«DELICIOSO SUICIDIO EN GRUPO», ARTO PAASILINNA

Hablo hoy de una novela que, opino, yerra en su pretensión principal, aunque tiene aciertos aquí y allá que, tomados aisladamente, hacen grata e interesante la lectura. Quizás se deba a un especial estilo de los llamados autores nórdicos, en este concreto caso, del finlandés Arto Tapio Paasilinna, fallecido en 2018. Más aun si lo que destila el autor en el libro son historias tragicómicas, sarcásticas y satíricas sobre su tierra y su sociedad. Un género como la sátira social, tan imbricado en la forma de ser del pueblo objeto de la misma, no es fácil transmitirla a otro pueblo, de raíces muy distintas —como es el caso entre Finlandia y España— y en otro idioma distinto donde los juegos de palabras se pierden. Otro añadido es la distancia temporal desde su publicación original (1990), su traducción (2007) y el año en que la tomo en mis manos (2024). Son treinta y cuatro años para una novela en la que el contexto temporal en que se inscribe como sátira social es importante.

Se trata de la novela Delicioso suicidio en grupo (Anagrama, 2007; orig. Hurmaava joukkoitsemurha, 1990). En ella el autor narra la historia delirante de una asociación de suicidas anónimos creada para llevar a cabo un suicidio colectivo a lo grande y con elegancia: arrojarse al vacío en el autobús que viajan desde un acantilado y perecer en el mar. Sin embargo, durante el viaje por carretera el grupo vive aventuras y vicisitudes excitantes y poco a poco van todos ellos descubriendo que la vida puede merecer la pena, hasta que deciden apostar por la vida más que por la muerte.

Arto Paasilinna Autor/allikas: Scanpix Fuente: Kultuur.err.ee

La novela se estructura en dos partes: la primera, que marcha en el sentido de la vida hacia la muerte decidida, y se nos presentan los numerosos personajes y sus situaciones particulares; la segunda, que marcha en sentido contrario una vez que renuncian al suicidio, por lo que salen todos con renovado optimismo a la vida. La narración avanza por acumulación de anécdotas, escenas, e incluso relatos dentro del relato, cuyo nexo de unión es el particular protagonista colectivo. Son las aventuras que viven en cada parada y lugar que visitan, al modo quijotesco, y el relato de las experiencias en la vida de cada uno. También tiene un tono de danza de la muerte, pues el autocar de los suicidas va recogiendo en distintos puntos del país a los integrantes que se apuntan al singular viaje y al particular destino. La narración enmarcada, de hecho, por la que se insertan relatos independientes que describen la sociedad rodeado de un contexto de amenaza de muerte, recuerda obras clásicas como el Decamerón.

Con todo ello, Paasilinna combina la muerte y la road novel para crear un simbolismo muy evidente que nos traslada la idea de la vida y su valor como un viaje que hay que disfrutar saliendo al mundo y no encerrándose en uno mismo, compartiendo la experiencia con otros en lugar de sumirse en un pozo oscuro de soledad, pues «un intento de suicidio es algo que puede unir a los seres humanos (…) el hecho de reunirse tendría con seguridad un efecto terapéutico. El hombre se siente impelido a vivir cuando se entera de que también a los demás les van mal las cosas, de que no es el único pobre diablo que existe en el mundo». Al cóctel suma, para que la narración funcione, una vis cómica que entrelaza una tras otra situaciones ridículas y absurdas, que hagan más ameno el tema de fondo.

