«ENTROPÍA. ANTOLOGÍA JOVEN DEL CUENTO BOGOTANO» VV.AA.

En un cargamento literario procedente de la Colombia bogotana, de manos del buen amigo rolo César Gordillo me llegaba este enero el pequeño y a la vez intenso volumen Entropía (Fallidos Editores, 2022), una «antología joven del cuento bogotano», compilada por Mauricio Palomo Riaño, también buen amigo y también vástago de la bella infame, de la resplandeciente dama de los Andes, de la silveña ciudad sombría, embotada por la melancolía de las nieblas y la tristeza de la llovizna… la Bogotá de tinieblas frías y recónditos rincones en donde resuenan «los sollozos de todas mis canciones / los estruendos de todas mis orgías / y los gritos de todas mis pasiones», que decía el verso de Julio Flórez.

Bogotá es central, sí, no solo porque sea el escenario circunstancial de estos cuentos bogotanos. No es solo que ocurran las historias en Bogotá, sino que Bogotá ocurre en las historias. Bogotá no es circunstancial, sino esencial. Eso es lo que hace bogotanos a estos relatos, y a sus hechos y a sus personajes y a sus autores: la ciudad se da en ellos. Ya la define Mauricio Palomo al recibirnos en el vestíbulo del prólogo: «musa de múltiples rostros, concreto en el que subyacen nuestros pasos, nuestros hábitos, nuestros trasegares (…) Bogotá es múltiple, se subdivide, prolifera; cada esquina, cada barrio, cada entramado de asfalto guarda un espíritu de alevosía, de confrontación, de muerte, pero también de belleza, de amor, de vida». Tal es lo que ofrece esta antología joven.

Me gusta ese sintagma, antología joven, porque se acostumbra a antologar lo ya viejo, lo ya pasado, lo que ya ha trotado de aquí para allá y recibió carta de naturaleza literaria para vagar libremente inmune a las discrepancias, que incluso serán perseguidas si alzan la voz. Yo mismo, cuando joven, titulé Antología poética a mi primer libro de poesía, porque antologaba lo que creí mejor de cuanto había escrito hasta entonces, aunque fuese la primera vez que veía publicación y casi nadie hasta ese momento lo había leído, criticado, seleccionado… y osadamente ya le daba yo la dignidad del título literario de antología sin que nadie lo hubiese cribado más que quien lo escribió; o al revés, le bajaba lo nobiliario a la palabrita y quedaba solo en constituir una selección y una muestra, un mero inventario —o lo inventado—de lo que tenía en aquel momento y aún no se había perdido en el espacio-tiempo. Y experimento lo mismo que entonces ante este volumen, que Bogotá ha puesto en mis manos, cuando leo el adyacente joven pospuesto, especificativo, al nombre antología.

Mauricio Palomo Riaño, compilador y prologuista de Entropía (Fallidos Editores, 2022)

Más aún, toda antología debería ser joven y primera, sin tamizar, sin que nadie haya abierto la boca para decir lo más mínimo. De ahí viene la palabra misma [ἄνθος ‘flor’; λέγειν ‘escoger’]: la selección de lo que acaba de florecer. Quizás suene demasiado romántico, pero no hay flor vieja, toda flor es joven o ya está marchita, muerta, sin estados intermedios, sin más edad que esas dos. Así pues, que la antología sea joven es pleonasmo antes que paradoja. También así lo entiende Mauricio Palomo: «las voces aquí contenidas darán de qué hablar en algunos años, cuando el escenario literario del otoño sucumba». No es la antología que recoja el eco de unas voces que ya dieron de qué hablar, es la antología que sirve de altavoz a quienes empiezan a hablar y que darán, así en futuro, a su vez, de qué hablar; es la antología que no habla del camino andado, sino del camino por andar; voces que se le escapan al «académico, al crítico y al lector erudito» dotados de «la incapacidad de asomarse a este fulgor (…) reconocer que hay un camino valioso en esos horizontes». Estas palabras de Mauricio reconocen en la antología su misión de abrir senda más que cerrarla, dar comienzo más que poner fin, el primaveral florecer frente al otoñal mustiarse: «el umbral, el salto al vacío que produce la visibilidad de un nombre, de una literatura (…) respondiendo a la tradición (…) para seguirla resignificando». En otros lugares, nuestro compilador habla de semillas, las que deben germinar y florecer, y de Entropía «como un portón que vislumbra un pasillo en el cual el tiempo decantará, (…) estas páginas son odre de un vino que embriagará mañana» o, más categórica y sucintamente: «La tinta como umbral para la posteridad». Las imágenes de Maruicio Palomo siguen y siguen fortificando la idea de que el adjetivo joven tiene el poder sobre el nombre al que adjetiva, antología, para entenderlo en su literalidad etimológica.

Por otro lado, poco a poco, se viene colando en el idioma común este tecnicismo de la termodinámica, la entropía, en el cual van de la mano el equilibrio de un sistema y su tendencia al desorden. Sí, no tiene nada de raro que lo que muestra mayor tendencia al desorden sea, precisamente, lo ordenado y equilibrado. Es lo suyo. Ya uno de los autores, Jefferson Echeverría, decía que «Bogotá siempre parece pensarse desde lo distópico: se construye en su destrucción» y recordaba la ocurrencia del humorista Santiago Moure: «Me encanta vivir en Bogotá, la transición entre Bogotá y la muerte es casi imperceptible». El único camino que le queda abierto al orden es desordenarse, a la vida la muerte, el cosmos siempre camino del caos: «El orden de estos relatos en lo sucesivo es entrópico, no tiene jerarquías, va, viene y deviene, así habitan en estas páginas. El lector dará los cauces que convenga». Ahí da la dentellada Mauricio Palomo al grabar a modo de frontispicio délfico de este libro ese Ordo ab Chaos [Orden en el caos] —y olvidémonos de la conspiración del nuevo orden mundial, la masonería o del black metal de Mayhem, a los que el lema nos convoca de primeras—. Délfico, sí, no deja de ser curioso que significara en griego la matriz y el vientre materno, de nuevo apelando a lo que nace, a la cría, a lo nuevo. Y sí, también es un libro que actúa como oráculo, ya que délficos nos ponemos: como consulta sobre lo que hay y para hablar hacia el futuro con el fulgor en los labios de lo que está por venir. Es oraculum, intermediario con lo sagrado, que habla y que responde, que pronostica, y no speculum, que solo mira y contempla, que solo refleja o que solo elucubra. Además, recordemos que es la entropía el viento que gobierna la flecha de la veleta del tiempo: siempre del hoy hacia el mañana, del presente a lo porvenir, siempre desde lo joven a la posteridad.

Diez son los bogotanos escogidos de la juventud capitalina, sus alrededores, para franquearnos el camino nuevo, desbrozarlo de maleza, de prejuicios, de cegueras, dejarlo expedito para el tránsito de los que por detrás les seguimos la pista: Jasson Enrique Valero Díaz, Daniel Eduardo Plazas García, Wendy Aldana, Noa Alekei, Jefferson Echeverría Rodríguez, Andrea Quintero, Jahir Camilo Cediel Rincón, Fernando Simanca-Cabrera, Natalia Muñoz Cetina y Anderson Bernal —nombrados por orden de aparición en la antología—. Y en efecto, la decena de nombres que forman la nómina de la antología narran desde el afuera hacia el adentro bogotano, desde la Bogotá que sucede alrededor hacia la Bogotá que se introduce en los personajes por cada uno de sus poros y los vincula a su espacio. Hay una Bogotá exterior que se toca, se ve, se respira, se escucha y se gusta; y hay una Bogotá interior que vibra, se digiere, se descifra, se comprende y configura el espíritu.

Pueden ser las confesiones que Jasson Valero Díaz nos ofrece en «La Olla» de un arrepentido adicto al bazuco, encerrado entre los barrotes de la droga, las paredes y calles de una olla —lugares de venta y consumo de droga controlado por el narco—, y el arma de un inhumano capo apropiadamente apodado Mono; un hombre que ha arruinado su vida pero que aún guarda una lúcida esperanza de que con voluntad puede escapar («nuevos aires me llaman, el campo verde, verde, el corazón de tierra, sé que es posible renacer, si me quedo solo la muerte, si me voy el fragor de la existencia»); ahora bien, el destino trágico parece escrito («Intentar desaparecer de ese espacio es algo difícil cuando se convierte en el único lugar posible de encuentro, donde se siente que el mundo no tiene final, a pesar del hambre, las heridas, promesas de personas que lo quieren de vuelta al uno, vestigios del pasado, siempre se vuelve por más»). Un hombre, en fin, que es campo de batalla entre el anhelo y la condena, sometido a las consecuencias de su actos y al alto precio pagado, padre ya sin hijo, marido ya sin esposa, a los que sueña recuperar.

O puede ser el padre de «Puertas» —también del mismo autor— enfrentado al irreparable efecto, la reciente pérdida de un hijo, que se niega a aceptar. Un relato que se envuelve de la poética de Bukowski y su pájaro azul: esa versión mejor de nosotros mismos que se ve enjaulada, silenciada, con la que no llegamos a contactar, mientras nos condenamos día a día, noche a noche, a ser ese alguien que, en realidad, nunca quisimos ser, que nos despeña por una pendiente que solo puede acabar de manera trágica.

También «El maldito» de Noa Alekei nos sumerge en las interioridades de la dialéctica entre el yo que somos y el no yo que nos habita y en el que a veces nos convertimos cuando toma el control, ese otro o dopplegänger que nos desdobla en dos mitades que no se reconocen la una a la otra. Un Jekill que en su nombre —el que mata— reconoce a Hyde —el oculto— («otro sujeto que, aunque lucía como si fuera él, era otro total y peligrosamente diferente; vivía en su mismo cuerpo, y era, a su perspectiva, el causante de que toda su vida no fuera otra cosa que miserable»), el Tyler Durden que despierta en el narrador anónimo de Palahniuk («cansado se arrinconó en su propia cabeza y enfocó al otro yo, dándole el mando sin retractarse, completamente resignado (…) El otro los levantó robóticamente y se encargó del desastre»).

Y no menos lo hace Andrea Quintero en «Yo estoy contigo», donde la mujer abusada y violada bifurca su ser en dos partes, una segunda persona apelativa que lleva el peso del la historia, resguarda la intriga, y da cuenta de los sucesos, es la persona que le habla a la primera persona que cierra el relato: Aquella es la que toma venganza y es una absoluta desconocida; esta, la víctima aterrorizada que nada sabe de esa otra identidad del otro lado de la ventana; las dos, la misma persona («Ahora ya sabes quién soy, quién eres»).

Podríamos incluir en esta tendencia a los desdobles de identidad los relatos «Los recuerdos del futuro» y «Avistamiento visceral», de Jahir Cediel. El primero de ellos ya desde su título nos advierte de la paradoja que encierra. El relato, construido a partir de la proyección de futuras acciones, duplica al narrador en su presente y en su prefiguración de lo porvenir, y se cierra en un círculo que nos devuelve al inicio: todo lo proyectado es algo ya acontecido. En efecto, la sensación es que, aun narrado en futuro, los hechos son algo que ya ha ocurrido y que, a la vez, siguen estando por ocurrir, situación de la que no se puede escapar. No es baladí que, precisamente, se trate del intento de huida de una prisión a la que se retorna en esa proyección que se convierte en recuerdo de algo ya sucedido. Acaso metafísicamente pudiéramos llevarlo a la prisión del tiempo en la que el futuro es consecuencia de lo ya sucedido, que no es otra cosa que la justificación de la irreversibilidad del tiempo y su cumplimiento entrópico. En el caso del segundo relato, «Avistamiento visceral», abre sus primeras líneas creando la disrupción barroca entre la realidad y el sueño, lo que Jahir Cediel llama el «intersticio entre la vida cotidiana y el sueño, diminuta muerte». No obstante, el sueño no actúa aquí como evasión de la realidad para el protagonista hambriento, sino todo lo contrario: «el sueño se le presenta como una cruel amplificación de sus días. Soñar pudiera ser la peor de las torturas cuando la vida nos deshecha diariamente». No solo hábilmente nos implica a nosotros, lectores, con el pronombre átono de primera persona, sino que nos traslada al hecho empírico de que el sueño, en efecto, reproduce en lo onírico las necesidades vitales —o las ansias— frente a la impotencia del individuo que las padece en la vida real y aun las evoca en sus sueños. Así, el hambriento soñador de «entrañas [que] se retuercen con un rumor gástrico» y que solo «piensa en el hambre que le consume el cráneo entero», sueña con una criatura que le arrebata lo que es un manjar, cuanto manjar pueda suponer un caldo de pastillas y tiras de papel de periódico. Ni siquiera sueña ya con platos exquisitos, ni siquiera en su sueño aspira una evasión irreal como esa, y se apega a su situación real y sus posibilidades. De ahí que resulte complicado discernir si es todo sueño o si todo está ocurriendo en verdad, cuando el hambre y la impotencia son tan ciertos en uno y otro lado.

Y tirando de este hilo un poco más, al final de su otro cabo hallamos a Fernando Simanca-Cabrera navegando por las procelosas aguas literarias usando dos remos: uno firmado por Vila-Matas, El Mal de Montano, el otro firmado por Herman Melville, Bartleby, el escribiente, con la vela de El hombre que duerme de Perec, y el timón del librero Roger Mifflin, nacido del  aliento de Christopher Morley en aquel clásico The Haunted Bookshop, 1919 y al ritmo de las carcajadas de Dostoievski. Así, debatiéndose contra el vacío y la nada, la negación del mundo, sorbido el seso tenemos a Rock Martin, Quijote de nuestro tiempo, encerrado entre pilas y pilas de libros, y entre páginas y páginas que lee ávidamente, mientras un súcubo medieval, Wamba, le sorbe el sexo y sojuzga al hombre entre los susurros de Maes West… Una poética metaliteraria, una refinada virguería que nuevamente nos sumerge en esos intersticios donde el sueño, la ficción y la realidad (si es que hay algo así) son la materia-literatura para los seres-personajes que pululan por las páginas-mundo.

También Anderson Bernal ofrece en «El vecino de todos los circuitos encarretados de libros» los desdobles de un carretero-librero en la carrera octava, cuyo negocio ha decaído en clientes y en la calidad de las obras; un librero con muchas vidas («se devuelve en la (casi) madrugada a observar trocitos de gente que parecen salir de él como personalidades guardadas») o muy vivido y trasegado, llamado Miguel Coca. Se trata, no de un personaje, sino de una persona real que salta a las páginas literarias por la observación crónica (en sus dos sentidos de habitual y de narración informativa de hechos) de Anderson Bernal, que se eleva como materia literaturizable. Aprovechando que Mauricio Palomo es el compilador de Entropía, él ya decía —y yo citaba y comentaba— sobre su Caja de Pandora: «si uno se detiene un poco y hace la pausa en cualquier esquina o se para en cualquier andén, y hace el ejercicio de observación del entorno, puede encontrar unas particularidades bellísimas… y eso es elevar la categoría de ciudad a categoría literaria»… Y yo apostillaba aristotélicamente «Bogotá es anterior al bogotano que la transita. Y se personifica en él». Y así lo creo también en esta antología como premisa y máxima de todos los relatos, donde Anderson Bernal es buen exponente con este cuento.

Reaparecen, bajo el marco de la pandemia en el relato «Denise», como también en «Diez», ambos de Natalia Muñoz, los mismos temas de la soledad («entendí que estaba sola, y que esa era la forma en la que pasaría el resto de mis días»), el vacío, la identidad y los andenes de las interioridades, que ya dije son también bogotanos, la metaliteratura con diferentes guiños —sobre todo a Chaparro Madiedo, tanto de Ciudad en las nubes como El pájaro Speed— junto al tema del otro, el alter ego, en figuras en que se refleja la protagonista —por ejemplo, la artista Emma Reyes—. Pero, más aún subrayan estos relatos la condensación del tiempo en minutos eternos o su huida repentina («De un instante a otro, de uno muy largo, aunque para Denise transcurrieron como milisegundos») sometido al ritmo del alma («¿Por qué no se detenía el tiempo para quedarme en la inconsciencia emocional?», «Sentí que fueron siglos de puro desprecio y rencor, hasta que vi el reloj y era tan solo un minuto más»); y del espacio como lugar asfixiante (la casa) o como lugar abierto (el parque).

La poética no es ajena a muchos otros de los relatos que encontramos en el volumen de Entropía. Podemos pisar los andenes de la calle bogotana, pero también las almas tienen andenes que atravesar. Así son las «Nanas» de Daniel Eduardo Plazas García, relato de la inmensa soledad y vacío pandémicos, de la distancia y el silencio («el vaho ausente invadió la estancia (…) dejó de respirar y ahora un tapabocas cubría las aulas respirando fiebre fría marcada por la nada y el silencio (…) ya ni siquiera Dios tenía con quien hablar»), rodeado por la marca funesta antitética («Y sonaban aplausos y aplausos y aplausos que se iban apagando entre el sonido de la cremación»; «una tristeza clavada en el cementerio y en los mil funerales diarios ofrecidos por los gritos silenciosos»). Una poética psicodélica del memento mori más antiguo de las danzas de la muerte («Ayúdame a recordar que todos los días debo, debes y debemos hacer fila y turnarnos para morir») donde la nana se canta al cadáver que duerme el sueño eterno —de nuevo el sueño ante la vida—, pero el sueño del que no se despierta.

La pandemia también la recoge Wendy Aldana para perpetrar una experiencia docente que a lo largo y ancho del planeta hemos conocido los que en la enseñanza nos desempeñamos. La sustitución de la clase, del contacto directo con los alumnos, con la aplicación de videollamada que conecta virtualmente la distancia real, pero cuyo alcance es tan virtual como la aplicación misma y crea la falsa apariencia de que se está donde no se está. Una historia trágica la de «Prende la cámara» que «no ocurrió en Reino Unido, más bien se situó en Bogotá, o para ser exacta, en un municipio bien al sur… justo allá, en donde las personas tienden a ser usadas y olvidadas», comunicando de nuevo la geografía bogotana con las almas que la habitan y se definen por ella, en la que la rutinaria y viva presencia, aún en la zozobra de las pasiones y psicologías humanas, se torna en dolorosa ausencia del otro lado de la cámara, una ausencia imposible de reemplazar con la tecnología. Una tecnología que, en «La 19» vuelve a ser el punto comunicante entre una hija y sus padres en su decimonoveno cumpleaños el decimonoveno día del mes, y que, por magia cabalística, y una dosis de intriga, los une la Calle 19, el TransMilenio y un celular nuevo a través del que le llega el verdadero regalo de fondo dramático.

Por último, no puedo dejar pasar el humor ácido de Jefferson Echeverría en «La última promesa a don Matías» sobre San Agustín, barrio al sur de Bogotá, estigmatizado como barrio conflictivo y peligroso. Una historia pintoresca, extravagante, un mapeado singular que permite hacer ese recorrido por Usme, La Fiscala, La Picota con destino a San Agustín, reconvertido el último en el Fin del Mundo. Un Fin del Mundo que quiere ver antes de morir el en otro tiempo usurero y ahora octogenario, avaro y demente Matías, trasunto del Scrooge dickensiano en formato bogotano; y allá es adonde a Matías lo llevan sus vecinos, ese peculiar narrador colectivo que maneja con destreza el autor, y lo hacen con un gran boato, comitiva y desfile mediante, y bajo el interés de que el avaro se decida a regalar el dinero que guarda en su colchón.

Lo capital de esta antología no es que sea eterna, porque no hay flores eternas; lo capital es que dé fruto, y que germine en nuevas flores. Y para ello hacen falta los lectores, los insectos polinizadores responsables de las flores más bellas —según dicen—, para que llevemos el polen de unas a otras, que surja el fruto y de este una nueva flor. Eso es la entrada de hoy, un ejercicio literario de polinización: así es la continua reproducción de las flores-cuentos en el jardín floral-literario.

Héctor Martínez

«DELICIOSO SUICIDIO EN GRUPO», ARTO PAASILINNA

Hablo hoy de una novela que, opino, yerra en su pretensión principal, aunque tiene aciertos aquí y allá que, tomados aisladamente, hacen grata e interesante la lectura. Quizás se deba a un especial estilo de los llamados autores nórdicos, en este concreto caso, del finlandés Arto Tapio Paasilinna, fallecido en 2018. Más aun si lo que destila el autor en el libro son historias tragicómicas, sarcásticas y satíricas sobre su tierra y su sociedad. Un género como la sátira social, tan imbricado en la forma de ser del pueblo objeto de la misma, no es fácil transmitirla a otro pueblo, de raíces muy distintas —como es el caso entre Finlandia y España— y en otro idioma distinto donde los juegos de palabras se pierden. Otro añadido es la distancia temporal desde su publicación original (1990), su traducción (2007) y el año en que la tomo en mis manos (2024). Son treinta y cuatro años para una novela en la que el contexto temporal en que se inscribe como sátira social es importante.

Se trata de la novela Delicioso suicidio en grupo (Anagrama, 2007; orig. Hurmaava joukkoitsemurha, 1990). En ella el autor narra la historia delirante de una asociación de suicidas anónimos creada para llevar a cabo un suicidio colectivo a lo grande y con elegancia: arrojarse al vacío en el autobús que viajan desde un acantilado y perecer en el mar. Sin embargo, durante el viaje por carretera el grupo vive aventuras y vicisitudes excitantes y poco a poco van todos ellos descubriendo que la vida puede merecer la pena, hasta que deciden apostar por la vida más que por la muerte.

Arto Paasilinna Autor/allikas: Scanpix Fuente: Kultuur.err.ee

La novela se estructura en dos partes: la primera, que marcha en el sentido de la vida hacia la muerte decidida, y se nos presentan los numerosos personajes y sus situaciones particulares; la segunda, que marcha en sentido contrario una vez que renuncian al suicidio, por lo que salen todos con renovado optimismo a la vida. La narración avanza por acumulación de anécdotas, escenas, e incluso relatos dentro del relato, cuyo nexo de unión es el particular protagonista colectivo. Son las aventuras que viven en cada parada y lugar que visitan, al modo quijotesco, y el relato de las experiencias en la vida de cada uno. También tiene un tono de danza de la muerte, pues el autocar de los suicidas va recogiendo en distintos puntos del país a los integrantes que se apuntan al singular viaje y al particular destino. La narración enmarcada, de hecho, por la que se insertan relatos independientes que describen la sociedad rodeado de un contexto de amenaza de muerte, recuerda obras clásicas como el Decamerón.

Con todo ello, Paasilinna combina la muerte y la road novel para crear un simbolismo muy evidente que nos traslada la idea de la vida y su valor como un viaje que hay que disfrutar saliendo al mundo y no encerrándose en uno mismo, compartiendo la experiencia con otros en lugar de sumirse en un pozo oscuro de soledad, pues «un intento de suicidio es algo que puede unir a los seres humanos (…) el hecho de reunirse tendría con seguridad un efecto terapéutico. El hombre se siente impelido a vivir cuando se entera de que también a los demás les van mal las cosas, de que no es el único pobre diablo que existe en el mundo». Al cóctel suma, para que la narración funcione, una vis cómica que entrelaza una tras otra situaciones ridículas y absurdas, que hagan más ameno el tema de fondo.

Al mismo tiempo, va abocetando el carácter y actitud de los finlandeses, quienes se sienten más seguros «cuanto más oscuro es el bosque en el que se internan». Y lo hace dejando caer más de una crítica social poco velada con pasajes irónicos, y descripciones duras y escatológicas, como la extensa diatriba del capítulo 20 de la primera parte, uno de los pasajes más disfrutables de la novela: «Llegaron a la conclusión de que la sociedad finlandesa era fría y dura como el acero y sus miembros eran envidiosos y crueles los unos con los otros. El afán de lucro era la norma y todos trataban de atesorar dinero desesperadamente. Los finlandeses tenían muy mala leche y eran siniestros. Si se reían, era para regocijarse de los males ajenos. El país rebosaba de traidores, fulleros, mentirosos. Los ricos oprimían a los pobres cobrándoles alquileres exorbitantes y extorsionándolos para hacerles pagar intereses altísimos. Los menos favorecidos, por su parte, se comportaban como vándalos escandalosos, y no se preocupaban de educar a sus hijos: era la plaga del país, que se dedicaban a pintarrajear casas, cosas, trenes y coches. Rompían los cristales de las ventanas, vomitaban en los ascensores e incluso hacían sus necesidades en ellos»… y continúa el pasaje sacudiendo vicios sociales en los burócratas, comerciantes, la especulación inmobiliaria, la destrucción de bosques por la industria, los productos químicos en la agricultura, la contaminación de las aguas, el ambiente laboral en fábricas y oficinas, el alcoholismo… es un pasaje muy al estilo de nuestros Cadalso y Larra a la hora de señalar males de la sociedad, que cierra irónicamente, pues los aspirantes a suicidas: «empezaron a sentir que en realidad estaban en una situación privilegiada comparados con sus compatriotas, a los que no les quedaba más remedio que continuar con su existencia gris en su miserable país».

