EL TEATRO DE MIGUEL DE UNAMUNO: «LA VENDA»

Miguel de Unamuno (Retrato, Héctor Martinez)

Miguel de Unamuno (Retrato, Héctor Martínez)

¿Quién no conoce al Unamuno de las «nivolas», La tía tula, San Manuel Bueno, mártir, Abel Sánchez o aquel experimento de Amor y pedagogía? Acaso el ensayista de En torno al casticismo, Vida de Don Quijote y Sancho y, sobretodo, de El sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos. Hasta el articulista es conocidísimo por algunos de sus más ácidos y penetrantes textos. Algo menos renombrado es el Unamuno poeta del Cristo de Velázquez o del Rosario de Sonetos líricos. Pero, indudablemente, si hay un Miguel de Unamuno desconocido, es aquél que dedicó un poco de su tinta para escribir varias obras de teatro. Y es que, el bilbaíno quiso darse en todos los géneros posibles, hablar desde toda tribuna y toda página, cátedras y desde las tablas de los escenarios.

Su genio como dramaturgo no alcanzaba la excelencia, desde luego. Da la impresión de haber convertido su «sentimiento trágico» en diálogos y acotaciones; y si bien el contenido es tan rico como el pensamiento del autor, el continente, esto es, la forma de drama escrito, le hace flaco favor. Raya en lo irrepresentable con largas intervenciones de muy hondo calado, tan impresionantes como inaccesibles a un actor y sus destrezas. Sin embargo, no es esta cuestión criticable. Miguel de Unamuno, el mismo que gustaba más del teatro leído en el libro que del representado, lógicamente escribió obras para representarse en la cabeza de un lector despistado, y no para los enormes públicos de las salas.

No voy casi nunca al teatro. Cuando un drama o comedia alcanza gran éxito y es muy celebrado lo leo, pero no voy a verlo representar. Acaso así se me escapé alguna parte de su efecto, mas en cambio puedo detenerme en cada pasaje lo que se me antoje, interrumpirlo, releerlo. Así es que para mí la literatura dramática es, ante todo y sobre todo, literatura, desapareciendo el espectáculo

Efectivamente, la obra de teatro era antes literatura, mientras que hoy día es puro guión ilegible y sólo pensado para la representación y el espectáculo, la venta de taquilla. Unamuno exigía un teatro literario y sin efecto, adornos, simple, en el que fuera, incluso, mejor leerlo que verlo.

Seguí soñando un teatro sencillo, lo más sencillo posible, desnudo, sobrio, en que lo que se ve ayude y sirva a lo que se oye, pero no lo desfigure ni oscurezca: en un teatro en que el actor cuente lo menos posible con el escenógrafo y el sastre y el peluquero y el «Atrecista» -o como se le llame- y el tramoyista, y huya cuanto más pueda de la pantomima de la caricatura, o sea la exagerada caracterización. Y esto sería, sin duda, lo más duradero

No quiere Unamuno un teatro representado, está claro. ¿Qué, si no, busca el que acude a una sala, sino al actor de turno, el vestuario, los tocados y peinados, la escena, sus adornos y los efectos de tramoya? El tono sentencioso de la cita enseña el disgusto del autor por los tales oficios de la representación. Sólo quiere aquello que se oye, que no es sino el texto escrito, tal y como encontramos en la propia Celestina de Fernando de Rojas: texto irrepresentable por su volumen, más pensado para lectura en voz alta que para representación, aunque no deje de ser una «tragicomedia» sin narrador y con fluído diálogo, y obra fundamental del género en nuestra historia de literatura. El teatro de Unamuno, como el de Rojas, reclama lo literario del drama y rechaza el telón del mero espectáculo que tapa la desnudez del alma.

Opone teatro y drama, tal y como en la vida encuentra mascarada y almas. Aquel oculta tanto como la máscara con que tapamos nuestras verdades. Es Unamuno del hilo de Schopenhauer, de la cuerda calderoniana con aquello de la vida como teatro y ficción, dándole la vuelta y conviritiendo el teatro en vida y palabra. Así por ejemplo:

No hago másque representar un papel, Felipe; me paso la vida contemplándome, hecho teatro de mí mismo.

(La Esfinge, Acto I, Escena VI)

No, no callaré mientras tenga vida en el pecho…; no debo callarme porque soy palabra…; callarme es morir…

(La Esfinge, Acto III, Escena V)

Quien habla es Ángel, protagonista de una lenta y agónica crisis, en La Esfinge, muy similar a la ocurrida a San Manuel Bueno, martir y al propio Unamuno. Aunque deba leerse entera, yo invitaría a quedarse, tan sólo, en los parlamentos de este personaje, leídos uno tras otro, para comprobar como el autor se ha convertido a sí mismo en personaje y público de sí mismo; el autobiografismo de su crisis de 1897 en esta obra, un año posterior, es patente en cada frase, y gesto, apareciendo una buena parte de la reflexión ensayística unamuniana: hombre y sociedad, teatro y vida, todo y nada, muerte e inmortalidad…

