«NECESITO UNA ISLA GRANDE», DE RAFAEL SOLER

Al ver la portada, uno pensaría en que invita a la lectura veraniega. Y sí, lo hace, entre ese mar azul, cielo abierto, y la invocación a una isla, blanco y en botella. Así pues, fue lectura en julio, en mi terraza de Madrid, con su mar de fondo. Ahora, una vez leída, se puede leer en verano, claro, pero también en invierno, no hay problema en ello. No es una novela de temporada, sino una novela sobre la vida. Rafael Soler sabe jugar con los ingredientes y ofrece una obra muy estival aunque leíble en cualquier época de nuestra vida. Aunque sea obvio, dejo caer que estoy, a mi vez, jugando también con las palabras.

Necesito una isla grande (Contrabando, 2019) es una novela de la que se ha destacado, primeramente, algo que no es pretensión suya, sino casualidad de las circunstancias. En efecto, es una novela que trata sobre los habitantes de una residencia de ancianos que deciden sublevarse y huir de la misma en pos de la vida. Publicar esto justo unos meses antes de declararse la pandemia de CoVID, que, como toda enfermedad, se ha cebado con los viejos y vulnerables, y, evidentemente, hizo presa en las residencias de toda España, sobrecoge por ese carácter visionario que a menudo como lectores nos gusta subrayar esotéricamente. Va de suyo que al trasluz que uno lee es el contexto de la lectura y no de la composición. No obstante, la novela que Rafael Soler escribe no necesita de una pandemia real para que tomemos conciencia de lo que pretende. No hay tanta taumaturgia en su elección narrativa, sino más bien ceguera en el lector, quien no veía en los viejos de la sociedad y sus circunstancias un asunto narrativo con peso. Y ahora que los medios fijaron su ojo sensacionalista en la tragedia, y que nuestros políticos han mordido el hueso para no soltarlo y lo han convertido en arma arrojadiza, pues de pronto se habla de los viejos en las residencias, su abandono, sus necesidades etc., por parte de tantos que, en realidad, nunca se preguntaron ni preocuparon ni por los recursos de estos centros sociosanitarios, ni sus condiciones, ni su personal ni, mucho menos, sus habitantes.

Quiero insistir en que a Rafael Soler no le hizo falta esta polarización ni la pandemia, ni nada del otro mundo, para convertir a los ancianos de una residencia en protagonistas de esta particular road novel —en breve veremos el porqué de esta etiqueta—. Es claro, de hecho, en la dignidad que confiere a los personajes, o mejor aún, en la dignidad que, más allá del trato que les dispense el narrador, los personajes reivindican por sí mismos; teniéndose solo unos a otros, y siendo tan distintos, cada cual con sus particularidades, forman un grupo consolidado en el que cada uno se reconoce en los demás y se celebran mutuamente: «porque no es lo mismo levantar un vasito de plástico en la merienda, solo contigo y arriba los vencejos de siempre, que alzar en compañía una copa de cristal y mantenerla arriba a la salud de todos, para con todos mojarte los labios, primero, y luego el corazón».

Los personajes, decimos, son habitantes de una residencia… ¿o es un asilo?… es interesante plantear esta discusión a partir de la novela misma. Dar asilo es prestar refugio al perseguido, ofrecer amparo al menesteroso, favor al necesitado. El asilo, en términos políticos, es el refugio que se ofrece al extranjero desterrado o huido, cuya vida peligra, por estar perseguido por motivos ideológicos en su país de origen. Si así lo pensamos, hablar de asilo de ancianos es hablar de otorgar refugio a alguien vulnerable cuya vida peligra, pero como si fuese alguien extranjero a la vida, huido de la misma, perseguido por un poder mayor que cualquier gobierno, y definitivo, como la muerte. El asilo, digámoslo así, es un estándar de cuidados muy limitados, un espacio genérico que no individualiza, en el que no existen tratamientos ni atención personal, mientras que nos venden las residencias geriátricas como una especie de apartahotel con todo tipo de comodidades a los usuarios. Así nos lo venden. No obstante, la cosa en la práctica no está tan clara como se nos explica en panfletos y demás, y así lo denuncia Rafael Soler: «Una vida de las que cuesta vivir en una Residencia, que es un eufemismo para no decir asilo, como si así fueran viejos de mejor ver, más llevaderos, porque no es lo mismo enviar a tu padre a una Residencia y que disfrute, que aparcarlo en un asilo y que reviente». Sí, residencia es el eufemismo de asilo: el que reside vive cómodamente en paz, el que recibe asilo es el que está asediado por la muerte. Igual que mayores es el eufemismo de viejos. Nuestro autor es muy consciente a lo largo de la novela de este doble nivel entre tabúes y eufemismos sociales con los que tendemos a engañarnos. Y es notoria su clara intención de no evitar tabúes, de usar la palabra sin edulcorante: verán la palabra viejos o ancianos —que también parece haberse vuelto tabú, quién sabe por qué— tanto en el narrador como en los personajes, y no el error de abuelo, que no por ser viejo uno ha de serlo, o las cursiladas de nuestros mayores o tercera edad y demás expresiones falsificadoras.

He dicho que la solicitud de asilo se debe, en gran medida, al peligro de muerte que alguien enfrenta. Y, pese a toda la atmósfera de humor y fina ironía que el autor gasta a lo largo de la novela, su progreso nunca pierde esta perspectiva: la muerte, en efecto está presente de principio a fin. Es el leitmotiv de la historia. Según se abre, nos recibe con la muerte de Pulga. Según transcurre, la muerte acecha a Tomás, que silenciosamente padece una enfermedad que se lo llevará por delante y quien, no obstante, «sintió una vez más el privilegio de estar vivo». En sus últimos compases, la muerte se cobra a otro personaje, quizás al que menos uno esperaría frente a las papeletas que tienen sus compinches de fuga, como toque de atención al lector de que la muerte, aunque seguros estemos de su acontecer, siempre puede sorprendernos.

Ahora bien, que la muerte aceche en cada párrafo a un grupo de ancianos no convierte la novela en un drama de pesimismo trascendental. Todo lo contrario. Como digo, es el leitmotiv para, visto que las puertas de la residencia/asilo no detienen a la muerte, salir de esa sala de espera. Inconsciente o no, la decisión del autor de llamar a la gobernanta directora de la residencia doña Asunción —recordemos, y duele no poder darlo por entendido hoy día, que la asunción representa en el catolicismo la muerte y subida en cuerpo y alma de María a los cielos— junto al hecho de que los ancianos se rebelen contra ella, exijan su dimisión y pongan tierra de por medio, es revelador de la temática. El más activo es Panocha, cuyo nombre real es Liberto, tal y como los libertos eran los esclavos manumitidos en la antigua Roma. Al mismo tiempo, la palabra asunción es el sustantivo del verbo asumir, esto es, hacerse cargo, responsabilizarse y aceptar algo, normalmente una obligación: ya las órdenes de la directora, ya la cita con la muerte. Estar entre doña Asunción y doña Muerte es estar entre la espada y la pared. No es que no quieran morir estos ancianos, deseo vano aunque humano, sino que no quieren morir todavía. Son trasunto del machadiano: «hoy es siempre todavía».