Al margen de la historia, muy poco disimuladamente, Paasilinna va desarrollando una reflexión interna, una especie de ensayo, en paralelo a aquella. Podemos ir leyendo ideas sueltas que van conformando el todo de la reflexión sobre la muerte en pasajes aforísticos como «cuando un suicidio fracasa, no es necesariamente lo más trágico del mundo»; «Quitarse la vida es algo tan personal que exige una tranquilidad absoluta»; «las personas siempre están viviendo el primer día del resto de sus vidas, aunque no se les ocurriese nunca pensarlo en medio de tanto trajín. Solo aquellos que habían estado a las puertas de la muerte se daban cuenta de lo que en la práctica significaba comenzar de nuevo»; «un ser solo y abatido no está en condiciones de velar por sus propios intereses. Cuando las perspectivas son tan negras nos quedamos paralizados. Hasta los quehaceres más cotidianos parecen insalvables cuando no tenemos la ayuda de nadie y estamos condenados a tan espantosa soledad»; «ver la muerte cara a cara aumentaba las ganas de vivir, esa era una verdad muy antigua»; … o preguntas del siguiente tenor: «¿acaso la muerte no puede ser indolora, elegante y respetuosa con la dignidad humana (por qué no), incluso gloriosa y bella? ¿Está el ser humano obligado a conformarse con los métodos tradicionales?».

Conecta Paasilinna ambos temas, pues el miserable país solo deja esas dos opciones, a saber: o seguir una existencia gris y desoladora por inercia, o acabar con esa existencia motu proprio. Ninguna de las dos es agradable, y de forma dialéctica, nuestro autor lo propone como una situación antitética para hallar esa tercera vía que responda a «¿quién encontraría motivo de alegría en un mundo que, de todos modos, se dispone a abandonar?». Es decir, a qué puede agarrarse el finlandés medio abocado al suicidio como salida de una existencia vacía en un país tan hostil. Pongamos contexto a lo dicho: en los 90 Helsinki llego a ser conocida como la capital mundial del suicidio, y Finlandia ocupaba el segundo puesto en tasa de suicidios solo superado por Hungría; fue también en esa década cuando Finlandia se puso a la cabeza de políticas de prevención. Más contexto: las crisis y recesiones económicas que afectaron a un país neutral entre dos bloques desde la Segunda Guerra Mundial («uno de los suicidas es descrito como un herrero artesanal de setenta y cuatro años machacado por la sociedad posindustrial y decidido a acabar con todo»). De hecho, en la novela no faltan pasajes recordando el el enfrentamiento bélico y posterior vínculo fino-soviético y, tras la caída de la URSS, la complicada relación fino-ruso, que hoy seguimos viendo: «evocaron las duras pruebas de la guerra de invierno, durante la Segunda Guerra Mundial, y decidieron tomar ejemplo de la heroica lucha de los soldados finlandeses, que habían peleado hasta morir. Al camarada no se le deja ni solo ni vivo (…) cayeron codo con codo, y lo mismo harían los Suicidas Anónimos, solo que en aquel caso el enemigo era aún más feroz que la temible Unión Soviética, se trataba de toda la humanidad, del mundo y de la vida misma»; o también: «el grupo había demostrado dejarse llevar por la misma inquebrantable determinación que los estalinistas finlandeses de los años sesenta al asumir la tarea de ponerle las pilas a la revolución. Si bien era cierto que los suicidas no cantaban himnos proletarios y carecían incluso de bandera propia, su acción estaba igualmente abocada al fracaso».

Otros elementos muy disfrutables de la novela son esos breves episodios, estampas o anecdotarios, como la rara costumbre entre los vecinos de un lago de arrojar botellas de alcohol a medias, bien tapadas, para que la corriente las lleve a las orillas de sus convecinos. Una forma surreal, incluso muy lúgubre, de compartir tragos en soledad en lugar de reunirse. Así también la historia de Sakari Piippo, el amaestrador de visones, la del equipo de rodaje norteamericano y el escándalo político que supuso el robo por parte de un guía local, o los relatos enmarcados que el personaje de Sorjonen va contando al grupo (por qué el sol nunca se pone en Laponia, la historia del pescador cincuentón Jaakki Lankinen y las ardillas, el esquiador y el zorro, la brutal historia de la niña alemana secuestrada y explotada sexualmente, o la del granjero Suhonen y el casamiento de su única heredera y poco agraciada hija…).

¿Cuál creo que es el problema de la novela? En mi opinión, que conecta y abarca demasiadas cosas y no termina de desarrollar bien ninguna. Al mismo tiempo se focaliza en el suicidio y en la sátira social que lleva a este, sin que ninguno quedé bien plasmado, y sirviendo cada uno como elemento secundario al otro. A ello añado que tiene un personaje colectivo que, sin embargo, se va individualizando, y puebla el hilo principal de las biografías de cada uno, volviéndolo confuso. Hay escenas que carecen de sentido dentro de una historia que ya es de por sí un absurdo (la batalla en un motel con un grupo de cabezas rapadas, por ejemplo), escenas forzadas que te sacan de la lectura porque de tan absurdas que son revientan la verosimilitud lograda en el disparate principal, junto a descripciones extensas de los lugares, y no son pocos, o la gastronomía, la reiteración de hechos ya sabidos (hay un inspector que investiga las andanzas del grupo de suicidas y con él se repasan las situaciones ya contadas con anterioridad)…  cosas que alargan la novela innecesariamente —y eso que no es una novela de tropecientas páginas, sino algo menos de trescientas… pero es la sensación de que no avanza la historia atorada en estos devaneos—; así también la inserción de los pasajes más reflexivos no termina de armonizar con la narración y se perciben como cortes al ritmo de la historia en lugar de formar un todo orgánico con el relato. Al final, se hace lenta y pesada, cuando el inicio parece prometer una lectura divertida y amena (a pesar, o precisamente por el tema), y a medida que avanza va volviéndose repetitiva y aburrida.

Salgo con la sensación de haber leído un pastiche de distintas intenciones sin concretarse en ninguna, sin jerarquizarlas, sin que se quede en un tono. Progresa a bandazos y es tornadiza sin que puedas saber bien cómo tomártela. Se disfrutan pasajes sueltos, sí, como decía al principio, que saben a poco entre páginas y páginas insulsas, hasta que el conjunto resulta caótico y tedioso. Ante el previsible final perfectamente feliz, uno empieza a desear que por accidente acaben suicidándose, convirtiendo el texto en una tragicomedia, pero ni siquiera, aunque tengo la sospecha de que Paasilinna se sintió tentado de tirar por aquí. Puede que sea la traducción, la diferencia cultural, quizás le faltaba un par de revisiones y un perfilado, porque realmente los ingredientes que he reseñado podían dar una novela muy lograda de un finlandés sobre su tierra y sus compatriotas a través del trágico sello del suicidio que lastraba la imagen del país en los finales del siglo XX… y es un globo que va desinflándose.

Héctor Martínez

«CAJA DE PANDORA», DE MAURICIO PALOMO RIAÑO

Cada lector es una Pandora curiosa que no puede evitar abrir el libro que se le entrega y con ello desatar todos los males y demonios que alberga el mismo. Pero a Pandora, la del mito, le quedó la esperanza dentro de la tinaja. Si queda esperanza tras la lectura de esta Caja de Pandora (Senderos Editores, 2016) es algo que habrá de juzgar cada lector-Pandora consigo mismo. Lo único que tenemos cierto es que abrir la segunda obra de Mauricio Palomo Riaño supone la liberación de unos cuantos males del mundo, y de unos cuantos demonios interiores.

Los sucesos, hechos e historias que se narran en los trece relatos que componen el volumen están habitados por personajes que definen la caja pandórica y citadina de Bogotá, cuya cara cambia las raras veces que no llueve. Bogotá es omnipresente en este libro, y es clave para contextualizar el sentir trágico de los personajes que se mueven por ella. Así, por ejemplo, el bogotano personaje-narrador de «Blancos perfectos» que se encuentra en Simiyu (Tanzania) siente nostalgia y piensa «en la falta que le hace a uno Bogotá y su caos cuando se está lejos de sus edificios y de sus avenidas atestadas»; en los siguientes cuentos damos con una ciudad pintoresca porque «cambia en un abrir y cerrar de ojos de estratos y de fachadas»; incluso puede personificarse: «Cuando regresé las avenidas eran tú, el viento tu boca mordiendo las palabras, y tu piel las casas de estos barrios que han cambiado. Lentamente entre el desasosiego de estar caminando a Bogotá, sentía nuevamente que te estaba caminando. Sus parques, sus callejones, todos sus espacios contenían tu perfume, nuestros pasos que no se perdieron en el asfalto, sino que fueron tragados por este monstruo gigantesco de cemento que me empezó a trasbocar todos los días tu recuerdo»; es la ciudad que lo posee a uno al introducirse en él: «callejas de la inmensa ciudad las que comenzaban a respirar, un pedazo de Bogotá que se les metía por la carne, que iniciaba un periplo por todos sus sentidos»; la ciudad que envuelve la vida y le imprime su carácter: «una Bogotá que no se cansa nunca de ser tan fría, tan triste, tan entregada a los vicios de la soledad y del hastío, de la cerveza a las ocho de la noche, del cigarro encendido para vencer la incertidumbre y de la novela de turno»… y todo porque, y aquí viene la tesis: «Bogotá suele tener una característica que no tienen otras urbes, parece ponerse siempre de acuerdo con nuestros estados de ánimo, cambia su clima sin importar el mes del año de una manera enloquecida, Sí, porque definitivamente Bogotá se parece mucho a lo inestable que puede ser uno».

Bogotá es la caja, sí, el envoltorio, el escenario único en el que solo puede suceder lo que se narra, los males, los bienes, la vida. Es la ciudad el organismo que alberga. Es su causa. Y es su destino. No es el uno sin la otra. Por ello que transitamos Bogotá en Caja de Pandora por dentro, por sus carreras, calles y avenidas, por sus vidas: «Caja de Pandora  es un recorrido con los tenis. Es pisar el asfalto con los tenis en los charcos posados, patear las piedrecitas de los andenes», afirma Mauricio Palomo sobre su obra. Y cada uno de sus habitantes, células del organismo, la lleva dentro, se encuentre en ella o no: es reflejo cada cual de lo inestable de la ciudad y viceversa.

No es que lo diga yo, es de nuevo el propio autor quien nos pone en el sendero de la lectura: «El libro desentraña la ciudad que nos consume (…) una cartografía de la ciudad de Bogotá enriquecida en sus múltiples particularidades (…) si uno se detiene un poco y hace la pausa en cualquier esquina o se para en cualquier andén, y hace el ejercicio de observación del entorno, puede encontrar unas particularidades bellísimas… y eso es elevar la categoría de ciudad a categoría literaria». Aún diría más: es elevar la ciudad a la categoría humana, pues, aristotélicamente, la polis siempre es previa al individuo que se define precisamente por ser un Zoon politikón (animal político, social por naturaleza); Bogotá es anterior al bogotano que la transita. Y se personifica en él.

Ahora bien, no entendamos mal esto de social por naturaleza de una forma demasiado optimista. Aristóteles tampoco lo era, en realidad. El individuo vive en sociedad porque no puede vivir de otra manera, y en ella debe sobrevivir. No se excluye que en esa vida social pueda convivir la guerra. La violencia tiene un peso específico en el libro porque lo tiene el entorno. Lo vemos en el irónico «Blancos perfectos», que se nos presenta, con tono de horror psicológico al administrar los detalles iniciales con cuentagotas hasta que tenemos el cuadro completo: la huida desesperada de un hombre albino frente a sus perseguidores africanos, allí «donde el imponente negro imperaba en los rostros de sus pobladores», y sus supersticiosas creencias. El narrador-personaje, sin comerlo ni beberlo, se encuentra metido en mitad de la situación, obligado a reaccionar por el impulso de muerte de unos y el impulso de autoconservación de la presa albina —que ya surgían como base de relatos en Nombrar la ausencia—; y ante ello se encuentra maniatado debido a su condición de investigador en la región y la ayuda económica que su organización provee, entre cuyas directrices está «no intervenir en el desarrollo cultural ni político de la región». Gracias a su labor y a su no injerencia los trabajadores de la organización son recompensados: «nuestra labor siempre era bien vista por los pobladores, quienes incluso nos ayudaban con su hospitalidad, y su fraternidad siempre era irrigada». La intención del autor es clara: someternos a una situación extrema, de vida o muerte, a la sensación de impotencia, y al doble rostro del salvajismo y de la hospitalidad de la población. Esta es la circunstancia que envuelve el núcleo reflexivo central del personaje-narrador ante la lucha vital, literalmente de supervivencia, en que la vida del albino se convierte («con su vida y con su huir constante de una muerte latente»), y para la que emplea una simple inversión de roles blanco-negro de modo que resulte más efectiva en la conciencia, sea la cultura del lector la que sea: «Así estamos, con unas identidades naturales perdidas en el tiempo, con unas ideologías radicales establecidas por la cultura y los entornos enfermos en los que se mueven los sujetos, en la barbarie que le criticamos al pasado pero que heredamos y hacemos explicita todos los días, en la impiedad y en el deleite que vemos en el verter de la sangre del otro».

No obstante, historias de violencia no faltan en los andenes de Bogotá —para mi lector español, ya van varias veces que lo nombro: allá llaman habitualmente andén a lo que acá llamamos habitualmente acera, mientras que nuestro andén es la plataforma del metro y del tren—. El relato «El extraño», al caso, se encarga de subrayarlo, en su forma y en su fondo.

La historia de Mauricio Palomo Riaño es de esas que rotularíamos con un basado en hechos reales, y es que este relato, en efecto, se levanta sobre la brutal historia del asesino en serie apodado el monstruo de Monserrate que llevó a cabo sus crímenes al pie del cerro que le apoda. A la chabola que, como indigente y yonki, en medio del boscaje se había levantado, llevaba a mujeres drogadictas que captaba en zonas peligrosas de Bogotá como La Ele —también conocido como El Bronx— o su antecedente, la calle del Cartucho —que hoy ocupa el criticado Parque Tercer Milenio— donde el hampa campaba a sus anchas. Engañaba a las mujeres a través de sus buenas formas, universitario que había llegado a ser, con promesas de comida, refugio y droga, y a las que finalmente violaba y estrangulaba —no necesariamente en este orden—. El hecho real para nuestro autor, como ya apuntábamos cuando leí su anterior volumen de cuentos Nombrar la ausencia, es la materia que trabajar y amasar con la herramienta literaria, bajo la premisa que entonces asentaba al escribir aquel «siempre hay algo de poesía en lo atroz» y que Caja de Pandora exacerba en su crudeza.

Este relato de «El extraño» es un claro ejemplo de esto y de la frontera levantada en la ciudad entre la orilla de las buenas decisiones y esa otra, oscuro pozo donde acaban aquellos que no las tomaron o no tuvieron oportunidad de tomarlas. La propia ciudad marca estos límites sociales. En el relato unos jóvenes, universitarios juegan al fútbol junto a otros muchachos los domingos en una zona verde que en los últimos años se ha visto invadida de indigentes y recicladores. La presentación del relato es idílica pues, a pesar de la descriptiva expresión barrio de la basura, y a pesar de las advertencias de que «el sitio se estaba tornando peligroso», entre los muchachos y los habitantes se crea una armonía cotidiana por la que, afirma la voz en primera persona, «Jamás nos pasó nada (…) muchos de los recicladores empezaron a saludarnos (…) frenaban un tanto las carretas vacías que anunciaban una jornada de trabajo más y siempre se les escuchaba decir “muchachos” mientras agitaban las manos. Nosotros éramos siempre recíprocos». Con ello sutilmente el autor se deshace del prejuicio que tiende a asociar como intrínsecas pobreza y amenaza.

No es la pobreza, sino más bien otra cosa la que hace al monstruo ser monstruo, que solo necesita de un impulso para salir sin cortapisas del fondo más oscuro en que se esconde. Mauricio Palomo nos los ofrece descrito en un eco de los Jekill y Hyde, cuyo abismo bien dibujó Stevenson, al comienzo del relato: «los ojos siempre se le perdían en el horizonte, era como si una especie de boca de sombras abriera sus fauces y él se quedara viendo las tinieblas de su extensión (…) Era indiscutible la percepción de una vehemente tendencia a la paranoia, a una inseguridad que parecía solamente reflejarse en los instantes íntimos en los que ese otro que también era, se asomaba al espejo» —también Jekill se encuentra con Hyde ante un espejo—. Este monstruo, este Hyde, es el extraño, el casanova de la basura al que se le veía «acompañado de mujeres distintas, todas con dos características evidentes: la indigencia y el desespero excesivo por el bazuco», mujeres de «rostro famélico (…) con su periplo diario por el infierno». Mujeres a las que nadie volvía a ver, aunque tampoco nadie reconocería o buscaría («en mi cabeza no se logró almacenar nunca la cara de ninguna de ellas, se me presentaban rostros similares siempre») igualadas por el bazuco —y quien dice bazuco, dice, con el tópico literario, muerte—; víctimas de un tipo a cuyo «filtro psíquico el bazuco ya le había tomado ventaja».

Mauricio Palomo Riaño. Foto: Javier Díaz Paipa

Escaladamente Mauricio Palomo cuela esa espina clavada en el corazón de Bogotá que es la plaga de la droga y los límites a los que se permitió que llegara en El Cartucho, La Ele, Cinco Huecos o el Sanber, como infiernos en la tierra donde la ley la imponían (e imponen) los mismos demonios del narcotráfico y se ahondaba en las diferencias sociales. Lo hace a través del testimonio de la joven Clarissa, que era «de clase popular, era del barro  (…) le vi las pupilas y leí en esa mirada sus años de pobreza, le pude ver el contexto de periferia bailándole en los ojos y fui testigo claramente de la otra realidad, de la otra cara de la ciudad». Ella narra a los muchachos su paseo por esos infiernos bogotanos hasta la mala fortuna, el destino inevitable, de dar con el extraño. Ella, que logra escapar de las garras de la muerte, se sincera sobre la inhumanidad que impregna estos lugares con un trágico retruécano: «como cada uno de nosotros anda en el universo propio de su viaje, nunca le poníamos cuidado a lo que le pasaba a éste o al otro, entonces como que se dejaba que pasarán las cosas sin saber qué cosas eran las que pasaban». ¿El monstruo es el extraño asesino? En esencia sí. Pero hay otro extraño, otro monstruo, que tiene atrapado incluso al asesino y corre por (y corroe) el organismo de sus víctimas, y el organismo de Bogotá.

En otros dos relatos («Pitazos de urbe» o «Déjà vu») reaparece la droga, la marihuana, unida al alcohol y la bohemia nocturna, a los espíritus libres, como hábito sin trascendencia ya sumado a la rutina en las horas del día o la noche. Se percibe la diferencia de tratamiento que en el libro hay entre el consumidor de marihuana y el de bazuco, una diferencia social, con el riesgo de que se conviertan en puntos de una línea recta en la vida de alguien, como se preanuncia en «Pitazos de urbe»: cuando Edgar, estudiante de la Facultad de Filosofía, deja los estudios porque «su adicción a las drogas había imposibilitado el curso del último semestre y la calle era el fin vislumbrado desde ese ayer en el que se inició deleitante con las bocanadas viajeras del primer cigarrillo».

«Pitazos de urbe» es el periplo poético-psicodélico de las partículas que son los bogotanos de estos cuentos a través de las venas y el organismo nocturno de Bogotá, de cuatro de ellos en concreto: Salvador, Ramón, Edgar y Chema. Homenajeando a Chaparro Madiedo y aquel Opio en las nubes, es su recorrido noctámbulo un documental bohemio por las calles de una Bogotá que «está herida y hace mucho tiempo que se desangra», de un Santa Fe personificado «que se los tragaba de a poco», mientras la ciudad ve, escucha y habla: desde el mimetismo con las fachadas de habitantes de calle (indigentes cuyo «aspecto no estaba tan deteriorado como el de tantos otros que parecían nacer de las grietas de las calles»), la zona de tolerancia con prostitutas y prostíbulos («la carrera décima se hacía prostituta y bailaba una suerte de tango triste con una de sus compañeras de burdel: la 22. La tomaba de su esquina y la engalanaba con una pared resquebrajada más»), travestis («la Avenida Caracas con calle 19 escuchaba desde sus cuatro grandes orejas los diálogos entre dos travestis decadentes que hablaban de otro de esos tantos días malos, sin moneda»). Uno de los protagonistas bajo el sortilegio del alcohol y la marihuana sostiene un diálogo con la ciudad y esta le responde a través de los elementos de la brisa, el viento, el charco, la lluvia, aunque sea en realidad la voz tentadora que por dentro los empuja a beber y fumar: «La hierba se te acabó y el efecto del alcohol se apacigua en tu interior. Vuelve a fumar, vuelve a ingerir, yo necesito imperiosamente que me sigas poetizando», oye a la ciudad decirle. Ciudad y habitante se reflejan el uno en el otro infinitamente.

La idea de que la ciudad es primera a todo y forja el ser mentiéndose dentro de uno continúa profundizándose en este relato en un acto de seducción ofuscada, de cierto romanticismo sucio, en el que el ser humano se empequeñece frente a la ciudad enorme y todos sus recovecos, su voz que llega desde la altura hasta el ras de suelo, del andén, de la zona de tolerancia, y las piedritas bogotanas que se meten en el zapato como último signo de su presencia divina durante la noche: «Edgar revisó lo que había al interior de sus zapatos, algunas de esas tantas piedritas de los andenes bogotanos reposaban dentro, parecían alegres, no obstante también parecían cansadas».

El segundo está dedicado, en un trasunto del Viva la música de Caicedo, a la pasión musical y el liderazgo que el argentino Gustavo Cerati ejerció en el rock hispanoamericano de los 80 y 90. Dos estudiantes de música, seguidores de Cerati, se ven envueltos, sin saberlo, en una espiral de tiempo invertido con la fecha clave del último en vivo de Cerati en Bogotá el 13 de mayo de 2010 en El Campin, presentando el álbum Fuerza natural, para dos días después en Caracas (Venezuela) subirse por última vez a un escenario: tras el concierto del 15 de mayo sufrió un ACV y quedó en coma durante cuatro años hasta fallecer en 2014.

Este es el eje temporal en el que nos movemos durante el relato: los días que pasan entre Bogotá y Caracas, del 13 al 15 de mayo («Dago recordaba ese concierto reciente con un afecto distinto, lo sentía más de él, como una huella en su adentro, la última huella, él lo sabía así no quisiera admitírselo al mundo»). Como ya cantara el ídolo argentino («la poesía es la única verdad») y el mismo Mauricio Palomo certifica («es la poesía la única que podrá seguir dando testimonio del paso del hombre por el mundo»), es la poética de las palabras mágicas déjà vu las que permiten este encantamiento temporal hacia atrás, son las que dan título al relato y surgen de uno de los temas más conocidos de ese último álbum que Cerati presentaba. El galicismo suena a hechizo, a encantamiento, en el relato. No obstante, hay un regusto amargo en todo déjà vu, como ocurre siempre que un hechizo interviene, pues siempre hay un precio a pagar; sí, hay un sabor agridulce en esa sensación de haber vivido ya algo, y acierta en cerrar con ella Mauricio Palomo: «sensaciones de incomodidad, algo le desnudaba el cerebro haciéndolo pensar que aunque toda la situación era nueva ya había sido experimentada (…) el cielo de Dago volvió a ensombrecerse, y la sonrisa se le fue apagando lentamente en los labios hasta refundírsele en los abismos profundos de sus certeros presentimientos». Debemos percatarnos que una vez más Bogotá es símbolo de los adentros del personaje: este es la ciudad al fundirse con su ídolo Cerati en su recuerdo del último concierto que diera en Bogotá.

Si seguimos por el lado de la violencia, el relato «Uno-Uno» se centra en el fenómeno del barrismo —de barra brava, argentinismo extendido con el que denominan en Hispanoamérica a las hinchadas fanáticas del fútbol—. ¿Pueden dos amigos universitarios acabar enfrentados en una batalla campal por los simples colores de sus respectivas camisetas? Esta es la reflexión que a dos voces hacen Andrelo y Motas, cada uno en su bando, Millonarios y Santa Fe, respectivamente. Leemos razones de la sinrazón —que a la razón se facen— como «yo ni siquiera entendía porque estaba en esa cuadra a esas horas, voleando roca como loco, extasiado, y digo que no entendía porque no razono cuando de Santa Fe se trata, es mi credo, mi droga»; o también «era el equipo el credo y el pan, era el equipo la familia y el clan. Teníamos clara la vida, eso pensábamos, cuando la verdad era que en nuestro interior siempre había pesado con potencia la muerte». ¿Qué es lo que hay detrás de estos impulsos de muerte (otra vez), de esta razón de la sinrazón?: «Éramos las partículas diseminadas de una sociedad marcada por la desigualdad, el abandono y la carencia de afectos; conceptos que un día habíamos intentado ver reflejados en los escudos de ese par de camisetas»… esa polis, esa sociedad, que mentaba antes, sin la que uno no es, y por la que uno es lo que es, es en la que las diferencias actúan como fuerzas invisibles que empujan hacia los extremos: «Pensaba que deberíamos estar ahí, siendo jóvenes, pero no dispuestos a matarnos por un color como parece seguirlo repitiendo la historia, sino haciendo posible la revolución de pensamiento, esa que se necesita, esa que nos extravían fuerzas invisibles, esa que un día nos cegó el amor por la camiseta de un equipo de fútbol por encima de la misma vida, que es la única oportunidad que se nos da para demostrar lo que somos y lo que seremos, y que desperdiciamos todos los días en querérsela arrebatar al otro, -¡Bah!, ciudad de odios extremos».

