«LEHRJAHRE», DE JAIRO COMPOSTELA Y MELANIE KRONE

Hablaré hoy de un poemario-álbum que por amistad me llega desde Colonia (Alemania) de manos de Jairo Compostela. Se trata de un libro escrito en alemán (salvo un poema en español y un verso en inglés), pero sobre el que no me ha importado hacer el esfuerzo de recuperar mis olvidadas clases de este idioma, y el diccionario, más perdido aún por las estanterías de casa. No me ha importado porque me alegra encontrar trabajos, como este Lehrjahre (Libelle Books, 2023) —que quiero traducir por Tiempo de aprendizaje—, que no pretenden el aplauso fácil metiendo ruido, que no buscan la fugaz atención de los ojos distraídos, ni piensan en haber fracasado por no obtenerla. Son libros honestos, saben el camino por el que van, y que en este encontrarán pocos viajeros. Pero lo prefieren así: ese viajero recordará el camino y el encuentro y el libro. No será algo repentino y fugitivo. Será arduo, complicado, y, probablemente, no acabe por remunerarse del todo. Pero será satisfactorio, sobre todo para quienes lo produjeron, dos amigos, cuando en sus manos tienen el resultado artístico de su amistad. Ellos ahora saben que tienen mi atención y mi aplauso.

El título me retrotraía hacia un dicho alemán, «Lehrjahre sind keine Herrenjahre», cuyo sentido general subraya las dificultades de la vida del aprendiz, del joven que empieza, la importancia de su esfuerzo y la modestia en su actitud. Se puede pensar, en efecto, en el estudiante o en aquel que empieza en un trabajo y puede verse abrumado por lo que encuentra, frente a sus compañeros más experimentados; pero la moraleja se puede (y creo que se debe) llevar a un plano más vital, a las edades del hombre, enfrentando a quien empieza a vivir, y aún no sabe, con quien ya ha vivido, y está de vuelta de todo. El joven aprendiz, en cualquier caso, no es el viejo maestro: debe recorrer el camino de uno a otro punto, construirse, formarse, como el protagonista de las bildungsroman. Aprendizaje y vida quedan íntimamente asociados.

A los implicados en este proyecto, por un lado la fotógrafa berlinesa Melanie Krone y por otro el poeta madrileño Jairo Compostela, les une, precisamente el camino de su formación profesional, sus años de aprendizaje. Lo afirma la breve nota introductoria: «Por casualidad, Melanie Krone, de Berlín, y Jairo Compostela, de Madrid, se conocieron en Renania en 2019. Ambos capitalinos, amantes del arte, realizaban entonces prácticas profesionales juntos (ella en un archivo y él en una biblioteca)». Pero, y por esto lo afirmé, el libro no se ciñe al aprendizaje meramente profesional que los convocó uno al lado del otro, sino a la visión artística de la vida que ambos ponen en juego en este mano a mano poético-fotográfico.

Melanie Krone y Jairo Compostela

El mano a mano tiene una versión exterior (extrartística) y otra interior (artística).

La exterior tiene que ver con los espacios y contextos de cada una de las artes implicadas: el lugar más natural para las artes plásticas es la sala de exposición; el lugar más natural para las artes literarias es el libro. Y así, la historia de Lehrjahre comienza con una exposición en Colonia de la obra de Melanie Krone, quien le propuso a Jairo Compostela escribir poemas para acompañar las fotografías. Posteriormente, lo que había nacido en la sala de exposición continuó sobre el papel: ambos añadieron nuevos materiales y nació el libro. Así, podemos decir que primero la imagen invitó a la palabra a su exposición; y que después la palabra correspondió la invitación de la imagen convocándola a la página. Tras ello, nuevamente imagen y palabra se dieron cita en nuevas exposiciones, la última del 6 de mayo al 7 de junio de este 2023 en Brotfabrik de Bonn Beuel amenizada con un recital de piano en directo interpretado por Leonard Hüster y una charla en torno de la poesía.

La cara interna del mano a mano es el diálogo mismo entre imagen (Melanie) y palabra (Jairo) cualquiera que sea el espacio de encuentro entre ambos. Porque serán distintas artes, pero ambas son arte: ambas, por separado, transitan una misma experiencia, y juntas, como es el caso, suponen un proceso creativo común (Ut pictura poesis). Entiendo, eso sí, (y si no que me corrijan) que la imagen tiene primacía, que la imagen es anterior al verso; dicho en otro giro, que la imagen inicia la comunicación y la palabra es la interpelada a reaccionar. Es lógico si en su gestación fue Melanie Krone quien invitó a Jairo Compostela a enhebrar versos ante sus fotografías. Incluso la exposición derivada se tituló Photoetry, con los lexemas compuestos en el orden mencionado.

Es importante esto a la hora de afrontar el libro: parecerá tontería, pero no es lo mismo leer y luego contemplar, que contemplar y luego leer. No se trata de que el poema ayude a entender la imagen, como la cartela bajo el cuadro en el museo, sino de que el poema es la reacción de Jairo provocada por la estampa que Melanie propone. El ejercicio de atender a la imagen en primer lugar y después contrastar nuestra perspectiva con la plasmación poética resulta más enriquecedor que actuar en dirección contraria; en esa otra dirección, asumiríamos ya la reacción poética ante la imagen, asumiríamos ya una interpretación, una sensación, una visión, una idea (las de Jairo Compostela) antes de haber contemplado si quiera la imagen. Sería más difícil tener la mirada limpia y virgen, perderíamos parte de la experiencia porque nos perderíamos a nosotros mismos por el camino.

Un primer núcleo temático de este diálogo tiene que ver con la homogeneidad geométrica, la falta de riesgo, de diferencia o variación. Así lo muestran imágenes en las que tenemos un campo desolado, poblado de árboles desnudos de hojas, iguales unos a otros y cubierto de nubes grises. Se trata de un paisaje que no sugiere movimiento ni vida, sino estatismo y muerte. El poeta lo asimila al efecto vital de la rutina y, de hecho, titula su texto «Routine» en el que lo cotidiano, la inercia, va colonizando la vida con el pasar del tiempo como un monstruo monótono, gris, como una fuerza limitante que poco a poco devora el impulso libre de la persona, que encarcela el ímpetu joven, y lo hace sin ser percibido: «¿Dónde están ahora tus sueños, / tus ideales ingenuos, / tu justa revolución?», impreca el poeta ante esa visión uniforme, falta de vida, muerta al fin. No es tanto el simple pasar del tiempo como qué hacemos mientras el tiempo pasa. Tiene el poema un tono elegíaco, cercano al ubi sunt? frente al tono apremiante y solemne del carpe diem: aquí ya ha pasado la oportunidad de aprovechar el momento, y solo queda el paraje yermo e infecundo de la imagen.

En esta línea, otras fotografías reflejan, por ejemplo, arquitecturas geométricas homogéneas de ángulos rectos y aristas, cubos y ventanas rectangulares indiferenciadas, serializadas; quizás se trate de una facultad o una residencia universitaria, si nos dejamos llevar por los versos de Jairo. La imagen sugiere al poeta las celdas de un «Panal» (Honigwaben) de laboriosas y diligentes abejas estudiantiles —con lo que tenemos eco de esos Lehrjahre— que trasladan el polen del conocimiento en un difícil equilibrio de convivencia y diversión. «Las abejas están ocupadas volando desde el piso compartido hasta el campus / (…) / Regresan por la tarde con nuevos conocimientos en las antenas». Pero, al mismo tiempo, describe el poeta cómo tienen que redactar los trabajos para una fecha, presentar una exposición, aprobar un examen a la vez que limpian, cocinan, sacan la basura, beben y se relacionan. Son las distintas facetas de la vida universitaria que los estudiantes tratan de conjugar, y no parece que con resultados académicos excelentes, pues se nos habla de «examen suspenso» o de que alguno fue reconvenido porque «Wikipedia no es una fuente citable». Un verso genera una cuenta atrás del paso del tiempo académico y el encuentro amoroso: «Cuarto semestre. Tercer intento. Segundo affaire. Primera relación».

De factura geométrica similar es el muro de salientes triangulares en un juego de luces y sombras, que al poeta le sugiere la «Horizontalidad» (Waagerecht) dado que ningún saliente sobresale más que otro en un muro que se extiende horizontalmente y se prolonga más allá de la toma. En pareados, la idea sugerida se evidencia: «A las masas / hay que adaptarse» evocando nuevamente la homogeneidad de las cosas. Los versos encierran el uso de un mismo verbo prefijado de manera diferente (anpassen < adaptarse; aufpassen < prestar atención; verpassen < perderse) para terminar el poema sin prefijo ninguno (passen < encajar, adecuarse): «Me temo que debo encajar».

Una cuarta imagen que al respecto quiero destacar de Melanie Krone expone la parte superior de un tobogán apoyado en un muro, tras el que se oculta su recorrido. No obstante, el otro lado del muro es un campo agreste. Junto al tobogán, una cerveza. Las evocaciones a la infancia y su aprendizaje, las tentaciones, la naturaleza, el juego y el riesgo saltan a la vista. Quizá por ello el poeta ensaya una exhortación, «Dejadnos» (Lass uns), contra todo el universo contrario a esa evocación: exige permitir que uno experimente e incluso se haga daño y reclama «dejadnos que juguemos / sin límites». Es, a mí parecer, un canto a la libertad frente a la sociedad ordenada, homogénea, limitante, cárcel de seguridad, que coarta al espíritu que se sale de la norma y que arriesga lanzándose a la naturaleza. En definitiva, hacer algo distinto al crecer frente a lo de siempre, lo rutinario.

La última imagen en que reparo sobre esto pertenece a las páginas finales del libro. Una gran bola de discoteca pende sorprendentemente de la fachada de un viejo edificio. El contraste entre la bola que, aunque antigua, sugiere también la fiesta, y la fachada ajada del edificio, alude el paso del tiempo. Así parece también querer reflejarlo el poeta al imaginar la escena de una quedada en la que alguien llega tarde, y mientras quien espera y está comprando (¿bebida quizás?) mantiene un diálogo habitual (rutinaria, podría decir) con el vendedor («¿Desea bolsa por diez céntimos?»; «¿En efectivo o con tarjeta?») a la vez que dialoga consigo en su fuero interno. Intuimos que esta voz no es la voz de un joven sino de alguien que parece no asumir la edad: a la vez que sufre de lumbalgia y exige puntualidad proclama YOLO (silgas de You only live once) en la jerga juvenil alemana, aunque se consuela con que al día siguiente no tiene obligaciones. Curioso que es uno en las cosas de la lengua, me entero de que YOLO fue elegida la palabra de jerga juvenil de 2012 por Langenscheidt-Verlag, guardando una total relación con los tópicos literarios del carpe diem y el memento mori. Romper con el cliché, con las convenciones, negarse a asumir que el tiempo pasa, rebelarse (quizá inútilmente) y ansiar el disfrute del momento, es de nuevo romper con la homogeneidad y el comportamiento esperado.

Otros diálogos entre imagen y palabra no resultan tan coincidentes. Por ejemplo, la imagen paisajista de barcas amarradas en un lago, cuyas aguas y márgenes se extienden hacia el fondo (punto de fuga), enmarcada por las ramas y la hierba en el primer plano, puede traer un sinnúmero de sugerencias poéticas a la mente, e incluso referencias literarias románticas, modernistas etc. En los versos de Jairo Compostela damos con una imagen literariamente clásica a través de la asociación barca-lago: el barquero Caronte que cruza en el Hades las almas de una margen a otra del Aqueronte previo pago de un óbolo (y así titula a propósito el poema). Con sentido del humor, el poeta asimila ese pago del óbolo por los muertos con la moneda de euro que hoy sirve para los casilleros donde guardar los objetos personales mientras uno accede a la piscina cubierta.

Sucede lo mismo con la imagen de Melanie Krone en la que una enorme torre se levanta hacia los cielos cubiertos, saliendo del plano, y corta perpendicular a una azotea donde ocho aves (palomas) están posadas. Acostumbrado yo a ver en las imágenes primeramente la composición, en este caso me llamaba la atención el sencillo equilibrio de las estructuras dando lugar a una imagen muy estable en cruz; en segundo lugar, el tamaño de las construcciones frente al motivo de las palomas, mucho más pequeñas y casi sombras de sí mismas. Que la torre se alce a los cielos, en un contrapicado, y salga de plano, me resulta muy sugerente. Probablemente la asociación ascendente de cielos, cruz y paloma habría sido mi opción, pecando de simplón. Jairo, en cambio, teje su texto desde una interpretación descendente: las palomas son espectadoras desde la altura de la vida humana que se desarrolla bajo ellas, y juzgan a los hombres en una inversión fabulesca con el estribillo «Extraños animales, dicen las palomas». La personificación del ave permite al poeta posicionarnos en su perspectiva, alejarnos del ser humano, y reflexionar sobre el objeto de juicio: «Dan pena, ¿verdad? / Cada año más ruidosos, más acelerados, / más soeces, más idiotas (…) Son más tontos que el pan / que nos tiran». No perdamos de vista que las palomas, al menos las urbanas, no son vistas como animales inteligentes, muchas caminan con alguna de sus patas mutilada, ni mucho menos se las ve como animales limpios (ratas con alas o ratas voladoras se las llama habitualmente). Esto se da la vuelta en los versos de Jairo, pues los que cojean, apestan y son estúpidos son los seres humanos.