Rafael Soler (Valencia, 1947). Fuente: ediciones Contrabando

Dice Rafael Soler que lo que mueve a sus personajes es querer que la muerte los sorprenda haciendo planes, querer morir viviendo, en lugar de aguardarla inactivos, distraídos y condenados a engullir sopas, salteados de jamón sin jamón y surtidos de fiambres que, a la postre, solo es mortadela. Es el mismo impulso vital de la juventud, que ni por asomo piensa que la muerte pueda andar tras la siguiente esquina, y hace su vida, sus planes, sus locuras. El hecho de que la muerte te sorprenda solo puede darse porque estabas ocupado viviendo; si no te sorprende, solo ocurre porque renunciaste a la vida. Me asombraba esta novelada reflexión vitalista, cuando yo mismo la había hecho en 2003, al escribir las páginas de mi primer libro de ensayo que vería la luz en 2006; y aunque citarse a uno mismo digan que es de mal gusto, en este caso me parece que mis palabras de entonces resumen bien la idea en la novela de Rafael Soler. Decía yo en aquel libro, con veinticuatro añitos: «Algo así como que la memoria y el recuerdo fueran asuntos de ancianos o de aquel que se ve con un pie en la tumba. (…) ¿acaso un joven de veinticuatro años no es un viejo de veinticuatro años? Y no es esto ver el vaso medio lleno o medio vacío, no señor. Porque el joven y el viejo de tales años es el mismo, tan joven como viejo a esa edad. (…) acostumbrados (…) a hacer de la muerte y la senectud un horizonte existencial que se reserva siempre para el mañana (…) junto a esa otra costumbre de hacer de la vejez novia de la muerte (…) No entienden que la muerte puede sobrevenirme ahora y no siempre en un luego; no saben ver que la muerte va de la mano de la vida, y no de la ancianidad». Rafael Soler invierte la perspectiva: no es la de un jovenzuelo, como yo entonces, que entiende que la muerte no es un asunto que se puede posponer a voluntad y que la edad suponga dar la vez en una cola; es la perspectiva de unos viejezuelos que entienden que el valor de la vida, valga la redundancia, está en vivirla, y la muerte sigue siendo, tenga la edad que se tenga, un asunto de lotería. Tocar, le tocará a alguien, todos los días a todas horas, pero no sabes nunca a quién ni la cuantía del premio, es decir, la causa de la muerte —tengamos en cuenta que hasta el enfermo terminal puede acabar  sus días de un macetazo que un mal viento propició—. Hay diálogos reveladores al respecto:

—¿Tengo cara de muerto?

—Todavía no

—Pues habitualmente como te gusta decir, tú tampoco te quedas atrás.

—Traduce.

—Habitualmente nos morimos todos, Tomás. Traducido.

—Los viejos más, Coronel. Los viejos se mueren muchísimo.

En otro momento oímos a Panocha reivindicar el día a día: «El presente que no falte joven, no tenemos otra cosa». Al igual que la muerte no es cosa del mañana, sino que siempre es y está presente, la vida solo se hace en presente, aquí y ahora. Estamos ante una especie de carpe diem de emergencia, una última llamada a disfrutar del momento cuando la fuga del tempus lo hace sentir más irreparabile que nunca, la captura del día, del minuto o del segundo, incluso si la lozanía y la color en nuestro gesto nos han abandonado, haciendo bueno aquello de que mientras haya vida hay esperanza. Una actitud que halla su contraste en dos jóvenes, Julián y Cris, que se suman a la expedición de viejos sublevados y huidos de la residencia. Julián, hijo de uno de los ancianos fugados, Tomás, cuya vida es un completo desastre y está en crisis: divorcio, mala relación con su ex, Almudena, una hija desnortada, su trabajo de guionista de seriales de radio cayendo en picado…

En efecto, afirma Rafael Soler, los viejos ya conviven con la muerte («acostumbrados al desfile tenaz de sus compañeros de Residencia con la discreción de los humildes, casi siempre en la soledad de sus cuartos numerados»), y no hay residencia en que el tema de conversación no sea quién ha muerto o a quién le toca el turno. En la residencia, el mayor acontecimiento, acaso el único, es el fallecimiento. El resto es espera. Y frente a ese sorteo, el escritor equilibra la balanza con la diosa fortuna y un pellizco de la lotería. Muy hábilmente Rafael Soler abre las páginas de la novela mezclando los tres elementos mencionados: vejez, muerte y lotería. Pulga, uno de los residentes, fallece al mismo tiempo que otro, su partenaire de rifa, le envía un mensaje donde le comunica que han ganado el sorteo en el que jugaban a pachas. Se trata de un hombre desconocido, del que no volveremos a saber, pero que obra con justicia («como hacemos los legales», afirma) al repartir las ganancias aun con su socio fallecido. Además de empezar con un giro irónico de los acontecimientos, es evidente la pretensión simbólica que asocia, casualidad y justicia mediantes, la muerte y el azar, el destino y la fortuna. Eso sí, nuestro autor tiene el tacto suficiente para que la muerte sobrevenga al finado antes que el mensaje afortunado: Pulga se va de este mundo en las primeras líneas sin saberse premiado («Pulga no daba la más mínima muestra de entusiasmo ante una noticia que llegaba tarde»). De fondo en estas primeras escenas resuena en la cabeza del lector las innumerables veces que habrá maldecido un infortunio, alguna calamidad, comparados con la nula suerte lotera. También la de veces que, perdida la lotería, uno se consuela con tener salud. Todo este eco compartido está en esas primeras pocas líneas en las que un anciano, Pulga, muere en una residencia/asilo poco antes de saberse agraciado con un buen pellizco. De hecho, con ese humorismo de amargura, con el premio del sorteo de fondo, se describe a Pulga con la predicción del pacto que firman este, Tomás y Coronel por el que «el primero en caer sería un difunto con suerte, un difunto Premium cinco tenedores, porque quedarían todavía dos para velar su marcha». Nada más abrir la novela, Soler logra sacar del lector la sonrisa piadosa ante las ironías azarosas de la vida. Igualmente, el viaje de los personajes tan singulares llega en sus últimas páginas al casino prometido, donde encontramos diálogos de similar calado. Así, el comisario jefe responde a Panocha, cuando van a jugar a la ruleta: «Para perder siempre hay tiempo»; y remata la voz narradora con el siguiente inciso apelativo: «una verdad escrita a sangre en sus informes. Una verdad carísima, si por fin la entiendes».

Lo recordaba en una entrada anterior, cuando hablé de Viático de Carlos Suárez, novela en la que el azar movía los hilos, y es que el azar, la casualidad del acontecer gobierna la escritura de Rafael Soler. Y así lo afirmaba él mismo hace unos años en una entrevista para Crítica con Pérez Azaustre, recién salida El último gin-tonic, novela previa: «Creo en la providencia, creo en el azar. Si fuéramos humildes reconoceríamos que no tenemos el control. El azar puede crear situaciones fantásticas, quebrarlo todo… Me lo ha enseñado la vida. Se aprende más de un fracaso que de un éxito, y el azar juega a su favor». La novela Necesito una isla grande es un ejemplo directo más de esta declaración de fe en el azar como fuerza rectora de la narración.

Sin abandonar el plano simbólico, la troupe de ancianos vitalistas toman rumbo hacia el mar, como las vidas que son ríos  «que van a dar a la mar /que es el morir», tal y como resuena en nuestra cabeza la tercera copla manriqueña y el poder igualatorio de la muerte que en sus versos enuncia. Sí, como es habitual, el carpe diem se da la mano con el memento mori, y aun con el locus amoenus —el mar, el loft, el motel de carretera, el casino, la infancia—, huyendo del locus horridus —la residencia, la asunción, la sopa y la mortadela, la vejez, la muerte—. Y los cinco viejos se van «con lo puesto», que es tanto como decir, de nuevo con Machado, que van «ligero[s] de equipaje / casi desnudo[s], como los hijos de la mar» y para los que es muy cierta la letrilla, atribuida a Góngora, «ya nos venden el vivir / y vivimos de prestado».