Pero hay una síntesis de toda esta tensión y violencia dialéctica: tanto Millonarios como Santa Fe son la capital, la ciudad de las diferencias también aglutina a ambos («somos capital, ¡carajo!», gritan ambos, cada uno con su mano en su escudo). Así, para uno: «el asfalto de esta ciudad a la que tanto ellos como nosotros siempre, siempre hemos amado profundamente, por encima de Millonarios, de Santa Fe y de tanta mierda que nos hemos tenido que comer todos los días cobijados bajo su cielo impasible»; y para el otro: «Traíamos con nosotros los pasos andados por esta urbe, la historia a cuestas de cada una de nuestras experiencias particulares vividas bajo este cielo casi siempre atiborrado de lluvia, nuestros viejos, nuestros procesos de formación, nuestras lecturas del mundo». El relato se puebla así de los conceptos de identidad, diferencia y contradicción. Sí, en efecto, de forma hegeliana Mauricio Palomo resuelve racionalmente una realidad de opuestos en una sola palabra: Bogotá.

El relato de «La banda» ya comienza con un hecho violento que describe al personaje de El Mocho: «había perdido su extremidad superior derecha de manera violenta, después de que en una riña de borrachos en una tienda del barrio Los Molinos, al sur de Bogotá, fuera separado de ella producto de un certero machetazo, ganándose por consecuencia lógica aquel mote tradicional». La descripción de su pasado se contiene en su evidente apodo, como el de sus compinches El Inca, El Gafas o La Rubia. Juntos se dedican al hurto callejero en la carrera décima, a punta de cuchillo si es preciso, trabajando en comanda: a la señal de El Mocho, quien selecciona a las víctimas del robo, El Inca se abalanza sobre la presa y el botín acaba custodiado en un carrito con frascos vacíos donde guardarlo, custodiado por La Rubia. Por su parte, el capitán Bernal de la policía, les ha venido siguiendo la pista desde los menores que emplean como ladronzuelos hasta la tríada que está en la cúspide.

El conflicto del relato surge porque Bernal y El Mocho tienen un pasado común respecto de ese brazo amputado en Los Molinos: el primero fue la mano que seccionó el miembro faltante del segundo en esa riña de borrachos tras que este, junto a otros hampones, trataran de violar a la hermana quinceañera de Bernal. El machetazo, ese corte de lado a lado del brazo de El Mocho, simbólicamente representa de nuevo la frontera social y la sentencia de un destino: por temor a las represalias, la familia de Bernal se marchará del barrio, y él prosperará hasta la capitanía de la policía; sin embargo, El Mocho se vería inmerso «en esa vida de perdedor que no había terminado jamás de abandonarlo». No obstante haberle cortado el brazo, a Bernal «nunca el arrepentimiento le nació» e «iba a tener de nuevo la oportunidad de restregarle otra vez la historia».

Es la historia de una obsesión que se va a apoderar de Bernal, ese recuerdo vívido y grabado a fuego en la memoria, esos fantasmas del pasado que reviven a través de la remembranza con todas las emociones de entonces a flor de piel. Y el lector puede llegar a pensar que sabe cómo va a terminar el asunto, pero nada más lejos de la verdad. Hay secretos, que Bernal intentará cubrir con la detención de El Mocho, secretos que van a arramblar con todo, menos con aquellos que nada tienen que perder ya porque el fracaso está en la médula de su vida. El cuento va a operar a la vieja usanza, de forma clásica, como una historia de moraleja, aunque sea en el peor de los contextos, resuelta en una especie de karma, o a la griega, de némesis contra la orgullosa desmesura o hybris.

Una vez más aparece ante nosotros los lectores la censura a la academia, toda vez que los personajes de La Rubia y El Gafas no son, esencialmente, perdedores, sino que se han salido de los rieles vitales prefijados y han saltado al otro lado de la orilla por propia voluntad. El segundo, como líder de la banda, la fundó «una tarde de bohemia entre poesía y alcohol en un bar del centro de la ciudad hablando con La Rubia acerca de la pérdida de tiempo que para él ya estaba representando la academia. Se habían conocido en la universidad, él había sido su profesor titular en la cátedra de teoría literaria». La Rubia, que lo siguió en la ejecución de la idea, «era a la vez una amante ferviente de la poesía y del rock de la vieja escuela (…) [con] una mirada de ángel que quitaba toda sospecha al ser que representaba (…) leía las páginas de libros distintos, la tinta impresa parecía también ser una de las debilidades de este exótico personaje». Estos dos personajes, descritos como exóticos (persona percibida como extraña y chocante), han elegido salir del orden académico y estar en el mismo lado de la baraja que El Mocho o El Inca, y no les ha llegado escrito su papel desde el origen como a los últimos.

La ciudad es aquí el fondo del tiempo y del espacio. Los Molinos es el barrio origen de los destinos y en que se desencadena el antagonismo de Bernal y El Mocho. La capital es el escenario en que uno y otro se reencuentran, algo que la ciudad misma consiente y favorece («La arteria capitalina se presentaba con sus calles lavadas. La lluvia intermitente daba lugar al operativo»). La historia de ambos se puede contar, y así hace Bernal, a partir de los espacios citadinos como si de una línea del tiempo se tratara («Un parque, el patio de una escuela del sur, la cuadra del barrio, la tienda donde me cobré con tu brazo la ira, la carrera décima, la cárcel»). Uno tiene la impresión de que es la ciudad la que ha urdido los hilos del destino de ambos desde cada uno de sus espacios hasta dejarlos atados y bien atados en la desgracia.

Este relato y «Frente a la puerta» concretan ese submundo que puebla las calles y las páginas de Caja de Pandora, como lo puebla en la caja que es Bogotá; submundo nocturno de habitantes de calle, de prostitución, drogadicción y alcoholismo, y que en estos dos relatos se concentra en «la clandestinidad sórdida gay en Bogotá», el recorrido escondido de los rincones secretos de la ciudad donde hallar «ese nuevo encuentro frenético de soledades que después del deseo saciado, serían nuevamente por ella expulsadas hacia las lóbregas calles de esta ciudad»; y me recuerda el relato la obligada clandestinidad gay decimonónica, decadente, bohemia, y más la homosexualidad vivida a escondidas de las tres cuartas partes del siglo XX, en las esquinas de callejones oscuros y la nocturnidad de baños públicos, tras las sombras de parques mal iluminados. Conecto, sobre todo el último, «Frente a la puerta», con aquella novela póstuma de Van der Meersch titulada La máscara de carne (1958) que transitaba el mismo laberinto de angustia, sordidez y violencia a que la sociedad relegaba la homosexualidad en los años 30 en Francia.

Fuente: Gestión Industrial Sena

Caja de Pandora nos sumerge también en la literatura misma, en su nacer del fondo del grito, del ancestro mito que apela a lo originario, y hasta lo más visceral. He ido mencionando el carácter mitológico, divino, de la ciudad, como si de su capricho y voluntad dependiera el hilo de vida de los mortales que la transitan. He hablado de hybris y némesis. Y también de la importancia que se le otorga a la palabra poética y la comunicación social del hombre como fundadora de la realidad y la ciudad —incluso en «La banda» se introduce la semiótica del lenguaje no verbal ni oral, del gesto entre los miembros de la banda para comunicarse entre el caudaloso río de gente de la carrera décima—. Mi lectura se ve reforzada por el título, de raíz mitológica; pero también por la presencia de relatos intrínsecamente mitológicos y herméticos.

Ahí tenemos, por ejemplo, el relato «Habitante del tiempo», donde un Zeus furibundo castiga a Hermes, el emisario de los dioses, el guarda de la palabra, por una gran falta que estamos por descubrir. Céfiro, dios de los vientos, será el encargado de transportar a Hermes a través del tiempo «para cumplir la función de Caronte, llevando a Hermes muchos siglos adelante». De esta manera, entendemos que los siglos de historia del hombre dotado de palabra se convierten en el infierno, el «castigo histórico», que Hermes ha de atravesar como alma en pena que cruza un inframundo («los mares y la tierra no han sido más que triviales apéndices de ese imperio»). Un infierno que se va a contemplar desde «cielos atiborrados de historia» como responsable de lo que sucede. Alegóricamente asistimos, como en casi todo mito, a una tragedia, la del lenguaje en este caso, como fuego prometeico que, en lugar de liberarnos, en lugar de emplearlo como «la utopía de un lenguaje que se construía en el amor», en lugar de ser poesía, acaba siendo la herramienta de autodestrucción, arenga de la guerra, la excusa del verter sangre y causar muerte, la retórica de la espada y la devastación.

Céfiro y Hermes descienden y se encarnan en el siglo XXI, y mientras el amor despierta la poesía en el primero, el segundo se verá mortalmente herido por los hombres. En nuestro siglo ocurre que «moría el lenguaje, morían las palabras y se imponía una babel contemporánea que por necesidad, empezaba a precipitar a los pueblos al abismo. (…) el mundo había empezado a devastarse desde su mismo principio y que por esa sola razón no merecía el lenguaje para construirse, sino que había que agotarlo, había que robárselo a los hombres para dárselo a los dioses (…) Es imposible la poesía frente al horror de lo humano».

Mitológico, y de fuerte lirismo evocador de aquel Noche de Luna de Rilke —de quien también toma el conocido epígrafe—, es también el amor cósmico entre la Luna y el Sol, personificados y encarnados, en su danza galáctica hasta el eclipse lunar, que se nos narra en «Noches sin luna». Los dos cuerpos estelares separados por Afrodita, que aprovechan los breves momentos de que disponen para amarse, en las albas y los crepúsculos («Algo inusual parecía constituir la unión; el crepúsculo siempre fue preludio y como bella paradoja siempre el amanecer fue final»), así como en los eclipses solares («El dueño de los amaneceres se dio cuenta tarde cuando la sombra del astro blanco de la noche ya estaba para siempre sobre su piel»… pero no en los lunares, cuando la Tierra se interpone). Viene este relato a subrayar la importancia y el poder de la palabra poética, a equilibrar la muerte de Hermes en el anterior.

También entre las páginas aparece la propia mitología colombiana en «Viaje al comienzo». Es la historia del pueblo indígena Nukak-Makú y su cosmogonía, además de la realidad de su exterminio a manos de colonos, grupos armados, epidemias así como la desnutrición; la realidad de la muerte de su mundo deforestado por el mundo moderno mientras persisten en el proceso de traer nükak baka (gente verdadera), concepto fundamental de su comprensión de la sociedad y el cosmos.

Dos relatos más, en esta lectura de Caja de Pandora, albergan el tema literario en su núcleo. Además, ambos entroncan, y mucho, con los relatos de Nombrar la ausencia, hasta el punto de que pudieran haberse incluido en aquella primera publicación.

El primero de ellos es «Peligrosos soñadores», y ya el título dice mucho: ¿soñar es peligroso? Pues depende. Se trata del asalto a una librería, la librería Lerner, pergeñado y presentado como el asalto típico a un banco con un guiño muy claro a Bradbury y su Farenheit 451 —a la que, de hecho, hace referencia—, rescatando el espíritu soñador de varios libros que, aunque aquí no se quemen, ya perecen como si lo hubiesen sido. Lo perpetran tres personajes, Gonzalo, Fernando y Jota, y se convierte en la defensa de la literatura y su valor contra «una sociedad sin sensibilidad ni espíritu, incapaz de ilusión, voraz depredador disfrazado de gato»; además sirve como espacio metaliterario, o diría mejor alfombra roja, donde pasan de nuevo esos nombres que Mauricio Palomo no se cansará de recordar (Cortázar, Poe, Paul Auster, Whitman, Hawthorne, Lovecraft, Irving, Maupassant, Quiroga…). Pero también hay autores que serpentean por las letras en mitad de un ambiente que paulatinamente se va recargando de ecos románticos, simbolistas, parnasianos, modernistas…  esos ecos que ya mencioné en su momento hacen latir e irrigar la sangre de Mauricio Palomo a sus letras. ¿No vemos aparecer una vez más el lema Ars gratia artis, esta vez como lema de los tres asaltantes, y que fuera lema para aquellos primerizos de Baudelaire, Verlaine o Mallarmé antes de acogerse al poder del símbolo? ¿Acaso no reconocemos a Carlos Fuentes detrás de Aura, a Soto Aparicio detrás de esa Lorena Madrigal de Los últimos sueños o el título de la novela Mientras llueve, o Caicedo y sus Angelitos empantanados? ¿No están Bécquer y Cernuda detrás de las palabras: «Nosotros como ustedes remamos hacia ese mar donde nos diluirá la niebla y la ausencia, esa región de los claros transparentes, allá, donde habita el olvido»?

El otro lo tenemos en «La última visita», con toda el aura gótica, decadente, del que se llenó el reojo literario de Mauricio Palomo desde sus orígenes. El relato se levanta, tal como me parece, sobre la poco conocida relación entre Alejandra Pizarnik y el poeta colombiano Jorge Gaitán Durán. Como ocurriera con Rulfo, o como en el Opio en las nubes de Chaparro Madiedo, el Jorge del relato vaga borracho de ginebra por Bogotá invocando un amor cósmico, multidimensional, a su desaparecida Alejandra, alegoriza el paseo infernal de Dante por su amada, y es un regresado de la muerte —pues en realidad Gaitán murió diez años antes que Pizarnik, en un accidente aéreo—. El relato también se focaliza en el recuerdo del padre fallecido, tema que vimos en Nombrar la ausencia emerger desde la propia experiencia del autor; y, obviamente, el suicidio.

Un último relato queda que no he mencionado hasta ahora. Y lo hago porque para mí es la esperanza que queda dentro de la tinaja entre tanto demonio y maldad liberada. Ahora al final de este comentario creo que es momento de extraerla. Su título, «Reparador de vacíos». Historia que desgarra desde la soledad de un anciano y la humanidad de un reparador de electrodomésticos; la aceptación de una excusa cotidiana, semanal, la llamada rutinaria que pide el arreglo de un aparato tras otro cada lunes, por la que aquel anciano sacia su vida ya vacía con la compañía reparadora del segundo. La polisemia de la palabra hace buen juego en el relato: el que por oficio arregla lo roto, por un lado, y lo que restablece las fuerzas, la energía y da aliento en la vida, por otro; pero solo hasta que no haya forma de reparar, momento del fin, de la muerte, momento de la impotencia de ese reparador que no puede arreglarlo todo. En este relato la vida es palabra, es conversación, es comunicación: el anciano relata su vida y sus experiencias, su conclusión sobre lo importante de la vida, en cada visita semanal del que es «el único y último amigo» que le queda en el mundo; la muerte es «entrar al silencio», enmudecer, desaparecer el timbrazo del teléfono cada lunes de cada semana a las nueve de la mañana. Y en medio de ese silencio, el reparador «repasó en su cabeza todas las sonrisas, todas la palabras y todas las enseñanzas que le había dejado».

El «Reparador de vacíos» te hace reparar —sigo tirando de polisemia— en otros momentos esperanzadores de Caja de Pandora, bellos instantes que en la lectura has pasado por alto entre la brutalidad y espanto sobrecogedores. El bogotano que confiesa, tras la salvajada que presencia en Tanzania, mantener la remembranza del albino y «colorearla de luz», la remembranza de «un rostro agradecido, la de un ser humano desahogado, y la de una sonrisa diáfana asomada en unos labios»; los muchachos jugando al fútbol sin temer que les vaya a suceder algo con los habitantes de calle y que ayudan y salvan a la joven y demacrada Clarissa; el poeta que tras el vaivén emocional declara «He vuelto, heme nuevo» y abandona el cementerio; la defensa de la literatura y la fuerza de las utopías de los jóvenes tan atracadores de librerías como soñadores de otras posibilidades; los amigos que aún se reconocen en sus recuerdos y se unen como bogotanos desde hinchadas rivales, aunque estás estén dispuestas a romperse los huesos a pedradas; el amor eterno que encuentra Céfiro en Julieta, en el que revive la palabra que muere con Hermes; la pervivencia del amor incluso en los más breves encuentros cósmicos; los amigos que permanecen juntos hasta el amanecer en su bohemia aun con la vida atragantada bajo una lluvia de whisky; el renacer de la gente verdadera y el valor de la armonía universal; el disfrute de un momento efímero, aunque sea un concierto que ya nunca se volverá a repetir salvo en la memoria, residencia del déja-vù; la carcajada del destino que, aunque manco, espera tras la esquina para hacer recaer el golpe de vuelta; o que siempre exista ese breve momento dubitativo «en que podría ser posible un tercer intento, siendo otro el que avanzaba hacia el interior de esa pequeña noche, que mientras se lo tragaba, en la calle inauguraba una hora distinta». Y así, nuestro anciano jubilado, nuestro Ángel define lo importante de la vida:

…. cuando en esta Bogotá no llueve, salgo y me siento allí por horas a mirar, a dejar que pase el tiempo, a contemplar cómo la gente pasa afanada, desesperada por algo; llegar a un trabajo, a una cita, pagar un recibo en un banco, en fin, a lo que sea, sin llegar a saber en esos instantes que todo es vano, que la prisa que llevan es inútil frente a lo que realmente debería valorarse en el mundo.

¿Y qué es eso que según usted debe valorarse hoy en el mundo don Ángel? recordó Roberto haberle preguntado.

El otro, don Roberto, el otro; ese concepto guardado en el baúl del olvido. (….) ¿no ha notado usted que en cada una de esas cosas que le he acabado de mencionar, siempre, siempre está el otro?

El otro, los otros, todos esos otros que pueblan las calles y las vidas de más gentes. Y en esta relectura tenemos la cara y la cruz, la belleza y la infamia… y ahora entiendo la expresión que siempre le oigo repetir a Mauricio Palomo al hablar de la bella infame Bogotá, una vez más encontrando la belleza en lo atroz. Mauricio nos entrega las «radiografías de las esquinas de la ciudad, de los rincones, de esos intersticios que todos conocemos por los medios de comunicación pero que muchas veces no nos atrevemos a explorar», y nos ofrece esta caja para explorarlos desde la letra. Recordemos que las radiografías permiten ver la estructura interior que se encuentra bajo la piel; por tanto, Caja de Pandora es una radiación gamma que permite verle, blanco sobre negro —como las ilustraciones que hacen de portada a cada relato—, las articulaciones a ese organismo vivo que es Bogotá.

Héctor Martínez

«LOS TRES DÍAS DEL GORRIÓN», DE LUIS MIGUEL ESTRADA

«Es de esos pocos libros que lamento terminar», confesaba Mauro Barea en su reseña de Bitácora de vuelos cuando yo aún lo tenía por empezar. Y es que, Los tres días del gorrión (2023, Mención honorífica Premio Internacional de Narrativa Manuel Altamirano, compartido con el Kolymá de Mauro Barea) es un libro que realmente no termina, simplemente su autor, Luis Miguel Estrada, ahí lo deja, en la misma página en que el lector acaba su labor, aunque bien hubiera podido continuarse o bien este último lo continúe en su imaginación. Perfectamente podrías voltear esa página final y topar con una historia más que su narrador, Beto, quiera contarnos. Un bonus track, o mejor, un hidden track literario, no incluido en la lista de pistas como con el que nos sorprendían algunas bandas en los 90. O aunque fuese un microrelato, como la manida escena poscréditos. Esa sensación te queda.

Desde 2006, el autor mexicano Luis Miguel Estrada ha venido trabajando el género del cuento en diversas publicaciones como Nueve relatos y una opinión (Jitanjáfora, 2006); Cuentos de Juan y Juan (Jitanjáfora, 2006); Colisiones (Universidad de Guadalajara, 2008) premiado en el Concurso Nacional de Cuento Juan José Arreola; Alain Prost (Arlequín, 2013) premio en el Concurso Nacional de Cuento Agustín Yáñez; Bartolomé (Paraíso, 2016); Journeyman (Casa Editorial Abismos, 2021); y el libro sobre boxeo Crónicas a contragolpe (La Dulce Ciencia Ediciones, 2013). Además, relatos suyos pueden hallarse en obras colectivas y antologías como el titulado «Batintín el cantarrecio, Miguelito el molinero» en la colectiva Lenta turbulencia (Jus-Secretaría de Cultura de Michoacán 2010) o «Buscar, buscar» en Turbulencia dosmilonce (Ficticia y Secretaría de Cultura de Michoacán, 2011).

Empezaré por lo que, probablemente, sea un desvarío personal y, claro, intransferible al autor. Es un desvarío que me encaja perfectamente, al margen de que Miguel Estrada haya tirado por aquí o no —y voy a suponer que no—. Hablo del título. ¿Seré el único al que le vino a la mente la película de Sidney Pollack protagonizada por Robert Redford y Max von Sydow, Los tres días del Cóndor (1975)? Es cierto que nada tienen que ver película y obra literaria, vaya por descontado. Pero también me daba la sensación de que eso se debía a que habíamos rebajado un cóndor a la categoría de gorrión. Al fin y al cabo, desde la temática del espionaje y el thriller político, la película de Sidney Pollack (que, por cierto, adapta una novela de Grady de un años antes y reduce a la mitad los días: The six days of the Condor) cuenta la historia de un espía al que el mundo entero se le viene abajo, todo lo que lo rodea es una amenaza, y debe sobrevivir sospechando de todo y todos… y a nuestros personajes también se les viene el mundo encima, en cada esquina esperan los peligros de un mundo cotidiano con sus problemas más de andar por casa, aunque sean cargas de profundidad a la psique. Al igual que Pollack, nuestro escritor dosifica la información a cuentagotas, crea una atmósfera de suspense sobre los sucesos, y nos deja ese final que no es final, acaso enigma en Pollack, y que podría continuar y abrir una nueva historia. Bien, ahí queda mi desvarío inicial.

Centrados, ahora sí, en la obra, es obvio que el libro Los tres días del gorrión de Miguel Estrada se halla en una frontera difusa de géneros. En principio se adscribe a la cuentística con cuatro relatos que pueden leerse independientes unos de otros, cada uno con su tema; no obstante, los cuatro relatos comparten una misma voz narradora en primera persona, unos mismos personajes de una misma familia, y unos hechos interconectados con proximidad temporal y personal, hasta el punto de que puede ser visto el conjunto como la llamada novela fragmentaria, esto es, la narración no lineal que deja emerger el todo de la historia contando aisladamente partes de esta. Parecido a una crónica familiar relatada a partir de un álbum de fotografías. Algo similar también a obras de autores que ya he comentado en esta bitácora, como Antonio Tocornal, Marifé Santiago o César Eduardo Gordillo, por citar los más destacados y recientes en el blog. Habrá, en efecto, quien apueste por ver en el texto de Miguel Estrada una novela a pedazos, y crea que cada relato es, en realidad, un capítulo de esa novela fantasma; pero en este punto considero que hay pruebas suficientes de que el autor se esforzó en independizar los textos. Creo verlo desde el momento en que el accidente capital del primer relato —en breve explicitaré más— es narrado de nuevo en los tres siguientes como si el lector lo desconociese al pasar de un relato a otro: de ser novela, esto sería algo innecesario, incluso un defecto de los gordos, y bastaría referirlo solo con una leve indicación que retrotraiga al lector al suceso previo sin más. Por ello recomendaría al lector no ir de seguido de un relato a otro, sino dejar pasar tiempo entre uno y el siguiente. Maniobras como esta que menciono, o el hecho de que es muy estricto al sentar fronteras entre unos y otros textos a través del foco temático tratado en cada uno, se hace evidente que la pretensión es decantar la obra más al terreno del cuento.

Incluso el mismo Miguel Estrada habla de cuentos que se barajan de forma orgánica y explica cómo fue cocinado el libro y las dificultades que encontró: acabado el primer relato alumbrado, surgieron distintos asuntos abarcables en el mismo universo narrativo y que precisaban de un encaje de bolillos en sucesivas reescrituras para entrar en el mismo arco. Mismo universo, pero asuntos distintos. Así pues, hablaré de cuento, de relato, y no de novela. Narrativa en todo caso.

Son, como digo, cuatro los relatos, que hacen foco en distintos temas aun cuando pertenecen al mismo mundo narrado, en el siguiente orden: «Los tres días del gorrión», «Plata», «Los padres pródigos» y «Roca».

