque solo fuese una parte de la magia que Francesca desprendía, escribiría una obra inmortal y vencería Lope.

Con esta otra historia Zafón crea un escenario tópico: bella dama secuestrada en un castillo por un desalmado loco. Y en ese punto, el Cervantes duelista y perseguido por la corte se convierte en el caballero que intenta salvar a la dama. Acto seguido, no obstante, se convertirá en Fausto, y también en una especie de héroe romántico, que persiguen la belleza en la creación artística hasta descansar en el cementerio de libros olvidados: «una pequeña parcela cerca de la antigua puerta de Santa Madrona, junto a la calle de Trenta Claus (…) humilde camposanto en el que, en los peores tiempos de la Inquisición, la familia Sempere había salvado libros de la hoguera escondiéndolos en sarcófagos que habían enterrado en un amago de cementerio y santuario de libros»

Zafón teje el relato con puntadas que constituyen una sucesión metaliteraria de relatos-marco extendidos en el tiempo (entre 1569 y 1924) y que van abriendo en abanico un arco cada vez mayor de relaciones intertextuales. El mismo Zafón subraya en un momento dado del relato esta técnica sin despeinarse, pues asegura que Cervantes iba a «narrar la historia dentro de la historia, aquello que los asesinos y los locos llaman la verdad». También destacan los guiños con El Quijote mismo, tales como la existencia de hogueras de libros y quemas de páginas, la presencia de un personaje llamado Sancho, por cuyas interacciones a veces Cervantes parece don Quijote, o la escena de la playa de Barcelona que evoca la derrota del de la Triste Figura frente a Sansón Carrasco disfrazado de Caballero de la Blanca Luna… por cierto, que no se dan puntadas sin hilo, y aquí Zafón escribe: «la playa, donde algún día el bachiller Sansón Carrasco habría de derrotar al ingenioso hidalgo Alonso Quijano». Obviamente todo el relato es previo a la escritura, no ya de la primera, sino de la segunda parte de El Quijote, y por ello mismo, es de suponer que Cervantes estuvo en la playa en Barcelona como para proponerla como escenario del final de la novela. Por otro lado, es de señalar que Zafón dice que Sansón habría de derrotar al ingenioso hidalgo Alonso Quijano. Y este detalle, parecerá nimio, tonto, pero tiene para un servidor, hondo calado. No pocas veces he señalado que la primera parte de El Quijote se titula El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha mientras que la segunda parte se titula Segunda parte de El ingenioso caballero don Quijote de La Mancha. Y no deja de ser curioso observar que don Quijote no era hidalgo, sino que el hidalgo lo era Alonso Quijano. Y Zafón aquí no dice que se derrote al caballero, sino al hidalgo Alonso Quijano. Quizás sea una de tantas que saco los pies del tiesto pero, ¿acaso no parece que para Zafón Don Quijote no debía ser derrotado? ¿Acaso por eso podría existir una tercera parte que jamás leeremos?

Sin duda, es un excelente regalo póstumo de Ruiz Zafón, de aquel que dicen que es el segundo autor español más leído con La sombra del viento tras Cervantes, a sus lectores. Y, claro está, un excelente alegato procervantino perfectamente conjugado con su propia ficción.

Héctor Martínez

«PARAÍSO FINAL», DE JUAN JOSÉ PLANS

paraiso-final-juan-jose-plansJuan José Plans falleció en febrero de 2014. Es muy probable que muchos no sepan quién fue por su nombre, pero estoy convencido de que sí reconocerían su voz: fue la suya la voz de lo fantástico, del terror y de la ciencia ficción de RNE desde los 70s del siglo pasado, la voz de H. G. Wells, de Bram Stoker, de Sheridan, los Shelley, de Verne, de Wilde, Le Fanu, Stevenson, Poe… En su voz se entiende el trabajo de narrador, y el placer oyente en la cama antes de dormir… Si luego se podía, claro.

Ahora bien, él era guionista y locutor, sí, y un grande; pero literato también de primera línea.

Los que hoy celebran la Semana Negra de Gijón, habrán de saber que en Plans tienen a uno de sus impulsores. Los lectores de La Estafeta literaria no ignoraran que fue redactor jefe, así como consejero editorial de otro hito de publicaciones periodicas como El Basilisco. Los que disfrutaron del gran Ibáñez Serrador y su ¿Quién puede matar a un niño? han de saber que se trata de una adaptación de la novela de Plans El juego de los niños (1976), la misma que en México se adaptó por Makinov en 2011 con el título Juego de niños (Come out and play), y es un hito novelístico de Plans del que ya hablaré. También la famosa La Cabina de Antonio Mercero, tan aplaudida, era una historia original de Plans. Y, por último —que no solo—, nuestro protagonista fue Premio Nacional de Teatro en 1972, Premio Ondas en 1982 y Premio de las Letras Asturianas en 2010. Volpini lo llamo «el teatro de la radio».