Ahora bien, la muerte que plantea Rafael Soler es muy parecida al sarcasmo que el  criado le suelta al mentiroso que escribió Corneille: «los muertos que vos matáis gozan de buena salud» —sí, de Corneille y no de Zorrilla, ni de Tirso ni de Ruiz de Alarcón ni de Lope de Vega etc.—. Los personajes que mueren, empero, aún permanecen y se les adjudican acciones conscientes, no desaparecen del relato. Así podemos leer: «hay muertes que cuesta mucho terminar (…) Puedes estar fiambre, hasta en la caja puedes estar sin haber muerto del todo (…) después de esa muerte inicial (…) queda la segunda, más en blanco y negro, donde estira cada uno como puede el tiempo que no queda (…) el tiempo que aún escurre despacito (…) un tiempo de propina que bien puede ser una centésima de segundo si pones poco empeño y te rindes como hacen casi todos». Muy Rulfo —y me da en la nariz que no es inocente que un personaje sea bautizado como Nepo de Nepomuceno—. No, la muerte verdadera, y se dice varias veces en la novela, es el olvido: «habló Tomás del olvido, que es la muerte verdadera, y no esa chapuza de acabar por sorpresa y sin consideración con tu historia»; también lo afirma Carmina en la parte final: «La verdadera muerte llega así, Tomás, con el olvido». Es la muerte de la que hablaba Ángel González «Pero si tú me olvidas / quedaré muerto sin que nadie / lo sepa», muerte en la que ni siquiera es necesaria la muerte inicial de la carne, muerte en la que bien podemos entender que se encuentran los ancianos de la residencia-asilo-sala-de-espera y de quienes nadie se acuerda. También es la muerte que testimoniaron Garcilaso («me falta ya la lumbre / de la esperança, con que andar solía / por la oscura región de vuestro olvido»); Bécquer («donde habite el olvido, / allí estará mi tumba»); y cuyo guante recogió Cernuda «Donde habite el olvido, / En los vastos jardines sin aurora; / Donde yo sólo sea / Memoria de una piedra sepultada entre ortigas / Sobre la cual el viento escapa a sus insomnios. / Donde mi nombre deje / Al cuerpo que designa en brazos de los siglos, / Donde el deseo no exista». No perdamos de vista que, siendo novela, su autor es poeta y en su escritura late toda esta galaxia de versos.

Necesito una isla grande es una novela de viaje, pero al contrario que la clásica bildungsroman, aquí ya no hay formación ni aprendizaje como tal para los personajes. No, al menos, para los cinco ancianos montados en una furgo robada. No estamos ante un camino del héroe, sino ante el viaje interior: un viaje en el que, cuanto más espacio se avanza en el exterior, interiormente más se retrotrae la memoria en el tiempo, más indaga cada uno en su ayer, en el tiempo ido desde el tiempo que resta. Existe, sí, el concepto de road novel —el mismo Don Quijote estaría en el género— y podríamos incluir la novela de Rafael Soler si la circunscribimos solamente a los avatares del viaje en la furgoneta de los ancianos, sus diálogos y sus reflexiones. No obstante, lo cierto es que la novela no cabe ser reducida solo a las motivaciones vitalistas, reflexivas y poéticas que desencadenan ese viaje interior que he subrayado. Tiene mayor alcance y cabría en la literatura utópica. El mismo título invita a hacer la elucubración.

Pensemos en las palabras que lo conforman. El verbo necesitar, el sustantivo isla y el adjetivo grande. El título es una oración y no un sintagma, en primera persona, cuyo sujeto descubriremos que es Tomás, desahuciado de la vida, aunque la novela esté escrita en tercera omnisciente con apelaciones al lector. El título es una declaración, una exigencia personal, un requerimiento. El verbo sostiene ese carácter de urgencia mientras que el sustantivo y el adjetivo especificativo que lo acompañan conectan con la utopía. Las islas y las ínsulas —que también es antiguo sinónimo de la primera— tienen este rango en la literatura.

Desde la isla de Tomás Moro y la ínsula Barataria de Sancho Panza, la Ítaca de Ulises, la Pala de Huxley o la mítica Atlántida, las islas conforman pequeños mundos a escala enfrentados a las grandes masas de continentales vicios, ruidos, tumulto y errores humanos. La isla aísla al habitante. En la novela la isla se convierte en anhelo de Tomás —¿coincidencia de nombre con el autor de Utopía?— precisamente por su característico aislamiento. Y aunque al principio la isla es una isla física y paradisíaca en el Pacífico Sur, prácticamente deshabitada —si no fuera por el turismo— que tiene nombre, Aitutaki, como desvela uno de los relatos de Carmina, poco a poco la isla trasciende el plano meramente cartográfico: «Las islas mejores eran las de un día, que salías con el sol, a las seis de la mañana, y regresabas al atardecer, con los deberes hechos (…) un paseo de vuelta con el sol de espaldas y los recuerdos en fila (…) En una isla, había que volver siempre con el sol a la espalda. (…) Siempre hay sol en una isla (…) sobre todo en las islas que no aparecen en el mapa. (…) Nadie puede ir a una isla que no sabe dónde está. Esa era la clave. Islas de un día, llenas de nadie».

En efecto, la isla de Tomás no aparece en mapa alguno, él mismo es su isla: «Lo suyo con las islas no era una querencia, ni una obsesión. Era un vivir, la forma que tenía de pasar el día. Hasta allí se desplazaba para recibir las malas noticias, sentado en una silla de tijera, con un sombrero ancho de paja y un coco partido. El coco, para beber. La silla para sentarse. Y las malas noticias para dejarlas en la orilla esperando que suba la marea». Se trata de una isla que no se mide en kilómetros de superficie, sino que se mide en tiempo: se puede recorrer en la rutina de un día de vida, cuando el siguiente día no está asegurado. Podríamos entender que se emplea el día como metáfora vital: del amanecer al ocaso desarrollando la vida entre medias. Por ello que sea inevitable «volver con el sol de espaldas y los recuerdos en fila».

No obstante, la isla que necesita Tomás es una isla grande. Rafael Soler hace la conversión en las unidades de medida: «Incluso islas de dos días, que entraban ya en la categoría de islas grandes, con muchos sitios estupendos para muchos nadie». Aunque las mejores islas sean las islas de un día, la que Tomás necesita es una isla de dos días, al menos («los tres se despedían al acabar la cena con un guiño solidario, “mañana más”, y mañana dios dirá», leemos al principio como ritual entre Pulga, el Coronel y Tomás en la Residencia/asilo); incluso una de tres días, como mucho («Tomás hizo lo mismo, agitando la cabeza para alejar la imagen de cuanto acontecía al despuntar el tercer día: resignados en sus féretros, los abdómenes rompían su falsa turgencia dando suelta al gas hediondo de la muerte»). Es decir, necesita ese día más del que uno siempre alberga la esperanza de vivir, máxime cuando tienes los días contados por la enfermedad. No valen las trágicas —y aquí he de callar— islas birria: «aquella roca grande era una birria de isla (…) no es lo mismo ver un oleaje desde la escollera, por fuerte que sea, que convertirte tú en ola. (…) las olas eran cada vez más altas y la roca no. Y eso solo sucede cuando estás en una isla de la categoría de las islas birria (…) una ola furiosa es lo peor que hay». Hemos de recordar que una isla es la porción de tierra rodeada de mar… y ya sabemos lo que el mar simboliza.

Quisiera rematar mi comentario a la novela de Rafael Soler atendiendo a los aspectos textuales, metaliterarios y cinematográficos. Son los pespuntes que refuerzan y dan unidad a la trama. No es un mero capricho que Julián, el hijo de Tomás, sea guionista radiofónico; que en la Residencia tengan una revista llamada Trinitotolueno; que Carmina escriba relatos con una máquina de escribir, remedada la varilla de la vocal A por Panocha, quien a su vez fuera, tiempo atrás, linotipista; mientras Cris, la jovencita socióloga que desarrolla su tesis doctoral sobre viejos, toma notas del viaje a modo de diario en su portátil. Nada de lo que sucede queda al margen de su registro de uno u otro modo en este amplio homenaje a la escritura desde la linotipia hasta la tecnología moderna del portátil, así como a sus modalidades textuales: ya sea el pasquín revolucionario, ya las notas para un texto académico, ya guiones para seriales radiofónicos, ya los relatos literarios, representando cada personaje una edad de la escritura desde el siglo XIX.

En este punto la novela se vuelve sobre sí misma, un espejo contra espejo. Carmina, quien «tenía historias que aparecían de repente y ella recogía cuidadosa», tendrá sus apartes en cursiva y con la distintiva peculiaridad del carácter de la A distinta al resto de tipos, y contará las historias de los personajes, incluso la suya, convirtiendo la novela en una narración enmarcada. Más analítica y sociológica, Cris da cuenta en sus Doc numerados y guardados en el portátil. Julián, en sequía creativa, encontrará en su padre y en el viaje esos personajes que anda buscando para que repunte el programa de radio. Quizá, puede que lo esté llevando muy lejos, la novela sugiera cómo la escritura, que se nutre de la vida, es arma contra el olvido, del que se nutre la muerte.