El primero de ellos, también el primero en ser escrito, da título al volumen. Actúa como relato independiente pero sirve como relato marco para los siguientes a los que intersecta al sentar los cimientos del universo en el que nos metemos. Nos marca las fronteras de este mundo: una familia, la casa familiar donde se da la reunión dominical, las relaciones desde la infancia entre hermanos y entre hijos y padres, recuerdos del tiempo pasado en ese hogar, o las vidas que siguió cada uno una vez abandonaron el nido: «En las tres habitaciones de esa casa mis hermanos y yo vivimos una infancia que por mucho tiempo pensé que había carecido de sorpresas, hasta que comencé a recordarla con detalle. Ahí también crecimos hasta desbordarnos de hormonas y rencillas. (…) Cuando el polvo de nuestra estampida se asentó había acabado no solo nuestra infancia, sino también la adolescencia y Rubén, Nadia y yo habíamos entrado de lleno en la adultez. La casa que había sido pensada bajo estrictos estándares de funcionalidad familiar perdió sentido y mis padres decidieron remodelarla (…) La cocina, la sala y el comedor fueron los únicos lugares que quedaron intactos. Seguramente por eso nos movemos prioritariamente entre esos tres espacios en las visitas de los domingos». Tan sencillamente tenemos a los personajes principales, sus relaciones y rasgos de su carácter, el lugar, el tiempo y el contexto fraguado. Sabemos que nos moveremos por los terrenos del recuerdo por cómo inicia el párrafo citado («hasta que comencé a recordarla con detalle») y cómo finaliza limitando la casa a los espacios que de ayer a hoy continúan siendo los mismos («Seguramente por eso nos movemos prioritariamente entre esos tres espacios en las visitas de los domingos»); los espacios habitados que conectan la vida del pasado con la vida del presente, frente a los espacios que borraron de un plumazo el pasado y donde ninguno se reconoce ni ve a su versión anterior en el tiempo. Y sabemos con ello también que nos enfrentamos a ese pasado con cuentas pendientes que llama aún a las puertas del presente para cobrarlas en forma de remembranza o trauma.

Acto seguido, el cuento aborda su asunto propio, que implica al hermano mayor, Rubén, como protagonista, al mediano, Beto, como narrador, y al gorrión que se ha colado en la casa y está atrapado intentando escapar, como metáfora. Rubén, sumergido en una depresión por el divorcio que está atravesando y la amenaza de no poder ver a sus hijas, se encuentra solo en la casa familiar, a la que ha regresado, cuando llega Beto. Ya a las primeras de cambio el autor provoca la confusión consciente entre Rubén y el gorrión. Es durante una conversación telefónica de Beto y la madre:

—(…) Oye, ¿y el gorrión?

—¿Todavía no se va? ¿Ahí está Rubén?

—¿Cómo que “todavía”? ¿Aquí estaba antes de que se fueran?

—Sí; hoy no fue por sus hijas.

—No, no hablo de Rubén, ¡el pájaro! ¿Aquí estaba antes de que ustedes se fueran?

También le siguen pasajes en los que vemos que ambos, Rubén y el gorrión, se encuentran atrapados en la casa contra su voluntad. Así, en el caso de Rubén: «nos miraba apenas, caminaba tenso, rezongaba algo entre dientes y apuraba el paso hacia el mismo cuarto en que crecimos él y yo, ahora vuelto un estudio. Se encerraba y se quedaba allí como se había quedado los últimos meses (…) Él había vuelto a pesar suyo»; y en el caso del gorrión: «El gorrión apretaba su cuerpo frágil contra las rejillas de ventilación en una actitud de presa acorralada. (…) Volaba hacia el sol, el cielo azul, la libertad aparente detrás de la barrera invisible; aleteaba, miraba fijo, casi libre en su mente de absurdo prisionero, y al llegar al pico de su velocidad de ascenso se estrelló en el acrílico haciendo el ruido opaco de un gran insecto reventando contra un vidrio. (…) Luego recuperó el vuelo, aturdido, y volvió a su refugio temporal junto a la rejilla, con el pico abierto y las plumas en desorden». La casa familiar es el lugar al que han ido a parar los dos, pero en el que no quieren estar; a la vez es el lugar del que no pueden salir y el único sitio en el que hallan refugio, aunque a disgusto. Y aunque han intentado de varias maneras que el gorrión (o que Rubén) encuentre la salida, este (y Rubén) sigue empeñado en salir por donde una barrera se lo impide.

El gorrión, que está «con el pico abierto y las plumas en desorden» es el trasunto simbólico de un depresivo Rubén ante Beto: «Me tendió una mano fantasmal. Traía un pantalón que se veía usado de varias puestas, una playera opaca y floja, y no parecía haberse rasurado ni tocado el pelo recientemente. Le vi la misma mirada de insomnio que tenía los días antes de su boda. Lo abracé y él apenas opuso resistencia. El cuerpo, la ropa y el cabello olían a cama de dos días, pero parecía no importarle». Los dos, gorrión y hermano mayor, no solo desesperan por escapar de la cárcel, sino que lucen un aspecto físico igualmente desastrado durante su involuntario encierro y sufrimiento.

Y la situación de ambos va a correr paralela en el relato entre un punto de origen, la boda de Rubén y Renata, y punto final, la separación de ambos. Así podemos ver cómo, si el gorrión se da de bruces con la estructura de metal que se interpone en su vuelo de huida, del mismo modo es descrito el día de la boda, cuando hermano y amigos mantean a Rubén en la celebración: «lo empujábamos cada vez más alto, como si con ese envión quisiéramos que se sacudiera la amargura que se le empozaba ya en los ojos. Él volaba con los brazos extendidos; lo veíamos de espalda, pensábamos que sonreía y tal vez lo estaba haciendo. Entonces pasó. Voló tan alto que casi se golpea la cara en la estructura de metal». La imagen, perfectamente hilada durante estas páginas, es la de un Rubén que, como el gorrión futuro, al casarse acaba de meterse él solo en una trampa de la que malamente saldrá.

El hecho definitivo es que precisamente cuando es manteado, y tras golpearse con la estructura de metal, igual que el gorrión, se presenta la amenaza a la vida, la sombra de la muerte: «Y no bajó. (…) Lo vimos forcejeando con la corbata anudada alrededor del cuello y atorada en la estructura de metal encima de él. (…) Mi hermano se ahorcaba con la corbata enredada en una parte de la estructura, se ahorcaba, pataleaba, luchaba con las manos en el cuello». Miguel Estrada asienta en este pasaje la vieja idea de destino, el fatum, lo que está escrito y es ineludible. Precisamente, en este punto, el relato adquiere, al menos para mí, el potente acento de la vieja tragedia griega, donde es imposible escapar de aquello que está por ocurrir y cuyas consecuencias se anuncian claramente cuando Rubén exclama: «Ese pájaro no se muere. Primero me muero yo» —expresión que le oímos repetir ante los deseos de su suegra de que el primer embarazo no vaya adelante—. En efecto, al intentar ayudar al gorrión a escapar: «Rubén perdió el equilibrio y tiró un manotazo que lo hizo girar sobre el banquillo bamboleante, enredándole el cuello en su propia cuerda de seguridad. (…) Voló, porque en el momento justo en que empezó a caer fue un ser sin gravedad ni tiempo (…) miraba con sus ojos cansados una puerta falsa hacia la libertad, que se alejaba de él a la velocidad de su caída de un cadalso improvisado». Tal cual en la boda se ahorcó accidentalmente, ahora en mitad de la depresión e intentando liberar al símbolo del gorrión, acaba igualmente ahorcado. En ambos casos vuela, cual hará el gorrión, y cae en las manos de la muerte acechadora. El designio anunciado en la boda parece que se vuelve inevitable.

No obstante, la causa de este segundo ahorcamiento va a ser cuestionada. A pesar de las circunstancias y amparándose en la que siempre fue la naturaleza de Rubén, tanto sus padres como su hermana Nadia lo considerarán fruto de un accidente. Beto, que está presente y lo presencia, y aun con su descripción gráfica de lo ocurrido, nunca lo verá como accidente, sino como algo premeditado de algún modo.

Amén del plano simbólico, psicológico y el carácter de tragedia griega que desprende, hay otros dos elementos que aprecié en este primer relato, a saber: por un lado, lo gráfico y la plasticidad de la descripción, que va a alcanzar cotas más altas en el último relato titulado «Roca», con el que está claramente vinculado; por otro, un plano espiritual, religioso, que pasa desapercibido en cuanto uno se despista. Sí, los tres días del gorrión van de viernes a domingo, durante los que vivimos una especie de pasión, muerte y resurrección de Rubén, tal y como en la Semana Santa se revive la crucifixión y muerte en el Viernes Santo de Cristo (centro del año litúrgico) y se celebra la Pascua al tercer día de haber muerto, el Domingo de Resurrección. En efecto, el relato cierra con la frase «Arriba, el gorrión se había marchado», como ave liberada, como metáfora de resurrección. En otros pasajes, más claramente aparece el contexto religioso, como en el momento en que se describe a la suegra de Rubén como «una abnegada madre mexicana que carga con honor, lágrimas y la enorme cruz de Eva en sus hombros fatigados». Acaso sea, nuevamente, un desvarío de mi lectura cuando la llevo más allá del texto que delante tengo, pero no me parece una lectura descabellada cuando el mismo texto rezuma simbolismo a manos llenas.

Vayamos ahora, al último de los relatos, al titulado «Roca», precisamente porque primero y último riman como el primer y cuarto verso de un cuarteto. En él remontamos desde la infancia de Rubén y Beto hacia el presente a partir de un encuentro casual que sirve de detonante: los dos se cruzarán a un antiguo compañero de escuela, Jorge Espinoza, apodado Bolos, actualmente taxista y antiguamente uno de los matones de la escuela, quien «había cosechado la fama de ser un hombre descomunalmente fuerte y singularmente violento» y cuya «desmesura física les vendía pronto una mercadería extraña y difícil a esa edad: el miedo»; aunque con las vueltas de la vida ahora no es más que el residuo de sí mismo frente a su reputación y luce «ese encanto del fracaso que se agradece a los interlocutores inesperados» y brilla en su mirada el «inconfundible patetismo de los fracasados». Es por Bolos que los hermanos conocen el destino deparado a otro antiguo compañero, el que da nombre al relato: Pedro Roca, de sobrenombre Roca, «un poco más bajo que el Bolos y mucho más altanero, decididamente mezquino y todavía más picapleitos, tenía un punto a favor en los rumores sobre la indiscutible potencia física de Jorge: Roca sabía pelear». Es la figura antagonista de Bolos en la escuela, una especie de peso de plomo que equilibra desde su plato la balanza, y que, ya de adulto, trabajará de inspector de obra del Ayuntamiento.

Con una magnífica analogía taurina y un indudable tono tan épico como trágico, Miguel Estrada logra resumir la rivalidad de Bolos y Roca en la infancia: «Se tenían la distancia de un par de toros de dos vientres que se encuentran por su mala suerte en el centro de una dehesa, palmo a palmo, sin  mirarse, pero midiéndose con el rabo de los ojos, atentos uno a la respiración del otro, guardando una distancia mínima, esperándose, escrutándose, porque nunca hubo razón para la pelea, hasta que la hubo. Toros en sus mentes, novillos para el mundo verdadero, ambos probaron con el tiempo que hay un algo definitivo que aprendemos a esa edad o no entendemos nunca durante el resto de la vida».

Por sintetizar e ir al grano, resulta que en los días de colegio, otro compañero apodado el Sordo, el cual había sufrido agresiones por parte de ambos titanes, desencadenó el siempre inminente combate, «la pelea de nuestro siglo adolescente», haciendo creer a uno que el otro fue quien le arrojó un cubo de basura —habiendo sido el propio Sordo—. La pelea en sí es narrada con el formato de la rumorología, echando mano del «dicen que…», porque el narrador no es testigo de la misma e incluso afirma que «nunca conocí a ningún testigo». Es una ocasión más, y hay varias en el libro, en que la narración deja bajo sospecha, en mera posibilidad, la realidad del suceso narrado. Según esa rumorología, los dos gigantes quedan maltrechos, y aunque dicen que Roca vence a Bolos, el pasaje da a entender que ambos son perdedores: «Dicen que cuando todo terminó, Roca había vencido; se alejó hecho polvo, incapaz de hacer ningún alarde, ningún tipo de aspaviento, ninguna perrada extra como las que lo habían distinguido siempre porque apenas le quedaba fuerza para caminar sin dar al suelo». Este hecho, en realidad, acaba hermanando a los dos en lo venidero.

Ya de adultos, Rubén relata a Beto la relación que han establecido Bolos y Roca, tras que el último sufriera un accidente en una obra que lo deja postrado con una pierna seriamente dañada e irrecuperable. Un accidente que lo lleva a perderlo todo, condenado a una situación de extrema necesidad. Racionando de manera inteligente los detalles, Miguel Estrada nos va preparando para conocer la situación de Roca mediante la descripción del espacio urbano que los personajes atraviesan, cada vez más deprimente y lamentable, hasta llegar al elocuente símil que describe la casa donde vive aquel: «derruida como un rostro de heroinómano en medio de una fila de alcohólicos». De nuevo, damos con ese juego metafórico que traslada de unos elementos a otros su valor significativo de manera completamente congruente y efectiva.

Este es el punto en el que las situaciones de Rubén y Roca se encuentran, y va a servir a Rubén de catarsis al dar con alguien con quien puede hablar y en quien sentirse comprendido: «había algo sobre qué hablar con ellos, sobre lo que pude hablar con ellos que no pude hablar con nadie más». Rubén y Roca se abren el uno al otro, se apoyan el uno en el otro, al estar ambos inmersos en la absoluta soledad y depresión: «Es la soledad de haber caído. Ahí no te acompaña nadie. (…) lo peor de todo, lo peor de una situación así como la suya o incluso la mía, es estar consciente del tipo justo de hombre que hace falta y saber que no eres tú, saber que tú, frente a todo eso, no te puedes levantar».

Conviene aquí recordar que, a la par que en el accidente de Roca «el hueso de la tibia se partió con un tronido de madera seca. El discreto peroné siguió detrás. Con el peso del cuerpo el hueso cortó la grasa, laceró el músculo, partió la piel y dejó una zanja entre rodilla y pie. La herida manó sangre», en el accidente de Rubén, referido en el primer relato del volumen, «este quedó postrado con la pierna en una posición imposible y dolorosa». Es indudable que el daño en la pierna también cumple una función simbólica que convierte a Rubén y Roca en reflejo y contrarreflejo el uno del otro, un elemento paralelo, común, que los convoca uno al lado del otro. Del mismo modo, la cruda descripción del estado de la pierna de Roca, de la que llega a decir Estrada que está «envuelta como el cadáver de un niño», y sin escatimar en detalles purulentos hasta hacerte sentir la repulsión, corre paralela a la descripción sin paliativo del escalofriante ahorcamiento de Rubén en el primer relato. Metafóricamente es la pierna la columna que permite sostenerte, valerte, avanzar en la vida, ser consciente del suelo que pisas frente a encontrarte cayendo en el aire y al vacío, donde esta queda como un miembro inútil, inerme, hasta romperse y postrarte en la vida.

Mientras el resto de compañeros de la infancia, cuyos nombres aparecen diseminados a lo largo del relato, les ha ido bien, cumpliendo las estaciones socialmente establecidas («terminaron la universidad y se casaron por la Iglesia en fiestas de trescientos invitados. Tuvieron hijos. Pagaron a tiempo la hipoteca y engordaron, y cuando se hallaron por la calle se dijeron los apodos de antes y se recordaron un chiste común»), e incluso «muchos de ellos se seguían viendo», no es lo mismo para aquellos cuya vida es sinónima de fracaso, pues «Al Roca. Al Bolos. A ellos nadie los volvió a ver». No obstante, ninguno de aquellos compañeros de la infancia ignora la situación en la que se encuentran aquellos a los que les ha ido peor en la vida: «Todo el mundo lo sabía, carnal, todo el mundo. Todo el mundo sabe de mi divorcio, todo el mundo sabe del taxi del Bolos. Todo el mundo sabe del Roca, pero a todo el mundo no le importamos nada»; y aquí Estrada pone de manifiesto la hipocresía moral y educativa de nuestros días: «Se han gastado más yéndose de putas, pero por alguna razón, entre toda esa gente que educó nuestra católica preparatoria, no hay uno solo que afloje cristianamente la cartera».

Luis Miguel Estrada, autor de Los tres días del gorrión (2023)

Obsérvese que de nuevo aparece el tema de la religión, esta vez en la institucionalización educativa y moral, que acaba por forjar un carácter hipócrita donde la cristiana caridad puede verse convertida en venganza y rencor, sin asomo de autocrítica: cuando recurren al Sordo, cuya vida de éxito se ha labrado de corruptela en corruptela, trepa que trepa, y ahora nada entre millones, este responde «que cuando llegara la amputación, él la cubría completa. (…) el Sordo dijo que no valía la pena gastar dos veces en el Roca. Así de ese tamaño. Vieras el puto gusto que le dio decirlo. (…) Así dijo, con una risita que ya no sé si me estoy inventando porque no puedo creer que al Sordo le quede alma para reír». También se suceden las críticas al sistema de salud y a la legislación laboral, que no responden de la situación real y precaria de los ciudadanos, cuando ante la perplejidad de Beto que exclama «¿cómo que sigue postrado y no sana? Es un accidente laboral; Ley Federal del Trabajo. No puedes entrar a obra sin seguro», Rubén responde escueto y sarcástico: «Bienvenido a México». Y al no contar con seguro, solo es atendido por una beneficencia de lamentables recursos y graves consecuencias: «Cuando lo enderezaron fue a través del Seguro Popular. Lo dejaron apenas parchado, ni siquiera funcional».

El cierre del relato —y también del volumen— con los archiconocidos versos de Gil de Biedma supone la revelación de ese «algo definitivo que aprendemos a esa edad o no entendemos nunca durante el resto de la vida». ¿De qué se trata? De que la vida iba en serio, ni más ni menos, algo que entendemos muy tarde. También podría haber traído a Neruda, que afirmaba, aunque sobre el amor, aquel también cierto «nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos». No solo es el cierre del relato, sino del libro mismo, en el que más que epicidades y heroísmos, se nos narran temas humanos y cotidianos que todo lector será capaz de reconocer en su día a día. Pero de ellos, dos relatos nos quedan por comentar.

La hipocresía católica y moral que acabo de subrayar no es exclusiva del relato «Roca». Se anuncia páginas atrás en el segundo relato del volumen, titulado «Plata» y centrado en el personaje de Nadia, la hermana menor de la familia, y un alumno suyo, que trae evocaciones de la infancia de Beto. Se trata de un relato que pone su foco en el acoso escolar y sus consecuencias, y como este pasa de generación en generación sin que se le ponga coto. En un nuevo diálogo fraterno, esta vez entre Nadia y Beto, conocemos la historia de la hermana, el acoso al que fue sometida por compañeras, cómo ella pasa del fracaso escolar en el colegio de monjas del que es expulsada, a la rebeldía adolescente (tatuaje, perforación, indumentaria, alcohol) en la preparatoria pública en que acaba matriculada. En este instante, se resalta que Rubén y Beto seguían en la educación católica, donde sus compañeros «mientras más se acercaban a la adultez, esos niños que conocí se iban pareciendo cada vez más a sus padres y cada vez menos a mis amigos». Esta línea es la que conecta el relato último que acabamos de comentar con este segundo del volumen titulado «Plata». Y tras asistir a la experiencia de Nadia, también conocemos la experiencia de Beto, compañero de vicios y confidente de su hermana, quien durante la conversación con ella desatasca recuerdos de su infancia con la sombra amenazante del adolescente Fito. El foco de atención está en que un alumno de Nadia, Álvaro, en una escuela de élites (los futuros «políticos y narcos»), se halla en la misma situación que ellos, de una u otra manera, han vivido tiempo atrás. Se traslada la imagen de que nada ha cambiado, aunque en cierto modo las cosas son distintas.

Llama la atención que en este relato, de forma sutil, carga el autor a las espaldas de los padres la responsabilidad del comportamiento cruel de sus hijos; y a las de las escuelas ignorar el problema. Así, por un lado, el niño abusado «Le pusieron un nombre de adulto y ya es como un adulto chiquito. Me contesta con su vocecita muy correcto cuando le pregunto si busca o espera a alguien por ahí o por qué no se va a jugar con sus amigos. “No, miss”, me dice, “Vine a relajarme”. Así contesta, ¿tú crees? Dice cosas que le copia a los adultos. Así es él, bien educado siempre»; por otro lado, los abusadores son «esos engendros, esos cabrones, iguales a sus papás que toda la vida se han salido con la suya (…) ya vieron a sus padres haciendo lo que quieren. (…) que tienen doce años y ya están más podridos de lo que tú y yo estuvimos nunca». Abusado y abusadores son, si nos damos cuenta, descritos en términos especulares del mundo adulto, cada vez peor con el paso del tiempo. Los niños no son realmente niños, y se van pervirtiendo de generación en generación al amparo de la degradación de sus propios padres, ciegos, consciente o inconscientemente, a lo que sucede con sus hijos; ciegos también a cuando ellos mismos fueron niños. A su vez las escuelas no enfrentan el problema pues, tal y como declara Nadia: «¿Sabes qué les enseñan en los cursos contra el bullying? (…) A reconocer las señales de un niño que es una víctima. Y luego, te enseñan a quitarle al niño lo pendejo, a decirle que no parezca débil, que no parezca torpe, y que delate sin que se enteren los que lo lastiman. Te enseñan a llamar al psicólogo, a tratar a los otros niños hijos de la chingada con condescendencia, porque quizás ellos también sufren algún abuso. (…) todo está hecho para que el niño que no responde, el que no grita, el que no pega y el que no hiere tenga la culpa de que los otros le pongan en la madre». De tales barros, tales lodos.

El relato va sacando del lector el sentimiento de impotencia: con gran tino, Miguel Estrada lo plantea como un David contra Goliat, Nadia contra la inercia del tiempo y la degradación del entorno, las familias e instituciones, que deberían velar por los niños y solo contribuyen a ahondar más en la enorme herida: «Ya no voy a poder ver igual a los niños. Cada día los voy a sentir un poco más perversos, un poco más malvados y voy a pensar que lo que nos tocó vivir a ti y a mí palidece con lo que les toca a ellos, porque aunque no lo pareciera entonces, tuvimos un montón de suerte», concluye Nadia al trazar la comparativa.

El último de los relatos del volumen que comento, tercero en el orden en que aparece, y segundo en escritura, según tengo entendido, se titula «Los padres pródigos». Se trata de una larga conversación y reconciliación entre padre e hijo durante un pequeño viaje, en la que invierte el autor la parábola bíblica al cambiar hijo por padre y la razón es obvia al leerlo. Sin duda conocerá el lector la famosa parábola. Si en aquella es uno de los hijos el que injustificadamente, se marcha, reclamando para sí cuanto le pertenecer, y al regresar humillado y sin blanca, reconociendo su falta, encuentra al padre que lo recibe con los brazos abiertos, el relato de Miguel Estrada decide intercambiar los roles de la relación paternofilial. Sugiere así que, es cierto, los hijos no siempre son buenos hijos, pero los padres también pueden acobardarse ante la paternidad, mostrar debilidad, reaccionar violentamente, desaparecer y no querer saber nada, sin asumir las responsabilidades que contraen para con sus hijos, para con la familia y con el hogar. Y luego arrepentirse de sus actos y volcarse, cuando ya es tarde y se ha dejado la fatídica huella en la progenie, y regresan en busca de un perdón.

El relato se desencadena a partir de la situación del matrimonio y divorcio de Rubén y el drama por el que atraviesa este como padre de unas niñas por las que pelea en un divorcio, tal y como el primer relato ya ha planteado. La conversación, esta vez, se establece entre Beto y su padre, e irá desplazando el foco hacia este último como también hacia las vivencias de Beto que en monólogo interior recuerda al Beto aún tardoadolescente y su reacción ante el momento en que casi llegó a ser padre.

Este relato me resulta el más analítico de los tres, acaso más en línea con «Plata», pues asistimos a un examen de la experiencia y una explanación de las causas y las consecuencias, ahora en las relaciones paternofiliales como aquel lo hacía con el acoso escolar. Errores y malas conductas que cometen y desarrollan los padres y quedan grabados en la memoria de los hijos antes que otras muchas otras cosas que los padres hayan hecho. La ya explayada situación de Rubén, en divorcio de su mujer y en pelea por sus hijas —Alejandra y Judith—, da pie a ello. De Rubén, que siempre fue un padrazo para sus dos hijas —sobre todo con Judith en sus primeros años— solo se acordarán estas «de las peleas. De la separación. De un padre que no volvió. Si intenta o no seguirlas viendo, va a dar lo mismo», para concluir: «La memoria de los niños funciona muy extraño (…) La memoria de los niños tiende a recordar distinto que la de sus papás. Cada cual se especializa en su dolor, en su propia parte». Esto afirma el padre ante un sorprendido Beto, quien reconoce en su fuero interno: «Nunca, a pesar de que hay toneladas de fotografías, me pasó por la cabeza recordar al hombre que me leía en voz alta, ni al que le gustaba oírme cantar mientras él tocaba la guitarra; tampoco al que tenía guardados casetes viejos con mi voz gorjeando a los ocho años; la infancia y la paternidad pueden ser la misma lección de ingratitud».