Al mismo tiempo, va abocetando el carácter y actitud de los finlandeses, quienes se sienten más seguros «cuanto más oscuro es el bosque en el que se internan». Y lo hace dejando caer más de una crítica social poco velada con pasajes irónicos, y descripciones duras y escatológicas, como la extensa diatriba del capítulo 20 de la primera parte, uno de los pasajes más disfrutables de la novela: «Llegaron a la conclusión de que la sociedad finlandesa era fría y dura como el acero y sus miembros eran envidiosos y crueles los unos con los otros. El afán de lucro era la norma y todos trataban de atesorar dinero desesperadamente. Los finlandeses tenían muy mala leche y eran siniestros. Si se reían, era para regocijarse de los males ajenos. El país rebosaba de traidores, fulleros, mentirosos. Los ricos oprimían a los pobres cobrándoles alquileres exorbitantes y extorsionándolos para hacerles pagar intereses altísimos. Los menos favorecidos, por su parte, se comportaban como vándalos escandalosos, y no se preocupaban de educar a sus hijos: era la plaga del país, que se dedicaban a pintarrajear casas, cosas, trenes y coches. Rompían los cristales de las ventanas, vomitaban en los ascensores e incluso hacían sus necesidades en ellos»… y continúa el pasaje sacudiendo vicios sociales en los burócratas, comerciantes, la especulación inmobiliaria, la destrucción de bosques por la industria, los productos químicos en la agricultura, la contaminación de las aguas, el ambiente laboral en fábricas y oficinas, el alcoholismo… es un pasaje muy al estilo de nuestros Cadalso y Larra a la hora de señalar males de la sociedad, que cierra irónicamente, pues los aspirantes a suicidas: «empezaron a sentir que en realidad estaban en una situación privilegiada comparados con sus compatriotas, a los que no les quedaba más remedio que continuar con su existencia gris en su miserable país».

Al margen de la historia, muy poco disimuladamente, Paasilinna va desarrollando una reflexión interna, una especie de ensayo, en paralelo a aquella. Podemos ir leyendo ideas sueltas que van conformando el todo de la reflexión sobre la muerte en pasajes aforísticos como «cuando un suicidio fracasa, no es necesariamente lo más trágico del mundo»; «Quitarse la vida es algo tan personal que exige una tranquilidad absoluta»; «las personas siempre están viviendo el primer día del resto de sus vidas, aunque no se les ocurriese nunca pensarlo en medio de tanto trajín. Solo aquellos que habían estado a las puertas de la muerte se daban cuenta de lo que en la práctica significaba comenzar de nuevo»; «un ser solo y abatido no está en condiciones de velar por sus propios intereses. Cuando las perspectivas son tan negras nos quedamos paralizados. Hasta los quehaceres más cotidianos parecen insalvables cuando no tenemos la ayuda de nadie y estamos condenados a tan espantosa soledad»; «ver la muerte cara a cara aumentaba las ganas de vivir, esa era una verdad muy antigua»; … o preguntas del siguiente tenor: «¿acaso la muerte no puede ser indolora, elegante y respetuosa con la dignidad humana (por qué no), incluso gloriosa y bella? ¿Está el ser humano obligado a conformarse con los métodos tradicionales?».

Conecta Paasilinna ambos temas, pues el miserable país solo deja esas dos opciones, a saber: o seguir una existencia gris y desoladora por inercia, o acabar con esa existencia motu proprio. Ninguna de las dos es agradable, y de forma dialéctica, nuestro autor lo propone como una situación antitética para hallar esa tercera vía que responda a «¿quién encontraría motivo de alegría en un mundo que, de todos modos, se dispone a abandonar?». Es decir, a qué puede agarrarse el finlandés medio abocado al suicidio como salida de una existencia vacía en un país tan hostil. Pongamos contexto a lo dicho: en los 90 Helsinki llego a ser conocida como la capital mundial del suicidio, y Finlandia ocupaba el segundo puesto en tasa de suicidios solo superado por Hungría; fue también en esa década cuando Finlandia se puso a la cabeza de políticas de prevención. Más contexto: las crisis y recesiones económicas que afectaron a un país neutral entre dos bloques desde la Segunda Guerra Mundial («uno de los suicidas es descrito como un herrero artesanal de setenta y cuatro años machacado por la sociedad posindustrial y decidido a acabar con todo»). De hecho, en la novela no faltan pasajes recordando el el enfrentamiento bélico y posterior vínculo fino-soviético y, tras la caída de la URSS, la complicada relación fino-ruso, que hoy seguimos viendo: «evocaron las duras pruebas de la guerra de invierno, durante la Segunda Guerra Mundial, y decidieron tomar ejemplo de la heroica lucha de los soldados finlandeses, que habían peleado hasta morir. Al camarada no se le deja ni solo ni vivo (…) cayeron codo con codo, y lo mismo harían los Suicidas Anónimos, solo que en aquel caso el enemigo era aún más feroz que la temible Unión Soviética, se trataba de toda la humanidad, del mundo y de la vida misma»; o también: «el grupo había demostrado dejarse llevar por la misma inquebrantable determinación que los estalinistas finlandeses de los años sesenta al asumir la tarea de ponerle las pilas a la revolución. Si bien era cierto que los suicidas no cantaban himnos proletarios y carecían incluso de bandera propia, su acción estaba igualmente abocada al fracaso».