Es importante, señalaba hace un momento también, la presencia de lo cinematográfico, no solo en referencias, sino también como técnica narrativa. Pasajes como, por ejemplo, el siguiente revelan la visualización plástica, la atención a los detalles en primeros planos y el movimiento del punto de vista narrativo en travelling por la escena: «El taxi se detuvo al comienzo del paseo, que bordeaba una playa con unos patines de plástico alineados cerca de la orilla a la espera de un cliente. Brillaba un sol inofensivo, y en los pocos bancos fueron dejando atrás a una pareja que muy poco tenían que decirse, a varios viejos sonriendo en su abandono y a un pintor con sombrero de paja agujereado y con pinceles en la boca, como si se estuviera desayunando un cuadro imaginario. Muy cerca, un gordinflón trotaba en busca de la salud perdida con el corazón a reventar, la camisa empapada y doce calorías menos, hundidos sus ojillos en un montón de grasa».

Asimismo, no son pocas las referencias directas como indirectas que la novela nos sugiere: por ejemplo, en conversación etílica entre Panocha y Tomás, este último afirma que le hubiese gustado ser película, y en concreto menciona Drama en el presidio y Cleopatra. Más adelante, un diálogo de Rocky con la policía sirve para pensar en Uno de los nuestros (Goodfellas, 1990), o conversando Carmina y Rocky, se asocia el mar como destino y el cine en títulos como Rebelión a bordo, Tiburón, Náufrago o El viejo y el mar, y hasta se menciona por parte de Carmina El puente sobre el río Kwai, por desarrollarse sobre un río, agua, y que al fin y al cabo, dará al mar, al Pacífico en concreto. Todas ellas son películas que adaptan obras literarias y varias mantienen curiosas conexiones con la trama de la novela que leemos. Más allá del evidente nombre de Rocky en un boxeador, me llamó la atención Tiburón, por ser la película que me vino a la cabeza al leer el título de la novela: ¿soy yo o en necesito una isla grande resuena aquel «You’re gonna need a bigger boat» (necesitará otro barco más grande)? Que luego aparezca su referencia en el texto no hace sino confirmármelo. Reparemos también en que el río Kwai desemboca, hemos dicho, en el Pacífico, que Rebelión a bordo (Mutiny on the Bounty, 1962) o Náufrago (Cast away, 2000) también se desarrollan en islas del Pacífico; que El viejo y el mar (The Oldman and the Sea, 1958) es el solitario viaje interior de un anciano lobo de mar que ya no logra pescar nada; o Drama en presidio (Convicted, 1950) si podemos trazar un paralelismo entre el presidio y la residencia, entre la espera de la muerte y el hecho de que un preso pueda enfrentar la silla eléctrica, que los personajes de otros presos sean perdedores y parias a la sombra de su pasado —que se aprovecha para la distendida comicidad toda vez que un envenenador es el cocinero y un degollador el barbero—, o la liberación y reinserción en la sociedad del preso con tal tacha de preso, y, por tanto, en el último escalón social.

Y pese a que no haya referencia directa, la novela sí evocará por hache o por be —y en este punto es cosa mía como lector— otras cintas como Cocoon (1985), Una historia verdadera (The Straight Story, 1999), A propósito de Schmidt (About Schmidt, 2002), La juventud (La giovinezza, 2015), nuestra Volver a empezar (1982), o más reciente en cine de animación, Up (2009)… por citar algunas películas que las páginas de Rafael Soler me sugerían. Ahí las dejo por ampliar este universo temático a los lectores.

Un detalle que le han subrayado a menudo a Rafael Soler en entrevistas y presentaciones es la longitud de sus obras, no por voluminosa sino precisamente por lo contrario, en los tiempos de los grandes mamotretos, los auténticos tochos, y las sagas infinitas compuestas a propósito desde el criterio de la cantidad. La respuesta de nuestro autor es la siguiente: «yo creo que cada novela tiene la extensión que precisa, ni una página más. Yo soy un escritor que revisa los textos, que los deja dormir; siempre en la segunda versión de una novela aparecen matices nuevos (…) y siempre hay páginas que sobran, páginas que has escrito buscando la página que viene luego. Esas hay que quitarlas. Superar las 300 páginas de un novela manteniendo una intensidad tremenda no es fácil: una cosa es contar y otra es atrapar al lector». Remarco esta respuesta porque se suma a un coro de narradores actuales que nadan en la misma corriente, y también es algo que veo en el auge cada vez mayor de la narrativa breve, del relato corto y del cuento. Destaco aquí a Antonio Tocornal, quien el año pasado afirmaba en la misma línea que Rafael Soler: «Cuando llego a las 200 páginas comienzo a sentirme culpable. Creo que las obras de narrativa que exceden de las 300 páginas son a menudo resultado de una actitud egocéntrica del autor. Yo no me atrevería a robarle más tiempo del necesario a un lector para contarle una historia; me parecería invasivo. Por esa razón, cuando paso de las 200 páginas, normalmente me dedico a pulir o a podar lo innecesario».

En efecto, el libro no debe pensarse en su longitud de impresión, sino en su contenido y en la forma más efectiva de contarlo, de acercarlo al lector, de atraparlo y de no robarle más tiempo del necesario, y que está dispuesto a darle a nuestro relato, ni tratarlo como a un idiota al que ha de dársele todo con cucharilla. Hay libros de más de 600 páginas maravillosos, trilogías y tetralogías, como también hay libros de 150 páginas que son una genialidad. Tiene algo del carácter ilustrado la posición de esta línea de narradores, en la que incluyo a Rafael Soler, cuando leemos de Kant: «El abate Terrasson dice, en verdad, que si se mide la magnitud de un libro no por el número de páginas, sino por el tiempo que se necesita para comprenderlo, podría decirse de más de un libro que sería mucho más corto si no fuera tan corto. Pero, por otra parte, (…) puede decirse con igual razón: más de un libro hubiera sido mucho más claro si no hubiera querido ser tan enteramente claro. Pues los auxilios para aclarar un punto, si bien son útiles en las partes, distraen empero a menudo del todo, no dejando al lector alcanzar pronto una visión de conjunto». Conste que aquí comento este aspecto exclusivamente desde el punto de vista del escritor al crear su obra. Hay otras interesantes perspectivas respecto del tema como pueden ser la perspectiva editorial por el ahorro ante la escasez de papel, cuestiones de marketing o la pereza lectora de una sociedad de la inmediatez, con un tiempo cada vez menor de atención o concentración, que cada vez más busca la lectura simplificada, reducida o muy concentrada. O todo junto. Pero esto es otro tema.

Buen humor y vitalismo cruzan Necesito una isla grande. No es una novela plana, sino que posee una inteligente arquitectura literaria: la que permite hablar de lo que nadie quiere hablar con una sonrisa; la que convierte lo desdeñado o marginado en protagónico sin pedir permiso y sin aspavientos, con total naturalidad; la que parte del hecho maravilloso para ahondar calladamente en lo cotidiano; la que hace que cada enunciado en prosa tenga el sonido del verso que lo sostiene: «Versos de los que hacen a un poeta sin una coma de más ni una palabra de menos (…) un poema con alma, que son los que perduran».

Héctor Martínez

EL NUEVO LAZARILLO: «MALASANTA», DE ANTONIO TOCORNAL

Decir que Malasanta, novela ganadora del XLI Premio de Novela Felipe Trigo 2021, es el retrato de la cruda realidad es aplicarle un pleonasmo: porque la realidad es cruda, somos nosotros quienes adornamos su carne, la sazonamos, la especiamos, la impregnamos de olores y sabores más al gusto… y luego nos estremecemos cuando vemos de dónde viene el filete sobre el plato, cuando vemos que al matadero entra una vaca viva con carne trémula y cruda. No me estoy poniendo retórico. Frente a quienes puedan ver un relato inverosímil, irreal, su autor, Antonio Tocornal ya ha dicho en varias ocasiones que la novela bebe del batido de noticias rutinarias de nuestro mundo, a las que apenas reaccionamos a menos que aparezca un político interesado o una asociación haciendo aspavientos tuiteros y poniendo el grito en el cielo. Muchas de esas noticias flotan en un caldo de cultivo tan sórdido como el expuesto en Malasanta.