Constantemente el relato gira en torno de una pregunta: «¿Hay perdón para los padres?», formulada directamente por Beto y respondida tajantemente por su padre: «No. Hay una balanza delicada y no importa nada que uno tome todas las decisiones correctas. Basta una decisión equivocada». El error del padre, ese momento de debilidad, de duda, de acobardamiento, la salida de tono, la disputa, aunque suceda una única vez, pesa más que todos los aciertos y atenciones prestadas antes o después. Y pesa más tanto al padre como al hijo; sobre todo para el padre cuando es acusado, acusación y juez de sí mismo: «tú no tienes la onza para la balanza al final de todo esto. La tengo yo. Y jamás quiero ponerla a mi favor», responde severo consigo el padre a Beto cuando este trata de hacer ver que lo malo no fue tan malo, a fin de cuentas.

El relato, planteado de forma determinista y sombría, parece sugerir un ciclo hereditario en la naturaleza de la paternidad que está a punto de reproducirse en la siguiente generación, en Rubén respecto de sus hijas, como una especie de maleficio: «que no abandone, que no se vaya. Yo estuve a punto de no volver y tu abuelo estuvo a punto de no volver tampoco. (…) he sido el padre que se quiere ir y también he sido un hijo al que casi abandonan». Como en una correa de transmisión, el padre siente suya la responsabilidad de la situación de Rubén, hasta culparse como mal ejemplo de padre ausente. Entonces descubrimos que Beto también parece haber heredado y cumplido con la maldición al rememorar cómo huyó ante un embarazo no deseado que acabó en aborto: «Maldije la paternidad, vacié las vísceras y seguí gritando como un loco al pie de la carretera», nos desvela a los lectores.

Por otro lado, también aflora el síndrome del nido vacío en el padre, ese sentimiento de dolor, angustia, tristeza, anhelo, ante la ausencia de los hijos independizados, que puede desembocar también en depresión: «Ustedes ya no están y no les hacemos falta. (…) Yo creo que nunca nadie me necesitó en el sentido estricto de la palabra. A lo mejor aceptar que no hago falta es el mejor modo de prepararme para morir». ¿Cuál es la función real del padre y en qué consiste la paternidad? ¿Solo estar y satisfacer necesidades materiales de sus hijos y su esposa? ¿Qué impulsa a Rubén a luchar por sus hijas y no perderlas? Son algunas de las reflexiones que van quedando en la mente del lector. Las deliberaciones internas de Beto ante este juicio sobre la paternidad conectan de inmediato con el primer relato y el símbolo del gorrión atrapado, nuevamente: «El juicio es fácil de hacer cuando es sobre los otros. Pero cuando uno es el objeto de la mirada, el juicio se vuelve una prisión, una cárcel involuntaria de la que solo vemos puertas falsas y volamos hacia ellas con ansias locas de escapar, estrellándonos como un gorrión que busca desesperadamente una salida».

¿Cuál es la razón por la que Beto y su padre tienen este momento a solas? Ambos tienen que llegar a Ciudad de México por distintas razones burocráticas («el surrealismo de la burocracia mexicana», dispara aceradamente Miguel Estrada), y aquel propone a su hijo ir juntos en el coche. Sobre todo nos interesa la razón del padre, que parece, nuevamente, anunciar las fases depresivas por las que habrán de pasar sus hijos si no se replantean su ser: «Se había jubilado antes de cumplir los sesenta años y recibía una pensión del gobierno federal, para el que trabajó treinta años. En cuanto cumplió los sesenta ese mismo septiembre, comenzó a pensar en la muerte y en lo que sería de mi mamá, pues ambos estaban seguros de que él iba a morir primero. Esas intuiciones, en algunos casos, cobran la forma de una verdad incuestionable». Se trata de asegurar la pensión para su esposa, el último recurso material que debe proporcionar, lo último que puede necesitarse de él: «Ahora que termine de hacer este trámite, y por eso me interesa hacer este trámite, ya tampoco le voy a hacer falta a ella. Me puedo morir y ella no va a necesitarme».

Los relatos marchan a ritmo sosegado, basado en diálogos —pienso que no sería complicado adaptar el texto al género dramático— y en el monólogo interior que nos da acceso al pensamiento de Beto, la voz narrativa en primera persona. La conversación en dos de los relatos se produce cara a cara («Los tres días del gorrión», «Los padres pródigos») y en otros dos por vía telefónica («Plata», «Roca»). En estos últimos hallé momentos que rompían la verosimilitud del narrador. Creo que se trata de dos descuidos, sobre todo porque en otros momentos Miguel Estrada muestra la precaución que aquellos instante falta. Pensemos que nuestro narrador en primera persona está al otro lado del aparato, y nos daremos cuenta de que sería por completo imposible que pueda narrar lo que ocurre en el otro extremo. Así, en algunos momentos el autor toma la solución lógica de marcar el canal auditivo, además de recurrir a lo dubitativo, a la conjetura y a la confusión («y quizás cerró los ojos o volteó para otro lado»; «de nuevo la escuché acomodarse el teléfono, o a lo mejor escuché crujir mis dientes cuando apretaba la mandíbula»); no obstante, en otras ocasiones estas precauciones desaparecen y surge una incongruencia en la narración. ¿Cómo es posible el siguiente pasaje en «Plata»?: «Nadia alejó la cara del teléfono un momento. También yo. Regresamos al aparato casi al mismo tiempo». Igualmente en «Roca» tenemos el siguiente momento: «Tomó aire y exhaló con los ojos cerrados y mirando hacia arriba, dejando caer el teléfono sobre su hombro durante un momento». ¿Cómo puede saberlo y afirmarlo el narrador que se encuentra al otro lado de la comunicación telefónica? Como digo, son dos descuidos, si es que no hubiera otra razón para ello que yo ignore, como que se trate de una sorpresiva voz de tercera; pero sin demasiada importancia y que perfectamente pueden pasar desapercibidos al lector, salvo a maniáticos analíticos como yo —y no es un autoelogio, ni mucho menos—.

Me llamó la atención el recurso del teléfono como solución práctica que refleja la separación de la familia, que en principio se reúne solo dominicalmente. Es otro símbolo del distanciamiento posterior a la adultez que conlleva una ruptura de la proximidad física entre los miembros de la familia. Por ello contrasta tanto y es un síntoma de fracaso que Rubén se vea obligado a regresar al hogar familiar, allí donde se encierra y apenas habla con nadie. De hecho, hemos de darnos cuenta que las conversaciones cara a cara solo se producen entre los varones de la familia (Beto, padre y Rubén) mientras que las conversaciones con las mujeres (madre, Nadia) son conversaciones telefónicas. Es evidente que Miguel Estrada está destacando los personajes masculinos en distintas fases (infancia, juventud, adultez, vejez) y en sus distintos roles, alejándolos de los personajes femeninos de la familia. Se podría decir que todos ellos son la historia de un único personaje, arquetipos instantáneos y concretos de las etapas vitales de un solo individuo.

Los hechos narrados se desvelan en su crudeza de forma paulatina, excavando con paciencia en los recuerdos bloqueados del personaje, hasta que afloran ante nosotros desde las profundidades del tiempo y la mente. Y junto a ello destaca el verismo descriptivo que aplica a los momentos más duros, buscando esa incomodidad de realidad aumentada en el lector —una pierna destrozada e infectada que está por ser amputada no puede lucir bien, por ejemplo; ser testigo de un ahorcamiento no es plato de buen gusto… y así sucesivamente—.

En general, Los tres días del gorrión es una obra cuya lectura es muy recomendable y a la que deberían echar un ojo, sobre todo, lectores que gusten del realismo psicológico así como de los crudos toques naturalistas, esto es, de la narrativa de análisis de los tipos humanos que podemos ser cada uno de nosotros.

Héctor Martínez

«YO NO SOY PAVEL», DE ÁNGEL ORTEGA

Acudí el pasado junio a su presentación en Casa del Libro, aquí en Madrid. Por varias vicisitudes —como equivocarme bochornosamente de Casa del Libro— no pude llegar al comienzo, pero sí mediada la presentación. Ángel Ortega, su autor, ha acudido en otras ocasiones a eventos en los que yo tomé parte, que es precisamente la razón por la que lo conocí a través de amigos comunes y cervezas posteriores. Y era hora de devolverle la visita y así acercarme también a su escritura. De este modo llegó a mis manos su última novela, firmada por el propio autor: Yo no soy Pavel (Distrito 93, 2023), para sumarla a las lecturas estivales de este año.

Había leído algún relato que publicó por redes, sabía que en 2021 fue finalista del Domingo de Santos de Novela con El legado del cornezuelo, que el año pasado repitió, pero en cuento, con Un árbol con vistas, y más recientemente fue finalista del Pedro Carbonell Castillero de Novela Corta con La atalaya recortada contra el cielo. Con una pequeña indagación para perfilar al autor de cara a esta entrada, tenemos entre manos al escritor de novela, más aún de relato, con no pocos incluidos en diversas antologías y revistas literarias (aquí alguna muestra), e incluso con sus pinitos en el cómic y la ilustración. Ampliando horizontes, tiene un pie en la música y otro profesional en la arquitectura de software y Satellite EGSE (Electric Ground Support Equipment) —que he tenido que informarme para saber que se trata de las siglas con las que se designa al sistema formado por un conjunto de subsistemas y de herramientas que sirven para probar y validar las funciones eléctricas y la compatibilidad de los componentes eléctricos de un satélite o transbordador espacial antes de su lanzamiento… ahí es nada—.

Se define a sí mismo como autor de novela negra, realista y de terror, así como de historias cortas nihilistas e introspectivas. De entre estas etiquetas, para encajar Yo no soy Pavel me quedaría con la primera, novela negra, y con la cuarta, nihilista. De la primera etiqueta se pone en juego el crimen organizado, el narcotráfico, los sicarios, la violencia… o lo que llamaríamos la profesionalización del crimen tal y como las revistas pulp la difundieron a comienzos del siglo XX; también el progreso frenético de la trama, sin tregua entre sucesos, sostenido fundamentalmente en los diálogos rápidos y la narración cinematográfica de acciones que no concede pausas a esta particular road novel. El toque nihilista es, precisamente el que nos lleva a pensar en obras cinematográficas tarantinescas —no son pocos los guiños y menciones explícitas— y en algunas historias de los Cohen, o en aquella Airbag de Juanma Bajo Ulloa, en los delirios violentos de un Robert Rodríguez, insertándonos en un absurdo laberinto de acontecimientos en el que, aunque pueda resultar hilarante, está en juego la propia vida, y del que es urgente salir airoso. Un desmadre gamberro, como el cliché obliga a decir, que rompe con el sentido común y abre la mente del lector a aceptarlo todo con un «vale, de acuerdo, veamos dónde nos lleva esto»… o cierre y deje el libro, opción que también está en su mano. Una desviación del intelectualismo, que no del intelecto, accesible a todos los estamentos lectores. El objetivo es entretener, divertir, proporcionar ese subidón de adrenalina literaria al exponerse ante una atmósfera de exacerbada violencia física y verbal propios de la ficción de explotación.

Ángel Ortega, autor de Yo no soy Pavel (D93, 2023)

¿De qué trata la obra? Brevemente resumido, se narra la historia de un escritor en crisis creativa, Ángel Ortega, que decide resolverla con la idea de narrar las andanzas de un viejo amigo suyo, Pavel, quien trabaja para un mafioso narco. Un encargo de este último implica a nuestros dos protagonistas en una historia que se complica de formas insólitas y deriva en una sucesión de persecuciones, tiroteos, peleas, con un variado y extravagante elenco de personajes.

Dicho esto, no se debe caer en el error de creer que la novela no se toma en serio a sí misma. Muy al contrario, esta construida con plena conciencia y clara intencionalidad. La disparatada historia solo se puede sostener si hay un buen armazón detrás, como es el caso. Ninguna obra, cuente lo que cuente, puede ignorar la forma en que lo cuenta. No es algo que deba permitirse a sí misma. Diría que a este nivel actúa la mente arquitecta del autor cuando el desvarío se traslada también a la forma y no queda solo en la trama. Decide Ángel Ortega crear una autoficción al bautizar a su narrador-protagonista con su nombre y otorgarle el oficio de escritor y la responsabilidad de hilvanar cuanto leemos. Un narrador-protagonista-autor que comparte gustos y conocimientos de informática con el autor externo. Tenemos así un autor externo que escribe sobre otro autor homónimo que narra su propia historia como protagonista en un libro que firman ambos. Autor, narrador y protagonista se barajan para un truco de prestidigitación literaria. Vamos a cortar el mazo y dejarnos engañar por el mago.

Esta es una narración en primera persona que, además, se convierte en una narración apelativa al comienzo de numerosos capítulos, a partir de digresiones e incisos que abundan sobre la construcción narrativa (ya sea literaria, ya sea cinematográfica) que a continuación aplica a la obra misma que leemos, sea para confirmarlos, sea para contradecirlos: «¿Os acordáis cuando —en las películas— un personaje que tiene algún tipo de secreto no se lo cuenta a otro diciendo aquella frase  tan manida de “será mejor que no lo sepas”, o aquella otra “cuanto menos sepas, mejor para ti”? Pues odio eso porque es una puta mentira. No es mejor para el pobre diablo que eventualmente acabará siendo torturado para sonsacarle información. No, cabronazo, es mejor para ti porque sabes que por mucho que le muelan a puñetazos o le acalambren los pezones con una batería de coche, jamás va a contar algo que no sabe. En seguridad informática eso se resume como “el dato que nunca se filtrará es el dato que no tienes”» —obsérvese, y a propósito cito este fragmento, cómo el narrador-protagonista deja caer el universo de la programación y la seguridad informática. También en otro momento Pavel le pregunta al narrador-protagonista-autor: «¿Pero tú no eres informático?»—.

No obstante, para rizar más el rizo, esta voz narrativa es de las que se consideran poco fiables. Si ya de por sí una narración homodiegética es problemática, hace especial hincapié en ello Ángel Ortega añadiendo un nivel aledaño a la historia en que cabe encontrarnos con una reflexión sobre la narrativa misma. El que avisa no es traidor, se dice, y Ángel avisa… y traiciona, porque está en su naturaleza literaria —como le diría el escorpión a la rana—. Así: «Tendría que describir otro acontecimiento que no he vivido y que solo conozco por referencias no demasiado fiables. Así que, igual que he hecho anteriormente, me lo voy a inventar todo con la esperanza de acertar y aclarar un poco las cosas. Bueno, si he de ser sincero, también ha habido unas cuantas licencias artísticas en el resto del texto, pero supongo que de eso ya os habíais dado cuenta». Claro, un narrador en primera persona, participante en los hechos, es una perspectiva limitada que solo permite contar cuanto ocurra en presencia de este y que no acepta la omnisciencia. Y, sin embargo, consciente de ello, el narrador-protagonista confiesa que narrará hechos que no ha presenciado y en los que no ha tomado parte, que conoce por referencias poco confiables, que incluso se los inventará, además de reconocer que ha echado mano de licencias previamente sin aviso ninguno. Para nada podemos fiarnos del narrador, incluso, y paradójicamente, cuando pretende ser sincero con el lector. Es una versión de la paradoja de Epiménides (o del mentiroso), basada en autorreferir valores contradictorios.

Lo reitera más adelante, aglutinado tanto lo vivido en primera persona como el relato de acontecimientos no presenciados: «Todo este rollo que estoy contando lo viví en primera persona, por supuesto. Bueno, claro, como ya he dicho en algún momento, he tenido que quitar alguna cosa aburrida o darle un poco de chispa para hacerlo más creíble. Y sé que por estas razones lo que he escrito aquí se ha convertido en una inmensa trola (…) Todo es mentira. Pero claro, hay mentiras y mentiras. Una cosa es que maquille lo que Pavel y yo experimentamos y otra muy diferente es contar cosas que le contaron a la gente que no estaba delante de mí. Y eso es precisamente lo que voy a hacer ahora». No, cuando uno se cruza la misma confesión aquí y allá en la novela, uno sabe que esto es premeditado desde el comienzo, que juegan con uno al escondite inglés, al engaño… y como en la magia, al final el lector de la novela disfruta de ser engañado.

Tanto es así que Ángel Ortega se regodea en el juego, discute sobre qué incluir y qué no, a la vez que inserta la discusión en el texto acabado. Así, en un diálogo leemos la siguiente consideración de su espejo narrativo: «¿Tú crees que debería cambiar ciertas cosas en el libro? Es que todo está tan… no sé… tan lleno de lugares comunes»; o en otro lado: «¿Estas cosas son habituales en tu día a día? ¿Te parece normal? Tío, si pongo esto en el libro no va a haber Dios que se lo crea». El autor va un paso por delante (unas cuántas páginas por delante) de nosotros, los lectores. La primera intervención referida, que no recibe solución, siembra la sospecha nuevamente de si en realidad se cambió algo de lo narrado hasta ese momento, que de por sí ya tenemos por completo hecho ficticio. Pero, además, introduce un nuevo factor: la novela se escribe sobre la marcha al alzar un juicio de valor sobre los acontecimientos y valorar su modificación. No se puede juzgar y valorar el cambio de aquello que aún no se ha materializado; al mismo tiempo, sin embargo, esas frases están escritas en el libro que finalmente se publica y leemos.

Pero no solo hace esto con el pacto con el lector. A lo largo de las páginas observamos que el narrador-protagonista también miente al resto de personajes. Le promete al ínclito Pavel que ambos firmarán la novela y los dos aparecerán en la portada, cosa que sabemos falsa los lectores que sostenemos el libro en las manos. Es un nuevo salto entre el plano de realidad y el plano de ficción rompiendo sus límites —similar al juego de Michael Ende, si me lo permiten— que nos convierte, en cierto modo, en participantes de la novela, el criterio que puede o no verificar las afirmaciones que hallamos entre las páginas. La novela contiene, a la vez, su estado primero de apunte y borrador y su estado final como novela editada y publicada. Lo mismo hace con la llamada firma literaria, esto es, elementos que acostumbran a aparecer y hacen reconocible al autor como responsable de la obra que se lee, su marca o sello personal: «En todas mis novelas y relatos, el protagonista habla con una gata tricolor, pues es una de mis firmas literarias.  (…) siempre meto estas referencias en las cosas que escribo. De hecho, hay muchas más. Por ejemplo, sea como se la historia, siempre aparece la frase siguiente: “en aquellos tiempos de aflicción, el tiempo pasaba despacio” (…) Y también incluyo personajes y lugares cuyos nombres con anagramas del mío». Ciertamente, en Yo no soy Pavel no solo las menciona sino que cumple con ellas. En la propia escena en que las refiere, hay una gata tricolor a la que el narrador-protagonista-escritor llama, incluye en la novela misma la frase que refiere y lo hace ya en ese mismo instante, y existen anagramas de su nombre como el del personaje Greg Anatole —el cual, a su vez también quiere ser escritor y le propone a Ángel Ortega escribir a pachas un libro—.

Si rascamos más, damos con parodias de la novela negra y lo pulp. Así, el capítulo 9 enuncia y explica la muy conocida Ley de Chandler, una táctica contra el bloqueo narrativo propuesto por uno de los grandes padres de la novela negra, Raymond Chandler: haz que entre por la puerta un hombre con una pistola en la mano. Esto decía el estadounidense. Ángel Ortega, da una vuelta de tuerca a la ley: «El truco dice que, en ese caso, “haz que entre por la puerta un hombre con una pistola en la mano”. (…) Yo no estoy ahora mismo en esa situación (y aunque así fuera jamás lo reconocería), pero el caso es que eso fue precisamente lo que pasó». Perfectamente puede aparecer alguien con una pistola en la mano sin necesidad de estar en un bloqueo narrativo. Cabe decir que también Chandler en su momento parodió su propio recurso como en La dama del lago. Del mismo modo, los clichés sexuales y eróticos de la narrativa pulp original son parodiados en varias ocasiones. El personaje de Pavel, por ejemplo, insiste en incluir tías buenas, sin necesidad de que tengan que ver con la trama, y en hacer de él un imán y un auténtico donjuán. El narrador-protagonista-autor le responde en los siguientes términos: «Qué gilipollez. (…) No estoy dispuesto a hacer eso. Si quieres escribir esa basura, hazlo tú solo». De hecho, en bastantes escenas se subvierten los llamados roles de género clásicos de la literatura pulp de modo que los personajes femeninos abandonan los papeles de florero o de trofeo  y asumen en su personalidad actitudes, habilidades y capacidades asignadas tradicional, y también estereotípicamente, al varón; y es que ya existieron en la época las llamadas badass women, unos pocos casos de heroínas protagónicas como firma aquí Jess Nevins.

Yo no soy Pavel es una novela, sí, pero más aún es una novela sobre el género de la novela. Y tras las perlas que he ido señalando, mediante las cuales va subiendo escalones de una reflexión entre líneas sobre elementos de la narrativa, alcanza su punto culmen cuando enfrenta la naturaleza misma de la narración: «La narrativa está llena de trolas. Bueno, es cierto: la narrativa en sí es el arte de contar mentiras para entretener a la gente, pero la cantidad de cosas que se han convertido en verdades a base de repetirlas muchas veces en películas y libros es escandalosa», declara entre las páginas de la obra Ángel Ortega, a lo que cabe la apostilla previa: «si es que se puede llamar trola a lo que está tratado como ficción». Claro, ¿hasta qué punto podemos decir que la narrativa es contar mentiras cuando la narrativa es, por definición, pura ficción, y no le cabe hacer otra cosa? ¿Son mentiras respecto de qué? ¿Hay una narrativa de la que pueda decirse que cuente la realidad tal cual, sin licencias, correcciones, estilo, transformaciones, sin prejuicios subjetivos…? Se nos dirá, como es habitual, que la narración pretende cumplir con la verosimilitud, no con la realidad, es decir, que el relato aparente ser verdad y, por tanto, que no exista contradicción en su seno respecto de nuestro conocimiento de la realidad o respecto de la coherencia que la propia historia establezca. Y Ángel Ortega, que no da puntada sin hilo, teje una divertida discusión entre su narrador-protagonista-autor y su compinche de andanzas, Pavel, al respecto de la realidad, la ficción y la verosimilitud. Pavel insiste en que se incluyan en la novela tías buenas «que se lo monten con ellos», idea que es desechada en la réplica del otro por resultar algo inverosímil. Indignado, Pavel comienza a enumerar situaciones que, bien pensadas, son increíbles pero reales, o explicaciones que todo el mundo se cree a pies juntillas: el origen del perro fiel, domesticado, capaz de detectar bombas y drogas, a partir del lobo salvaje; el caballo que solo es alimentado con paja y es capaz de cabalgar hasta reventar sin chistar; y apunta otro ejemplo que no llega a desarrollar sobre el motor de explosión. Dicho de un modo más llano, debemos dejar al margen de lo verosímil lo que llamaríamos real o verdadero: algo inverosímil puede ser tan real como falso algo verosímil. La verosimilitud de la narración no se decide en términos de realidad. La escena rezuma comicidad aristotélica, toda vez que el estagirita asentaba en su Poética: «Se debe preferir lo imposible verosímil a lo posible increíble» (160a26).

La obra escrita por Ángel Ortega, decía antes, es una huida del intelectualismo, que no del intelecto. Como acabo de demostrar, espero, la novela está inteligentemente tejida: al mismo tiempo que uno tiene ante sí una distendida y alocada historia abierta a una mayoría de lectores, también tiene entre las manos la discusión y reflexión en torno a la narrativa a partir de un juego metaliterario muy bien llevado entre los elementos y las características propias del novelar. Y lo que es más: ambos polos están integrados de una forma completamente orgánica, marchando a la par y sin establecer fronteras entre la narración y su autorreflexión. Corren parejas sin que pueda tener sentido una sin la otra, aunque se pueda, como hago yo aquí, separar ambos focos para su análisis.