El tono fabulesco está presente en otro poema, el único en español de todo el libro, y que acompaña a la silueta de una ardilla en un tejado (Eichhörnchen) captada por el objetivo de Melanie Krone. Se trata de un poema en que aparece el Jairo poeta español que he retratado en otras ocasiones, gustoso de explorar como aquellos finiseculares modernistas otros metros en las estructuras clásicas. Y aquí reaparece, sí, con eneasílabos en redondillas (o cuartetos, como se prefiera) con su rima consonante abrazada muy marcada. La fábula moral, como género didáctico, fue también de preferencia modernista. En este caso es la historia de una ardilla que se encuentra con una castaña enorme y decide llevársela y, para ponerla a buen recaudo, la entierra; su problema es que luego no recuerda dónde la enterró «pues su cerebro es pequeñito». No obstante, aunque ella se quedara sin la castaña, su olvido propició el nacimiento de un nuevo castaño. Su moraleja: «equivocarse no hace daño / a veces hasta es de provecho», pues, obviamente, ahora habrá más castañas para todos.

Aprovecho aquí para subrayar la fuerte presencia que en estos poemas Jairo le otorga al mundo animal (palomas, ardillas, abejas, avispas). Uno más quedaría por mencionar: el caballo. Lo vemos aparecer junto a la fotografía de Melanie Krone que representa a un caballo y su jockey en una carrera en el hipódromo. La imagen capta la velocidad del movimiento en primer plano, apareciendo por nuestra derecha, frente a la inmovilidad del fondo. El poema a su lado nos va a dividir en dos planos: por un lado, la palabra de título (Steckenpferd) nos traslada al caballito de juguete, y por tanto a la infancia, de algún modo a esos años de aprendizaje; por otro, la descripción de fuerza y poderío del animal nos lleva al caballo real de la imagen. Por tanto, hemos de situarnos en la imaginación infantil que recrea en su fantasía un caballo de verdad con el que ganar una carrera. En ambos casos, tanto en la fantasía como en la realidad se da que: «lo capital es ser primero, sin importar qué o dónde», tal y como cierra el último verso.

La nota modernista de nuestro poeta salta a la vista desde el momento en que topamos con algunos de los símbolos predilectos del movimiento, como al caso son las estaciones del año. Dos poemas ligados entre sí, «Winter» (invierno) y «Sommer» (verano), hasta el punto de que podrían constituir un mismo poema en dos partes, tratan esta simbología. Se asocian a las fotografías paisajistas de Krone, un bosque nevado inmerso en la niebla y el frío, por un lado, y lago azul entre montañas brillando sus aguas a los cálidos rayos del sol que atraviesan claros entre las nubes, por otro. En esencia, ambas estaciones son descritas del mismo modo: tanto el verano como el invierno tienen «la capacidad de borrar nuestros recuerdos» y ambos nos demuestran que «después de todo, la vida es bella». Así abre y así cierra los dos poemas. La diferencia está en los versos centrales, en la transición de uno a otro. El invierno es «el tiempo que pesa en el estómago», cuando «la desgana golpea a menudo», que dará paso al verano con «su ligereza de equipaje», metáfora de la despreocupación estival, del descanso de obligaciones y agobios vitales, siendo el verano la época en que los equipajes físicos se llenan. El verano es la época en que «la banalidad se incrementa» y en la que emergen las avispas que el invierno oculta y al que de nuevo seguirá el invierno, cuyo equipaje brinda seguridad y protección (Geborgenheit). La diferencia es, por tanto, la actitud vital nuestra, no las estaciones mismas que actúan como símbolos en estos versos.

Resalta en el libro el tema de los movimientos migratorios. Aquí debo recordar que el último poemario de Jairo Compostela, que tuve el placer de prologar y presentar en su tierra natal, tiene por eje temático precisamente la emigración. Sonetos de un emigrante (2018) lleva por título y constituye un ejercicio sobre su propia experiencia migratoria de España a Alemania. En Lehrjahre reaparece el tema en varios de los poemas a partir de las fotografías de Krone, quizás aún con el poso de la experiencia personal de Jairo, pero diría que más objetivado a la emigración misma. Ante un paisaje desértico, desolado, aparentemente sin ningún tipo de vida animal, vegetal ni humana, un paraje yermo, Jairo Compostela evoca la desposesión reiterada en distintos versos («no llevo nada conmigo»; «lo perdí todo»; «Nada tengo que perder»). Lo perdido hasta quedar en nada es enumerado y desglosado: tanto rasgos internos del ser humano (vergüenza, culpa, fuerza, remordimiento, dignidad, paciencia, sentido y cordura) como necesidades físicas vitales («la sed y el hambre me llamaron / y tuve que seguirlos»). El dibujo de los versos es el de un ser humano hambriento y sediento que ha perdido todos los atributos hasta quedar anulado, varado en la nada, hasta que su propia vida carezca absolutamente de valor. Su dos versos finales parecen sugerir al inmigrante desposeído que lo perdió todo y que arriesga la vida, precisamente, porque no tiene nada que perder. Lo que resalta tanto en la imagen inhóspita de Melanie Krone como en los versos de Jairo Compostela es la ausencia de humanidad.

El poema del que acabo de hablar se rotula «Boza, boza!». En un inicio ignoraba el sentido de tal expresión, y despertó, como es habitual, mi instinto navegador por Internet hasta hallar respuesta. Descubrí que mi interpretación del poema no estaba tan desencaminada cuando supe que boza, boza! es un grito ligado a la inmigración-emigración, una expresión de júbilo que los inmigrantes provenientes del continente africano suelen lanzar al aire cuando logran pasar la frontera con Europa. Me queda la duda de si el paisaje que retrata Melanie Krone es norteafricano y tenía la misma intención o si la relación que establece Jairo es más subjetiva.

El mismo tema surge a partir de la fotografía de la ajada fachada de una casa. El poeta observa que, lo mismo que uno en su propia casa no ha de explicar de dónde viene, cuál es su origen, metafóricamente ha de ser igual para el inmigrante que llega a otro país que será su casa. «Vengo de una casa / donde nunca tuve que explicar / de dónde vengo, como tú. / Pero tuve que marcharme».

Similar es el poema que teje Jairo Compostela a partir de la sugestiva fotografía de Melanie Krone que pone ante nosotros una especie de cementerio de buzones abandonados. En este caso no está estrictamente focalizado en la inmigración pero sí gira en torno a la idea de la mudanza y dejar atrás el lugar en el que uno ha vivido. Los buzones, con su pegatina indicando el nombre de los moradores, son una señal metafórica de una vida que se desarrolla en esa dirección específica. Por ello el poema empieza diciendo «con cada mudanza, muere una dirección / que estaba ligada a nuestro ser», y ligada, de hecho, a nuestro nombre, lo que denota una gran poso existencialista (y aquí, a raíz del uso de la palabra Dasein, podría ya desarrollar todo un discurso en torno al habitar y al ser en Heidegger, pero me abstendré). En una sola pegatina y la reciprocidad entre nombre de morador y nombre de la calle, sucedía la unicidad de la vida irrepetible e intransferible. Es todo uno el habitante y el espacio que habita, ligados sustantivamente. Pero al abandonar el lugar, las direcciones de nuestro vivir en un momento dado, «las abandonamos, sin piedad, / en el olvido de las cosas / que no merece la pena mencionar». Sigue en estos versos el tema del migrante en tanto que aparece la palabra Stempel (sello) que puede evocar tanto el sello postal como también el sello de entrada y salida del pasaporte. No deja de ser curioso que en el anterior poema mencionado, la pregunta por el origen «¿de dónde vienes? / es una pregunta que me cansa», y en cambio en este otro cambia la perspectiva cuando se legitima la pregunta por el destino: «Me pregunto adónde van / y no tengo la menor idea».

Ese destino puede ser, por ejemplo, Berlín. Encuadra Melanie Krone la gran bola del fuste del Fernsehturm berlinés con la ventana apuntada de un muro enladrillado. Ver uno de los iconos de la capital alemana, obviamente, convoca una visión de conjunto de la ciudad y la impresión que produjo en el poeta. París, Roma y Londres, pomposidad, ruinas y brillantez, son comparadas con el Berlín del caos, el sinsentido, el rechazo a la tradición… el Berlín paradójico de «una fealdad atractiva» (eine attraktive Hässlichkeit) al que «de alguna manera no quiero volver / pero adonde me gustaría regresar». El poema trata a un mismo tiempo el locus amoenus y el locus horridus como tópicos coincidentes: el lugar horrible como único lugar agradable que impulsa tanto a no querer volver como a desear regresar a él. En este sentido, Berlín es contemplada como la ciudad capitalina que provoca la ambivalencia de sentimientos de rechazo y fascinación a partes iguales. Así se da razón del título Schön hier (lugar agradable).

Vemos en una siguiente fotografía, con carga dramática por el contraste, la escultura de bronce de un corazón erigida en el Hospital Universitario de Colonia, ejecutada por el expaciente del centro, Peter Stanek, en 2010. Y el corazón, no ya como órgano sino como símbolo, es recreado por Jairo Compostela en un breve poema epigramático en dos partes: en la primera se nos presenta a alguien que en vida fue odiado, considerado un sinvergüenza (die Sau) por hablar demasiado, ser un bocazas (literalmente großes Maul, por tener una gran boca); en la segunda, tras su muerte, todos los que antes lo insultaron y odiaron, «no sin razón», reconocieron de improviso que tenía un gran corazón (großes Herz). Se trata de la sátira a un comportamiento muy habitual en el ser humano: alabar al muerto que en vida se despreció —con o sin razón—, siguiendo el tópico de mortuis nihil nisi bonum (de los muertos nada más que lo bueno) —algo que, por cierto, hoy se respeta poco e, incluso, se invierte, atacando al muerto más cuando muere de lo que se le atacó en vida—. Irónicamente leemos titular el poema como «Reset» (reinicio), no tanto del muerto antes odiado y después venerado, sino de los mismos que odiándolo, después hipócritamente lo ensalzaron.

El ser humano también se ha pasado la vida construyendo grandes castillos, fortalezas, altos muros, que protegen de alguna manera del enemigo, y que el poeta recrea partiendo de la imagen en contrapicado y ángulo aberrante de un inmenso torreón. El torreón, obviamente, sugiere el castillo; es el ángulo de la toma, que sugiere la inestabilidad, la que nos hace pensar en un castillo que puede caer fácilmente. Si a ello añadimos que el plano contrapicado coloca al torreón visto hacia el cielo y se nos sustrae su cimiento, tenemos enseguida la perspectiva que adopta el poeta sobre la colosal fortaleza como el «castillo de arena» (Sandburgen) que puede «caer con solo pisarlo», por grande que sea. Los últimos versos codifican el tema pacifista del poema: «Más frágil que la paz / es aquello que parece enorme»; o dicho en otro giro, la paz es la auténtica fortaleza, el castillo que no es de arena porque denota lo innecesario del muro, del castillo, de la fortaleza mismos.

También en torno a la naturaleza humana y la paz pivota el último poema del libro a partir de la evocación fotográfica de un conjunto de conchas de moluscos. Un canto pacifista frente a los parapetos que, como los exoesqueletos de estos invertebrados, sirven de caparazón y protección contra la realidad que no se quiere ver. El poema circular inicia como termina, con su tesis: «el hombre es hombre / la guerra es guerra / el asesinato es asesinato», tres enunciados paralelísticos y tautológicos, en cuyo pleonasmo se refuerza el sentido. Los versos centrales desarrollan en clausulas bimembres disyuntivas basadas en la oposición antónima que representan esos caparazones (norte-sur; género-religión; blanco-negro; lejos-cerca; pequeño-grande) con los que se justifican guerra y asesinato de hombres a manos de hombres. Por otro lado, la pila de conchas también metaforiza una fosa común, como los huesos humanos atestiguan ante guerras y genocidios.

Al escribir los poemas de Lehrjahre, Jairo Compostela no está lejos de aquel inicial El nenúfar de las ninfas (2013) en tanto que el tiempo de aprender es un tiempo de cambio y transformación, de metamorfosis, concepto clave hasta ahora sus versos. La misma metamorfosis que encontrábamos en aquellos Sonetos de un emigrante (2018), subtitulado Papeles de Colonia, esto es, la transformación interna del que emigra-inmigra, del que viaja y abandona un lugar por otro en el que se asienta, y que implica un proceso interno de adaptación e integración a los cambios, la crisis de identidad en el nuevo espacio habitado, el choque de tradiciones, cultura, idioma y costumbres. Y esto que ya aflora en aquel libro, es algo que en este nuevo poemario fotográfico vuelve a ser apuntado desde otras perspectivas. He echado en falta información sobre las fotografías de Melanie Krone, contexto de su realización, quizás ofrecida en las exposiciones, pues solo contamos con la imagen sin más. No obstante, pienso que puede haber sido a propósito ofrecer exclusivamente la estampa para incentivar la sugestión en el público y el contraste con el poema que la acompaña, tal y como empecé comentando.

Dank je wel Melanie und Jairo. Tot de volgende keer!

Héctor Martínez

Bildungfenster

Episodio 28: Un viaje lírico desde Madrid a Bonn Beuel

Entrevista sobre el libro «Tiempo de aprendizaje» de Jairo Compostela y Melanie Krone Después de que Jairo ya haya publicado dos volúmenes de poesía en su lengua materna, el español, ahora escribe textos para las imágenes de la fotógrafa Melanie Krone. ¿Cómo encontró el propio Jairo la poesía? ¿Por qué decidió irse de Madrid a Bonn? ¿Y por qué se siente tan cómodo en Bonn Beuel?