No obstante, todo lo crudo de las miserias que Tocornal nos narra es el primer impacto, pero no es ese su mérito, no lo son las vicisitudes de una mujer de diez en diez años desde que nace en un prostíbulo del vientre de una puta portuguesa tuerta, abandonada por el padre, hasta el final de su historia entre ratas en una estación abandonada, pasando o contemplando todo tipo de abusos, crímenes y bajezas humanas. No, el mérito de la novela es cómo se cuenta, porque no todas las novelas que tiran por este callejón oscuro están bien contadas, y muchas, por exceso o retraimiento, lo apuestan todo a la carnaza y olvidan que es un libro, que es escritura, que hay que contar bien lo que sea que se cuente por feliz o amargo que sea, que se deben conjugar los acontecimientos con las palabras. Aquí está el relumbre de la prosa de Antonio Tocornal: cuanto más sórdido, más poético, cuanto más brutal, más humor, cuanto más deforme, más tierno… en una escala de proporciones que equilibra los hechos y el tono para que todo nos llegue en su justa medida. Un botón de muestra: «Aún no amanecía en La Ciénaga, y la luz fuera era amarilla y pálida, como si la luna incidiese sobre un sudario tendido a secar en el desierto, o como si la neblina de un vapor de lejía o de orines sulfurosos se hubiese detenido formando una balsa de gas estancado».

He leído varias críticas que, cliché arriba cliché abajo, adscriben Malasanta a la herencia del tremendismo de posguerra. Yo, permítanme mis sesudos amigos, no termino de verlo tanto como una marcada vena naturalista: la vida fijada por fuerzas que se le escapan a un ser humano determinado, controlado y regido por sus instintos, sus pasiones, su entorno social y económico, descrito sin concesiones morales, sin distinciones entre lo bello y lo feo a la hora de narrar. El hecho de que los personajes sean arquetípicos, marginales o el halo pesimista que los rodea, condenados desde que nacen y sin mucho ademán por su parte para salir de ahí —más allá de la huida de Malasanta del prostíbulo que, al final, no lleva a ninguna parte—: «Y la niña Malasanta supo que durante toda su vida se había estado preparando para convivir con la sordidez más despiadada, y que estaba preparada para ello, pero que estaba muy lejos de saber cómo enfrentarse a la belleza y sobrevivirla»; o, en otra parte: «Todo el mundo sabe, pensaba, que los peces rojos tipo Candela deben nadar en solitario y en peceras esféricas para que puedan trazar círculos; el círculo es su hábitat natural. Ya no pensaba en las espirales que su propia vida había trazado nadando en el vórtice de un sumidero. Ya no pensaba en nada; solo miraba a los peces sin pensar, y se perdía en ese baile que no conducía a ninguna parte pero que era una forma de dejar que el tiempo se deshiciese en minutos que eran también circulares y que tampoco conducían a ninguna parte»; además, que la novela abarque su vida entera y así podamos observarla de principio a fin sin que quede resquicio o fleco suelto es una marca más del naturalismo que se escurre por las páginas de Malasanta. Me podrán decir que, al fin y al cabo, el naturalismo es uno de los padres declarados del tremendismo, y tiene sus mismos ojos, sí. Pero el tremendismo, entre otros rasgos, está asociado al contexto de una posguerra, que es lo que le dota de sentido, mientras que en el naturalismo es la circunstancia humana misma en cualquier época o contexto. Al respecto, sí vi más parentesco con el tremendismo en La noche en que pude haber visto tocar a Dizzy Gillespie, aunque la frontera es difusa, desde luego.

Diría, incluso, que esta novela tiene más del Lazarillo que de Pascual Duarte, y eso que la primera sería el tatarabuelo del segundo, y que ambos son narradores protagonistas mientras que en la de Tocornal tenemos una voz omnisciente. Me justifico: la vida de Lázaro es un viaje, que empieza de crío y sale de Salamanca y acaba en Toledo, con estaciones en los distintos amos y las miserias humanas del siglo XVI, como la historia de Malasanta desde niña es la huida de La Ciénaga de 1969 hasta la estación abandonada de Ciudad del sur en 2019, con distintos compañeros de viaje y sus respectivas desgracias. En ambas novelas tenemos protagonistas, Lázaro y Malasanta, cuyo padre los abandona y salen adelante por el sufrido trabajo de sus madres y el duro aprendizaje de la experiencia hasta valerse por sí mismos. Las dos historias nos cuentan una vida completa —aunque Lázaro no muera, la novela sí subraya que a partir de ese punto su vida se conforma y no va a cambiar—, y, al igual que sucede con la vida de Lázaro, una vez llegados al final, tampoco podemos decir de Malasanta que su vida haya mejorado, al menos en lo vital y moral. Recordemos cómo Lázaro acaba sacrificando la honra por casa, trabajo y esposa, todo debido a que el lascivo arcipreste de San Salvador le ha puesto el trabajo, la casa y, sobre todo, la esposa, que es la criada de este, para disimular ante la gente que se acuesta con ella. En el caso de Malasanta, ni siquiera existe esa cínica mejora en lo material a costa de una honra que nunca recibió de otros —tanto es así que rehúye los momentos en que ocurre—.

Hay algún guiño a Gabo, lo confirma el propio Tocornal: el tiempo que mantuvo una erección un paciente del médico de La Ciénaga es el mismo tiempo que estuvo lloviendo sin parar en Macondo, esto es, cuatro años, once meses y dos días. Acaso las hormigas que corretean sobre Niño Truncado caído al suelo recuerden al pequeño y último Aureliano Buendía devorado por las hormigas. Pero, en efecto, lo refiere el autor en varias entrevistas donde se tacha a Malasanta de novela de prodigios en línea con el realismo mágico, precisamente para decir que en modo alguno es mágica. Es realismo, a secas; o, mejor dicho, hiperrealismo, una literatura en alta resolución que permite ver las costuras y las impurezas del paisaje humano, eso que está ahí pero que no vemos, que se pixela en cuanto ampliamos más de la cuenta. Antonio Tocornal prefiere hablar de lo real maravilloso de Carpentier, por lo que le he escuchado, del realismo que asume lo maravilloso e inexplicable, lo insólito o inverosímil, pero que está ahí. Y sí, porque algo sea inexplicable o insólito, no quiere decir que sea mágico e irreal, sino todo lo contrario: que antes no lo vimos y, por tanto, no tenemos explicación ni costumbre.

Antonio Tocornal / Foto: Luis Serrano / Fuente: Última Hora

Cada capítulo es un cuadro y en total suman seis, como en un políptico de seis paneles, separados entre sí por una década vital de Malasanta que los hila como panel central: seis mujeres desde los 5 años hasta los 55. La razón de que ocurra esto tiene que ver con la mecánica de trabajo particular de Antonio Tocornal. Lo ha contado en varias ocasiones: empieza la novela sin saber por dónde va, porque la novela ya venía de otros muchos textos previos, y porque se sigue desarrollando en nuevos textos que pacen en todo lo anterior. Dos relatos inconexos, que tenían una protagonista femenina en distintas edades, dieron forma a las distintas edades de la desdichada Malasanta y su fragmentada historia. De ahí que uno tenga la sensación de que son relatos independientes, una suerte de patchwork literario, o, dicho a la moderna, crossovers del mismo universo literario, porque cada personaje que se presenta es susceptible de tener su propia novela o relato. Cada panel desarrolla la historia de un personaje-protagonista que da título al capítulo y configura un tema, ya sea la prostitución, ya la discapacidad y la sexualidad, ya la transexualidad y el odio, la soledad en la vejez, los indigentes y la violencia gratuita, la cruel inconsciencia adolescente cegados por ir en busca de su dosis de reconocimiento social en forma likes… Cada personaje-protagonista es la representación arquetipo de un colectivo invisible en nuestra sociedad; no obstante, también en varios de ellos tenemos no solo la víctima sino al victimario, como en una pasarela de verdugos, o bien solo responsables por ignorancia o por inercia, de las injusticias a que asistimos. Si antes citaba el Lazarillo, aquí me vuelve la referencia: como en aquel, leemos una crítica, o, más bien, se nos ofrece una denuncia, a determinadas clases sociales, actitudes o tipos humanos —pues el concepto de clase está algo desdibujado— que van pasando ante el ojo escrutador del lector y dejan al aire y bien claras sus vergüenzas, cuando ellos creen que nadie mira. Sí, Tocornal nos coloca como observadores tras el cristal tintado de una rueda de reconocimiento: su narrador no señala, no toma partido, somos nosotros, los testigos, los que hemos de hacerlo.