Sin embargo, no es esta obra de la que quiero hablar, ni Fedra, ni El pasado que vuelve o La soledad, entre otras, sino del breve drama en un acto y dos cuadros titulado La venda, de 1899. Se trata de una magnífica síntesis del proyecto iniciado en 1898 en torno a la crisis personal y su permanente debate entre fe y razón. No muestra tanto una incorporación, como una reelaboración y conclusión de la temática. Ya el inicio, en el primer cuadro, el diálogo entre Don Pedro y Don Juan pone en claro que estamos ante el mismísimo Unamuno:

Don Pedro. ¡Pues lo dicho, no, nada de ilusiones! Al pueblo debemos darle siempre la verdad, toda la verdad, la pura verdad, y sea luego lo que fuere.

Don Juan. ¿Y si la verdad le mata y la ilusión le vivifica?

Don Pedro. Aun así. El que a manos de la verdad muere, bien muerto está, créemelo.

Don Juan. Pero es que hay que vivir…

Don Pedro ¡Para conocer la verdad y servirla! La verdad es vida.

Don Juan. Digamos más bien: la vida es verdad.

(…)

Don Pedro. ¡Qué hermosa muerte! ¡Morir de haber visto la verdad! ¿Puede apetecer otra cosa?

Don Juan. ¡La fe, la fe es la que nos da vida, por la fe vivimos, la fe nos da el sentido de la vida, nos da a Dios!

Don Pedro. Se vive por la razón, amigo Juan, la razón nos revela el secreto del mundo, la rzón nos hace obrar…

(La Venda, Cuadro I)

En un breve espacio de diálogo ya tenemos vida, verdad, razón, fe, mundo, secreto y Dios, enfrentados. No espera Unamuno para plantear la cosas, sino que abruptamente las suelta al lector -al público, acaso. Y así da entrada a la historia de una chica ciega de nacimiento, María, que, operada, volvió a ver. Una muchacha que se entera de que su padre muere y quiere acudir a su encuentro. Y a pesar de que ve, sólo conoce el camino a ciegas, con un bastón y una venda en los ojos.

Don Juan. (…) Mira, mira lo de la venda; ahora me lo explico. Se encontró con un mundo que no conocía de vista. Para ir a su padre no sabía otro camino que el de las tinieblas. ¡Qué razón tenía al decir que se vendaba los ojos para mejor ver su camino! (…)

(La venda, Cuadro I)

¿Hace falta una venda, el camino de las tinieblas, para caminar por el mundo? Y topará, junto a su padre, con Marta, su hermana, con la que se retoma el episodio fe y razón llevado a lo más pasional e íntimo entre hermanas. A ello se une el hecho de que su padre jamás ha disfrutado de ser contemplado por su hija ciega. Nunca ha sabido lo que era ver la vida en los ojos de María. Ambos, hija y padre, junto a la hermana Marta, suben la tensión por lo que es un momento fundamental de sus vidas: la visión de la hija sobre su padre moribundo. Entremedias, el hijo y nieto, nacido sin ceguera, pero dormido en la escena ocultando sus ojos.

María, José y Marta, Pedro y Juan, un niño recién nacido y un padre sin nombre que marcha hacia la muerte… no hay que irse muy lejos para pensar en el paso del Antiguo al Nuevo Testamento. También destacan otros rasgos del teatro unamuniano como son la preferencia por un teatro clásico al modo del auto sacramental, y la fuerte presencia del halo de la muerte contrastando con la fugacidad con que se despacha su acontecimiento. Y es que no gusta Unamuno de exhibir el momento de la muerte, sino de traladar su sensación y presencia a lo largo de la obra. Ello basta. En otras ocasiones, como en Fedra, tan siquiera la muerte sucede en escena.

Es una obra esencialmente simbólica, religiosa y racional, sobria, especialemente breve, sin alargamientos más allá de plantear la situación y las cuestiones, por muchas que sean. No es, evidentemente, un teatro moralizador que otorgue respuestas al lector-público, sino de aquel que busca contagiar la crisis representada, el alma desnudada -quizás con fervoroso respeto a lo que se llamaría impudicia espiritual- ante otras almas que aún prefieren vivir bajo sus velos. En fin, en otro género más, el mismo Unamuno, tan dispar y contradictorio, tan paradójico como lo fue consigo mismo.

Héctor Martínez

Un comentario

  1. Claudia V. Ramírez · abril 11, 2011

    Je conoci a alguien que se dice ser «maestra de creación literaria» y, sin embargo, no conoce a Unamuno……. :/ Me desconcerto de gran manera su expresión al, en su ignorancia, decir de uno de los escritos de Unamuno (tomado de Niebla), que hay que citar lo que sea de escritores no publicados al trabajar con sus escritos. :/ WTF!! :/ En fin… de lo que se ha perdido esta mujer.

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