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«LAMENTO CONTRADECIRTE…», EL CASO DE EDEL JUÁREZ

Hoy descubro una nueva falsa atribución de boca del propio afectado. Se trata de Edel Juárez, escritor y músico mexicano que se encontró, para perplejidad suya, con sus palabras adjudicadas, ¡cómo no!, a Benedetti. La cita celebre que uno puede encontrarse atribuida a Benedetti es la siguiente: «Lamento contradecirte, pero no te busqué porque faltara algo en mis días, al contrario, tenía tanto que pensé en compartirlo contigo». La cita pertenece, en realidad al mexicano y a su libro Todo lo que alguna vez (2012). Y Edel Juárez lleva un tiempo tratando de corregir la falsa atribución por las redes sociales, echando mano de seguidores para que compartan imágenes de él con esas palabras y su nombre. Por ello que, a día de hoy, puedan encontrarse a partes iguales la atribución al uruguayo y la firma real del mexicano. Esto, que al menos debería generar la duda en los más descarriados, sin embargo ha provocado que ahora se le aplica a Edel Juárez también la etiqueta de atribuido a… y ante la duda (y sin la pretensión de indagar un poquillo para resolverla), más de uno probablemente prefiera seguir mentando a Mario Benedetti, por prestigio intelectual o vaya usted a saber. Otros, con buen criterio, prefirieron confirmar y preguntaron. Son los menos.

Al respecto de esta falsa atribución, topé por las redes con dos perfiles que citaban la frase de Edel Juárez, pero ni daban su nombre ni se lo atribuían a Benedetti. Ignoro si simplemente recopilaban frases y es malentendido, si ponían su propio nombre dejando que la confusión surgiera, o si, por el contrario, buscaban apropiarse de las palabras. Así puede verse aún en este blog, el cual, al ser de una escritora (y lorquiana, según añade), provoca la creencia de que el posteo es suyo. Insisto en que ignoro si esa es la intención real o es fruto de un malentendido: la frase aparece como publicación y su firma del post está por ser ella la responsable del blog que lo publica, lo cual no significa que se lo atribuya. Perfectamente puede suceder que ignorase el nombre del autor real y solo publicara la frase, sin atribuir. Del mismo modo me ocurrió con un perfil de FB e Instagram, entre cuyas publicaciones no encuentro la frase a día de hoy, pero sí la hallé en este pindel Pinterest de una usuaria que compartió la tarjeta en cuestión. Nuevamente, ignoro el contexto en que esto se produjo ni el origen de la publicación. De hecho, es cierto que he hallado la frase citada y sin atribuir, como anónima, en otros lugares. Algo bastante común.

Me resultó curiosa la falsa atribución de marras por el hecho de que, precisamente, Mario Benedetti es el autor que inspiró a Edel Juárez en su adolescencia, en concreto suele citar el poema «Te quiero» de Poemas de otros. Benedetti es la razón de que Edel Juárez tomara el camino de las letras. Y su admiración por el uruguayo se observa en que los poemas de este también se incluyen en el repertorio de recitados y canciones en que ha tomado parte Juárez, como los versos de «Hombre preso que mira a su hijo». Claro, tiene que resultar raro ver cómo ahora tus propios textos son, tan halagadora como erróneamente, arrogados a uno de tus tutores poéticos. Porque para Edel Juárez es todo un halago que sus palabras sean puestas en la voz de Benedetti, aunque un desprecio al verse eliminado como autor.

Edel Juárez (Ciudad de México, 1975)

Ahora bien, la cosa sigue. Ya sabemos que no hay dos sin tres, y es que existen otras falsas atribuciones en las que Edel Juárez es, nuevamente, víctima. Sí, llueve sobre mojado. En un segundo y tercer caso, la falsa atribución recae en… ¡cómo no!… Julio Cortázar. Los textos, los siguientes: «yo ya era así antes de que tú llegarás, caminaba por las mismas calles y comía las mismas cosas. incluso antes de que llegaras yo ya vivía enamorado de ti y a veces, no pocas, te extrañaba como si supiera que me hacías falta»; «Existe una cita, aún sin hora ni fecha, para encontrarnos; yo ahí estaré puntual, no sé si tú». Pertenecen a la misma obra mencionada de Juárez. Y frente al anterior caso, estas falsas atribuciones están bastante más extendidas en todo tipo de páginas de citas celebres, y no es tan fácil corroborarlas, salvo por los posteos del propio autor y los comentarios de sus lectores y seguidores en redes con el titánico esfuerzo de pelear contra la inercia del cortapega y la progresión geométrica con que se reproduce en Internet. ¿Saben qué? Pues sí, que Cortázar es, según se referencia en alguna web, el dios de Edel Juárez. Es decir, esta falsa atribución vuelve, como con Benedetti, a tener ese dulce amargor: dulce, por lo halagador que resulta; amargo, porque le roban su autoría. Estas atribuciones las van a encontrar ustedes incluso en libros como 1, 2, 3 por el amor: las cinco reglas (Penguin, 2020) de P. M. Rojas Escamilla; o que así lo referencien gurús psicoanalistas; o aparezca citado con aires pretenciosos como el de la actriz Ana Milán en Los 40; o, por parte de El Universal, en un pretendido homenaje a Cortázar en su efemérides hace cuatro años, y por partida doble, en su revista Clase; o el Diario As, en su versión mexicana, pretendiendo lo mismo; o el diario argentino La Capital de la ciudad de Rosario, el más antiguo del país aún en circulación; o la editorial Porrúa, que se corrigió y borró el tuit, pero no dieron disculpas de ningún tipo; o en libros, que aunque empleen otra tipografía, no mencionan al autor y lo insertan en texto propio, como este de Alex Toledo, titulado Se curan rotos, descosidos y deshilachados (2018). Esto ejemplos ya no son el blog de un cualquiera, como lo pueda ser este mismo espacio, en Blogspot, en WordPress, Instagram, Tik Tok o en Tumblr.

Es posible empezar a ver un patrón en esto. Por un lado, que Benedetti y Cortázar son dos de los nombres a los que más se adjudican citas falsas —me extraña no ver que alguno de los textos de Edel Juárez aparezcan atribuidos a Borges… o ¡qué se yo!… a Whitman o Einstein—. En segundo lugar, que no es complicado hallar relacionados a Edel Juárez, a Benedetti y a Cortázar, ni es insospechado encontrar ecos de estos en aquel. Tercero, que probablemente no sea una especial animadversión hacia Edel Juárez, sino que la vía por la que el escritor ha difundido sus textos, a través de foros y redes sociales, propicia la falsa atribución. Es probable que todo ello, más la mala intención, el malentendido, o, seguramente, la sola necesidad de llamar la atención por parte de algunos, contribuya a cruzar cita y autores.

Pero traigo el caso de Edel Juárez a esta entrada porque hay un giro final de la historia que, he de decirlo así, te deja con el culo torcido. Y es que nuestro autor ha estado, por lo visto, en ambos lados de la baraja. Ha sido víctima de las falsas atribuciones, pero también le han sido falsamente atribuidos textos de otros. Al menos así se afirma en el artículo «El viaje del poema viral de Ben Clark. Difusión y apropiación poética en la red» de Daniel Escandell Montiel [ArtyHum. Revista digital de artes y humanidades. Monográfico 1º: «Desafíos epistemológicos, técnicos y educativos para las Humanidades Digitales». María Gimena del Rio Riande y Jesús F. Pascual Molina (eds.). Feb. 2019. ISSN: 2341-4898. pp. 30-47], investigación que también vio la luz unos meses después, en octubre, en el ensayo de Escandell Y eso es algo terrible. Crónica de un poema viral (Delirio, 2019).

El artículo estudia la viralización, apropiación y escritura no creativa de un poema de Ben Clark, difundido ya como anónimo, ya falsamente atribuido a poco de publicarse en 2011. Los versos de Clark: «Tú lees porque piensas que te escribo / Eso es algo entendible. // Yo escribo porque pienso que me lees. / Y eso es algo terrible». Y en este artículo leo que Edel Juárez figura en el lado contrario de la calle, esto es, en algún momento le atribuyeron los versos de Clark. Quizá, además, porque Juárez sí tiene en sus redes una publicación que tiene eco intertextual: «tú finge que no me lees, yo finjo que no te escribo (para lo poco que nos importa “la realidad”, fingir es un acto de cortesía)» [Twitter, 31 de octubre de 2017]. Irónico es que el título del poema de Clark, «El fin último de la (mala) literatura», que en las apropiaciones y versiones no se mencionaba, afirma Escandell, es un acierto profético a su viralización, apropiación, variación y falsa atribución.

Lo que es el colmo es que los versos de Ben Clark, en el maremágnum de nombres, también se atribuyeron a Benedetti, como si estuviéramos condenados en una especie de rueda espiral que va de unos a otros y luego se da la vuelta como un calcetín. Dice en la p. 40 el texto de Escandell: «En muchos casos el poema es atribuido a poetas (o músicos) relativamente jóvenes en lengua española (como Edel Juárez), pero llama la atención la atribución a poetas consagrados de fama mundial como Mario Benedetti». ¡Boom! No me lo esperaba, ni del mejor de los guionistas. Me faltó Cortázar.

En la causa del fenómeno incide la investigación de Escandell: «La generación masiva de metadatos en torno al texto del poema, y la ridícula presencia de información del autor real asociado a su propio poema, crean un denso miasma que los algoritmos del buscador no pueden descifrar (…) Con tantos mensajes reproduciendo el poema en Twitter, Instagram, blogs y demás espacios por personas diferentes, sin que se dé el nombre del autor, este es cada vez más anecdótico y se convierte en una variable descartable por irrelevante». Esto es, en la época de la difusión por redes sociales, el concepto de autoría apenas tiene valor. Y esto, que se afirma sobre el caso de Ben Clark, es lo que podemos también concluir en el caso de Edel Juárez y de tantos otros que ven sus textos reproducidos en posteos y muros y blogs, ya en texto, ya en imagen tipo meme o  tarjeta motivacional, sin mencionarlos, o peor, sustrayéndoles la autoría. Cabe destacar, eso sí, que en el caso de Ben Clark, el poema fue impreso y no difundido en redes por el autor, mientras que el canal más habitual de Edel Juárez sí fue la Red. En su lucha, Edel Juárez trata de igualar, al menos, las fuerzas, generando una fuerte asociación a su nombre de modo que no sea irrelevante para el motor de búsqueda y su nombre aparezca en los resultados que este arroja junto a las falsas atribuciones. El volumen de publicaciones a que se enfrenta, sin embargo, es muy elevado. Y la categoría de las falsas atribuciones, con ilustres como Cortázar o Benedetti, tampoco ayuda mucho, y eso que Juárez ha logrado fidelizar un público no pequeño y una presencia digital que lo hace reconocible.

Es un caso llamativo, que prueba que el universo de las falsas atribuciones toma, a menudo, caminos insospechados, y uno nunca puede estar seguro de ser siempre el autor al que le roban el texto, sino que también te pueden robar el nombre y estamparlo en el texto de otro. Habiendo visto en anteriores entradas que existe gente que se apropia de un texto falsamente atribuido, y con el caso de Edel Juárez aquí comentado… vaya usted a saber cuántas otras cabriolas puede uno cruzarse cuando rasca un poco en la cita que le espera a la vuelta de la esquina del siguiente tuit o de la siguiente publicación de Facebook.

Héctor Martínez

Lista de «17 poemas a solas» de Edel Juárez

«NECESITO UNA ISLA GRANDE», DE RAFAEL SOLER

Al ver la portada, uno pensaría en que invita a la lectura veraniega. Y sí, lo hace, entre ese mar azul, cielo abierto, y la invocación a una isla, blanco y en botella. Así pues, fue lectura en julio, en mi terraza de Madrid, con su mar de fondo. Ahora, una vez leída, se puede leer en verano, claro, pero también en invierno, no hay problema en ello. No es una novela de temporada, sino una novela sobre la vida. Rafael Soler sabe jugar con los ingredientes y ofrece una obra muy estival aunque leíble en cualquier época de nuestra vida. Aunque sea obvio, dejo caer que estoy, a mi vez, jugando también con las palabras.

Necesito una isla grande (Contrabando, 2019) es una novela de la que se ha destacado, primeramente, algo que no es pretensión suya, sino casualidad de las circunstancias. En efecto, es una novela que trata sobre los habitantes de una residencia de ancianos que deciden sublevarse y huir de la misma en pos de la vida. Publicar esto justo unos meses antes de declararse la pandemia de CoVID, que, como toda enfermedad, se ha cebado con los viejos y vulnerables, y, evidentemente, hizo presa en las residencias de toda España, sobrecoge por ese carácter visionario que a menudo como lectores nos gusta subrayar esotéricamente. Va de suyo que al trasluz que uno lee es el contexto de la lectura y no de la composición. No obstante, la novela que Rafael Soler escribe no necesita de una pandemia real para que tomemos conciencia de lo que pretende. No hay tanta taumaturgia en su elección narrativa, sino más bien ceguera en el lector, quien no veía en los viejos de la sociedad y sus circunstancias un asunto narrativo con peso. Y ahora que los medios fijaron su ojo sensacionalista en la tragedia, y que nuestros políticos han mordido el hueso para no soltarlo y lo han convertido en arma arrojadiza, pues de pronto se habla de los viejos en las residencias, su abandono, sus necesidades etc., por parte de tantos que, en realidad, nunca se preguntaron ni preocuparon ni por los recursos de estos centros sociosanitarios, ni sus condiciones, ni su personal ni, mucho menos, sus habitantes.

Quiero insistir en que a Rafael Soler no le hizo falta esta polarización ni la pandemia, ni nada del otro mundo, para convertir a los ancianos de una residencia en protagonistas de esta particular road novel —en breve veremos el porqué de esta etiqueta—. Es claro, de hecho, en la dignidad que confiere a los personajes, o mejor aún, en la dignidad que, más allá del trato que les dispense el narrador, los personajes reivindican por sí mismos; teniéndose solo unos a otros, y siendo tan distintos, cada cual con sus particularidades, forman un grupo consolidado en el que cada uno se reconoce en los demás y se celebran mutuamente: «porque no es lo mismo levantar un vasito de plástico en la merienda, solo contigo y arriba los vencejos de siempre, que alzar en compañía una copa de cristal y mantenerla arriba a la salud de todos, para con todos mojarte los labios, primero, y luego el corazón».