Otros detalles de la novela en que reparar son los nombres propios, empezando por el topónimo que nos recibe, La Ciénaga. Este nombre es una declaración de intenciones, como lo era Malamuerte en Bajamares. ¿Qué puede haber, quién puede vivir, qué puede suceder en un lugar con tal nombre? La protagonista que allí nace es bautizada con el nombre de Malasanta, un nombre compuesto de adjetivos en un oxímoron puro y duro para el doble ser que representa, que impone la madama del prostíbulo de La Ciénaga, doña Expiración: «porque dentro de toda alma humana se esconde una contradicción; mejor ir de frente y dejar las cosas claras desde el principio». Sí, así se llama la madama, doña Expiración, la acción y efecto de expirar, de terminar un período, o la vida misma, una especie de ángel negro bajo cuya sombra no hay más que muerte, y es quien amadrina a la niña Malasanta. Más nombres compuestos con adjetivos descriptivos, aunque no paradójicos sí antitéticos, son Anhelo Truncado, madre de Niño Truncado, el chico sin extremidades que padece priapismo crónico y que tiene «pelo de poeta, ojos de explorador triste»; Modesto Baldío, vendedor de productos de mercería; Cándido Fogoso, muchacho vecino de Malasanta que anda fifty fifty de ambas cualidades; Próspero el Polilla, el último compañero de viaje, cuyo nombre es una burla de su vida de indigente que «pensaba que no hay mayor verdad que dormir la siesta sobre las vías del tren» y así «dormitaba con la confianza de que detectaría al tiempo las vibraciones del mercancías de las 16:45».

Me gustaría destacar un símbolo muy sutil de la novela que demuestra la eficacia narrativa de Tocornal —por si la economía descriptiva de los nombres no lo ha demostrado ya—. Me refiero al brandy. El brandy Fundador no es cualquier brandy, aunque quien lea la novela pueda creer que se trata de un brandy barato de supermercado. Tiene solera (nunca mejor dicho) y es el primer brandy de jerez elaborado en España a lo largo del siglo XIX. Se trata de bodegas estrechamente relacionadas con la realeza desde Fernando VII hasta Don Juan de Borbón. Además es seña identitaria de la producción española en competencia desde sus inicios con el coñac francés. Quienes le ponen delante a Malasanta la primera botella de Fundador son el grupo de cazadores que cometerán el salvaje crimen contra Candela, precedidos por sus actitudes y prejuicios. A partir de ese momento, además del alcoholismo que se desarrolla, vemos que el brandy Fundador en concreto tiene un efecto mitigador y narcotizante en momentos de ansiedad. Malasanta solo bebe Fundador como un elemento inconsciente ligado a la muerte de Candela, cuya metáfora con los peces también la va a acompañar a lo largo de todas las páginas. Constituye un símbolo de la que ha sido su vida y del momento en que tomó conciencia y prefirió ahogarla. No obstante, un elemento disruptor de esta tónica alcohólica entra en escena: cuando Malasanta se encuentra en la calle como una indigente y se asocia a Próspero el Polilla, ella le pide que le convide a una botella de Fundador, como se lo pedía en anteriores ocasiones a Modesto Baldío o a Cándido Fogoso. La respuesta de Próspero es elocuente: «¡Mira la otra! ¿Qué te crees, que soy Bill Gates? (…) Una de tinto de a litro». Aparte del hecho de la referencia coloquial que lanza Próspero sobre el cofundador de Microsoft, a quien Malasanta ni conoce, vemos que, por primera vez, no va a beber Fundador sino que, incluso, parece haber descendido socialmente al encontrarse con que solo obtendrá un vino barato de a litro, de los de garrafa o vinos de mesa. Entonces leemos las siguientes líneas: «Cada vez que tenía un trago en la boca, lo retenía un ratito antes de tragarlo, hasta que se le adormecían algunas papilas, y entonces casi no percibía la diferencia de sabor entre el vino barato y el recuerdo que le quedaba del otro aroma más ambarino y aterciopelado del brandy». Hay una diferencia entre la Malasanta indigente que bebe vino barato y la Malasanta puta y huida que bebía el aterciopelado y ambarino brandy. La ingesta de alcohol se convierte en un catalizador del recuerdo. ¿Hilo demasiado fino si veo que hay un sentimiento nostálgico, una especie de irónico aurea aetas por el que la avejentada y sintecho Malasanta del vino barato añora, a la manera manriqueña, el tiempo pasado de brandy como mejor? Acaso es posible ver aquel otro tópico del tempus fugit, bajo tonos más sombríos: «Malasanta no quería reconocer, o tal vez no recordaba, que hacía ya muchos años que nadie estaba dispuesto a pagar por sus servicios», que ya no son los tiempos en los que entre rosa y azucena se muestra la color en vuestro gesto. Puede que sea solo cosa mía, aunque sospecho que no.

Durante la presentación de Malasanta con el Centro Andaluz de las Letras / Foto: Luis Serrano / Fuente: Fundación José Manuel Lara

En Malasanta reconocemos esos easter eggs del universo de Tocornal. Es, por lo visto, costumbre del escritor. Ya lo sospeché al leer, tras Bajamares, aquella anterior La noche en que pude haber visto tocar a Dizzy Gillespie, cuando me daba de bruces con un capítulo con pasajes que podían haber formado (o que forman) parte de aquella. Aquí nos reencontramos con el paralelismo de los nombres propios Malasanta-Malamuerte (pueblo de Bajamares) o aquel ojo de cristal, con que abren ambas novelas y que quedan perfectamente hilados por el siguiente pasaje de Malasanta: «soñaba que tal vez alguien, un viejo pescador solitario o un guardafaros en una isla desierta, acababa por capturar al enorme mero y por encontrar el ojo de cristal en el interior de su vientre». También los hay con algún personaje de otra de sus obras, Pájaros en un cielo de estaño (2020), que tengo en el cajón de pendientes y ya será comentado apropiadamente. Si en Bajamares había un perro anónimo, pulgoso y polvoriento, con ojos de ser humano, que no ladraba ni envejecía, aquí tenemos otro perro, adoptado por el Polilla, llamado Socio, «un perro mestizo y viejo; de color chocolate sucio, dientes marrones y pelo desgreñado: un perro de mendigo. Siempre tenía los ojos llenos de legañas y el pelaje enmarañado y plagado de pulgas y garrapatas». Y aunque Socio ladre, gruña, de poco le sirve.

También veo una estrecha relación entre La noche en que pude… y esta Malasanta. Por ejemplo, en el modo de presentar a los personajes al modo de los freak show: en aquella hacía desfilar un elenco de personajes bohemios extraordinarios, cada uno con sus particularidades, entre elementos sórdidos y crudos sobre los que destacaba más el humor; en esta, Tocornal los va subiendo a la palestra, cada cual con su particular monstruosidad moral o física, su tara social, que sirve, más que para estigmatizar al personaje, para restañar las heridas de su dignidad y señalar las monstruosidades que normalizamos y nos pasan desapercibidas en otros. Es un viejo recurso, también decimonónico, que la monstruosidad y la extravagancia reflejen la deformidad moral de quien mira y se burla del monstruo y del outsider. En Malasanta, sin embargo, es inversamente proporcional en cuanto a las dosis de lo sórdido, crudo y el  humor. Del mismo modo, la estructura panelada en cuadros independientes con un hilo conductor es la estratagema utilizada con gran destreza en ambas novelas. Cabe señalar también que ya en La noche en que pude… jugaba Tocornal con ese hiperrealismo o realismo maravilloso por el que lo insólito es, no obstante, lo real, y lo aplicaba con elegancia a la autoficción. Y en Malasanta, ya lo hemos dicho, lo inverosímil es solo la apariencia de algo muy real. Pero no se confundan: ya dije que Tocornal no escribe una y otra vez la misma novela; lo que tenemos es el despliegue de su habilidad y técnica al servicio de la historia que va surgiendo.