Por hablar, en Yo no soy Pavel, de algún tópico más, a parte de la mezcla de ficción-realidad, verosimilitud, la fiabilidad del narrador, la metaliteratura o la ruptura de la cuarta pared con que apela al lector, mencionaría el tema que parece regir todos los acontecimientos de la novela: la triada libertad-azar-destino. Se plantea de forma similar al tópico escolástico astra inclinant, sed non cogunt (los astros disponen, pero no obligan), que pretendía compaginar el destino predicho en los astros y el libre albedrío del ser humano al actuar. Prácticamente en los compases finales de la novela se enuncia este tema, como síntesis de lo ocurrido. Es en el capítulo 21, en la digresión apelativa con que comienza: «Que complicado es todo. Tomas una pequeña decisión y ¡zas! De pronto, toda una cascada de acontecimientos inesperados te arrastra. Yo siempre he dicho que, pese a lo que muchos creen o quieren creer, uno toma realmente diez o doce decisiones (como mucho) a lo largo de su vida. (…) El resto de las veces que uno se encuentra en una disyuntiva, pienso yo, la vida elige por ti. (…) la gran mayoría de las opciones se excluyen solas y solo te queda una. Nos gusta pensar que el resultado final es la consecuencia de un montón de sesudas cavilaciones en la que se evalúan pros y contras porque así es como nos gusta vernos, como esa gente que toma las riendas de su vida y que lo planifica todo. Pero eso son gilipolleces, pues las decisiones te toman a ti. (…) a veces, muy pocas veces, un paso aparentemente trivial, una decisión tomada casi al azar, un poco como una boutade —como un chiste que te cuentas a ti mismo— acaba siendo decisiva para las cosas que te ocurren a continuación».

Así pues, una novela que de partida venía bajo el disfraz del gamberrismo y el disparate, el chiste contado a uno mismo y que se comparte con los lectores, termina encubriendo la lectura de una poética personal, una filosofía de la expresión y una reflexión sobre la naturaleza de la ficción. Diría que es un excelente Caballo de Troya metanarrativo, que Ángel Ortega nos la cuela muy bien a los lectores, con la sutil elegancia del ilusionista que sabe hacer ese inadvertido pase de manos; logra susurrarnos al oído unos cuantos secretos narrativos con el frenesí de gritos, carreras, persecuciones, conspiraciones, tiroteos, violencia, secuestros, drogas, narcotraficantes etc. que se suceden en el agitado oleaje de Yo no soy Pavel.

Héctor Martínez

«NECESITO UNA ISLA GRANDE», DE RAFAEL SOLER

Al ver la portada, uno pensaría en que invita a la lectura veraniega. Y sí, lo hace, entre ese mar azul, cielo abierto, y la invocación a una isla, blanco y en botella. Así pues, fue lectura en julio, en mi terraza de Madrid, con su mar de fondo. Ahora, una vez leída, se puede leer en verano, claro, pero también en invierno, no hay problema en ello. No es una novela de temporada, sino una novela sobre la vida. Rafael Soler sabe jugar con los ingredientes y ofrece una obra muy estival aunque leíble en cualquier época de nuestra vida. Aunque sea obvio, dejo caer que estoy, a mi vez, jugando también con las palabras.

Necesito una isla grande (Contrabando, 2019) es una novela de la que se ha destacado, primeramente, algo que no es pretensión suya, sino casualidad de las circunstancias. En efecto, es una novela que trata sobre los habitantes de una residencia de ancianos que deciden sublevarse y huir de la misma en pos de la vida. Publicar esto justo unos meses antes de declararse la pandemia de CoVID, que, como toda enfermedad, se ha cebado con los viejos y vulnerables, y, evidentemente, hizo presa en las residencias de toda España, sobrecoge por ese carácter visionario que a menudo como lectores nos gusta subrayar esotéricamente. Va de suyo que al trasluz que uno lee es el contexto de la lectura y no de la composición. No obstante, la novela que Rafael Soler escribe no necesita de una pandemia real para que tomemos conciencia de lo que pretende. No hay tanta taumaturgia en su elección narrativa, sino más bien ceguera en el lector, quien no veía en los viejos de la sociedad y sus circunstancias un asunto narrativo con peso. Y ahora que los medios fijaron su ojo sensacionalista en la tragedia, y que nuestros políticos han mordido el hueso para no soltarlo y lo han convertido en arma arrojadiza, pues de pronto se habla de los viejos en las residencias, su abandono, sus necesidades etc., por parte de tantos que, en realidad, nunca se preguntaron ni preocuparon ni por los recursos de estos centros sociosanitarios, ni sus condiciones, ni su personal ni, mucho menos, sus habitantes.

Quiero insistir en que a Rafael Soler no le hizo falta esta polarización ni la pandemia, ni nada del otro mundo, para convertir a los ancianos de una residencia en protagonistas de esta particular road novel —en breve veremos el porqué de esta etiqueta—. Es claro, de hecho, en la dignidad que confiere a los personajes, o mejor aún, en la dignidad que, más allá del trato que les dispense el narrador, los personajes reivindican por sí mismos; teniéndose solo unos a otros, y siendo tan distintos, cada cual con sus particularidades, forman un grupo consolidado en el que cada uno se reconoce en los demás y se celebran mutuamente: «porque no es lo mismo levantar un vasito de plástico en la merienda, solo contigo y arriba los vencejos de siempre, que alzar en compañía una copa de cristal y mantenerla arriba a la salud de todos, para con todos mojarte los labios, primero, y luego el corazón».

Los personajes, decimos, son habitantes de una residencia… ¿o es un asilo?… es interesante plantear esta discusión a partir de la novela misma. Dar asilo es prestar refugio al perseguido, ofrecer amparo al menesteroso, favor al necesitado. El asilo, en términos políticos, es el refugio que se ofrece al extranjero desterrado o huido, cuya vida peligra, por estar perseguido por motivos ideológicos en su país de origen. Si así lo pensamos, hablar de asilo de ancianos es hablar de otorgar refugio a alguien vulnerable cuya vida peligra, pero como si fuese alguien extranjero a la vida, huido de la misma, perseguido por un poder mayor que cualquier gobierno, y definitivo, como la muerte. El asilo, digámoslo así, es un estándar de cuidados muy limitados, un espacio genérico que no individualiza, en el que no existen tratamientos ni atención personal, mientras que nos venden las residencias geriátricas como una especie de apartahotel con todo tipo de comodidades a los usuarios. Así nos lo venden. No obstante, la cosa en la práctica no está tan clara como se nos explica en panfletos y demás, y así lo denuncia Rafael Soler: «Una vida de las que cuesta vivir en una Residencia, que es un eufemismo para no decir asilo, como si así fueran viejos de mejor ver, más llevaderos, porque no es lo mismo enviar a tu padre a una Residencia y que disfrute, que aparcarlo en un asilo y que reviente». Sí, residencia es el eufemismo de asilo: el que reside vive cómodamente en paz, el que recibe asilo es el que está asediado por la muerte. Igual que mayores es el eufemismo de viejos. Nuestro autor es muy consciente a lo largo de la novela de este doble nivel entre tabúes y eufemismos sociales con los que tendemos a engañarnos. Y es notoria su clara intención de no evitar tabúes, de usar la palabra sin edulcorante: verán la palabra viejos o ancianos —que también parece haberse vuelto tabú, quién sabe por qué— tanto en el narrador como en los personajes, y no el error de abuelo, que no por ser viejo uno ha de serlo, o las cursiladas de nuestros mayores o tercera edad y demás expresiones falsificadoras.

He dicho que la solicitud de asilo se debe, en gran medida, al peligro de muerte que alguien enfrenta. Y, pese a toda la atmósfera de humor y fina ironía que el autor gasta a lo largo de la novela, su progreso nunca pierde esta perspectiva: la muerte, en efecto está presente de principio a fin. Es el leitmotiv de la historia. Según se abre, nos recibe con la muerte de Pulga. Según transcurre, la muerte acecha a Tomás, que silenciosamente padece una enfermedad que se lo llevará por delante y quien, no obstante, «sintió una vez más el privilegio de estar vivo». En sus últimos compases, la muerte se cobra a otro personaje, quizás al que menos uno esperaría frente a las papeletas que tienen sus compinches de fuga, como toque de atención al lector de que la muerte, aunque seguros estemos de su acontecer, siempre puede sorprendernos.

Ahora bien, que la muerte aceche en cada párrafo a un grupo de ancianos no convierte la novela en un drama de pesimismo trascendental. Todo lo contrario. Como digo, es el leitmotiv para, visto que las puertas de la residencia/asilo no detienen a la muerte, salir de esa sala de espera. Inconsciente o no, la decisión del autor de llamar a la gobernanta directora de la residencia doña Asunción —recordemos, y duele no poder darlo por entendido hoy día, que la asunción representa en el catolicismo la muerte y subida en cuerpo y alma de María a los cielos— junto al hecho de que los ancianos se rebelen contra ella, exijan su dimisión y pongan tierra de por medio, es revelador de la temática. El más activo es Panocha, cuyo nombre real es Liberto, tal y como los libertos eran los esclavos manumitidos en la antigua Roma. Al mismo tiempo, la palabra asunción es el sustantivo del verbo asumir, esto es, hacerse cargo, responsabilizarse y aceptar algo, normalmente una obligación: ya las órdenes de la directora, ya la cita con la muerte. Estar entre doña Asunción y doña Muerte es estar entre la espada y la pared. No es que no quieran morir estos ancianos, deseo vano aunque humano, sino que no quieren morir todavía. Son trasunto del machadiano: «hoy es siempre todavía».

Rafael Soler (Valencia, 1947). Fuente: ediciones Contrabando

Dice Rafael Soler que lo que mueve a sus personajes es querer que la muerte los sorprenda haciendo planes, querer morir viviendo, en lugar de aguardarla inactivos, distraídos y condenados a engullir sopas, salteados de jamón sin jamón y surtidos de fiambres que, a la postre, solo es mortadela. Es el mismo impulso vital de la juventud, que ni por asomo piensa que la muerte pueda andar tras la siguiente esquina, y hace su vida, sus planes, sus locuras. El hecho de que la muerte te sorprenda solo puede darse porque estabas ocupado viviendo; si no te sorprende, solo ocurre porque renunciaste a la vida. Me asombraba esta novelada reflexión vitalista, cuando yo mismo la había hecho en 2003, al escribir las páginas de mi primer libro de ensayo que vería la luz en 2006; y aunque citarse a uno mismo digan que es de mal gusto, en este caso me parece que mis palabras de entonces resumen bien la idea en la novela de Rafael Soler. Decía yo en aquel libro, con veinticuatro añitos: «Algo así como que la memoria y el recuerdo fueran asuntos de ancianos o de aquel que se ve con un pie en la tumba. (…) ¿acaso un joven de veinticuatro años no es un viejo de veinticuatro años? Y no es esto ver el vaso medio lleno o medio vacío, no señor. Porque el joven y el viejo de tales años es el mismo, tan joven como viejo a esa edad. (…) acostumbrados (…) a hacer de la muerte y la senectud un horizonte existencial que se reserva siempre para el mañana (…) junto a esa otra costumbre de hacer de la vejez novia de la muerte (…) No entienden que la muerte puede sobrevenirme ahora y no siempre en un luego; no saben ver que la muerte va de la mano de la vida, y no de la ancianidad». Rafael Soler invierte la perspectiva: no es la de un jovenzuelo, como yo entonces, que entiende que la muerte no es un asunto que se puede posponer a voluntad y que la edad suponga dar la vez en una cola; es la perspectiva de unos viejezuelos que entienden que el valor de la vida, valga la redundancia, está en vivirla, y la muerte sigue siendo, tenga la edad que se tenga, un asunto de lotería. Tocar, le tocará a alguien, todos los días a todas horas, pero no sabes nunca a quién ni la cuantía del premio, es decir, la causa de la muerte —tengamos en cuenta que hasta el enfermo terminal puede acabar  sus días de un macetazo que un mal viento propició—. Hay diálogos reveladores al respecto:

—¿Tengo cara de muerto?

—Todavía no

—Pues habitualmente como te gusta decir, tú tampoco te quedas atrás.

—Traduce.

—Habitualmente nos morimos todos, Tomás. Traducido.

—Los viejos más, Coronel. Los viejos se mueren muchísimo.

En otro momento oímos a Panocha reivindicar el día a día: «El presente que no falte joven, no tenemos otra cosa». Al igual que la muerte no es cosa del mañana, sino que siempre es y está presente, la vida solo se hace en presente, aquí y ahora. Estamos ante una especie de carpe diem de emergencia, una última llamada a disfrutar del momento cuando la fuga del tempus lo hace sentir más irreparabile que nunca, la captura del día, del minuto o del segundo, incluso si la lozanía y la color en nuestro gesto nos han abandonado, haciendo bueno aquello de que mientras haya vida hay esperanza. Una actitud que halla su contraste en dos jóvenes, Julián y Cris, que se suman a la expedición de viejos sublevados y huidos de la residencia. Julián, hijo de uno de los ancianos fugados, Tomás, cuya vida es un completo desastre y está en crisis: divorcio, mala relación con su ex, Almudena, una hija desnortada, su trabajo de guionista de seriales de radio cayendo en picado…

En efecto, afirma Rafael Soler, los viejos ya conviven con la muerte («acostumbrados al desfile tenaz de sus compañeros de Residencia con la discreción de los humildes, casi siempre en la soledad de sus cuartos numerados»), y no hay residencia en que el tema de conversación no sea quién ha muerto o a quién le toca el turno. En la residencia, el mayor acontecimiento, acaso el único, es el fallecimiento. El resto es espera. Y frente a ese sorteo, el escritor equilibra la balanza con la diosa fortuna y un pellizco de la lotería. Muy hábilmente Rafael Soler abre las páginas de la novela mezclando los tres elementos mencionados: vejez, muerte y lotería. Pulga, uno de los residentes, fallece al mismo tiempo que otro, su partenaire de rifa, le envía un mensaje donde le comunica que han ganado el sorteo en el que jugaban a pachas. Se trata de un hombre desconocido, del que no volveremos a saber, pero que obra con justicia («como hacemos los legales», afirma) al repartir las ganancias aun con su socio fallecido. Además de empezar con un giro irónico de los acontecimientos, es evidente la pretensión simbólica que asocia, casualidad y justicia mediantes, la muerte y el azar, el destino y la fortuna. Eso sí, nuestro autor tiene el tacto suficiente para que la muerte sobrevenga al finado antes que el mensaje afortunado: Pulga se va de este mundo en las primeras líneas sin saberse premiado («Pulga no daba la más mínima muestra de entusiasmo ante una noticia que llegaba tarde»). De fondo en estas primeras escenas resuena en la cabeza del lector las innumerables veces que habrá maldecido un infortunio, alguna calamidad, comparados con la nula suerte lotera. También la de veces que, perdida la lotería, uno se consuela con tener salud. Todo este eco compartido está en esas primeras pocas líneas en las que un anciano, Pulga, muere en una residencia/asilo poco antes de saberse agraciado con un buen pellizco. De hecho, con ese humorismo de amargura, con el premio del sorteo de fondo, se describe a Pulga con la predicción del pacto que firman este, Tomás y Coronel por el que «el primero en caer sería un difunto con suerte, un difunto Premium cinco tenedores, porque quedarían todavía dos para velar su marcha». Nada más abrir la novela, Soler logra sacar del lector la sonrisa piadosa ante las ironías azarosas de la vida. Igualmente, el viaje de los personajes tan singulares llega en sus últimas páginas al casino prometido, donde encontramos diálogos de similar calado. Así, el comisario jefe responde a Panocha, cuando van a jugar a la ruleta: «Para perder siempre hay tiempo»; y remata la voz narradora con el siguiente inciso apelativo: «una verdad escrita a sangre en sus informes. Una verdad carísima, si por fin la entiendes».

Lo recordaba en una entrada anterior, cuando hablé de Viático de Carlos Suárez, novela en la que el azar movía los hilos, y es que el azar, la casualidad del acontecer gobierna la escritura de Rafael Soler. Y así lo afirmaba él mismo hace unos años en una entrevista para Crítica con Pérez Azaustre, recién salida El último gin-tonic, novela previa: «Creo en la providencia, creo en el azar. Si fuéramos humildes reconoceríamos que no tenemos el control. El azar puede crear situaciones fantásticas, quebrarlo todo… Me lo ha enseñado la vida. Se aprende más de un fracaso que de un éxito, y el azar juega a su favor». La novela Necesito una isla grande es un ejemplo directo más de esta declaración de fe en el azar como fuerza rectora de la narración.

Sin abandonar el plano simbólico, la troupe de ancianos vitalistas toman rumbo hacia el mar, como las vidas que son ríos  «que van a dar a la mar /que es el morir», tal y como resuena en nuestra cabeza la tercera copla manriqueña y el poder igualatorio de la muerte que en sus versos enuncia. Sí, como es habitual, el carpe diem se da la mano con el memento mori, y aun con el locus amoenus —el mar, el loft, el motel de carretera, el casino, la infancia—, huyendo del locus horridus —la residencia, la asunción, la sopa y la mortadela, la vejez, la muerte—. Y los cinco viejos se van «con lo puesto», que es tanto como decir, de nuevo con Machado, que van «ligero[s] de equipaje / casi desnudo[s], como los hijos de la mar» y para los que es muy cierta la letrilla, atribuida a Góngora, «ya nos venden el vivir / y vivimos de prestado».

Ahora bien, la muerte que plantea Rafael Soler es muy parecida al sarcasmo que el  criado le suelta al mentiroso que escribió Corneille: «los muertos que vos matáis gozan de buena salud» —sí, de Corneille y no de Zorrilla, ni de Tirso ni de Ruiz de Alarcón ni de Lope de Vega etc.—. Los personajes que mueren, empero, aún permanecen y se les adjudican acciones conscientes, no desaparecen del relato. Así podemos leer: «hay muertes que cuesta mucho terminar (…) Puedes estar fiambre, hasta en la caja puedes estar sin haber muerto del todo (…) después de esa muerte inicial (…) queda la segunda, más en blanco y negro, donde estira cada uno como puede el tiempo que no queda (…) el tiempo que aún escurre despacito (…) un tiempo de propina que bien puede ser una centésima de segundo si pones poco empeño y te rindes como hacen casi todos». Muy Rulfo —y me da en la nariz que no es inocente que un personaje sea bautizado como Nepo de Nepomuceno—. No, la muerte verdadera, y se dice varias veces en la novela, es el olvido: «habló Tomás del olvido, que es la muerte verdadera, y no esa chapuza de acabar por sorpresa y sin consideración con tu historia»; también lo afirma Carmina en la parte final: «La verdadera muerte llega así, Tomás, con el olvido». Es la muerte de la que hablaba Ángel González «Pero si tú me olvidas / quedaré muerto sin que nadie / lo sepa», muerte en la que ni siquiera es necesaria la muerte inicial de la carne, muerte en la que bien podemos entender que se encuentran los ancianos de la residencia-asilo-sala-de-espera y de quienes nadie se acuerda. También es la muerte que testimoniaron Garcilaso («me falta ya la lumbre / de la esperança, con que andar solía / por la oscura región de vuestro olvido»); Bécquer («donde habite el olvido, / allí estará mi tumba»); y cuyo guante recogió Cernuda «Donde habite el olvido, / En los vastos jardines sin aurora; / Donde yo sólo sea / Memoria de una piedra sepultada entre ortigas / Sobre la cual el viento escapa a sus insomnios. / Donde mi nombre deje / Al cuerpo que designa en brazos de los siglos, / Donde el deseo no exista». No perdamos de vista que, siendo novela, su autor es poeta y en su escritura late toda esta galaxia de versos.

Necesito una isla grande es una novela de viaje, pero al contrario que la clásica bildungsroman, aquí ya no hay formación ni aprendizaje como tal para los personajes. No, al menos, para los cinco ancianos montados en una furgo robada. No estamos ante un camino del héroe, sino ante el viaje interior: un viaje en el que, cuanto más espacio se avanza en el exterior, interiormente más se retrotrae la memoria en el tiempo, más indaga cada uno en su ayer, en el tiempo ido desde el tiempo que resta. Existe, sí, el concepto de road novel —el mismo Don Quijote estaría en el género— y podríamos incluir la novela de Rafael Soler si la circunscribimos solamente a los avatares del viaje en la furgoneta de los ancianos, sus diálogos y sus reflexiones. No obstante, lo cierto es que la novela no cabe ser reducida solo a las motivaciones vitalistas, reflexivas y poéticas que desencadenan ese viaje interior que he subrayado. Tiene mayor alcance y cabría en la literatura utópica. El mismo título invita a hacer la elucubración.

Pensemos en las palabras que lo conforman. El verbo necesitar, el sustantivo isla y el adjetivo grande. El título es una oración y no un sintagma, en primera persona, cuyo sujeto descubriremos que es Tomás, desahuciado de la vida, aunque la novela esté escrita en tercera omnisciente con apelaciones al lector. El título es una declaración, una exigencia personal, un requerimiento. El verbo sostiene ese carácter de urgencia mientras que el sustantivo y el adjetivo especificativo que lo acompañan conectan con la utopía. Las islas y las ínsulas —que también es antiguo sinónimo de la primera— tienen este rango en la literatura.

Desde la isla de Tomás Moro y la ínsula Barataria de Sancho Panza, la Ítaca de Ulises, la Pala de Huxley o la mítica Atlántida, las islas conforman pequeños mundos a escala enfrentados a las grandes masas de continentales vicios, ruidos, tumulto y errores humanos. La isla aísla al habitante. En la novela la isla se convierte en anhelo de Tomás —¿coincidencia de nombre con el autor de Utopía?— precisamente por su característico aislamiento. Y aunque al principio la isla es una isla física y paradisíaca en el Pacífico Sur, prácticamente deshabitada —si no fuera por el turismo— que tiene nombre, Aitutaki, como desvela uno de los relatos de Carmina, poco a poco la isla trasciende el plano meramente cartográfico: «Las islas mejores eran las de un día, que salías con el sol, a las seis de la mañana, y regresabas al atardecer, con los deberes hechos (…) un paseo de vuelta con el sol de espaldas y los recuerdos en fila (…) En una isla, había que volver siempre con el sol a la espalda. (…) Siempre hay sol en una isla (…) sobre todo en las islas que no aparecen en el mapa. (…) Nadie puede ir a una isla que no sabe dónde está. Esa era la clave. Islas de un día, llenas de nadie».

En efecto, la isla de Tomás no aparece en mapa alguno, él mismo es su isla: «Lo suyo con las islas no era una querencia, ni una obsesión. Era un vivir, la forma que tenía de pasar el día. Hasta allí se desplazaba para recibir las malas noticias, sentado en una silla de tijera, con un sombrero ancho de paja y un coco partido. El coco, para beber. La silla para sentarse. Y las malas noticias para dejarlas en la orilla esperando que suba la marea». Se trata de una isla que no se mide en kilómetros de superficie, sino que se mide en tiempo: se puede recorrer en la rutina de un día de vida, cuando el siguiente día no está asegurado. Podríamos entender que se emplea el día como metáfora vital: del amanecer al ocaso desarrollando la vida entre medias. Por ello que sea inevitable «volver con el sol de espaldas y los recuerdos en fila».

No obstante, la isla que necesita Tomás es una isla grande. Rafael Soler hace la conversión en las unidades de medida: «Incluso islas de dos días, que entraban ya en la categoría de islas grandes, con muchos sitios estupendos para muchos nadie». Aunque las mejores islas sean las islas de un día, la que Tomás necesita es una isla de dos días, al menos («los tres se despedían al acabar la cena con un guiño solidario, “mañana más”, y mañana dios dirá», leemos al principio como ritual entre Pulga, el Coronel y Tomás en la Residencia/asilo); incluso una de tres días, como mucho («Tomás hizo lo mismo, agitando la cabeza para alejar la imagen de cuanto acontecía al despuntar el tercer día: resignados en sus féretros, los abdómenes rompían su falsa turgencia dando suelta al gas hediondo de la muerte»). Es decir, necesita ese día más del que uno siempre alberga la esperanza de vivir, máxime cuando tienes los días contados por la enfermedad. No valen las trágicas —y aquí he de callar— islas birria: «aquella roca grande era una birria de isla (…) no es lo mismo ver un oleaje desde la escollera, por fuerte que sea, que convertirte tú en ola. (…) las olas eran cada vez más altas y la roca no. Y eso solo sucede cuando estás en una isla de la categoría de las islas birria (…) una ola furiosa es lo peor que hay». Hemos de recordar que una isla es la porción de tierra rodeada de mar… y ya sabemos lo que el mar simboliza.

Quisiera rematar mi comentario a la novela de Rafael Soler atendiendo a los aspectos textuales, metaliterarios y cinematográficos. Son los pespuntes que refuerzan y dan unidad a la trama. No es un mero capricho que Julián, el hijo de Tomás, sea guionista radiofónico; que en la Residencia tengan una revista llamada Trinitotolueno; que Carmina escriba relatos con una máquina de escribir, remedada la varilla de la vocal A por Panocha, quien a su vez fuera, tiempo atrás, linotipista; mientras Cris, la jovencita socióloga que desarrolla su tesis doctoral sobre viejos, toma notas del viaje a modo de diario en su portátil. Nada de lo que sucede queda al margen de su registro de uno u otro modo en este amplio homenaje a la escritura desde la linotipia hasta la tecnología moderna del portátil, así como a sus modalidades textuales: ya sea el pasquín revolucionario, ya las notas para un texto académico, ya guiones para seriales radiofónicos, ya los relatos literarios, representando cada personaje una edad de la escritura desde el siglo XIX.