Los personajes, decimos, son habitantes de una residencia… ¿o es un asilo?… es interesante plantear esta discusión a partir de la novela misma. Dar asilo es prestar refugio al perseguido, ofrecer amparo al menesteroso, favor al necesitado. El asilo, en términos políticos, es el refugio que se ofrece al extranjero desterrado o huido, cuya vida peligra, por estar perseguido por motivos ideológicos en su país de origen. Si así lo pensamos, hablar de asilo de ancianos es hablar de otorgar refugio a alguien vulnerable cuya vida peligra, pero como si fuese alguien extranjero a la vida, huido de la misma, perseguido por un poder mayor que cualquier gobierno, y definitivo, como la muerte. El asilo, digámoslo así, es un estándar de cuidados muy limitados, un espacio genérico que no individualiza, en el que no existen tratamientos ni atención personal, mientras que nos venden las residencias geriátricas como una especie de apartahotel con todo tipo de comodidades a los usuarios. Así nos lo venden. No obstante, la cosa en la práctica no está tan clara como se nos explica en panfletos y demás, y así lo denuncia Rafael Soler: «Una vida de las que cuesta vivir en una Residencia, que es un eufemismo para no decir asilo, como si así fueran viejos de mejor ver, más llevaderos, porque no es lo mismo enviar a tu padre a una Residencia y que disfrute, que aparcarlo en un asilo y que reviente». Sí, residencia es el eufemismo de asilo: el que reside vive cómodamente en paz, el que recibe asilo es el que está asediado por la muerte. Igual que mayores es el eufemismo de viejos. Nuestro autor es muy consciente a lo largo de la novela de este doble nivel entre tabúes y eufemismos sociales con los que tendemos a engañarnos. Y es notoria su clara intención de no evitar tabúes, de usar la palabra sin edulcorante: verán la palabra viejos o ancianos —que también parece haberse vuelto tabú, quién sabe por qué— tanto en el narrador como en los personajes, y no el error de abuelo, que no por ser viejo uno ha de serlo, o las cursiladas de nuestros mayores o tercera edad y demás expresiones falsificadoras.

He dicho que la solicitud de asilo se debe, en gran medida, al peligro de muerte que alguien enfrenta. Y, pese a toda la atmósfera de humor y fina ironía que el autor gasta a lo largo de la novela, su progreso nunca pierde esta perspectiva: la muerte, en efecto está presente de principio a fin. Es el leitmotiv de la historia. Según se abre, nos recibe con la muerte de Pulga. Según transcurre, la muerte acecha a Tomás, que silenciosamente padece una enfermedad que se lo llevará por delante y quien, no obstante, «sintió una vez más el privilegio de estar vivo». En sus últimos compases, la muerte se cobra a otro personaje, quizás al que menos uno esperaría frente a las papeletas que tienen sus compinches de fuga, como toque de atención al lector de que la muerte, aunque seguros estemos de su acontecer, siempre puede sorprendernos.

Ahora bien, que la muerte aceche en cada párrafo a un grupo de ancianos no convierte la novela en un drama de pesimismo trascendental. Todo lo contrario. Como digo, es el leitmotiv para, visto que las puertas de la residencia/asilo no detienen a la muerte, salir de esa sala de espera. Inconsciente o no, la decisión del autor de llamar a la gobernanta directora de la residencia doña Asunción —recordemos, y duele no poder darlo por entendido hoy día, que la asunción representa en el catolicismo la muerte y subida en cuerpo y alma de María a los cielos— junto al hecho de que los ancianos se rebelen contra ella, exijan su dimisión y pongan tierra de por medio, es revelador de la temática. El más activo es Panocha, cuyo nombre real es Liberto, tal y como los libertos eran los esclavos manumitidos en la antigua Roma. Al mismo tiempo, la palabra asunción es el sustantivo del verbo asumir, esto es, hacerse cargo, responsabilizarse y aceptar algo, normalmente una obligación: ya las órdenes de la directora, ya la cita con la muerte. Estar entre doña Asunción y doña Muerte es estar entre la espada y la pared. No es que no quieran morir estos ancianos, deseo vano aunque humano, sino que no quieren morir todavía. Son trasunto del machadiano: «hoy es siempre todavía».

Rafael Soler (Valencia, 1947). Fuente: ediciones Contrabando

Dice Rafael Soler que lo que mueve a sus personajes es querer que la muerte los sorprenda haciendo planes, querer morir viviendo, en lugar de aguardarla inactivos, distraídos y condenados a engullir sopas, salteados de jamón sin jamón y surtidos de fiambres que, a la postre, solo es mortadela. Es el mismo impulso vital de la juventud, que ni por asomo piensa que la muerte pueda andar tras la siguiente esquina, y hace su vida, sus planes, sus locuras. El hecho de que la muerte te sorprenda solo puede darse porque estabas ocupado viviendo; si no te sorprende, solo ocurre porque renunciaste a la vida. Me asombraba esta novelada reflexión vitalista, cuando yo mismo la había hecho en 2003, al escribir las páginas de mi primer libro de ensayo que vería la luz en 2006; y aunque citarse a uno mismo digan que es de mal gusto, en este caso me parece que mis palabras de entonces resumen bien la idea en la novela de Rafael Soler. Decía yo en aquel libro, con veinticuatro añitos: «Algo así como que la memoria y el recuerdo fueran asuntos de ancianos o de aquel que se ve con un pie en la tumba. (…) ¿acaso un joven de veinticuatro años no es un viejo de veinticuatro años? Y no es esto ver el vaso medio lleno o medio vacío, no señor. Porque el joven y el viejo de tales años es el mismo, tan joven como viejo a esa edad. (…) acostumbrados (…) a hacer de la muerte y la senectud un horizonte existencial que se reserva siempre para el mañana (…) junto a esa otra costumbre de hacer de la vejez novia de la muerte (…) No entienden que la muerte puede sobrevenirme ahora y no siempre en un luego; no saben ver que la muerte va de la mano de la vida, y no de la ancianidad». Rafael Soler invierte la perspectiva: no es la de un jovenzuelo, como yo entonces, que entiende que la muerte no es un asunto que se puede posponer a voluntad y que la edad suponga dar la vez en una cola; es la perspectiva de unos viejezuelos que entienden que el valor de la vida, valga la redundancia, está en vivirla, y la muerte sigue siendo, tenga la edad que se tenga, un asunto de lotería. Tocar, le tocará a alguien, todos los días a todas horas, pero no sabes nunca a quién ni la cuantía del premio, es decir, la causa de la muerte —tengamos en cuenta que hasta el enfermo terminal puede acabar  sus días de un macetazo que un mal viento propició—. Hay diálogos reveladores al respecto:

—¿Tengo cara de muerto?

—Todavía no

—Pues habitualmente como te gusta decir, tú tampoco te quedas atrás.

—Traduce.

—Habitualmente nos morimos todos, Tomás. Traducido.

—Los viejos más, Coronel. Los viejos se mueren muchísimo.

En otro momento oímos a Panocha reivindicar el día a día: «El presente que no falte joven, no tenemos otra cosa». Al igual que la muerte no es cosa del mañana, sino que siempre es y está presente, la vida solo se hace en presente, aquí y ahora. Estamos ante una especie de carpe diem de emergencia, una última llamada a disfrutar del momento cuando la fuga del tempus lo hace sentir más irreparabile que nunca, la captura del día, del minuto o del segundo, incluso si la lozanía y la color en nuestro gesto nos han abandonado, haciendo bueno aquello de que mientras haya vida hay esperanza. Una actitud que halla su contraste en dos jóvenes, Julián y Cris, que se suman a la expedición de viejos sublevados y huidos de la residencia. Julián, hijo de uno de los ancianos fugados, Tomás, cuya vida es un completo desastre y está en crisis: divorcio, mala relación con su ex, Almudena, una hija desnortada, su trabajo de guionista de seriales de radio cayendo en picado…

En efecto, afirma Rafael Soler, los viejos ya conviven con la muerte («acostumbrados al desfile tenaz de sus compañeros de Residencia con la discreción de los humildes, casi siempre en la soledad de sus cuartos numerados»), y no hay residencia en que el tema de conversación no sea quién ha muerto o a quién le toca el turno. En la residencia, el mayor acontecimiento, acaso el único, es el fallecimiento. El resto es espera. Y frente a ese sorteo, el escritor equilibra la balanza con la diosa fortuna y un pellizco de la lotería. Muy hábilmente Rafael Soler abre las páginas de la novela mezclando los tres elementos mencionados: vejez, muerte y lotería. Pulga, uno de los residentes, fallece al mismo tiempo que otro, su partenaire de rifa, le envía un mensaje donde le comunica que han ganado el sorteo en el que jugaban a pachas. Se trata de un hombre desconocido, del que no volveremos a saber, pero que obra con justicia («como hacemos los legales», afirma) al repartir las ganancias aun con su socio fallecido. Además de empezar con un giro irónico de los acontecimientos, es evidente la pretensión simbólica que asocia, casualidad y justicia mediantes, la muerte y el azar, el destino y la fortuna. Eso sí, nuestro autor tiene el tacto suficiente para que la muerte sobrevenga al finado antes que el mensaje afortunado: Pulga se va de este mundo en las primeras líneas sin saberse premiado («Pulga no daba la más mínima muestra de entusiasmo ante una noticia que llegaba tarde»). De fondo en estas primeras escenas resuena en la cabeza del lector las innumerables veces que habrá maldecido un infortunio, alguna calamidad, comparados con la nula suerte lotera. También la de veces que, perdida la lotería, uno se consuela con tener salud. Todo este eco compartido está en esas primeras pocas líneas en las que un anciano, Pulga, muere en una residencia/asilo poco antes de saberse agraciado con un buen pellizco. De hecho, con ese humorismo de amargura, con el premio del sorteo de fondo, se describe a Pulga con la predicción del pacto que firman este, Tomás y Coronel por el que «el primero en caer sería un difunto con suerte, un difunto Premium cinco tenedores, porque quedarían todavía dos para velar su marcha». Nada más abrir la novela, Soler logra sacar del lector la sonrisa piadosa ante las ironías azarosas de la vida. Igualmente, el viaje de los personajes tan singulares llega en sus últimas páginas al casino prometido, donde encontramos diálogos de similar calado. Así, el comisario jefe responde a Panocha, cuando van a jugar a la ruleta: «Para perder siempre hay tiempo»; y remata la voz narradora con el siguiente inciso apelativo: «una verdad escrita a sangre en sus informes. Una verdad carísima, si por fin la entiendes».

Lo recordaba en una entrada anterior, cuando hablé de Viático de Carlos Suárez, novela en la que el azar movía los hilos, y es que el azar, la casualidad del acontecer gobierna la escritura de Rafael Soler. Y así lo afirmaba él mismo hace unos años en una entrevista para Crítica con Pérez Azaustre, recién salida El último gin-tonic, novela previa: «Creo en la providencia, creo en el azar. Si fuéramos humildes reconoceríamos que no tenemos el control. El azar puede crear situaciones fantásticas, quebrarlo todo… Me lo ha enseñado la vida. Se aprende más de un fracaso que de un éxito, y el azar juega a su favor». La novela Necesito una isla grande es un ejemplo directo más de esta declaración de fe en el azar como fuerza rectora de la narración.

Sin abandonar el plano simbólico, la troupe de ancianos vitalistas toman rumbo hacia el mar, como las vidas que son ríos  «que van a dar a la mar /que es el morir», tal y como resuena en nuestra cabeza la tercera copla manriqueña y el poder igualatorio de la muerte que en sus versos enuncia. Sí, como es habitual, el carpe diem se da la mano con el memento mori, y aun con el locus amoenus —el mar, el loft, el motel de carretera, el casino, la infancia—, huyendo del locus horridus —la residencia, la asunción, la sopa y la mortadela, la vejez, la muerte—. Y los cinco viejos se van «con lo puesto», que es tanto como decir, de nuevo con Machado, que van «ligero[s] de equipaje / casi desnudo[s], como los hijos de la mar» y para los que es muy cierta la letrilla, atribuida a Góngora, «ya nos venden el vivir / y vivimos de prestado».

Ahora bien, la muerte que plantea Rafael Soler es muy parecida al sarcasmo que el  criado le suelta al mentiroso que escribió Corneille: «los muertos que vos matáis gozan de buena salud» —sí, de Corneille y no de Zorrilla, ni de Tirso ni de Ruiz de Alarcón ni de Lope de Vega etc.—. Los personajes que mueren, empero, aún permanecen y se les adjudican acciones conscientes, no desaparecen del relato. Así podemos leer: «hay muertes que cuesta mucho terminar (…) Puedes estar fiambre, hasta en la caja puedes estar sin haber muerto del todo (…) después de esa muerte inicial (…) queda la segunda, más en blanco y negro, donde estira cada uno como puede el tiempo que no queda (…) el tiempo que aún escurre despacito (…) un tiempo de propina que bien puede ser una centésima de segundo si pones poco empeño y te rindes como hacen casi todos». Muy Rulfo —y me da en la nariz que no es inocente que un personaje sea bautizado como Nepo de Nepomuceno—. No, la muerte verdadera, y se dice varias veces en la novela, es el olvido: «habló Tomás del olvido, que es la muerte verdadera, y no esa chapuza de acabar por sorpresa y sin consideración con tu historia»; también lo afirma Carmina en la parte final: «La verdadera muerte llega así, Tomás, con el olvido». Es la muerte de la que hablaba Ángel González «Pero si tú me olvidas / quedaré muerto sin que nadie / lo sepa», muerte en la que ni siquiera es necesaria la muerte inicial de la carne, muerte en la que bien podemos entender que se encuentran los ancianos de la residencia-asilo-sala-de-espera y de quienes nadie se acuerda. También es la muerte que testimoniaron Garcilaso («me falta ya la lumbre / de la esperança, con que andar solía / por la oscura región de vuestro olvido»); Bécquer («donde habite el olvido, / allí estará mi tumba»); y cuyo guante recogió Cernuda «Donde habite el olvido, / En los vastos jardines sin aurora; / Donde yo sólo sea / Memoria de una piedra sepultada entre ortigas / Sobre la cual el viento escapa a sus insomnios. / Donde mi nombre deje / Al cuerpo que designa en brazos de los siglos, / Donde el deseo no exista». No perdamos de vista que, siendo novela, su autor es poeta y en su escritura late toda esta galaxia de versos.