Son tres ya las novelas del universo Tocornal que he transitado, además de los relatos que él comparte. Y sigue seduciendo con cada historia que teje, no aburre, no se repite, sorprende, golpea y mece con una facilidad pasmosa. La sensación como lector es casi la del pelele que está en sus manos y se deja confiado, se somete a su antojo narrativo; incluso la sensación es la de ser el personaje n+1 de la historia. Empiezo a preocuparme por verme un día en sus páginas como personaje-lector. Y no me refiero a identificarme con lo que leo, sino a verme literalmente y sin quererlo, como uno más que por ahí pasa. Como en el mundo mismo. Lo maravillosamente real.

Héctor Martínez

«LA FABULOSA HISTORIA DE HENRY N. BROWN», DE ANNE HELENE BUBENZER

He dudado si reseñar o no esta novela. Suelo hablar de libros que me hayan dejado un buen sabor de boca, quizás alguno que se me haya atascado pero que al final tiene más elementos positivos que negativos, o los negativos son marginales… recuerdo solo uno o dos libros que realmente haya descuartizado, pero la razón no era tanto el libro mismo, que ni siquiera tendría que ser malo de solemnidad, como el hecho de verlo ensalzado, sobrevalorado y premiado sin fundamento ninguno. En esos casos la casquería está servida. Sigo, como bien me enseñaron, aquello de si no tienes nada bueno que decir… Pero entiendan que no es una máxima como tal: a veces lo que se tiene que decir, sea bueno o malo, o se lo parezca a quien se lo parezca, hay que decirlo. Es una máxima que solo aplico cuando creo que haré más mal que bien, no al libro, sino a su desconocido responsable. En otros casos hay que aplicar la proporcionalidad de confianza y asco.

He dudado, sí, a pesar de las valoraciones que puedan ver ustedes en forma de estrellitas por la Red —tampoco he visto que haya sido un libro muy reseñado—. He dudado, sí, porque es un libro muy desigual, y las partes que se atragantan por pesadas o por ñoñas no son marginales, sino todo lo contario. No tenía muy claro si lo positivo realmente podía ayudar a olvidar que hubo momentos en que estuve por dejarlo a medias y no volver a él; y, si volví, fue porque soy terco. Pero… seré justo… no me parece una mala novela… para ser la primera de su autora… y entiendo que haya lectores que estarán dispuestos a desollarme… puede que yo ponga exigencias y reparos que el libro no pretende enfrentar (mea culpa)… pero… sea yo, sea el libro, hay algún pero en esta historia.

Pongamos contexto. La fabulosa historia de Henry N. Brown (2008), escrita por la alemana Anne Helene Bubenzer, es una novela narrada por un oso de peluche, el cual va contando y juzgando la historia del siglo XX, a partir de 1921, según va pasando de unas manos a otras, de unos dueños a otros, de unos países a otros, de unas épocas a otras. Así dicho, y con este título, uno espera ver como se realiza ese fabulosa que adjetiva a historia. Y aquí viene uno de los primeros problemas: que al leerla, la historia no es fabulosa, más allá de que nos la cuente un oso de peluche. Y lo cierto es que su historia tampoco es: la historia ocurre ante el oso, la historia es la de los demás, al oso le pasa más bien poco. Un poco de título hay en ese clickbait. Una vez leída, opino que el título debería quedar en Henry N. Brown, el nombre del oso: porque, eso sí, como narrador encima se arroba el protagonismo, ensombrece a los personajes cuya historia nos cuenta, y eleva juicios y opiniones en lugar de dejar que sea el lector el que saque sus propios juicios a partir de la narración. No me molesta que el narrador opine, pero tampoco me gusta cuando parece intentar convencerme a costa de la narración misma. Acaso la historia de Nina es de las pocas que no sufren por ello, el protagonismo recae en los personajes y, sobre todo, en el suceso, y gracias a ello es de las historias más auténticas y conmovedoras del volumen. Podríamos sumar la historia de Fritz.

Portada Grijalbo

Otro punto muy flojo está en el tono. El tono es demasiado pueril, dentro de un estilo excesivamente sencillo (accesible, lo llaman hoy de manera eufemística): el registro que usamos ha de adaptarse a nuestro receptor, y en este caso, el registro se adapta a un niño de 10 años, cuando no menos. Si no fuese por unas ciertas escenas duras y ciertos guiños, que al niño de 10 años se le escapan, no tarda el lector en pensar que le están tratando como al niño de 10 años que no es. Que tu narrador sea un oso de peluche, que lo envuelvas del componente navideño, y vaya de mano en mano de niños, no significa que el tono, el estilo y el registro deban adaptarse a estos. Y cuando el peluche no está en manos de niños, sino que los propietarios del oso son adultos, suelen ser en mujeres y hombres enamorados donde el tono se convierte en ñoño, no, lo siguiente. Rara vez este tono pueril y ñoño abandona la narración, indiferente a lo que está contando, y de ahí que el adjetivo que más veo en las reseñas de los lectores es que se trata de una historia tierna. Cuando uno piensa que pasan por la Segunda Guerra Mundial, la invasión de Francia, que hay suicidios, intentos de violación, ejecuciones, revueltas, dramáticas muertes por enfermedades terminales, maltrato, familias desestructuradas con hijos sufriendo… cuando uno ve que casi ninguna historia es ajena al dolor, a la muerte, a la desaparición o a la catástrofe… que sea el adjetivo tierno el que describa esta narración para los lectores desvela un grave inconveniente en el tono.

En esencia, es una retahíla de historias independientes, solo hiladas por la presencia del oso de peluche. Puede que la pega esté en que se presente como novela, y de ahí que rechine tanto la diferencia entre unas historias y otras. Varias veces pensé que esto no era una novela sino que lo habían convertido en novela, reuniendo historias que se concibieron por separado. En una novela el lector presupone que habrá una historia que plantea una situación, uno o varios problemas o conflictos, que han de verse resueltos de algún modo. Y aquí se presentan muchas historias de muy distinta naturaleza con resoluciones muy variopintas, sin que se reconozca un in crescendo hacia algún clímax en conjunto. Solo el oso es el nexo de todas. Y aunque las historias sean autónomas, ha de haber un hilo conductor que vaya del planteamiento al desenlace. Propondré como ejemplo de una novela similar a esta, pero que cumple con esa constancia del hilo argumental, el Lazarillo: cada tratado está con un amo, igual que en esta novela el oso pasa por distintos dueños; pero en el Lazarillo cada tratado hace crecer al personaje, este aprende, en un clásico ejemplo de Bildungsroman de modo que el inicio in extrema res y el final cierran un círculo coherente. En esta novela, que también comienza in extrema res, sin embargo no se cierra ningún círculo (de hecho, debo decir que el final es decepcionante): ni es relevante que el oso haya contemplado la historia del siglo XX, ni que haya pasado por las vidas de los personajes, ni que estos lo hayan tenido por un tiempo… tampoco supone todo ello ninguna diferencia para el oso de peluche, que hasta él mismo lo reconoce en varias ocasiones, disculpándose en ser un oso de peluche. Reitero que mi reparo está en que el oso de peluche actúe, al mismo tiempo, como narrador y como personaje protagonista, sin que, realmente, pueda tener más protagonismo que ser el punto de vista desde el que narrar la novela. Opaca el resto de historias y personajes sin la capacidad real de hacerlo y esto desarticula cualquier hilo que acabe en un desenlace. Es más, no existen desenlaces, aunque esto, como contaré a continuación, puede tener algo bueno que creo que ha estado mal llevado a término.