En este punto la novela se vuelve sobre sí misma, un espejo contra espejo. Carmina, quien «tenía historias que aparecían de repente y ella recogía cuidadosa», tendrá sus apartes en cursiva y con la distintiva peculiaridad del carácter de la A distinta al resto de tipos, y contará las historias de los personajes, incluso la suya, convirtiendo la novela en una narración enmarcada. Más analítica y sociológica, Cris da cuenta en sus Doc numerados y guardados en el portátil. Julián, en sequía creativa, encontrará en su padre y en el viaje esos personajes que anda buscando para que repunte el programa de radio. Quizá, puede que lo esté llevando muy lejos, la novela sugiera cómo la escritura, que se nutre de la vida, es arma contra el olvido, del que se nutre la muerte.

Es importante, señalaba hace un momento también, la presencia de lo cinematográfico, no solo en referencias, sino también como técnica narrativa. Pasajes como, por ejemplo, el siguiente revelan la visualización plástica, la atención a los detalles en primeros planos y el movimiento del punto de vista narrativo en travelling por la escena: «El taxi se detuvo al comienzo del paseo, que bordeaba una playa con unos patines de plástico alineados cerca de la orilla a la espera de un cliente. Brillaba un sol inofensivo, y en los pocos bancos fueron dejando atrás a una pareja que muy poco tenían que decirse, a varios viejos sonriendo en su abandono y a un pintor con sombrero de paja agujereado y con pinceles en la boca, como si se estuviera desayunando un cuadro imaginario. Muy cerca, un gordinflón trotaba en busca de la salud perdida con el corazón a reventar, la camisa empapada y doce calorías menos, hundidos sus ojillos en un montón de grasa».

Asimismo, no son pocas las referencias directas como indirectas que la novela nos sugiere: por ejemplo, en conversación etílica entre Panocha y Tomás, este último afirma que le hubiese gustado ser película, y en concreto menciona Drama en el presidio y Cleopatra. Más adelante, un diálogo de Rocky con la policía sirve para pensar en Uno de los nuestros (Goodfellas, 1990), o conversando Carmina y Rocky, se asocia el mar como destino y el cine en títulos como Rebelión a bordo, Tiburón, Náufrago o El viejo y el mar, y hasta se menciona por parte de Carmina El puente sobre el río Kwai, por desarrollarse sobre un río, agua, y que al fin y al cabo, dará al mar, al Pacífico en concreto. Todas ellas son películas que adaptan obras literarias y varias mantienen curiosas conexiones con la trama de la novela que leemos. Más allá del evidente nombre de Rocky en un boxeador, me llamó la atención Tiburón, por ser la película que me vino a la cabeza al leer el título de la novela: ¿soy yo o en necesito una isla grande resuena aquel «You’re gonna need a bigger boat» (necesitará otro barco más grande)? Que luego aparezca su referencia en el texto no hace sino confirmármelo. Reparemos también en que el río Kwai desemboca, hemos dicho, en el Pacífico, que Rebelión a bordo (Mutiny on the Bounty, 1962) o Náufrago (Cast away, 2000) también se desarrollan en islas del Pacífico; que El viejo y el mar (The Oldman and the Sea, 1958) es el solitario viaje interior de un anciano lobo de mar que ya no logra pescar nada; o Drama en presidio (Convicted, 1950) si podemos trazar un paralelismo entre el presidio y la residencia, entre la espera de la muerte y el hecho de que un preso pueda enfrentar la silla eléctrica, que los personajes de otros presos sean perdedores y parias a la sombra de su pasado —que se aprovecha para la distendida comicidad toda vez que un envenenador es el cocinero y un degollador el barbero—, o la liberación y reinserción en la sociedad del preso con tal tacha de preso, y, por tanto, en el último escalón social.

Y pese a que no haya referencia directa, la novela sí evocará por hache o por be —y en este punto es cosa mía como lector— otras cintas como Cocoon (1985), Una historia verdadera (The Straight Story, 1999), A propósito de Schmidt (About Schmidt, 2002), La juventud (La giovinezza, 2015), nuestra Volver a empezar (1982), o más reciente en cine de animación, Up (2009)… por citar algunas películas que las páginas de Rafael Soler me sugerían. Ahí las dejo por ampliar este universo temático a los lectores.

Un detalle que le han subrayado a menudo a Rafael Soler en entrevistas y presentaciones es la longitud de sus obras, no por voluminosa sino precisamente por lo contrario, en los tiempos de los grandes mamotretos, los auténticos tochos, y las sagas infinitas compuestas a propósito desde el criterio de la cantidad. La respuesta de nuestro autor es la siguiente: «yo creo que cada novela tiene la extensión que precisa, ni una página más. Yo soy un escritor que revisa los textos, que los deja dormir; siempre en la segunda versión de una novela aparecen matices nuevos (…) y siempre hay páginas que sobran, páginas que has escrito buscando la página que viene luego. Esas hay que quitarlas. Superar las 300 páginas de un novela manteniendo una intensidad tremenda no es fácil: una cosa es contar y otra es atrapar al lector». Remarco esta respuesta porque se suma a un coro de narradores actuales que nadan en la misma corriente, y también es algo que veo en el auge cada vez mayor de la narrativa breve, del relato corto y del cuento. Destaco aquí a Antonio Tocornal, quien el año pasado afirmaba en la misma línea que Rafael Soler: «Cuando llego a las 200 páginas comienzo a sentirme culpable. Creo que las obras de narrativa que exceden de las 300 páginas son a menudo resultado de una actitud egocéntrica del autor. Yo no me atrevería a robarle más tiempo del necesario a un lector para contarle una historia; me parecería invasivo. Por esa razón, cuando paso de las 200 páginas, normalmente me dedico a pulir o a podar lo innecesario».

En efecto, el libro no debe pensarse en su longitud de impresión, sino en su contenido y en la forma más efectiva de contarlo, de acercarlo al lector, de atraparlo y de no robarle más tiempo del necesario, y que está dispuesto a darle a nuestro relato, ni tratarlo como a un idiota al que ha de dársele todo con cucharilla. Hay libros de más de 600 páginas maravillosos, trilogías y tetralogías, como también hay libros de 150 páginas que son una genialidad. Tiene algo del carácter ilustrado la posición de esta línea de narradores, en la que incluyo a Rafael Soler, cuando leemos de Kant: «El abate Terrasson dice, en verdad, que si se mide la magnitud de un libro no por el número de páginas, sino por el tiempo que se necesita para comprenderlo, podría decirse de más de un libro que sería mucho más corto si no fuera tan corto. Pero, por otra parte, (…) puede decirse con igual razón: más de un libro hubiera sido mucho más claro si no hubiera querido ser tan enteramente claro. Pues los auxilios para aclarar un punto, si bien son útiles en las partes, distraen empero a menudo del todo, no dejando al lector alcanzar pronto una visión de conjunto». Conste que aquí comento este aspecto exclusivamente desde el punto de vista del escritor al crear su obra. Hay otras interesantes perspectivas respecto del tema como pueden ser la perspectiva editorial por el ahorro ante la escasez de papel, cuestiones de marketing o la pereza lectora de una sociedad de la inmediatez, con un tiempo cada vez menor de atención o concentración, que cada vez más busca la lectura simplificada, reducida o muy concentrada. O todo junto. Pero esto es otro tema.

Buen humor y vitalismo cruzan Necesito una isla grande. No es una novela plana, sino que posee una inteligente arquitectura literaria: la que permite hablar de lo que nadie quiere hablar con una sonrisa; la que convierte lo desdeñado o marginado en protagónico sin pedir permiso y sin aspavientos, con total naturalidad; la que parte del hecho maravilloso para ahondar calladamente en lo cotidiano; la que hace que cada enunciado en prosa tenga el sonido del verso que lo sostiene: «Versos de los que hacen a un poeta sin una coma de más ni una palabra de menos (…) un poema con alma, que son los que perduran».

Héctor Martínez

«EN UN INTERIOR ESCONDIDO», DE CÉSAR EDUARDO GORDILLO

Nos conocimos vía redes hará, en noviembre, tres años. El año de la pandemia. Ya nos habían liberado del confinamiento pero aún perduraba el recelo, sobre todo cuando uno tiene familiares mayores y delicados de salud. Salir, salía más bien poco, y llevaba un tiempo participando y asistiendo a charlas y conversatorios en línea. Muchos eran desde Latinoamérica, en cuya diferencia horaria me apoyaba para el sueño tardío que el enclaustramiento me provocó. A mediados de mes, entré en una charla. Él disertaba sobre Julio Cortázar y la literatura comprometida para Montaña de Letras. Ahí entablamos amistad literaria y digital. Poco después surgió el proyecto audiovisual, cada vez más consolidado, de Entre-Visajes, junto a Mauricio Palomo Riaño, también autor y amigo literario leído y reseñado aquí —aún tengo obras suyas por leer y comentar más adelante—. Pero aún éramos entes digitales unos para otros, datos circulando por la fibra, entelequias de las redes, quimeras en una pantalla.

Hace apenas unas semanas llegó de Bogotá al aeropuerto de Barajas-Adolfo Suárez de Madrid, sobre la hora de comer. Una vez reunidos, probada nuestra existencia empírica, y ya en la RENFE, él abrió su maletón y sacó un paquete de café colombiano. Solo después extrajo de otro hueco del maletón un ejemplar de su libro, debidamente envuelto y sellado. Y solo ahora que lo he leído y que lo releo, puedo entender por qué entonces primero me entregó el paquete de café y no el libro: primero el aroma, luego la lectura. No es una elucubración loca que me saco de la manga, sino que el relato final del volumen, el afamado Cafelito, ya determina el orden pues, frente a «los catadores de café [que] siempre terminan posando (…) para ellos, por lo general, probar y sentir el aroma pasa a un segundo plano y prevalece el juicio categórico: seleccionado o insípido» la gente en el Cafelito de Lavapiés, «constantemente pareciera encontrar en el fondo del café una lectura para su vida». Y eso es lo que encontré yo, en el fondo del café —entiéndase la polisemia de fondo y la metonimia de café—, una lectura para la vida.

En un interior escondido (Senderos y Fundación Renascentro, 2018) es un volumen de veinticinco relatos urdidos por César Eduardo Gordillo, bogotano del Rincón de Suba, con titulación en Filosofía y Letras por la Universidad Sto. Tomás y en Literatura por la Universidad Javeriana, además de estudiar Escrituras Creativas en la Complutense de Madrid y haber recalado en la Universidad Autónoma de Barcelona donde actualmente prepara su tesis doctoral. Ejerce como docente de Literatura, habiendo enseñado en la universidad La Gran Colombia, Colegio Mayor de Cundinamarca y UNAD en su tierra natal. En 2011 obtuvo la maestría en Literatura con la tesis Barroco y neobarroco en ‘Del amor y otros demonios’ de Gabriel García Márquez presentada en la Pontificia Universidad Javeriana y en 2015 publicó, en torno a la misma obra de Gabo, el volumen de análisis e interpretación literaria Del amor y otros demonios. La antropología inconclusa de Latinoamérica con la Universidad La Gran Colombia.

Pero de este currículum, a la hora de leer su opera prima En un interior escondido, importa más lo que mencioné en primer lugar, ser bogotano del Rincón, algo que no se estudia para serlo ni se enseña, sino que se vive para contarlo de rincón en rincón. Y esto es lo que hace en sus relatos. Estamos ante una obra autoficcional, en la que la vivencia personal y la anécdota experimentada se elaboran subjetiva y literariamente. El exterior se tamiza en el interior del sí mismo y se devuelve al afuera en forma de literatura. No es una mera labor documental o testimonial, no pretende decir yo viví esto o esto ocurrió ante mí. No es un mero diario ni una simple recolección de lo que guarda la memoria. En todo caso es un rememorar, con la carga intencional y vívida que tiene este verbo frente al sustantivo recuerdo.El suceso, la anécdota, son la excusa, mas no el asunto. Como tales, ya son materia literaria al ser seleccionados a propósito por César Eduardo Gordillo como historias, aparte de significativas para él, con potencial literario —de ahí el componente intencional—. En este sentido, el título permite remitir el interior escondido a la remembranza íntima que no surge si no se rebusca a propósito: «no hay manera de escapar, el pasado es una voz que no deja de resonar y siempre nos obliga a mirar atrás».

Un personaje protagonista y narrador es fundamental al caso: el cronista. Un cronista, que hoy asociamos al periodismo, es aquel que recopila en crónicas hechos dignos de ser recordados, pero no de un modo histórico, sino de un modo literario, un relator de aconteceres locales, al modo costumbrista decimonónico (tono costumbrista que vemos, por ejemplo, en los dos primeros relatos: «Traigo abrecaminos pa’ tu destino» y «El travesti que no pudo escapar del olvido»). La crónica, desde el punto de vista periodístico, es un género mixto: no informa, o no solo, sobre el suceso, sino que lo relata desde la perspectiva del cronista que lo vive. César Eduardo Gordillo enlaza así lo literario, origen del género, con lo periodístico. No son pocos los pasajes que llevan tal carga de crónica. Por ejemplo, en el relato «En un rincón del alma», el que fuera niño y que vio cómo una prostituta lo defendió enfrentando y matando a un ladrón que pretendía robar su bicicleta, a su regreso a El Rincón treinta años después, afirma: «volver fue un absurdo —pensé— pero alguien tiene que contar lo que pasó (…) que la vida la compense porque no hay memoria de ella, ningún libro ni relato de cómo mató llena de valentía». El cronista es ese alguien que debe contar lo que pasó, y que a ratos sí y a ratos no, se identifica con las andanzas vitales de nuestro autor. Su eco más directo, en este sentido, lo tenemos en Crónica de una muerte anunciada de Gabo, nombre y obra que, no dudo, estaban en la cabeza de César.

También la palabra crónica tiene otra connotación: así llamamos a la enfermedad o la dolencia larga o habitual, e incluso a cualquier característica que viene de tiempo atrás y perdura. Perfectamente podemos entender que el cronista relata y testimonia del barrio los hechos que hablan de algo cronificado: «aunque la delincuencia nos llegaba al cuello en el Rincón, en algún momento llegué a pensar que todo iba a cambiar. Pero con la llegada de los costeños el barrio se desbordaría nuevamente (…) Los primeros pobladores del barrio fueron campesinos que además de identificarse con costumbres moralistas traían acuñadas frases que hoy sólo son recuerdos o rincones atemporales. Escuchar ole su persona, sumercé, es propio de un pasado que se borra y motivo de burla entre las nuevas generaciones o mejor de rechazo»; o algo más allá: «hay una realidad indiscutible y que me inquieta: de los treinta años que llevo viviendo acá nunca había visto una manera tan salvaje de asesinar. Sin lugar a dudas en El Rincón he visto cómo una navaja entra en el pecho de alguien, he visto cómo se dan plomo, y he visto cómo la gente se atrinchera en las esquinas para escapar de las balas, pero esta nueva forma de ultimar se convierte en un elogio a la barbarie».

Por tales sentidos aglutinados, la elección del cronista es de precisión milimétrica en este libro y arroja su sombra sobre todas la voces narradoras, ya en las homodiegéticas, tanto protagonistas como testigos, ya en las heterodiegéticas omniscientes. Es fiel a ese «alguien tiene que contar lo que pasó».

Tras este escarceo, volvamos a la expresión interior escondido del título y su semántica. Porque, además de apelar a la memoria, también tiene un sentido espacial, como lo tienen los 25 cuentos.

En efecto, el espacio no solo es contexto circunstancial sino también personaje. Contrariamente a varias opiniones que he leído, el volumen no se desarrolla en dos espacios, a saber, el barrio del Rincón de Suba (en Bogotá) y el barrio de Lavapiés (en Madrid). Si bien es cierto que también somos llevados a Medellín y el barrio de Los Colores, o que paseamos por el distrito de Chamberí, en Madrid, en concreto por el barrio de Gaztambide, visitando la hamburguesería Don Oso, y por el de Arapiles, donde se encuentra el Teatro Galielo (hoy Quique San Francisco), hay un tercer espacio intermedio de Bogotá y Madrid: el Cafelito de Julito. Es verdad que se ubica en un rincón de Lavapiés («¿y qué es Cafelito? ¿No es acaso un rincón más de Madrid?»), sin embargo, en la narración de César Eduardo Gordillo Cafelito trasciende su plano de realidad y se transforma en punto de convergencia, en puente interdimensional que suspende el espacio-tiempo y permite conectar Bogotá y Madrid: el Rincón de Suba en un rincón del Lavapiés madrileño. El local de Cafelito tiene en los relatos una significación propia más allá de lo geográfico, más allá del negocio que es, que lo constituye como un portal idóneo para su autor. Un pedazo de Bogotá, o incluso Bogotá entera, Hispanoamérica, en el aroma y fondo del café… pero en Madrid: «Cada rincón de Madrid es una esquina de Latinoamérica (…) no hay casa, calle, fachada, museo, café que no esté ya en algún lugar de Buenos Aires, Bogotá, Santiago, o Ciudad de México (…) No se te haga extraño que la Candelaria de Bogotá sea un grito desesperado para recordar Malasaña en Madrid». Y más aún, no solo es un punto de encuentro espacial, sino también literario. Allí hay biblioteca, allí se lee, allí se escribe… y se convierte en lugar de reunión final de los personajes y las historias que César Eduardo Gordillo hace desfilar por los relatos bien en El Rincón bien en Lavapiés. Es el centro del universo creado y que se despliega en el volumen.

César Eduardo Gordillo, autor de En un interior escondido (Senderos y Fundación Renascentro, 2018)

He podido comprobar que no soy el único al que le sucede; y es curioso. No, no soy el único que alguna vez ha mencionado este libro mal titulándolo en un rincón escondido. Esto solo ocurre una vez leído, una vez que la palabra rincón se clava en el cerebro lector y no lo sueltas. Porque la palabra rincón despliega su sentido de escondrijo, el pequeño espacio interior abarcado por algo mayor, y que delimita con todo lo demás de alguna forma, que hace incluso de frontera o que no permite una vía de escape, precisamente lo que significa estar arrinconado. En efecto, podemos hablar de un rincón de la memoria, pero también de un Rincón de Bogotá y un rincón del Lavapiés, en Madrid. La semántica de la palabra rincón a partir del barrio bogotano, envuelve el texto y lo dota de una atmósfera pesada, un callejón sin salida, un origen al que se vuelve.

Con lo hasta aquí dicho, no es descabellado pensar este libro como una reconstrucción (quizá mejor recreación) literaria de lo espacial, del medio vital que ha nutrido la experiencia, a través de la remembranza. Se trata de ese espacio de los barrios y de sus rincones, con sus habitantes y sus historias, que son los que acaban por definir la idiosincrasia del conjunto, el sello distintivo del lugar. Le he escuchado decirlo así a César: un barrio popular es aquel en el que hay muchas cosas, elementos desordenados pero que conforman unidad, una unidad que solo se comprende desde dentro, desde cada uno de los rincones. Y en efecto, así opera César Eduardo Gordillo en el libro: acude al rincón, al pormenor, al detalle, al objeto desencadenante de la historia (una olla, una bicicleta, la piedra de partir la panela, unas llaves, un libro, una maleta, la nona, un ajedrez) o al lugar (un café, una panadería, una sastrería, una peluquería, una casa, el metro, el teatro Galileo, la hamburguesería Don Oso) y teje la anécdota (el robo, un ajuste de cuentas, un encuentro casual, una teoría ufológica, el primer gol marcado) marchando desde lo micro hacia lo macro, hasta relatar, no ya la historia misma, sino la experiencia, la vivencia íntima. Más que una idea, hay una palpitación tras el relato, que se alcanza al darle un tratamiento literario a la anécdota. Tal y como le he escuchado decir, se trata de una metamorfosis de lo anecdótico en lo estético. Sí, alguien debe contar lo que pasó, pero, a la par, el cómo lo haya de contar importa.

En algún momento me recordó aquel filosófico autotrascendimiento agustiniano por el que uno halla las verdades que nos permiten comprender el mundo en la búsqueda interior del alma. La decisión de acudir a lo popular, al detalle, al objeto, al rincón, es un metafórico adentrarse en el alma del barrio, manera de adentrarse a su vez en el alma de uno mismo, configurada por ese entorno. Cuanto más hacia el interior más se adquiere una visión del conjunto, cuanto más se escarba en lo oscuro más luz se arroja, cuanto más se sumerge uno, más se eleva. Esto que menciono es importante para entender la posición de la que parte nuestro autor respecto de este tema del espacio.

Lo diré brevemente: el espacio importa porque la literatura se territorializa. Está vigente en Bogotá, y no solo allá, un debate jerárquico entre la obra producida en el centro citadino y la producida en la periferia, en las regiones, debate en el que se expone cómo goza de mayor estima la obra creada en el centro frente a la creada en la periferia, o cómo es minusvalorada la obra periférica, regional, frente a la creada en el centro capitalino: la élite sibarita, hegemónica, receptora del prestigio literario y editorial, siempre en torno a lo mismo, y el populacho del barrio, en el totum revolutum.

Este mismo volumen de relatos, que es de la literatura periférica oculta en lo underground, contiene alguna declaración irónica al respecto del debate centro-periferia: «soy un espía de las artes. Dejé de perseguir a los sibaritas colombianos porque persisten en pintar y escribir lo mismo. Nunca espío tras un periódico o con un disfraz, me gusta ejercer mi oficio desde los rincones», por ejemplo; o aquel otro dardo: «varios de sus trabajos publicados por la reconocida editorial Alfaguara. Entre sus más famosas publicaciones estaba Cafelito, escrita en Madrid (…). Sin embargo, cuando se vino abajo la editorial, le cortó los adelantos y por incumplimiento, el Cronista empezó a pasar hambre». ¿En serio Alfaguara quebraría por publicar obras de este tenor?

Debemos tener en cuenta este debate centro-periferia en los términos de mainstream y underground al leer En un interior escondido. Es una de las razones por las que en los cuentos lo periférico, lo particular del afuera, se redignifica y se entrega el protagonismo al desheredado, el marginado, habitante de la periferia, que arrastra los prejuicios que le echaron encima. Dentro de los relatos existe una tendencia hacia al antihéroe que pulula por el barrio y hace parte significativa del mismo: el travesti, la prostituta, el pandillero, el sicario, el costeño, el emigrado, o incluso el incomprendido hincha del fútbol y su pasión por tal deporte, repudiados por la alta literatura como asunto.

Así, el cambio que sufre el barrio con la presencia de Marcela, el travesti, y la llegada a él de los costeños o negros se juega también en los términos periferia-capital: «eso somos los capitalinos gente que hace todo de puertas pa’dentro. Unos tapados se diría ahora. Tengo que confesar que sus piernas largas y brillantes fuera de convertirse en el preludio de un derroche, en el inicio de un carnaval, sacarían a luz que nuestro barrio, uno más de la Bogotá incógnita, se habría de convertir en otro lugar para vivir de puertas para fuera (…) no es un secreto entonces que ellos han logrado arrebatarle el formalismo a la capital. Por ello celebro su llegada; celebro que hagan el amor en el andén de mi casa a la madrugada y muertos de frío; celebro el olor a pescado y a ajo que emana por sus puertas y ventanas; celebro el ruido que bulle de sus cantinas y su voz de desparpajadora; celebro que cual monumentos esculturales se paseen frente a mi ventana y se mezclen con nosotros, hombres y mujeres bajados de las montañas que hasta hace poco vivíamos de puertas pa’dentro».

También mencionaré el caso de la prostituta Sandra, que aparece en el relato elocuentemente titulado «En un rincón del alma» y es, quizás, uno de los que mayor ternura expresa con la antiheroína. Sandra es la prostituta que mencioné líneas atrás, la que mata a un ladrón que de noche se cuela en la casa, donde ella está alquilada, para robar. Pues bien, se la presenta como arquetipo de la prostituta del barrio al que queda anclada: «a estos barrios es a donde primero llegan las preferidas de los evangelios, las desplazadas de los pueblos». Pero lejos de ser tratada con desprecio por cómo se gana el pan, a los ojos del narrador es elevada al rango de imperecedera heroína valiente: «debo advertir algo, pues es de gran importancia, aunque no hay motivo para encontrar a Sandra ni razón alguna para saber el fin de su vida, sí hay una huella que debe ser registrada: su espíritu da sentido a quien el tiempo ha molido»… Cabe subrayar que en la casa había hasta seis varones dormidos –o amedrentados– y lo enfrenta solo ella, y ella sola: «toda empañada de sangre sostenía con una mano al ladrón por el cuello y con la otra sujetaba la piedra de partir la panela. Tan pronto nos vio, soltó el utensilio para machacar las cabezas de ajo y dejó caer al ladrón, quien desvaneciéndose sobre sus piernas, terminó de bañarla, acusándola de un crimen cometido en legítima defensa». Obsérvese la habilidad de nuestro autor al conjugar la imagen y la palabra: seguro que nadie repara al leer estas líneas en la palabra ajo y la piedra queda en nuestras mentes como un utensilio para machacar cabezas. Por otro lado, no se me escapa un guiño intertextual al soneto Amor constante más allá de la muerte, del insigne barroco Quevedo, al decirnos que «no es ella la que me hizo escribir sino su presencia tras la ventana, que como un Dios ha sido», que rápidamente me trajo a la mente el primer verso del barroco conceptista: «Alma, a quien todo un Dios prisión ha sido».