Otros elementos muy disfrutables de la novela son esos breves episodios, estampas o anecdotarios, como la rara costumbre entre los vecinos de un lago de arrojar botellas de alcohol a medias, bien tapadas, para que la corriente las lleve a las orillas de sus convecinos. Una forma surreal, incluso muy lúgubre, de compartir tragos en soledad en lugar de reunirse. Así también la historia de Sakari Piippo, el amaestrador de visones, la del equipo de rodaje norteamericano y el escándalo político que supuso el robo por parte de un guía local, o los relatos enmarcados que el personaje de Sorjonen va contando al grupo (por qué el sol nunca se pone en Laponia, la historia del pescador cincuentón Jaakki Lankinen y las ardillas, el esquiador y el zorro, la brutal historia de la niña alemana secuestrada y explotada sexualmente, o la del granjero Suhonen y el casamiento de su única heredera y poco agraciada hija…).

¿Cuál creo que es el problema de la novela? En mi opinión, que conecta y abarca demasiadas cosas y no termina de desarrollar bien ninguna. Al mismo tiempo se focaliza en el suicidio y en la sátira social que lleva a este, sin que ninguno quedé bien plasmado, y sirviendo cada uno como elemento secundario al otro. A ello añado que tiene un personaje colectivo que, sin embargo, se va individualizando, y puebla el hilo principal de las biografías de cada uno, volviéndolo confuso. Hay escenas que carecen de sentido dentro de una historia que ya es de por sí un absurdo (la batalla en un motel con un grupo de cabezas rapadas, por ejemplo), escenas forzadas que te sacan de la lectura porque de tan absurdas que son revientan la verosimilitud lograda en el disparate principal, junto a descripciones extensas de los lugares, y no son pocos, o la gastronomía, la reiteración de hechos ya sabidos (hay un inspector que investiga las andanzas del grupo de suicidas y con él se repasan las situaciones ya contadas con anterioridad)…  cosas que alargan la novela innecesariamente —y eso que no es una novela de tropecientas páginas, sino algo menos de trescientas… pero es la sensación de que no avanza la historia atorada en estos devaneos—; así también la inserción de los pasajes más reflexivos no termina de armonizar con la narración y se perciben como cortes al ritmo de la historia en lugar de formar un todo orgánico con el relato. Al final, se hace lenta y pesada, cuando el inicio parece prometer una lectura divertida y amena (a pesar, o precisamente por el tema), y a medida que avanza va volviéndose repetitiva y aburrida.

Salgo con la sensación de haber leído un pastiche de distintas intenciones sin concretarse en ninguna, sin jerarquizarlas, sin que se quede en un tono. Progresa a bandazos y es tornadiza sin que puedas saber bien cómo tomártela. Se disfrutan pasajes sueltos, sí, como decía al principio, que saben a poco entre páginas y páginas insulsas, hasta que el conjunto resulta caótico y tedioso. Ante el previsible final perfectamente feliz, uno empieza a desear que por accidente acaben suicidándose, convirtiendo el texto en una tragicomedia, pero ni siquiera, aunque tengo la sospecha de que Paasilinna se sintió tentado de tirar por aquí. Puede que sea la traducción, la diferencia cultural, quizás le faltaba un par de revisiones y un perfilado, porque realmente los ingredientes que he reseñado podían dar una novela muy lograda de un finlandés sobre su tierra y sus compatriotas a través del trágico sello del suicidio que lastraba la imagen del país en los finales del siglo XX… y es un globo que va desinflándose.

Héctor Martínez

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