Podría señalar alguna cosa más que no me cuadra, que me rompe la lectura, pero creo que, en esencia, he subrayado lo más gordo de lo que no funciona. Y, como se ve, lo más gordo afecta a elementos fundamentales de la novela. Ahí radicaba mi duda: ¿realmente hay algo positivo que pueda salvar el libro, a pesar de todo lo anterior? Al fin y al cabo, aunque por terquedad personal, lo he leído. Pues creo que La fabulosa historia de Henry N. Brown es uno de los primeros casos en los que los puntos positivos, siendo marginales, merecen ser señalados. No salvan el libro en su conjunto, claro, pero creo que es justo contraponerlos en el otro plato de la balanza, pese a hacerlo a sabiendas de que no va a darle la vuelta a la tortilla. Me parece justo, y esto me ha parecido importante, cuando se trata de la primera novela de su autora, Anne Helene Bubenzer.

ANNE HELENE BUBENZER

Empiezo por el narrador. Hay quien no termina de ver que un oso de peluche pueda ser un narrador. Ahora bien, a mí me parece elección muy válida e interesante: se trata de un narrador implicado en la historia en la que no interviene, es un testigo mudo; y al ser un objeto inanimado, da mayor credibilidad a lo que ocurre ante él, esto es, los personajes no se cohíben y actúan con sinceridad en su presencia. ¿Se reprime alguien al comportarse ante un peluche? Por otro lado, como peluche, es asumible que los personajes lo humanicen en falso, es decir, lo nombran (por cierto, cada uno de una manera distinta, luego lo comento), le hablan, se convierte en un objeto de desahogo y confesión, pero todos saben que, en el fondo, es un peluche. Esta humanización, aunque falsa, permite que aceptemos la voz del oso como narrador. Es, desde luego, un punto de vista voyeur excelente para el lector. Pero debería mantenerse neutro, un cruce entre el narrador homodiegético testigo y el heterodiegético observador. En este sentido, me encantó lo bien explicado que aparece esto: «la dimensión de mi tragedia personal: ¿qué sentido tiene estar en el mundo si no puedes moverte y no puedes hablar, pero al mismo tiempo estás sometido a cuatro sentidos muy vivos? Sí. Eso hay que digerirlo. Los pensamientos amenazaban con precipitarse». Bubenzer era consciente de este reto, y lamento que no fuera consecuente.

Obviamente, este narrador está muy limitado. No puede interactuar —aunque los personajes sí pueden interactuar con él—, no se mueve por sí mismo, no puede contar lo que no sucede frente a él. En diversas ocasiones Anne Helene Bubenzer nos traslada la inquietud del oso por no poder ver que sucede detrás de él, no poder volverse, no poder decir lo que sabe, o que caiga al suelo y quede bocabajo sin poder ver qué sucede, que vaya dentro de un equipaje o macuto y por tanto su narración solo se base en lo que puede oír. Esto no tendría que ser un impedimento, al contrario, puede ser muy dinámico, y en bastantes ocasiones la autora maneja con inteligencia este factor: la historia del siglo XX la conocemos en la intrahistoria que es la vida de los personajes, en cómo les afecta, altera, cómo la juzgan o la integran en su rutina, en las minucias de la vida de los personajes. Y esas minucias son las que el oso puede contarnos. Con buen pulso la autora pone al oso junto al soldado nazi y de forma muy natural el oso describe: «Oí suspirar decepcionado al monstruo. Sonó como el suspiro de un hombre. Era un hombre. (…) Hasta entonces no se me había ocurrido pensar que los alemanes escribieran cartas de amor. No me entraba en la cabeza que aquellos hombres tuvieran esposa y familia, que tuvieran un hogar, ni que imaginaran siquiera qué era el amor (…) Los observé, busqué en su comportamiento y en sus comentarios pruebas de su falibilidad, y sólo descubrí que su máximo error era ser personas» —¿a quién no le parece estar leyendo una versión de Hannah Arendt?—. Para el final de la guerra, el oso se encuentra ante un pensamiento complicado: «alguien había invertido los términos. Ahora eran los alemanes los que temían a los soldados extranjeros. Verduleros, maestros, taberneros, madres, hijos; su miedo no se diferenciaba del de los franceses», un buen remate de la idea de banalización del mal. No obstante, en varias ocasiones se fuerza la narración para que el oso sea consciente de hechos que van más allá de su entorno directo y sus limitaciones (conversaciones algo forzadas, noticias que ha escuchado en la radio…) y resulta artificioso.

El oso, ya no como narrador, sino como personaje dentro de la historia, si bien ya he dicho que se le asigna un papel protagónico que no representa —mejor dicho, que no puede representar—, ejerce bien de espejo de los personajes. Por ejemplo, a la hora de bautizarlo —humanizarlo— en cada historia recibe un nombre distinto: el que le dan los personajes de la misma. Es una manera de hacerlo suyo, claro está, pero también una manera de que en el oso se refleje el carácter de cada nuevo propietario. El oso se desdobla: la voz narrativa sigue siendo la misma, pero el oso como personaje se integra en cada historia como una novedad para sus personajes a la vez que se distingue de las anteriores. ¿Cómo llamaría a un oso una muchacha británica, o un chico francés, o una niña húngara bajo circunstancias muy distintas? Henry N. Brown, Puddly, Doudou, Ole, Mon ami, Paolo, Mitschi Motschko… son algunos de los nombres que recibe de parte de sus propietarios y que sirven para trazar esa frontera entre el oso narrador, que para el lector siempre es el mismo, y el oso de peluche, que cambia según los personajes. Así, cuando es Puddly no puede ser Ole ni Paolo etc., pero siempre es el narrador.

La novela recurre a la analepsis para la narración desde un presente de los distintos momentos y vidas de los que ha sido testigo el oso. Los capítulos impares nos sitúan en ese presente, y funcionan como interludio para los pares, que  corresponden con la retrospección en cada cambio de dueño. Estos últimos comienzan siempre in media res, con la nueva situación ya comenzada, para desarrollar después cómo pasó del dueño anterior al siguiente. El recurso es efectivo, ya que genera cierta intriga: hace saltar en el lector preguntas sobre qué pasó con y cómo se llegó a. Eso sí, como lo hace en cada capítulo, se vuelve demasiado reiterativo y pierde su eficacia. Aquí, no obstante, juega un papel importante algo que referí líneas antes: las historias, diría que la mayor parte, no tienen un desenlace real, los personajes siguen sus vidas sin el oso-narrador y jamás sabremos qué fue de. El oso se cae, se pierde, se lo dejan olvidado, lo regalan… nada sabremos de aquellos de los que se separa. Son finales abiertos, ante los que hasta el propio oso llega a sugerir la posibilidad de algún reencuentro o expresar la nostalgia y preguntarse dónde estará cada cual.

El último elemento positivo que señalaré, he de decirlo, es algo más del gusto personal, y se trata de los guiños intertextuales, especialmente literarios, las referencias, los Easter eggs,como está a la moda decir. De forma general, el hecho de que haya editores, escritora, poemas; y de manera más concreta que nos topemos con Virginia Woolf, Evelyn Waugh, el Orgullo y prejuicio de Jane Austen, el oso Paddingnton de Michael Bond —al que hay referencia literal, pero son más curiosas las referencias indirectas—, Rita Mae Brown, E. M. Foster o A. A. Milne. También es interesante observar referencias musicales o cinematográficas de la cultura de masas (Joan Baez, Rolling Stones, Beatles, Elvis, James Dean, Marilyn Monroe, Audrey Hepburn…) a través de los que se nos indica el tiempo en que nos encontramos sin necesidad de una fecha concreta.

Esos son los puntos fuertes en mi opinión. Todos ellos suponen un buen punto de partida y buenos ingredientes cuya ejecución no ha sido la adecuada. No responde de la expectativa que genera ni es constante ni permite que el lector acabe de sentirse a gusto con la experiencia misma de leerla. Teniendo un andamiaje que prometía, la novela no salió tan bien como podría haberlo hecho y todo el potencial inicial se va desinflando página a página.

Héctor Martínez