En su obra literaria, de la que vengo a escribir, destacan unos cuarenta títulos entre volúmenes de relatos, novelas cortas y novelas. Como ya he dicho, entre ellas destaca El juego de los niños , pero otros títulos son Las langostas (1967), Crónicas fantásticas (1968), Los misterios del castillo (1971), Babel 2 (1979), El último suelo (1986), Lobos (1990), Cuentos crueles (1995), La leyenda de Tsobu (1996), En busca de Sharon (1997) o de la que hablaré hoy, la novela corta Paraíso final (1975).

Aún así sé que de Juan José Plans no se habla más que en círculos muy restringidos, a pesar de ser uno de los nombres grandes de nuestra ciencia ficción y terror. Yo, nonato aún o después muy joven en su auge, de hecho, lo conocí por las grabaciones de relatos suyos de radio que hoy pueden ser escuchados rescatados por aplicaciones audiovisuales donde estos contenidos han encontrado su hueco presente. Y también reparé en él a través de la figura de Chicho Ibáñez, a quien admiro dramatúrgicamente, lo confieso por enésima vez. De hecho, Plans y Chicho casi me parecen, al ser hijos del mismo tiempo (ocho años les separan), gemelos literarios.

El valor de ambos creo que apenas hemos empezado a sospecharlo. De Chicho quizás más, porque tuvo el acierto de acercarse más a la TV, mientras que Plans buscó el acomodo en el micrófono radiófonico —cabe decir que El juego de los niños Plans se la ofreció a Chicho para sus Historias para no dormir, y este vio en ella el largometraje que es hoy; en 1999 tuvo su adaptación a radionovela como La isla—. En ambos, sin embargo, están los gérmenes de la novela y el guion negros, la ciencia ficción y el misterio más puramente americanos, tal como se destilaba en EE.UU con Asimov, Bradbury, K. Dick, Hitchkock etc.

La novela Paraíso final fue publicada en 1975, con origen en un guion para un episodio del espacio televisivo Ficciones emitido un año antes —27 de mayo de 1974—. Conforma una trilogía junto a El juego de los niños y Babel dos. Se plantea como una narración distópica escrita en los albores de la sociedad tecnificada actual, en la línea del género que advertía de los problemas metafísicos, éticos y sociales de la tecnología.

Como buena obra del terreno utópico-distópico —pensemos en Tomás Moro— nos sitúa desde el comienzo en una isla: «El pueblo, el único del islote, en una ensenada de la costa sureña». Es un espacio separado que representa la naturaleza con tintes edénicos, donde el hombre vive en libertad y en consonancia con el medio, y aplica su técnica armonizada con lo natural. Este lugar va a ser enfrentado a otro espacio, la ciudad, absolutamente dominada por la tecnología, donde la naturaleza ha desaparecido, y solo existe una vida mcánica, repetitiva y tiranizada. Dicha gran urbe se dedica a buscar a hombres aislados sin acceso a esa tecnología, rescatarlos y atraerlos con las maravillas tecnológicas que en su seno se han creado.

Al comienzo se nos presenta el espacio edénico donde el protagonista, Edgar, vive: el pueblo aislado o locus amoenus; allí se encuentra después de huir de la gran urbe, en completa soledad y tras haber intentado infructuosamente convencer a los habitantes de no dejarse llevar a la gran urbe tecnológica de la que él ha escapado. Su huida de la ciudad se produce por la actitud filosófica por antonomasia: la pregunta, la cuestión que nace de la admiración ante lo que es:

una pregunta se formuló en mi mente. Una pregunta inquietante, angustiosa, que me llegó a crispar los nervios, a sentirme mal, como si estuviera enfermo. Se trataba, simplemente, de un por qué. Pero un por qué que era como si lo abarcara todo, como si en él se encerrara la esencia de nuestra conducta, de nuestra civilización, de nuestro pasado, presente y futuro. Un por qué que reclamaba con urgencia una respuesta, una contestación que era incapaz de dar. (…) Nunca me había hecho tal clase de preguntas.

La falta de respuestas a las preguntas le lleva a abrir los ojos y desencantarse como quien despierta de un mal sueño. El «paraíso artificial», como lo llama, es un engaño y como tal tampoco es suficiente. No da lo que promete, felicidad, solo te hace creer que lo obtienes sin ser así. Lo artificial frente a lo natural solo puede alcanzar el nivel de mera simulación mecánica, parece querer decir, que acaba con la humanidad —como cualidad—, paso previo a acabar con la humanidad —como conjunto de la especie—.