Necesito una isla grande es una novela de viaje, pero al contrario que la clásica bildungsroman, aquí ya no hay formación ni aprendizaje como tal para los personajes. No, al menos, para los cinco ancianos montados en una furgo robada. No estamos ante un camino del héroe, sino ante el viaje interior: un viaje en el que, cuanto más espacio se avanza en el exterior, interiormente más se retrotrae la memoria en el tiempo, más indaga cada uno en su ayer, en el tiempo ido desde el tiempo que resta. Existe, sí, el concepto de road novel —el mismo Don Quijote estaría en el género— y podríamos incluir la novela de Rafael Soler si la circunscribimos solamente a los avatares del viaje en la furgoneta de los ancianos, sus diálogos y sus reflexiones. No obstante, lo cierto es que la novela no cabe ser reducida solo a las motivaciones vitalistas, reflexivas y poéticas que desencadenan ese viaje interior que he subrayado. Tiene mayor alcance y cabría en la literatura utópica. El mismo título invita a hacer la elucubración.

Pensemos en las palabras que lo conforman. El verbo necesitar, el sustantivo isla y el adjetivo grande. El título es una oración y no un sintagma, en primera persona, cuyo sujeto descubriremos que es Tomás, desahuciado de la vida, aunque la novela esté escrita en tercera omnisciente con apelaciones al lector. El título es una declaración, una exigencia personal, un requerimiento. El verbo sostiene ese carácter de urgencia mientras que el sustantivo y el adjetivo especificativo que lo acompañan conectan con la utopía. Las islas y las ínsulas —que también es antiguo sinónimo de la primera— tienen este rango en la literatura.

Desde la isla de Tomás Moro y la ínsula Barataria de Sancho Panza, la Ítaca de Ulises, la Pala de Huxley o la mítica Atlántida, las islas conforman pequeños mundos a escala enfrentados a las grandes masas de continentales vicios, ruidos, tumulto y errores humanos. La isla aísla al habitante. En la novela la isla se convierte en anhelo de Tomás —¿coincidencia de nombre con el autor de Utopía?— precisamente por su característico aislamiento. Y aunque al principio la isla es una isla física y paradisíaca en el Pacífico Sur, prácticamente deshabitada —si no fuera por el turismo— que tiene nombre, Aitutaki, como desvela uno de los relatos de Carmina, poco a poco la isla trasciende el plano meramente cartográfico: «Las islas mejores eran las de un día, que salías con el sol, a las seis de la mañana, y regresabas al atardecer, con los deberes hechos (…) un paseo de vuelta con el sol de espaldas y los recuerdos en fila (…) En una isla, había que volver siempre con el sol a la espalda. (…) Siempre hay sol en una isla (…) sobre todo en las islas que no aparecen en el mapa. (…) Nadie puede ir a una isla que no sabe dónde está. Esa era la clave. Islas de un día, llenas de nadie».

En efecto, la isla de Tomás no aparece en mapa alguno, él mismo es su isla: «Lo suyo con las islas no era una querencia, ni una obsesión. Era un vivir, la forma que tenía de pasar el día. Hasta allí se desplazaba para recibir las malas noticias, sentado en una silla de tijera, con un sombrero ancho de paja y un coco partido. El coco, para beber. La silla para sentarse. Y las malas noticias para dejarlas en la orilla esperando que suba la marea». Se trata de una isla que no se mide en kilómetros de superficie, sino que se mide en tiempo: se puede recorrer en la rutina de un día de vida, cuando el siguiente día no está asegurado. Podríamos entender que se emplea el día como metáfora vital: del amanecer al ocaso desarrollando la vida entre medias. Por ello que sea inevitable «volver con el sol de espaldas y los recuerdos en fila».

No obstante, la isla que necesita Tomás es una isla grande. Rafael Soler hace la conversión en las unidades de medida: «Incluso islas de dos días, que entraban ya en la categoría de islas grandes, con muchos sitios estupendos para muchos nadie». Aunque las mejores islas sean las islas de un día, la que Tomás necesita es una isla de dos días, al menos («los tres se despedían al acabar la cena con un guiño solidario, “mañana más”, y mañana dios dirá», leemos al principio como ritual entre Pulga, el Coronel y Tomás en la Residencia/asilo); incluso una de tres días, como mucho («Tomás hizo lo mismo, agitando la cabeza para alejar la imagen de cuanto acontecía al despuntar el tercer día: resignados en sus féretros, los abdómenes rompían su falsa turgencia dando suelta al gas hediondo de la muerte»). Es decir, necesita ese día más del que uno siempre alberga la esperanza de vivir, máxime cuando tienes los días contados por la enfermedad. No valen las trágicas —y aquí he de callar— islas birria: «aquella roca grande era una birria de isla (…) no es lo mismo ver un oleaje desde la escollera, por fuerte que sea, que convertirte tú en ola. (…) las olas eran cada vez más altas y la roca no. Y eso solo sucede cuando estás en una isla de la categoría de las islas birria (…) una ola furiosa es lo peor que hay». Hemos de recordar que una isla es la porción de tierra rodeada de mar… y ya sabemos lo que el mar simboliza.

Quisiera rematar mi comentario a la novela de Rafael Soler atendiendo a los aspectos textuales, metaliterarios y cinematográficos. Son los pespuntes que refuerzan y dan unidad a la trama. No es un mero capricho que Julián, el hijo de Tomás, sea guionista radiofónico; que en la Residencia tengan una revista llamada Trinitotolueno; que Carmina escriba relatos con una máquina de escribir, remedada la varilla de la vocal A por Panocha, quien a su vez fuera, tiempo atrás, linotipista; mientras Cris, la jovencita socióloga que desarrolla su tesis doctoral sobre viejos, toma notas del viaje a modo de diario en su portátil. Nada de lo que sucede queda al margen de su registro de uno u otro modo en este amplio homenaje a la escritura desde la linotipia hasta la tecnología moderna del portátil, así como a sus modalidades textuales: ya sea el pasquín revolucionario, ya las notas para un texto académico, ya guiones para seriales radiofónicos, ya los relatos literarios, representando cada personaje una edad de la escritura desde el siglo XIX.

En este punto la novela se vuelve sobre sí misma, un espejo contra espejo. Carmina, quien «tenía historias que aparecían de repente y ella recogía cuidadosa», tendrá sus apartes en cursiva y con la distintiva peculiaridad del carácter de la A distinta al resto de tipos, y contará las historias de los personajes, incluso la suya, convirtiendo la novela en una narración enmarcada. Más analítica y sociológica, Cris da cuenta en sus Doc numerados y guardados en el portátil. Julián, en sequía creativa, encontrará en su padre y en el viaje esos personajes que anda buscando para que repunte el programa de radio. Quizá, puede que lo esté llevando muy lejos, la novela sugiera cómo la escritura, que se nutre de la vida, es arma contra el olvido, del que se nutre la muerte.

Es importante, señalaba hace un momento también, la presencia de lo cinematográfico, no solo en referencias, sino también como técnica narrativa. Pasajes como, por ejemplo, el siguiente revelan la visualización plástica, la atención a los detalles en primeros planos y el movimiento del punto de vista narrativo en travelling por la escena: «El taxi se detuvo al comienzo del paseo, que bordeaba una playa con unos patines de plástico alineados cerca de la orilla a la espera de un cliente. Brillaba un sol inofensivo, y en los pocos bancos fueron dejando atrás a una pareja que muy poco tenían que decirse, a varios viejos sonriendo en su abandono y a un pintor con sombrero de paja agujereado y con pinceles en la boca, como si se estuviera desayunando un cuadro imaginario. Muy cerca, un gordinflón trotaba en busca de la salud perdida con el corazón a reventar, la camisa empapada y doce calorías menos, hundidos sus ojillos en un montón de grasa».

Asimismo, no son pocas las referencias directas como indirectas que la novela nos sugiere: por ejemplo, en conversación etílica entre Panocha y Tomás, este último afirma que le hubiese gustado ser película, y en concreto menciona Drama en el presidio y Cleopatra. Más adelante, un diálogo de Rocky con la policía sirve para pensar en Uno de los nuestros (Goodfellas, 1990), o conversando Carmina y Rocky, se asocia el mar como destino y el cine en títulos como Rebelión a bordo, Tiburón, Náufrago o El viejo y el mar, y hasta se menciona por parte de Carmina El puente sobre el río Kwai, por desarrollarse sobre un río, agua, y que al fin y al cabo, dará al mar, al Pacífico en concreto. Todas ellas son películas que adaptan obras literarias y varias mantienen curiosas conexiones con la trama de la novela que leemos. Más allá del evidente nombre de Rocky en un boxeador, me llamó la atención Tiburón, por ser la película que me vino a la cabeza al leer el título de la novela: ¿soy yo o en necesito una isla grande resuena aquel «You’re gonna need a bigger boat» (necesitará otro barco más grande)? Que luego aparezca su referencia en el texto no hace sino confirmármelo. Reparemos también en que el río Kwai desemboca, hemos dicho, en el Pacífico, que Rebelión a bordo (Mutiny on the Bounty, 1962) o Náufrago (Cast away, 2000) también se desarrollan en islas del Pacífico; que El viejo y el mar (The Oldman and the Sea, 1958) es el solitario viaje interior de un anciano lobo de mar que ya no logra pescar nada; o Drama en presidio (Convicted, 1950) si podemos trazar un paralelismo entre el presidio y la residencia, entre la espera de la muerte y el hecho de que un preso pueda enfrentar la silla eléctrica, que los personajes de otros presos sean perdedores y parias a la sombra de su pasado —que se aprovecha para la distendida comicidad toda vez que un envenenador es el cocinero y un degollador el barbero—, o la liberación y reinserción en la sociedad del preso con tal tacha de preso, y, por tanto, en el último escalón social.

Y pese a que no haya referencia directa, la novela sí evocará por hache o por be —y en este punto es cosa mía como lector— otras cintas como Cocoon (1985), Una historia verdadera (The Straight Story, 1999), A propósito de Schmidt (About Schmidt, 2002), La juventud (La giovinezza, 2015), nuestra Volver a empezar (1982), o más reciente en cine de animación, Up (2009)… por citar algunas películas que las páginas de Rafael Soler me sugerían. Ahí las dejo por ampliar este universo temático a los lectores.

Un detalle que le han subrayado a menudo a Rafael Soler en entrevistas y presentaciones es la longitud de sus obras, no por voluminosa sino precisamente por lo contrario, en los tiempos de los grandes mamotretos, los auténticos tochos, y las sagas infinitas compuestas a propósito desde el criterio de la cantidad. La respuesta de nuestro autor es la siguiente: «yo creo que cada novela tiene la extensión que precisa, ni una página más. Yo soy un escritor que revisa los textos, que los deja dormir; siempre en la segunda versión de una novela aparecen matices nuevos (…) y siempre hay páginas que sobran, páginas que has escrito buscando la página que viene luego. Esas hay que quitarlas. Superar las 300 páginas de un novela manteniendo una intensidad tremenda no es fácil: una cosa es contar y otra es atrapar al lector». Remarco esta respuesta porque se suma a un coro de narradores actuales que nadan en la misma corriente, y también es algo que veo en el auge cada vez mayor de la narrativa breve, del relato corto y del cuento. Destaco aquí a Antonio Tocornal, quien el año pasado afirmaba en la misma línea que Rafael Soler: «Cuando llego a las 200 páginas comienzo a sentirme culpable. Creo que las obras de narrativa que exceden de las 300 páginas son a menudo resultado de una actitud egocéntrica del autor. Yo no me atrevería a robarle más tiempo del necesario a un lector para contarle una historia; me parecería invasivo. Por esa razón, cuando paso de las 200 páginas, normalmente me dedico a pulir o a podar lo innecesario».

En efecto, el libro no debe pensarse en su longitud de impresión, sino en su contenido y en la forma más efectiva de contarlo, de acercarlo al lector, de atraparlo y de no robarle más tiempo del necesario, y que está dispuesto a darle a nuestro relato, ni tratarlo como a un idiota al que ha de dársele todo con cucharilla. Hay libros de más de 600 páginas maravillosos, trilogías y tetralogías, como también hay libros de 150 páginas que son una genialidad. Tiene algo del carácter ilustrado la posición de esta línea de narradores, en la que incluyo a Rafael Soler, cuando leemos de Kant: «El abate Terrasson dice, en verdad, que si se mide la magnitud de un libro no por el número de páginas, sino por el tiempo que se necesita para comprenderlo, podría decirse de más de un libro que sería mucho más corto si no fuera tan corto. Pero, por otra parte, (…) puede decirse con igual razón: más de un libro hubiera sido mucho más claro si no hubiera querido ser tan enteramente claro. Pues los auxilios para aclarar un punto, si bien son útiles en las partes, distraen empero a menudo del todo, no dejando al lector alcanzar pronto una visión de conjunto». Conste que aquí comento este aspecto exclusivamente desde el punto de vista del escritor al crear su obra. Hay otras interesantes perspectivas respecto del tema como pueden ser la perspectiva editorial por el ahorro ante la escasez de papel, cuestiones de marketing o la pereza lectora de una sociedad de la inmediatez, con un tiempo cada vez menor de atención o concentración, que cada vez más busca la lectura simplificada, reducida o muy concentrada. O todo junto. Pero esto es otro tema.

Buen humor y vitalismo cruzan Necesito una isla grande. No es una novela plana, sino que posee una inteligente arquitectura literaria: la que permite hablar de lo que nadie quiere hablar con una sonrisa; la que convierte lo desdeñado o marginado en protagónico sin pedir permiso y sin aspavientos, con total naturalidad; la que parte del hecho maravilloso para ahondar calladamente en lo cotidiano; la que hace que cada enunciado en prosa tenga el sonido del verso que lo sostiene: «Versos de los que hacen a un poeta sin una coma de más ni una palabra de menos (…) un poema con alma, que son los que perduran».

Héctor Martínez

¿UN CÉZANNE POETA?, «EL BESO DE LA MUSA»

Voy a intentar responder a la pregunta que me han formulado en los últimos días, y que dice así: ¿cómo terminé por publicar un libro de poesía de Cézanne? Hay cierta estupefacción por ver el nombre de Cézanne en la cubierta de un libro de poesía, y lo comprendo porque yo mismo la sentí cuando en mi cabeza lo visualicé. Incluso diría que ahora, con el libro ya publicado, aún lo veo como una pequeña locura, una trastada que me dio por hacer.

A Cézanne lo tengo como referencia de una posición, diría, epistemológica, por su pretensión de ver las cosas como realmente las vemos. Pero no es una posición subjetivista o psicologista, sino una perspectiva fisiológica y objetiva: visualizar la cosa misma tal cual la vemos que es. En el cuadro se representa no solo a la cosa sino que se pinta su visualización fisiológica, la realización de la mirada. Por ello que Cézanne sea para mí el más realista de los pintores, pues no pretende una copia fiel de la cosa sino ser fiel al modo en que los ojos ven la cosa como cosa; es decir, busca pintar la visualización ontológica de la realidad. No aspira a ser copia, ni aspira a ser espejo de la realidad: aspira a ser la realidad.

Esto quiere decir que Cézanne no es para mí lo que para el común, esto es, un pintor postimpresionista y catalizador del arte del siglo XX. No solo es esto, mejor dicho. Es ejemplo pictórico de una posición intelectual que comparto.

Bajo este foco he contemplado su obra, he leído monográficos —de los que he traducido el escrito por Gustave Coquiot—, los testimonios de Vollard o de Joachim Gasquet, he seguido su impronta en poetas… y en eso estaba cuando, un día, topé con algunos versos, dos, muy tontos, surgidos de la mano de Cézanne, que tenían que ver con su padre Louise, y recuerdo la sorpresa que me llevé. Lo contaba Ambroise Vollard: cuando su padre se hizo banquero y arrastró a Paul con él, este dejó por escrito en uno de los libros de contabilidad un pareado:

Mon père le banquier ne voit pas sans frémir,

Au fond de son comptoir naître un peintre à venir.

[Mi padre, el banquero, no puede ver sin estremecerse,

Que al fondo de su mostrador hay un pintor por venir]

La campana de la curiosidad sonó tras tanto que había leído del Cézanne obsesionado con Sainte-Victorie, y me pregunté, ¿qué clase de poemas podría escribir alguien como Cézanne? Además de que la pregunta era absolutamente legítima, natural, también era algo que abría un horizonte completamente nuevo. Otro aliciente: no se trataba del Cézanne adulto, del que yo conocía, del que todos conocemos, desde luego, sino de un joven provenzal llamado Paul, casi veinteañero, hijo de un sombrerero que se hizo banquero, un chico que no había salido de Aix, que apenas había garabateado y acaso estudiaba en la Escuela de Diseño, y para quien era doloroso ver que sus amigos, en especial uno llamado Emile (Zola), se marchaban a París. No, no era Cézanne, sino una versión previa, un protocezanne en el que, sin embargo, reconocemos una gran cantidad de rasgos del Cézanne posterior. El germen, el poso magmático e inestable en las profundidades del volcán… usen la metáfora que quieran. Eran los poemas de ese protocezanne, que ni siquiera pensó que pudieran terminar saliendo a luz pública cuando los mandaba por carta a París. Romántico, poseído por la altanería del genio que le desborda y no controla, todavía más lleno de sueños y triunfos que de realizaciones, amigo fiel y personalidad disonante, que tan pronto lo ve todo de color de rosa como preconiza su muerte joven.

Tal y como me lo planteé, un cierto aroma de autenticidad rodeaba el asunto. Esa versión de Cézanne, joven, desconocido, habitante de Aix, escribe sus cartas sin la sospecha siquiera de que algún día podrán interesarle a alguien más (por ejemplo, a mí) que a su destinatario, un amigo y punto. No las escribe, por tanto, guardando formas para ser juzgado por la posteridad. Todo lo contrario. Hasta el propio Emile le reconocerá a Paul que los versos de este último son más vivos, más sinceros, más auténticos que los suyos. Aunque, seamos justos, se lo decía en una carta en la que pretendía animarlo, porque andaba Paul algo decaído, y no encontró nada otro que ensalzar de él en aquel momento. Y yo quise encontrarme con esa autenticidad, sin saber realmente con qué iba a dar, pero con la sensación parecida a hallar los dibujos, los versos, los textos que los escolares realizan en las últimas hojas de sus cuadernos de clase (bueno, poco a poco van dejando de usar cuadernos), hojas a cuyo secreto silencio se confían. Esa era la sensación cuando empecé a buscar y recopilar los versos en la correspondencia privada de Cézanne.

No he publicado el libro porque Cézanne fuera un maestro lírico, desde luego. No estaba destinado a ser el nuevo Baudelaire, al que tanto admirara. Pero tampoco le faltaban conocimiento e instinto: conocimiento de las formas poéticas e instinto al usarlas en los variados tonos en que lo hace. En su mayor parte son alejandrinos pareados, muy francés, sí, aunque también tira por el metro corto. Los asuntos van desde el clasicismo latino y las pastorelas francesas, pasando por los desahogos personales, las confesiones, la desbordada pasión sexual, erotismo y bohemia (cantos a la botella y al vino, para que nos entendamos), el humorismo, los juegos de palabras, las adivinanzas… e incluso hay composiciones muy del gusto simbolista y decadente (o gótico si lo queremos llamar así), como aquella Historia terrible llena de duendes, diablos, satanes, cadáveres, todo ello en un sueño muy tenebroso y psicológico.

Escogí publicarlo en versión bilingüe por una sola razón: no soy traductor profesional y menos del francés: puede ser que el lector encuentre algo en el original que yo me perdiera. En mi caso, quería leerlos, entenderlos, y para ello tuve que traducírmelos (autosuficiente que es uno) echando mano de la intuición por hablar y conocer una lengua romance que enseño, ayudado por diccionarios y aquellos otros diccionarios contextuales, diversos traductores, además de contar con la versión inglesa de Alex Danchev, o la de Rewald y alguna de Theodore Reff, Gerstle Mack y Jack Lindsay, como apoyo para captar, alguna que otra vez, en qué sentido podría entenderse una expresión, una palabra o todo un verso. La versión francesa la recopilé de la correspondencia publicada por la Société Paul Cezanne comparándola con la publicada en el volumen de Rewald en francés. Entre las varias fuentes, no todas coinciden en la fecha de envío de una carta o de otra, amén de que existe algún poema sin fechar, para cuyas dataciones seguí, mayormente a la Société Paul Cézanne, aunque en algún caso Danchev ofrecía mejores razones. Pero en general, me guie por propio criterio contextual.

Explicaré el título. Porque, claro, este es un libro que no existía, y había que bautizarlo. Y para ello vino al caso que, por aquellos días en que Cézanne escribía versos y estudiaba en la Escuela de Diseño de Aix, copiara un cuadrito que Félix Nicolas Frillié había presentado unos años antes para el Salón de París y que se titulaba El beso de la musa (o El sueño del poeta). Ya puestos a ir a por lo extraño, por qué no usar esta pintura como portada. Era una copia de 1860, justo los años de los poemas cezannescos en los que no pocas veces invoca a la musa o se queja de falta de inspiración; era también un motivo lírico esto de la musa besando al poeta carente de inspiración; y evocaba desde la pintura la poesía o viceversa; era un cuadro que se había presentado y se había aceptado en el Salón de París, el mismo que luego rechazaría a Cézanne una vez, y otra y otra… estaba, desde luego, lleno de resonancias que comunicaban la portada del libro con el ansia pictórica de Cézanne, su temporal devoción poética, sus primeros pasos en la pintura estudiando a Frillié, y su futuro pegarse de cabezazos contra la pared de la oficialidad artística parisina (menos mal que Cézanne era, sobre todo, la definición de la terquedad encarnada). Ah, y era un cuadro este de El beso de la musa que le encantaba a la madre de Cézanne, la muchas veces olvidada Anne-Elisabeth Honorine Aubert, quien fue en el seno de la familia frente al pater familias la primera valedora, junto a su hermana mediana Marie (que tiene poema dedicado en el libro), del futuro maestro pintor. La madre también fue el fuelle del espíritu vital que impulsaría a Paul Cézanne. Me gustó también esta evocación.

Creo que ha resultado un libro curioso, muy en la línea editorial de Retrato Literario. Sí, ya saben los lectores, sacar a la luz lo insólito del autor conocido, traer el autor ya viejo pero inédito y desconocido en nuestro idioma… caminar los márgenes de las librerías recogiendo lo raruno (o sea, la rara avis en un corpus ya manoseado, para los cultos… a ver si nos aceptan ya el palabro de marras): de un reconocido poeta, sus desconocidos cuentos y novelas; de un cuentista, sus desconocidos ensayos… y, por supuesto, de un pintor, no podía ser otra cosa que sus poemas.

Héctor Martínez

BOMARZO, MANUEL MÚJICA LÁINEZ

Fue Luis Miguel Madrid quien me habló de esta novela por primera vez cuando hablamos de sus poemas, publicados en Babab.com a partir del número 3 de julio del 2000, dedicados al jardín de los monstruos de Bomarzo y a la vida del duque Vicino Orsini. Yo, entonces, no sabía ni que existía. Él lo había visitado al viajar por Italia junto a Eva Contreras, quien hizo fotografías del paraje. Me recomendó en aquel entonces la novela de Mújica Láinez, no ya solo por la influencia en sus versos, sino por el valor mismo de la novela y la historia del jardín y la de su ideador —la misma a fin de cuentas—, que también a él le había fascinado y con la que también se encontró identificado. Así es como esta novela entró en mi lista hará unos cuatro o cinco años.

Los versos de Luis Miguel nunca habían salido como libro hasta finales del año pasado, casi veinte años más tarde, conjuntando imágenes y versos en el lanzamiento editorial de El blanco de tus ojos. Cuando supe de la publicación del poemario, me pareció un acto de justicia: se daban las condiciones necesarias para que los poemas de Luis Miguel y las fotografías de Eva se fundieran en una sola obra. Quizás antes, nunca hubiesen logrado un libro como el que hoy tenemos. Recordé, entonces, que estaba por leer la novela de Mújica Láinez. Adelantó la obra puestos en la lista hasta entrar en las lecturas del 2020 iniciado. Además, como ya he recordado en otra ocasión, tengo un monográfico sobre Luis Miguel en el horno, y creí bueno hacerle caso y acercarme al Bomarzo del argentino, por ver si completaba algo más lo que ya había anotado yo. Sobre todo, pensé, es el poeta de Bomarzo el que te ha recomendado la novela. Con el libro recomendado por el poeta amigo casi en las manos, me sorprendió su muerte en medio de esta pandemia en el mes de abril. La lectura se convirtió, entonces, en obligación: este mes y medio último di cuenta de las casi 700 páginas de la novela. Y aquí dejo algunas líneas sobre la misma.

Mújica Láinez viajó a Italia en julio de 1958 y visitó, junto a Miguel Ocampo, pintor, y Guillermo Whitelow, poeta, el llamado Bosque Sacro de Bomarzo, en Viterbo. Se trata de los jardines del Castillo de los Orsini, conformados por un conjunto monumental nada común: figuras grotescas, terribles y fabulosas, construcciones absurdas, fueron talladas en la propia roca de la zona y aguardan tras cada recodo, entre árboles, al visitante. La pregunta que Mújica Láinez se debió hacer fue por qué en 1550, en pleno Renacimiento italiano, un duque como Pier Francesco Orsini, no erigió un jardincito como los demás, renacentista, con sus fuentes y sus estatuas clásicas, su vegetación recortada, su geometría y su laberinto. Es decir, un jardín del gusto de los Médicis. La indagación acerca de este peculiar hombre del renacimiento, el duque de Bomarzo, Vicino Orsini, y el trasfondo familiar, social e histórico que sustenta el extraño bosque de los monstruos, como se lo conoce popularmente, es el tema de la novela que el argentino se propuso escribir en 1958 y que acabó en 1962.

Mújica Láinez comprendió rápidamente la fusión de historia y fantasía que tenía ante sus ojos, y se le reveló como una materia literaria de primera categoría —igual experiencia posterior tendría Luis Miguel Madrid—. Era suficientemente estrambótico y palpablemente real, había tal sustrato de emoción, de soledad, de desarraigo, de dolor, de ímpetu… y supo de inmediato que allí había una historia que construir y narrar.

La novela comienza ya uniendo ambos factores: por un lado, el elemento fantástico, un horóscopo natalicio que anuncia la inmortalidad de nuestro protagonista desde la primera página; por otro, el abolengo de la casa Orsini, sus ramas, la familia más directa de Pier Francesco entre sus hermanos, su padre y su abuela, la genealogía de cada individuo y de cada gran familia, entre los Médicis, los Colonna o los Farnesse, y un panorama del siglo XVI, donde la sed por la acumulación de títulos y cargos en Roma, los enfrentamientos entre grandes familias, la impostura de las apariencias que ocultan crímenes y perversiones, serán las columnas sobre las que se sostenga la época.