El protagonista recuerda también sensiblemente al sabio liberado de la caverna platónica, pues una vez fuera de la urbe, intentó convencer a los vecinos del pueblo sin mucho éxito del engaño:

muchos días, muchos meses, intenté convencerlos. Sabiendo cómo obra el centro de recuperación no me cabía ninguna duda de que tarde o temprano harían acto de presencia en el islote, que pretenderían llevarse a la gente que había en él. Llevé a cabo una gran campaña, poniéndoles en guardia, avisándoles, previniéndoles… Pero resultó inútil.

Al menos, eso sí, no amenazan su vida, sino que lo ocultan cuando llegan al pueblo los agentes de recuperación, y no lo delataron.

Subyace a todo ello un problema social de la España del momento, recrudecido hoy día: el despoblamiento rural y la masiva emigración del campo a la ciudad como consecuencia de las revoluciones y avances tecnológicos. Ya ocurrió antes —es una de las consecuencias directas de la Revolución industrial— y ha continuado agravándose durante todo el s.XX. Simbólicamente, la novela refleja en un futuro el contraste campo-ciudad y cómo al intentar mejorar las condiciones del campo con la tecnología desarrollada para integrar al hombre del ruro en la sociedad, lo que se acababa consiguiendo es su absorción por la urbe modernizada y el abandono del campo y la naturaleza.

El contraste campo-ciudad que Juan José Plans nos trae también hace pensar en J.J. Rousseau y su hipótesis del «buen salvaje» frente al hombre pervertido en y por la sociedad moderna que promete la felicidad absoluta. Incluso más, es el retorno a un estado de naturaleza que se había abandonado en pos de una construcción social mezquina y corruptora. Es una posición tan radical como ingenua, o romántica, podríamos decir.

Ahora bien, la ingenuidad no es tanta. Cabe señalarse que no es un rechazo frontal a todo progreso tecnológico sino, más bien, al proceso que desbanca al hombre y lo aliena de sí mismo al depositar su destino y responsabilidad en la máquina. Así lo vemos en una de las intervenciones de Edgar:

No es fácil renunciar a lo que se nos ofrece en las metrópolis. En realidad, de no ser por lo que el progreso ha traído consigo, algo semejante al paraíso estaría allí y no aquí. No es fácil acostumbrarse a hacer las cosas por uno mismo, programadas por la propia mente, sin servirse de ingenios artificiales. No es fácil, porque también sabemos que no todo es malo, que hay infinidad de cosas buenas. Pero hay que enfrentarse a lo que es nocivo, a lo que perjudica a la humanidad.

Pero, indudablemente, Paraíso final puede leerse en clave bíblica. Aquí entra en juego el segundo personaje protagonista: la mujer, Chris, también prófuga de la ciudad tecnológica. Ciertamente, en esta lectura los nombres son lo de menos: durante la mayor parte de la novela son denominados por Plans como el hombre y la mujer. De hecho, solo sabemos el nombre de él al cruzarse por vez primera con ella, y casi el dar sus nombres parece nada más que un formalismo entre los personajes que implique mutua confianza; formalismo creíble, necesario incluso, pues entre dos desconocidos, dar el nombre de pila es usual.

En efecto, la novela nos da a entender que la humanidad está pérdida en su babel tecnológica, en su Sodoma y Gomorra artificial. La única esperanza está puesta en el hombre y la mujer que han escapado, como si se les hubiese permitido huir de la autodestrucción sin mirar atrás —cual Lot— y quienes están llamados a vivir en el «paraíso natural» en el que han hallado refugio, expulsados del otro paraíso. Ambos pueden verse como representación de un nuevo par Adán y Eva: primero el hombre vaga solo por el edén; después, como si Plans dijese aquello de «no es bueno que el esté solo», aparece la mujer inesperadamente. Además, literalmente, los personajes afirman que se trata de «un mundo quizá con menos comodidades, con dolor, con amarguras y llantos, pero también con sonrisas, con posibilidad de tomar decisiones por una misma, con libertad», para añadir, casi al final:

¡Aquí podremos reír y llorar, gozar y sufrir, padecer y alegrarnos! Trabajaremos, Chris. Es un islote de tierra volcánica, pero haremos de él un vergel. ¡El paraíso! El paraíso de la esperanza… Pescaremos, cultivaremos los campos, cuidaremos los rebaños… ¡Este sí que será un mundo feliz! No se trata de volver a la prehistoria, ni al pasado cercano, ni tan siquiera de crear otro mundo. Se trata únicamente de que el hombre goce de libertad, de esa libertad a la que tiene derecho, que le es connatural. Adelante el progreso, evolucionemos siempre, ¡pero esto no! ¡Esto es basura, basura que nos encadena, que nos esclaviza, que nos aliena!