Por el elemento fantástico, rápidamente reconocemos que nuestro narrador protagonista es un muerto, que estamos ante unas memorias relatadas desde un extraño más allá temporal cuya razón de ser solo podremos averiguar al final de la novela: cuando descubrimos los lazos que unen a autor y narrador, a Mújica Láinez y a Vicino Orsini. Tan es así, que existen apelaciones al propio lector, donde ambas voces se superponen:

Pero —preguntará el lector— ¿valía la pena consagrar un libro tan voluminoso a una vida tan intrascendente? Le responderé que para mí no lo es, que para nadie es intrascendente su propia vida, sino única y maravillosa, y que nadie lo obligó a leerla. Y le responderé que observe mi existencia con atención y que no tendrá más remedio que convenir en que fue maravillosa. Por algo, al fin y al cabo, se me ha concedido la posibilidad de narrarla punto por punto.

Son varias las referencias anacrónicas que aparecen a lo largo del texto y que ayudan al convencimiento del lector sobre la naturaleza finada del narrador en primera persona, como citar a autores, personajes y artistas muy posteriores como Eugenio d’Ors, Toulouse Lautrec, de Pirandello o incluso de Hitler…; capítulo aparte es el cameo de un desconocido, literariamente, Cervantes, presentado como un simple soldado español a las órdenes de Aquaviva en Lepanto, a la vez que genio de las letras: la perspectiva del narrador funde aquí el relato de la memoria, cuando Cervantes aún no era nadie en el panorama, con el conocimiento posterior adquirido por el narrador inmortal sobre quién fuera Cervantes para las letras posteriores. También observamos que se apoya esta fantasía temporal en el uso de un léxico en modo alguno de la época como robot o chic, o expresiones francesas que fueron moda pasado el siglo XVIII, además de mencionar tipos literarios posteriores como del Polichinela de la comedia del arte que chirría para aquel tiempo.

Nuestro protagonista es un personaje marcado físicamente: jorobado y cojo. Los defectos físicos causan un continuo complejo psicológico que es desencadenante, no pocas veces, de los terribles sucesos, dentro de una época en que la belleza, la proporción, la apariencia y la armonía lo eran todo. Él es el monstruo, la bestia, el jorobado, despreciado por el padre, burlado y acosado por sus hermanos constantemente, y sugestionado de tal forma por la vergüenza, que siempre da por hecho que a su alrededor se ríen de su joroba y lo menosprecian: «inventor de monstruos simbólicos, en el parque de Bomarzo, no me percaté de que yo mismo me había convertido en un monstruo, al tratar de realizar la síntesis astuta de las contradicciones». En consecuencia, por ocultar sus deformidades y sobrevivirlas no duda en exhibir su monstruosidad moral y acaba por ganar la posición y ostentar el título que le estaban negados de nacimiento, por ello que reconozca en un momento dado: «Yo habré sido un jorobado, pero he sido sin duda un príncipe»; aunque a un precio ético muy alto, el de ser un hombre del Renacimiento:

se es o no se es un hombre del Renacimiento, y yo lo era cabalmente», lo que supone vivir en la intriga, la conspiración y moverse en los tejemanejes de una sociedad que ha perdido la brújula de la moral. Por esto que el castillo de los Orsini se va poblando, poco a poco, de fantasmas, de sombras que van quedando atrás en su vida: el del padre, los de sus hermanos, amadas, sirvientes, pajes, su esposa… una galería de almas con deuda pendiente con Vicino Orsini y el bosque de monstruos que los refleja.

El protagonista habla y se comporta, una y otra vez, como si fuesen dos personajes distintos el jorobado y el duque de Bomarzo, una especie de Jekyll y Hyde, una bestia que es príncipe, el jorobado romano de Víctor Hugo —a quien no duda en mencionar también— arrastrando rencores para venganzas posteriores, y autojustificaciones para una persistente soledad e incapacidad para con todos los demás. Pulula por cada página de la vida de Pier Francesco Orsini la figura maléfica del demonio: entre las artes heréticas en que se sumerge, de magias y conjuros de manos de Silvio de Narni; el carácter mefistofélico de su personaje, destinado por nacimiento a no morir nunca tal y como si hubiese hecho algún pacto demoníaco, según describía el horóscopo del astrólogo paterno, Sandro Benedetto y subrayaba su propio padre con aquel «los monstruos no mueren»; el culto al esqueleto de un emparedado por su padre; el demonio que se le aparece frente a un espejo y sobre un azulejo junto a su cama matrimonial; los pergaminos con una receta para un elixir de la inmortalidad, cuya interpretación ofusca al duque jorobado hasta convertirse en un destino fatal.

La estrecha relación que hay entre sus deformidades, sus complejos y los acontecimientos inmorales que lleva a cabo queda reflejada en el Sacro Bosque de los monstruos, razón por la que leemos:

Esto sería mío, solo mío. Sería mi justificación, mi explicación, la proeza excepcional, el rasgo de inspirado genio que ubicaría perpetuamente a Vicino Orsini en ese largo cortejo de los suyos que tanto le costaba seguir, arrastrando su pierna y su joroba, y que lo humillaba con su fastuosa violencia. Un libro de rocas. El bien y el mal en un libro de rocas. Lo mísero y lo opulento, en un libro de rocas. Lo que me había estremecido de dolor, de ansiedad, la poesía y la aberración, el amor y el crimen, lo grotesco y lo exquisito. Yo. En un libro de rocas. Para siempre. Y en Bomarzo, en mi Bomarzo» a lo que añade «cada roca encerraba un enigma en su estructura, y cada uno de esos enigmas era también un secreto de mi pasado y de mi carácter.

En efecto, en continuos cambios de la primera persona a la tercera, Mújica Láinez se identifica con Pier Francesco Orsini, cuyo Sacro Bosque es la autobiografía en roca que narra Mújica Láinez en su novela: nuevamente estamos ante una fusión, esta vez ya no de los creadores, sino de sus creaciones. La identificación entre creador-criatura-creación es absoluta.

Pero además, Bomarzo es una novela histórica, que también juega entre dos tiempos distintos para el protagonista-narrador-autor, donde los tabúes sociales se desenmascaran y el retrato renacentista está lejos de ser la pintura idealizada: las escenas de travestismo, la sensualidad en los besos en los labios como saludo, la prostitución en todas las clases sociales, desde el amor platónico hasta el sexo desenfrenado por la belleza, que al modo clásico incluye la homosexualidad sin tapujos, y la depravación, que nos lleva a la violación descarnada o al sexo por obligación, a la promiscuidad, al adulterio, a los hijos bastardos por doquier, al engaño o al asesinato, el apego a la sangre y la guerra, la falta de escrúpulo… una actitud hedonista, extravagante y amoral que impregna todas las capas sociales y rangos, incluidos religiosos, en el ímpetu por ascender y lograr un reconocimiento tanto de su época como de la eternidad mientras satisfacen sus egoístas impulsos hedónicos.

La novela tiene un poso de enorme sensibilidad artística, el verdadero espíritu de Pier Francesco Orsini dentro del manierismo —«todo se resolvía para mí en soluciones decorativas»—, coleccionista, amante del arte, de la literatura, de la escultura. Es el único ámbito que le queda dentro del Renacimiento, una vez que le están vedados el religioso, el amoroso o el bélico. A través de sus páginas asistimos a un retablo del arte y las letras: Benvenuto Cellini, Miguel Ángel Buonarrotti, Rafael Sanzio, Lorenzo Lotto, Ariosto y los Orlandos, Dante, Cervantes, Garcilaso de la Vega, Jean Goujon, Giacomo del Duca… transitan junto a papas, guerreros, nobles y prostitutas las calles italianas de Roma, Florencia, Venecia, Bolonia entre las que se va desarrollando la historia de Pier Francesco Orsini.

A pesar de cuanto ocurre, de lo que se dice o se hace, el lector habrá de reconocer una empatía con el duque, un fondo de entendimiento de sus frustraciones y su vida, sus angustias y sus soledades. No es una historia de malos y buenos, sino de monstruosidades y engendros que se va desvelando poco a poco como el Sacro Bosque. Los actos del duque son prácticamente excusados por lo grotesco mismo de la época, al mismo tiempo que sus frustraciones iniciales dan paso al fin de sus días a remordimientos que saturan su conciencia. La gran mascarada carnavalesca exterior agarrota el interior del personaje, lo atenaza, casi lo obliga a actuar como lo hace y a arrepentirse casi de inmediato. Pero ya lo hemos dicho, es un hombre del Renacimiento. Al Renacimiento se debe.

Bomarzo, de Luis Miguel Madrid / Copyright: Eva Contreras

En la última entrega de poemas a Bomarzo, Luis Miguel Madrid escribía «el descubrimiento de Bomarzo y la existencia del duque de Orsini rehicieron el curso de mi existencia, puesta patas arriba desde entonces con acontecimientos cercanos a la fantasía o a la locura ante los ojos de cualquier galeno. Por ello espero la comprensión de los lectores si no me ratifico en detalle alguno ni esté dispuesto a dar ninguna otra explicación sobre lo que ni yo mismo sé si quisiera saber. Posiblemente el tiempo aclare lo que debe y quien tenga mayor prisa, que busque entre los latines del bosque de los monstruos o escudriñe en algún escrito bien documentado del estilo de aquella novela con título Bomarzo, firmada por Don Manuel Mújica Láinez, quien mejor y más objetivamente ha podido explicar esta historia inexplicable». No creo que haya mejor forma de acabar esta reseña sino con las palabras del poeta invitándonos a leer la novela, como ya me la recomendara en privado, y versificando una marcha de esta vida que vale ahora tanto para el duque Orsini como para el alcalde de Las Vistillas:

Que nadie crea que muero y que ya está,
mi silencio habla con los astros, mi mirada
huye de bagatelas terrenales
.

 

 

A LUIS MIGUEL MADRID

Los que en algún momento hemos tenido
un palabras con la muerte
solemos perder la prisa
pero nos quedamos para siempre con el gesto
de quien recibe un traje de astronauta
para su papel de extra
en una peli del oeste

Cara de galgo
«El cine de las sábanas blancas» (2009)

No lo supe hasta ayer. Durante años me resistí a tirar de redes sociales, pero el confinamiento al que nos vemos sometidos prácticamente me ha arrojado a los brazos de aquellas. Hace pocos días que he dado mis primeros pasos en Facebook, y sin previo aviso, entre conocidos, descubro la noticia irreal de primeras, pero tan cierta de segundas: la pérdida de un amigo, de un artista de la vida, un pulidor de sonrisas, un virtuoso del gintonic, un poeta del humor sincero, generoso anfitrión del refugio de las Vistillas para el descanso del ajetreo de la urbe: Luismi Madrid, se nos fue el 18 de abril.

Ha sido enterarme y sentir al instante el hueco de silencio dejado, saber que habrá ya por siempre un taburete vacío en el Pandora y una gorra marinera jubilada sin su portador —como premonitoriamente ilustró la portada de Moscas tres—. El que habitaba el espacio intermedio de gorra y taburete ya no está, víctima de la pandemia. El que dirigía atardeceres (y amaneceres) frente a la Catedral, ha enmudecido para siempre. Ya no habrá más versos derrotados que paradójicamente exhiban una mueca de socarrón triunfo, de pírrica y modesta victoria.

No he sido un amigo del alma. Quizás para él un conocido simpático más de entre la clientela, uno que alguna vez fue participe de alguna fiesta improvisada a las tantas en la champañería. Si le pudiesen preguntar, casi seguro que ni me reconocería de primeras, a lo mejor al verme sí caería en la cuenta. Algo parecido cuenta Alvarado Tenorio en El Nacional. Pero lo que en otros podrías tomarlo a mal, con Luis Miguel era imposible: formaba parte de su ser, y si no, no sería él. He sido y he sabido ser un parroquiano, el lugar que me adjudicó Pandora, uno más que tuvo la suerte de compartir horas, charla y brindis con Luismi, viviendo el presente mismo. Un madrileño de tercera junto alcalde de las Vistillas. Un lujo.

Recuerdo noches hablando de Gabriel Miró, a cuyo nombre está la plaza y jardínes a que se abren las puertas del Pandora. Para Luis Miguel, de los mejores novelistas y muy olvidado. Recuerdo fiestas de la Paloma, con su alegría en la cara, y contemplar atardeceres recostado en un sofá frente a los ventanales abiertos en calurosas tardes de estío, con su buena charla. Esos momentos ya son pasado sin él presente.

De las últimas veces que lo vi, como suele contarse en estos casos, él lidiaba con una cascada de agua que caía del techo, desde alguna tubería rota; en otra, no sé si posterior, hablamos de Un gol en la frente y de los dibujos de Ras de Rashid, de quien había un libro que tomé a la entrada. Y también comentamos su último poemario, Moscas tres, que había visto la luz dos años atrás. Esas fueron parte de la última vez, (además de una juerga improvisada, que no voy a contar), y aunque sean días distintos, en mi mente se agolpan los momentos con fluida continuidad como si fuera el mismo día, como si fuese ayer. Dos años entonces, tres ya de aquel libro. ¡Madre mía! Sí que ha pasado el tiempo.