Esto casi parece recordar la situación de expulsión del Edén, del que en realidad escapan; y de verse condenados, que en realidad es bendición, a ganarse con el sudor de su frente y el dolor del cuerpo la vida y sustento. Es decir, se subvierte el pasaje bíblico del Genésis… de ahí el irónico título Paraíso final, o sea, último edén tanto para la urbe tecnológica abocada a la aniquilación por sí misma y para ellos dos, que han descubierto en el retorno a la naturaleza, su único y más grande Edén.

Juan_jose_plans

Esta subversión de valores de la época puede comprobarse también en la crítica a la situación de la mujer. No deja pasar Plans la oportunidad de expresar la opresión social sobre la dictada vida de la mujer en boca de Chris:

Según está estipulado, a la edad de veinte años, para la mujer, una vez que ha finalizado su formación universitaria y una vez que se le ha asignado un trabajo, según su capacidad intelectual y en el que sea mayor su rendimiento, es el momento en que debe contraer matrimonio; es decir, cuando debe unirse a un hombre. Es curioso comprobar cómo en un pasado, en algunas épocas, pensaron que el matrimonio, tal como estaba concebido, formado por una pareja, dejaría de existir en el futuro. Pero no ha sido así. No obstante, los resultados han sido nefastos. No por el matrimonio, sino por la forma y la obligatoriedad de contraer matrimonio.

Chris ha abandonado al marido asignado según las normas de la ciudad, y en la isla puede, sin las ataduras matrimoniales, elegir si desea o no unirse a Edgar. No deja de ser curioso el planteamiento paradójico: en un mundo lleno de opciones, la mujer carece de libertad para elegir; pero en un mundo en el solo hay una opción, ella se siente libre de elegir.

La novela termina con el anuncio del nacimiento de un bebé como final esperanzador de futuras nuevas generaciones que han de crecer libres de tiranías. Es un final abierto, en cierto modo mesiánico si entendemos que dicho hijo habrá de procrear a su vez, y por tanto habrá de repetir la hazaña de sus padres: encontrar un lugar aún inmaculado, donde haya hombres libres a quienes hablar y convencer antes de que sean absorbidos por la antinatural modernidad tecnológica. Es una tarea que el propio Edgar plantea como necesaria —y que se impone lógicamente como una repetición—:

Unos pocos pueden salvar a otros muchos. Es la historia que se repite. Unos cuantos dan el grito de alarma. Los demás responden a favor o en contra a esa llamada. Pero ya alguien los ha hecho pensar en lo que no pensaban (…) Lo que tenemos que hacer es, antes que otra cosa, curarnos nosotros mismos. De una forma total, completa. Después, si ello es posible, iremos.

La metáfora general de la novela no resiste el contraste que puede y debe hacerse con la situación de la España en 1975: la dictadura agoniza, hay aires de esperanza y se aspira a fundar un nuevo mundo libre para las siguientes generaciones. En un autor inteligente como Plans no sería descabellada esta lectura política y social, que por lo demás le viene como anillo al dedo.

Pero lejos de ser una perspectiva optimista, la novela realmente plantea que Edgar y Chris ganan su libertad conquistando un espacio, simulando su muerte y pasando así desapercibidos para la tiranía. Su rebelión es efectiva solo si se mantiene clandestinamente, si continúan ocultos e imperceptibles. No luchan contra el poder que los subyugó, no lo eliminan, simplemente lo esquivan para sobrevivir. Su ganada libertad, por tanto, es una libertad hipotecada, que por siempre va a estar amenazada y más aún si se oponen a la macrópolis tecnológica:

Nos considerarán altamente peligrosos, no nos darán ninguna oportunidad de hablar a los demás. Quizá, estando aquí, no nos molesten. Hasta cabe pensar que no se preocupen en absoluto de aquellos que desertan. Son tan pocos que no merecen la pena, somos un puñado de personas. Así, teniéndonos lejos, no representamos ninguna amenaza.

La novela Paraíso final, frente a lo que pueda parecer, es una obra de factura muy sencilla: dos personajes, un solo espacio y una historia que avanza a partir del tándem que forman diálogo y descripción, donde esta última es la que presenta una mayor solidez al dibujar el paraje natural o la ruina del pueblo frente a la frialdad de la sociedad tecnológica.

Es una obra de léctura fácil, pensada y elaborada, sin embargo, ágilmente para suscitar reflexiones en torno a la sociedad que está por ser construida a partir de un forjado que es la realidad inmediata de su autor. Y no parece haberse equivocado al advertir de las pantallas y el exceso tecnológico como fuente de placer, el aumento de la despoblación del campo y la masificación de la ciudad, el auge de la problemática social de la mujer etc., lo que le otorga un indidubale atractivo profético con más de cuarenta años de preaviso.

Héctor Martínez