Hay algo que, sin embargo, no he olvidado. Le prometí que le regalaría un libro mío, y él lo aceptó encantado. Lo que él ignoraba era que ese parroquiano escribía un pequeño librito comentando su obra y que ese era el libro a regalar. Este punto él lo ignoró siempre. Cuando me preguntaba de qué trataba, le decía solo que de literatura, un comentario de un poeta que de seguro él lo conocía. Nada más. Imagino qué me respondería si hubiese sabido que se trataba de él: no, no me suena de nada; o, con su burlona humildad: los hay mejores. Una vez que me preguntó por el libro, porque ya llegaba tarde entonces, le dije que tenía erratas que debía subsanar, y él me respondió que se lo diera con erratas, que si así había salido ese era el libro, natural, con sus imperfecciones. Que eso es lo bello. Al final, por mi demora no he podido cumplir. Y tenía razón: lo bello hubiese sido dárselo con erratas. Era el momento. Ya no, llego ya tardísimo, fuera de su tiempo, y ya no podré dárselo en mano. Nunca sabrá que sus verso son el tema del libro, y él, el protagonista. Por ello no ha de quedar a medias. Mi compromiso es terminarlo y que salga, a ver si este otoño es posible, en su memoria. Ya no podré sonsacarle nada, al menos nada que no esté en sus líneas, en las que aún he de encontrar su compañía, su voz, su ser. Él se ha reunido con su Isidra, y yo quiero estar feliz de haberlo conocido. Al menos eso… ya que nos lo arrebataron.

ENTREVISTA DE PAZ MEDIAVILLA EN CROSSROADS RADIO: LUNES DE TEATRO #4 (feb. 2013)

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ENTREVISTA EDITA (2020):

*La imagen que acompaña este recuerdo pertenece al Facebook del propio Luis Miguel Madrid.

LO MISMO DA POETA QUE POETISA

Es muy frecuente escuchar acusaciones de machismo contra la RAE y sus académicos por registrar cómo usan la lengua los hablantes, comprobar si se ajusta en el tiempo, fijar lo que parezca más que una simple moda y tratar de encajarlo en un sistema tan variable. Así, como ya puse de relieve, algunas voces del feminismo actual ponen el grito en el cielo cada vez que se les corrige el incorrecto desdoble de género de determinadas palabras o su empleo en situaciones concretas. Una corrección siempre acompañada de su preceptiva explicación. Recuerdo, por ejemplo, los casos miembro y portavoz que fueron convertidos de forma estrafalaria y forzada en palabras con flexión de género frente al hecho, inclusivo por cierto, de tratarse de voces de género común (el/la miembro o portavoz). O que pretendan que gramaticalmente el masculino plural no sea el género no marcado y desdoblen sin ton ni son todo —en lugar de usar los niños en un contexto sin distinción sexuada, decir los y las niños y niñas, por una falsa creencia de exclusión al confundir género gramatical y sexo— o peor, preferir un nombre colectivo por su significado —alumnado— que a todas luces sigue siendo gramaticalmente un género masculino, por lo que estarían admitiendo que hay usos gramaticales del género masculino que no indican la sexualidad del varón. Redoble de tambor y platillo.

A pesar de ello, ya señalé —y conviene tenerlo presente también— que por el mismo desconocimiento con total naturalidad hoy tenemos formadas voces como jueza o presidenta aunque siempre fueran género común (el/la juez o presidente). Claro que esto era un desconocimiento lingüístico inocente, y aquello, uno alevoso, esto es, a sabiendas de estar haciéndolo mal, llamando la atención a conciencia y con otros intereses más ideológicos. Otro problema, que nada tiene que ver con lo lingüístico, es que no se dejara en nuestra sociedad a las mujeres ejercer tales cargos de juez o presidente, lo cual no convertía ipso facto a las palabras juez y presidente en palabras de género masculino que requirieran flexión. Esas mismas palabras, sin precisar flexión, designan hoy de forma culta, y habrían designado ayer, a la mujer que sea juez o a la mujer que ejerza de presidente. Esto demuestra que la lengua, ciertamente, varía en su historia más por ignorancia de la norma culta que por conocimiento y genera cambios, incluso, allí donde no hacía falta. El español, de hecho, no es otra cosa que el dialecto resultado del uso del latín vulgar, es decir, el latín del pueblo, hablado de formas diferentes, en zonas distintas y sus calles, plazas, mercados y puertos por aquellos que no eran latinos, no lo escribían, no lo estudiaban y desconocían la norma culta, los mismos que, de todas formas,  necesitaban comunicarse entre sí con una lengua común. Son los hablantes los que espontáneamente generan cambios a lo largo del tiempo, y es obvio que en su mayor parte ni son lingüistas ni poseen un conocimiento absoluto de la norma o sus excepciones.

Pues bien, con todo ello presente, el caso que traigo hoy es la demostración de lo antojadizo que es el personal, queriendo que el mundo se pliegue a sus designios sin pensarlo bien. Se trata de la absurda polémica entre las palabras poeta y poetisa.

Empezaré por dar la razón al feminismo, cuando reclama que se nombre como poeta también a la mujer. Pero debo tirarle de las orejas en cuanto al argumento. Tienen toda la razón porque la voz poeta es y debió ser siempre género común, con la misma sufijación que refiere a «condición, desempeño de una labor o realización de una acción», igual que en pianista, deportista o abortista. Así, para marcar el género utilizamos en poeta el determinante, como en toda palabra común en cuanto al género.

He dicho «es y debió ser siempre», porque el error que durante mucho tiempo se perpetuó en el diccionario —hasta 2001— fue considerar la palabra de género exclusivamente masculino. Quizás esto ocurriera, y es suposición mía, porque el sufijo en latín y griego refiriera al masculino, sin atender a la evolución del mismo en nuestro idioma hacia el nombre común en cuanto al género. Un error cometido y perdurado a pesar de la autoridad de Nebrija mismo, quien sostuvo la pertenencia de poeta al género común. Un error subsanado desde hace tiempo en la sociedad y, más tardíamente, en el diccionario. En este sentido, una mujer, en concreto, y el feminismo en general, tenía y tiene razón al reivindicar como legítimo marcar el género femenino en poeta, si gustan. La RAE y el DLE lo reconocen sin tapujos.

Aun así, la cosa se prolonga. Hay quien al leer la ahora corregida entrada del diccionario, afirma que la RAE no reconoce a la mujer ser persona —sorprendente— pues poeta es «persona que escribe poesía» y poetisa «mujer que escribe poesía». El argumento es falaz: puede acudir quien así argumente al mismo diccionario a contemplar el significado de persona: «individuo de la especie humana», «hombre o mujer cuyo nombre se ignora o se omite», «hombre o mujer distinguidos en la vida pública» etc. La mujer es persona, y, por tanto, la persona que escribe poesía puede ser varón o mujer, siendo que esta última dispone también de un femenino específico. Lo que a mí me resulta discutible es el hecho de que el diccionario use en estas definiciones la voz hombre para varón, que es sinónimo en su segunda acepción por uso común del hablante, aunque es humanidad en su primer sentido, derivado de homo, is. Pero esto es menor.

El problema es que no todas las poetas/poetisas y feministas lo han reivindicado por lo que acabo de decir, que sería el argumento inatacable, sino por razones que son, cuando menos, tan incorrectas como confusas dentro de su ideario. Aquí entra la polémica con el uso de poetisa.

Poetisa es de género femenino exclusivamente y es una forma específica para la mujer que compone poesía. Ahora bien, dado que en el siglo XIX hubo quienes lo usaron de forma despectiva para diferenciar al poeta serio de lo que tomaban por femeninas cursilerías poéticas, por un lado se creyó que poeta era masculino, y por otro que este designaba la poesía de calidad. Ambas creencias, además de equivocadas, sí, eran creencias machistas. Sin embargo, hubo y hay escritoras y feministas declaradas que han exigido la designación poeta creyendo verdadera esa diferencia entre calidad [poeta] y cursilería [poetisa], una diferencia artificial creada por un contexto sociolingüístico machista. Habrá que subrayar que a lo largo de mi vida he leído a muchos poetas malos de solemnidad, falsos, forzados o ñoños hasta el hartazgo. Poeta nunca tuvo que ver estrictamente con la calidad. Por esto digo que andan un tanto confusas: apelar a esta razón es, ni más ni menos, toparse con un feminismo que recurre a un argumento propiamente machista. No, señoras, y no, señores, si una mujer que se dedica a la poesía dice que prefiere poeta no tiene ni siquiera que justificarse: la justificación, como he explicado líneas antes la ofrece la propia lengua, por ser común en cuanto al género la palabra. Y podrá ser buena o mala poeta, no hay nada que impida ninguna de las dos cosas. Por usar poeta no va a ser mejor o peor su obra.

Persiste otra confusión. No deja de ser curioso que quienes meten los desdobles de género hasta en la sopa, en este caso renieguen, por sexismo, de un desdoble legítimo mediante sufijación -isa. Aducen un argumento histórico: el significado peyorativo que varios hicieron del término en un momento dado. Ahora bien, ese es el uso que le dieron algunos, pero no todos, ni en todo tiempo. Los seres humanos tendemos, no sé por qué, a fijarnos más en lo negativo que en lo positivo, aun cuando lo segundo sea más abundante. Además, en cuanto a la lengua, cabe recordar que esta es mutable en el tiempo y por el colectivo de hablantes, y no asunto de un simple medio siglo y de un puñado de vocingleros. Quiero decir, que tuviera un sentido peyorativo para algunos que llevaron la voz cantante en la mitad de un siglo ni de lejos provoca que se mantenga ese sentido siglo y medio después o que aquellos pocos sigan marcándolo para nosotros o para todo tiempo. Hoy no lo tiene y aquellos no están. Sostener que antes fue de una manera, prolonga tal uso y tal manera para el hoy, lo cual es estar dándole la razón al perpetuar un prejuicio machista infundado. Dudo que una feminista, firme en sus convicciones, pretenda anquilosarse en el tiempo pasado y los prejuicios machistas. Esto sucede, en cambio, porque desde el presente se adopta una actitud a la defensiva —y reprensiva— del pasado, algo que, me parece a mí, estira el chicle del ayer a hoy. Lo que sorprende precisamente es que lo estiren quienes se defienden del prejuicio. Es un tanto absurdo querer cambiar a fuerza de traer el antes al ahora —como en una especie de día de la marmota—. Del antes se aprende, pero ya no se vive. Si fuese así, entonces tan siquiera usaríamos poeta/poetisa para escritores de poesía, en tanto que el griego [ποιητής] entendía creador, constructor o legislador, mientras que para el latín [poēta] anterior a Cicerón refería a un fabricante o artesano a partir de las traducciones que de la literatura griega hace Plauto. No podemos quedarnos en el pasado, ni revivirlo de continuo.

Además, la voz poetisa también cuenta con larga tradición y con dignidad etimológica grecolatina, incluso. No es una invención de algún aquelarre machista ni de la conspiración universal en el espaciotiempo de un… heteropatriarcado tiránico… No se generó para ofensa machista, aunque así se usara en un momento dado. Poeta para los griegos es ποιητής, de donde los latinos formaron poēta, que era masculino y se declinaba por la primera (tema en -a), y generaron para el femenino a través del sufijo -isa la palabra poētisa, que luego tomaron las lenguas romances. Es curioso que la palabra contara también con voces autorizadas que desde el siglo XII la usaban en su sentido denotado mucho antes de que surgiera el peyorativo, su uso como «cursilería y afectación», que tan solo se dio en unos pocos años del siglo XIX. No hay, sin embargo, quien argumente en esta dirección desde el feminismo. Solo parece sonar en nuestro oído, como subrayé antes, lo malo para denostarlo, y nos olvidamos de lo positivo —ya lo dijo Louise van Gaal—.

Me resulta exagerada la prevención feminista en el uso de poetisa, y hasta contraproducente por parte de algunas feministas: ¿De verdad quieren revitalizar, prolongar y fijar de aquí en adelante un sentido peyorativo antiguo para una voz específicamente femenina, perderla a base de pisotearla como hiciera el machismo decimonónico, mientras nos machacan con las más variopintas invenciones palabreras y torpes desdobles? ¿Seguirán creyendo equivocadamente que poeta guarda relación con la poesía de calidad? Siendo cierto que las mujeres cuentan, pues, con dos palabras igualmente dignas, y lo varones solo una y compartida, ¿no tendría mayor sentido que el feminismo celebrara también poetisa y no la desechara? Y aunque solo sea un criterio cultural: ¿Desde cuándo los escritores, orfebres de la lengua, renuncian al uso de una palabra antes que resignificarla, cincelar su semántica y devolverla transfigurada al mundo? No ha habido problema en resignificar mujer, por ejemplo, cuyos orígenes latinos, frente a poetisa, no son muy feministas. ¿Desde cuándo son los escritores los funcionarios de la neolengua, dispuestos a reducir el diccionario? Pero me cruzo quienes consideran que es perverso usar la palabra poetisa y no poeta. Mal vamos si la poeta ignora que en nuestra lengua también es poetisa. O no conoce la lengua que habla y escribe, o no entiende la condición de poeta-isa, o es que la perversión está en tal cabeza más que en los demás.

La polémica es, bajo mi punto de vista, absurda. Cuando menos, la propia lengua justifica el uso femenino de poeta, por lo que se desinfla reivindicarlo; cuando más, al rechazar poetisa se justifica y prolonga el machismo, se pierde una palabra o se renuncia al arte mismo de poetizar, de hacer y producir, crear y cambiar la lengua creativamente. Con la poeta o con la poetisa hoy se dice exactamente lo mismo. No hay de que avergonzarse en una u otra. Ninguna es ofensiva. Se pueden usar ambas. Todo lo demás es hacer aspavientos para llamar la atención o subordinarse a un interés ideológico. Si no lo creen, hagan búsqueda con poetisa como palabra clave y verán los numerosos libros académicos y no académicos en cuyo título o cuerpo aparece empleada con total normalidad denotativa. Quien hoy quiera ser peyorativo, ya tiene poetastro(a) —por cierto que su femenino se admitió también en 2001, pero no escuche reivindicación al respecto—. Yo los llamo poetrastos(as) Muchos son los que pretenden ser poeta —o poetisa— y solo llegan a ser trastos de la poesía, sin importar que sean varones o mujeres.

Héctor Martínez