Esta referencia metaliteraria no es única en el libro, por cierto. Las hay, y muy evidentes, en la mención directa de los autores, como sucede con Neruda, con Lorca, con Joyce, con André Bretón, con Ian Gibson. Pero me resultan más efectivas esa de Quevedo, oculta a la evidencia, o la que acude a Gil de Biedma cuando dice de Ayala, el vendedor de ollas de segunda mano en El Rincón, «que la vida iba en serio, él lo empezó a comprender muy tarde», cita literal de aquel primer verso del barcelonés en No volveré a ser joven:

Que la vida iba en serio

uno lo empieza a comprender más tarde

—como todos los jóvenes, yo vine

a llevarme la vida por delante

Acaso detrás del nombre Ramiro Gómez Serna resuene un homenaje a Ramón Gómez de la Serna. Y quizá, puede que aquí sea más mi subjetividad la que juegue, o mi imaginación, haya otra en el relato «La costurera con almohadillas de algodón», que trata de una costurera cuyos pechos han sido remendados, lo cuales son descritos como almohadillas de algodón. Al leerlo resonó en mi cabeza la prosa poética juanramoniana: «Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos».

También En un interior escondido vemos que César Eduardo Gordillo echa mano hábilmente de la autorreferencia del mismo discurso literario. Al leer vamos descubriendo que  no se trata de veinticinco relatos independientes, sino que están encadenados a través de breves destellos que remiten de unos a otros: no ya el hecho de compartir espacio, que también, sino por la invocación de nombres, reiteración de expresiones, ecos de hechos o la reaparición de objetos en unos y otros, sabemos que todos los relatos forman parte de un mismo universo, que los personajes guardan relación entre sí hasta la reunión final en el último, en Cafelito. En este sentido, a pesar de hablar de relatos, perfectamente podríamos también inscribir la obra en la categoría de novela fragmentaria, al constituirse de las partes de un todo que las sustenta, trozos de un espejo roto, que, aunque no necesariamente se hayan podido recuperar en su totalidad, son suficientes para recrear la memoria, aunque sin orden ni concierto. Porque la memoria nunca es espejo perfecto ni nos asaltan sus imágenes en un orden cronológico.

Los relatos abarcan multitud de temas. La vida del barrio, los cambios sociales, la marginalidad y la discriminación, la pobreza, la violencia y el crimen organizado, el abuso sexual en la iglesia, la supervivencia, la emigración, la creación literaria, la vida intelectual, el suicidio y la muerte, el despertar sexual, el adulterio, la familia rota, la remembranza y la nostalgia… todos perfectamente conjugados en el desorden de cosas de la vida que, sin embargo, posee unidad, como decíamos antes. Pero hay un tema en concreto que quisiera resaltar porque tiene, por encima del resto, una primacía especial en las manos de César Eduardo Gordillo y actúa como argamasa para los ladrillos que son cada relato. Me refiero a lo sobrenatural, lo maravilloso y lo onírico, ese punto en el que lo narrado se vuelve hacia el realismo mágico, tan en la sangre literaria colombiana, claro. El propio texto nos lo advierte a las claras en un momento dado: «Lo sobrenatural complica siempre las cosas». Y es un tema que César introduce muy sutilmente, de menos a más, hasta su apogeo en el último relato. Hagamos un sucinto recuento.

En el primer relato, vemos el uso del sahumerio contra la mala suerte, para la purificación y la prosperidad; en el segundo asociando el asesinato de un sicario con la magia, la hechicería y el misticismo: «el asesino actuó como si estuviera protegido por alguna deidad o hechicero (…) y lo hizo con tal misticismo que, a mi parecer, evocó los más antiguos ritos del canibalismo: al pobre moribundo solo le faltó que el negro se lo comiera con la mayor serenidad posible»; en el tercero, el barrio y sus delincuentes son descritos como fantasmagoría: «las viviendas por acá no son seguras, vivir en el Rincón de Bogotá es como vivir en una tierra de fantasmas. Además en las noches el espíritu de quienes habitan sus calles lo hace más tenebroso más intimidante (…) ¿Cómo no temerle a estos espíritus agrupados a nuestro alrededor, cómo no seguirles el pulso a los ladrones quienes incesantemente nos intimidaban? A esto es a lo que llamo Tierra de fantasmas, a que nos están respirando en la nuca»; y en el mismo relato, la casa queda habitada por el espíritu de la prostituta Sandra: «la casa luego de treinta y pedazos de años seguía siendo la misma, sólo que ya nadie la habitaba y el alma de Sandra no se apartaba de ella, era la sombra de sus ventanas (…) los gritos de Sandra de aquel mayo todavía saltaban de las baldosas ajedrezadas»; más adelante, en el relato «La visita», se relata oníricamente la muerte de Sandra Espejo y la posesión de una casa con este inicio: «Murió en lo hondo de la casa como una gran heroína y trescientos años después resucito bajo el mismo nombre: Sandra Espejo. De esto dan fe los únicos  animales que nunca han dejado de ser salvajes, las hormigas negras. Ellas la observaron en sus caminatas nocturnas y solitarias bajo la tierra»; tenemos un chico apodado el cangrejo porque tiene dos dedos de más en manos y pies que parecían tenazas; asistimos al surgimiento de la ciudad de Naqqal de forma poco convencional; la lucha entre realidad y sueño en «El resquicio del destino»; la teoría ufológica del mexicano Fuentes sobre la desaparición de Lorca; la interdimensionalidad de «Final del juego – No se culpe a nadie parte II» y de «Cafelito»; o la experiencia extracorporal del relato «Para-nada».

Ahora bien, si hay dos fuerzas a las que parece estar sometido todo de manera funesta son los reiterados destino y la plaga. El destino aparece desde el primer relato, con la canción del Yerberito moderno, una de cuyas líneas titula el cuento: «Traigo abrecaminos pa’ tu destino»; y el destino como obstáculo inevitable, sobrevuela omnipresente cada relato como sombra que se opone a la vida y hace que cualquier esfuerzo sea en vano. Sirva de muestra cuando leemos que «el destino es cobarde e indolente», y que el Cronista «a fuerza de voluntad intentó pactar con el destino una tregua» aunque «así sentía ahora, sometido por un destino inmisericorde»; y que «el destino seguía jugando con su vida y que lo único que restaba era esperar. Para el cronista el peor enemigo era el destino. Esta palabra nunca la pudo ajustar en ningún lugar de su existencia, caminaría con ella durante toda su vida, como quien camina con una piedra en el zapato». Por su parte, la plaga surge como fuerza que aplasta la vida, aparece ante el riesgo de muerte, el crimen, la enfermedad, el robo, la violencia, el incendio, la pérdida o la maldición. Una plaga semánticamente refiere, echando un ojo al diccionario, a la aparición repentina de seres vivos de misma especie que causan graves daños al entorno; implica también una calamidad que aflige a un pueblo; es un daño o enfermedad que se padece; puede referir un contratiempo; y también la abundancia de lo nocivo. Por tanto, la aparición o la mención de la plaga nunca trae nada bueno, sino que, al contrario, representa aquello que se opone hostilmente al amor, a la vida, a la libertad o al bien… y cuyo peligro yace en cronificarse. E incluso ocurre que colaboran ambos y el propio destino se convierte también en plaga: «¡qué plaga es el destino! Mucho tiempo después confirmaría en carne propia, tras el suicidio de una de sus amadas, que el destino siempre tendría un motivo para dejarlo solo y con las manos vacías, de ahí que nunca culpara a sus enamoradas, sino a él como una plaga».

Lo cierto es que me encantaría hacer un repaso de los cuentos uno por uno, pues podríamos hablar largo y tendido, pero la entrada se extendería más de lo que es habitual en el blog. Por ello, más bien voy picando aquí y allá, tratando de crear con pinceladas un panorama de la obra. No obstante, sí hay algún relato que quiero destacar con el objeto de mostrar el esfuerzo léxico y retórico. En concreto, me pararé en «La costurera con almohadillas de algodón», del que ya di algún apunte antes, y que ha de servirme para revelar el manejo del lenguaje que se gasta nuestro autor.

Se trata de un relato en el que César Eduardo Gordillo ha puesto su voluntad en valerse de un lenguaje metafórico a partir del campo semántico de la costura. Desde el principio, por ejemplo, en el que se describe El Rincón como «una colcha de retazos: viejo y desgastado donde todos duermen tramando dulces sueños. Es como si un millón de gusanos de seda hubiese tejido el hilo de sus tejados y como si otro millón hubiese sido esclavizado para urdir sus calles, coser sus azoteas y remachar sus postes de luz»; la costurera y una top model, que se suicida, se operaron del pecho, lo que es descrito con léxico de corte y confección: «aparté mi atención de su pecho delicadamente confeccionado porque el anuncio del suicidio de una bella modelo saltaba de la pantalla del televisor como noticia de última hora (…) ella, la top model, también había sido remendada en su pecho solo que ahora se había descosido y todo se le había salido»; al tratar de entender la relación entre la costurera y el sastre viejo, nos dice «esa fue la tela que tratamos de cortar. La primera hipótesis que desenhebramos fue que ese hombre ya ha alcanzado por los años y con canas era su padre. Hebra que fue desechada a la semana siguiente»; o así también reflexiones como «volvía a sospechar que el destino se empeña en jugar con los hilos de la vida», «la belleza pasa, es un trozo de tela que empieza a sobrar (…) Tal vez esta costurera esté juntando retazos para coser sus propias alas y escapar (…) así son los carretes de la belleza», y, por último «la soledad a veces pareciera que fuera un traje fácil de ajustar a las medidas humanas».

Sí, nuestro autor demuestra una natural vena poética digna de admirarse. Acostumbra, como en este relato respecto de la costura, a identificar personajes con objetos o acciones, y despliega ese manejo mágico de la metáfora: Ayala y las ollas; Lerna y las llaves desaparecidas; Sandra y el ajedrez o la piedra de la panela; la camarera anciana y solitaria y la maleta vieja abandonada… este último, titulado sucintamente «La maleta» es otro buen ejemplo poético como lo es «El cronista», relato que literalmente versa sobre la composición de un poema sincero, o su contraparte, «Las musas se están acabando», que arranca desde el bloqueo del escritor. En estos dos últimos estaríamos volviendo sobre el tema metaliterario al referir su contenido el propio proceso de la escritura. Dignos de mención a tenor de esta amplitud poética son también los relatos «La visita», «Labefactabitur» o «El resquicio del destino».

En otro orden de cosas, el léxico de En un interior escondido es un escaparate igualmente del español literario de allá. Esto es reseñable para el español de acá, obviamente. Siempre agradezco que los autores hispanoamericanos no pierda cada cual su acento en un intento de halagar, absurdamente, el oído de la madre patria; e incluso agradezco que, a posta, remarquen sus usos de la lengua compartida, sus giros y fórmulas, y la moldeen literariamente desde sus diferentes sensibilidades. Demuestran lo vivo que es el idioma, expande sus límites expresivos más allá del estándar acostumbrado, se reivindican a la vez que se hermanan culturalmente y rompen fronteras políticas mediante la lengua. Americanismos como encarrar, sumercé, cabuya, güeva, hijueputa, chiflar, andén, panela, bocatoma, desgonzar, trasbocar, por citar algunos, aparecen en el texto recordándonos que leemos a un autor colombiano que también escribe en español. Para mí, lo he dicho otras veces, al hablar de literatura española siempre he entendido la literatura escrita en español y no solo la literatura escrita en España. Al César lo que es del César

Esta primera obra de César Eduardo Gordillo es el espejo roto de su autor, las esquirlas desperdigadas por las páginas de su biografía. Rezuma lo visto, lo vivido, lo sentido, lo que ha forjado quién es y ahora es patrimonio de sus adentros, en su interior escondido… de lo que no había memoria, ningún libro ni relato, hasta ahora… y porque alguien tenía que contar lo que pasó, un cronista de interiores de barrios y almas que recorta su figura al narrar todo lo que ha conformado y conforma su alrededor.

Entrada a Cafelito, en Lavapiés (Madrid), c/ Sombrerete, 20

Al final, el cronista que llegó de Bogotá se tenía que marchar, debía volver allá de dónde vino, de dónde trajo el café y la lectura, porque, ya lo escribió él mismo, «lo que queda luego de ir tan lejos es regresar al punto de origen». Y, además, creo que el rolo no iba a aguantar una patoniada más por Madrid, tras llevarlo oriente a occidente y vuelta. Si se preguntan qué abrí primero: el paquetón de café colombiano o el libro de César, la respuesta es el café, por supuesto. Siempre fue lo primero. Es el orden correcto de las cosas. Hacerlo de otro modo hubiera sido blasfemo. Y una vez preparado con el ritual debido, conjuradas su propiedades, tomé el libro por su primera página y lo leí. No miento si digo que en cada ocasión preparé el café para acompañar la lectura después. El aroma y el sabor siempre han estado ahí, junto a cada página de este libro. Y como no podía ser de otro modo, acabé en Cafelito, conocí al ínclito maestro cafetero Julito, y puede que ahora sea un personaje más de aquel rincón bogotano de Madrid, atenazado por los designios del destino, allí donde «el ambiente a diario fragua un reencuentro con una vocación extraviada».

Héctor Martínez

ORIGEN DEL SCIFI ESPAÑOL: «CUENTOS COMPLETOS», UNA NUEVA ANTOLOGÍA DE NILO MARIA FABRA

Es algo extraño. La literatura en español poco ha destacado en el género de la ciencia ficción, siempre a la sombra de las obras anglosajonas, siempre miembros de la estirpe de los H. G. Wells y los Julio Verne. Poco hemos querido explorar la veta que abría Torres y Villarroel en castellano con su Viaje fantástico del gran Piscator de Salamanca (1724), en cuya jornada IV los viajeros pisan la Luna a través de un sueño, entroncando con una línea literaria de buenas raíces. El texto de Torres y Villarroel nos llevaba de viaje como lo hiciera dos siglos atrás Juan Maldonado con Somnium (1532), y un siglo antes Kepler en su, también titulado, Somnium (1634), John Wilkins en El descubrimiento de un mundo en la Luna (1638) o Cyrano de Bergerac en Historia cómica de los Estados e imperios de la Luna (1656). Al respecto, podríamos retrotraernos incluso a los viajes fantásticos de la Historia verdadera  (siglo II d. C) de Luciano de Samósata o a las páginas del canto XXXIV del Orlando furioso (1532) de Ariosto —los incondicionales de Italo Calvino, sin duda, conocerán este último—, para topar con anteriores viajes de abolengo literario al satélite terrestre. La intención de Torres y Villarroel con su viaje onírico era resultar didáctico sobre muy diversos asuntos de meteorología, minería, astronomía, matemática… como fuera intención de Kepler defender el sistema heliocéntrico y describir los movimientos en relación de la Tierra y la Luna. Sin duda debería ser de merecido reconocimiento para nuestra literatura contar con un autor bisabuelo del De la Tierra a la Luna de Verne, y, no obstante, no es así.

Otro viaje a la Luna, pero ya con la visión ilustrada de crítica social del aquí y ahora, vertiente que inunda buena parte de la ciencia ficción, fue el relato «Parábola sobre la religión y la política entre los selenitas» (1787) de José Marchena, en la cuarta entrega de El Observador. Otros siguieron la estela del didactismo, como el jesuita Lorenzo Hervás Panduro que, primero en italiano, y después en versión española, sacó un verdadero tratado de astronomía en cuatro tomos bajo forma narrativa titulado Viaje estático al mundo planetario (1793-1794).

En español también se publicaron otro tipo de obras de ciencia ficción, en concreto de las que entrarían en la etiqueta de utopías sociales, distopías y literatura de anticipación, con anterioridad a H. G. Wells. Entre las distopías en español se destaca el relato de Cándido María Trigueros «El mundo sin vicios» (1804), aunque investigaciones posteriores, como la de Elena Lorenzo Álvarez publicada en 2014 («”Alteraré, mudaré, quitaré y añadiré”. Nuevas fuentes de los pasatiempos de Trigueros», Bulletin of Spanish Studies, 91:9-10, 187-198) han subrayado que se trata de una traducción y no de una obra de su puño y letra. Pero contamos en la literatura de anticipación, científica y crítica, también con los tomos de Ayer, hoy y mañana o la fe, el vapor y la electricidad (1863) de Antonio Flores. En esta obra presenta al modo costumbrista cuadros sociales del pasado, del presente y del futuro, donde predomina la exaltación del cambio, con especial hincapié en las posibilidades futuras de la electricidad, como ya se había instalado en el imaginario del siglo XIX. Pero también cayó en saco roto y quedó como una rareza decimonónica de nuestra literatura, más ocupada en seguir los modelos románticos alemanes, y, posteriormente, los del realismo y el naturalismo franceses.

Nilo María Fabra (1843-1903) es un paso más en el camino de la protociencia ficción española, que recoge el guante del viaje planetario, la anticipación tecnocientífica y social, la distopía e incluso la ucronía para desarrollar una obra que ha venido a encuadrarse en la política-ficción. Primariamente periodista y posteriormente político liberal como diputado a Cortes por Barcelona o senador por Alicante, empleó la literatura en prensa para dar rienda suelta, bajo el marco de esas múltiples perspectivas de la ciencia ficción, a las críticas a la España del momento, lo que enlaza con la tradición ilustrada de Cadalso o Larra. En varios satiriza la práctica del socialismo y lleva a cabo una defensa de las posturas liberales, así como de su moral, aunque católica, en algunos aspectos heterodoxa, y una alabanza del valor de la ciencia y la tecnología para el progreso y desarrollo del país.

En aquel periodismo decimonónico en auge, Fabra supondría toda una revolución al fundar la primera agencia de noticias y corresponsalías en español del mundo, conocida entonces como Agencia Fabra, que, con los años, daría lugar a la conocida Agencia EFE de nuestros días. Por otro lado, llenó páginas y páginas de diversas publicaciones, fundamentalmente, aunque no solo, las de La Ilustración Española y Americana, con cuentos de muy variada índole, entre los que están aquellos que calificamos de ciencia ficción o política ficción; además de reportajes en los que el elemento narrativo y estilo literario los lleva más allá del mero documentalismo. Esos cuentos los recopiló en cuatro obras: El problema social (1890), Por los espacios imaginarios (1885), Cuentos ilustrados (1895) y Presente y futuro (1897).

En la primera, titulada El Problema Social (1890), recopiló los textos de crítica social, política y económica que conforman una fabulación por fases de la historia reciente: partiendo de una emancipación de los desheredados y una huelga que el campesinado no secunda, pasando por una guerra civil entre el anarquismo y el socialismo, se instaura un régimen colectivista. Este régimen se ve enfrentado por un movimiento cantonalista que lo derroca y que servirá en bandeja el espacio político a una dictadura. La dictadura caerá por una huelga de mujeres y tras una revolución anarquista que destruye toda institución, finaliza el relato con una restauración burguesa. En el transcurso se van reflejando las paradojas de las realidades sociales y las soluciones políticas en una historia a escala reducida donde se pasa por los diversos estados y regímenes, entre huelgas, revoluciones y dictaduras. La historia avanza al modo de crónica, pero también con capítulos epistolares, en los que se entrecruza y rompe la frontera de la ficción con la realidad: el escritor de las cartas las dirige a la redacción del propio periódico en el que Fabra trabaja en realidad, La Ilustración Española y Americana, resolviéndose todo en un giro final que somete el relato a una enajenación de un paciente en un manicomio. Con este juego, Fabra logra dotar de verismo las consecuencias de determinadas políticas, vaticinio que en origen es tachado de locura y de exageración, de mera elucubración de una mente enferma.

Ahora bien, obviamente no es este el libro, a pesar de trastornar realidad y ficción, por el que los estudiosos le han asignado un puesto principal como precursor del género de ciencia ficción española, sino por los tres siguientes mencionados, donde compila sus relatos de género y en los que encontramos, más allá de la apología política y social, al creador de la técnica de aprendizaje que Huxley llamaría hipnopedia;o al antecedente del control social del Gran Hermano orwelliano con el espitemógrafo y las inmensas redes de comunicación para vigilar al ciudadano en la distopía de «Teitán, el Soberbio»; al creador del telefoteidoscopio, del diccionario-fonógrafo, el diario-fonógrafo y del fonógrafo-parlamentario, visionario de los túneles subacuáticos para el transporte en el relato de anticipación «Un viaje a la República Argentina», así como de la televisión; un firme defensor de la importancia de avances tecnológicos como la máquina de vapor, el ferrocarril y la electricidad; el ideador de un viaje al planeta Marte y prefigurador del poderío yankee hasta el siglo XXIV, del mundo en 2003, de la anticipación de lo que sería la I Guerra Mundial, de las catástrofes climáticas… y fundador de la ucronía española al imaginar en el relato «Cuatro siglos de buen gobierno»cómo hubiese sido la historia de la nación si, al morir Isabel la Católica, en lugar de pasar la corona a Juana I de Castilla, hubiese llegado a la cabeza de Miguel de la Paz, hijo del rey Manuel I de Portugal, que en la historia real murió en el parto. Una historia que subvierte todo lo sucedido y nos lleva por una senda contraria a la decadencia y disgregación del Imperio español de los siguientes siglos, senda de virtud, benevolencia y firmeza que desemboca en una gran Iberia hispanohablante victoriosa sobre franceses e ingleses.

Junto a la ciencia ficción y la crítica sociopolítica y económica, Nilo María Fabra escribió otros cuentos de carácter moral, otros cómicos, narraciones de tipo épico, reportajes literarios sobre figuras históricas o hechos trascendentes, y novelas cortas románticas.

Entre estos textos destacan el canto épico  La batalla de Pavía (1861), una de sus primeras publicaciones, que le valió el Laurel de Plata del Liceo de Málaga. Se trata de una sucesión de octavas reales que cantan la victoria del emperador Carlos V sobre las tropas francesas en 1525 en la ciudad de Pavía, que supuso la incorporación al Imperio del Milanesado, Génova, Borgoña, Nápoles, Artois, Tournai y Flandes, firmado en el Tratado de Madrid. Demuestra un buen manejo del endecasílabo, como ya lo había mostrado en los numerosos cuartetos y serventesios, junto al arte menor de algún romance y alguna seguidilla compuesta, con que rellenó un año antes las historias líricas de un pequeño volumen titulado sencillamente Poesías (1860).

Otro texto que sobresale del conjunto de su producción es la novela corta Balls Park (1870), de corte romántico, en la que narra la historia trágica de amor entre el joven español Camilo Vargas y Elisa, la hija del señor Peyster, un comerciante londinense. La novela toma el nombre del lugar en que se desarrolla: los jardines y quinta de Balls Park, cerca de Hertford. Nuevamente en esta novela, como haría más tarde en El problema social, rompe la frontera entre realidad y ficción, e introduce a la Agencia Fabra al final de relato como elemento comunicante de ambos mundos.

A ellos se añaden los cuentos morales y costumbristas como «La generosidad de un avaro»(conocido después como «La caja de cerillas» en el volumen de Cuentos ilustrados), «El retrato de Bieló», «El palo y la pala»,«Un precepto constitucional», «El penacho», y cómicos como «A la puerta del cielo» o «La mejor nariz del mundo», historia esta última de un parecido maravilloso con la novela El perfume de Süskind; y reportajes entre los que destaco la semblanza de Juan Bautista Topete, la atenta descripción de la España de la Revolución Industrial: los transportes fluviales, el ferrocarril y las fábricas y fundiciones de acero como la Siemens o los Altos Hornos de Vizcaya. También da cuenta de forma muy literaria de la botadura del yate Laurac Bat y el desastre agónico  pero con final feliz del mercante Guipúzcoa en la ría de Bilbao. Teje con amplio relato las andanzas del explorador británico Henry Stanley, personaje tan interesante en cuanto a descubrimientos como oscuro por el genocidio del Congo, y mundialmente conocido por haber dado con el paradero de David Livingstone, cuando, cuenta la leyenda, dijo aquello de «doctor Livingstone, supongo».

Nilo María Fabra (1843-1903)

El interés creciente en Nilo María Fabra y su aporte a los inicios de la ciencia ficción queda reflejado en la reciente edición de Gaspar y Rimbau Cuentos ilustrados: todos los relatos de Nilo M. Fabra con sus ilustraciones originales (2018), que recopila exclusivamente los libros de 1885, 1895 y 1897, añade el relato Yankeelandia y que se ha sumado a la realizada por la editorial La Biblioteca del Laberinto con el título Relatos de ciencia ficción (2006), a la compilación de Berenice La Guerra de España con los Estados Unidos y otros relatos (2010) y a otras antologías que integran a Nilo María Fabra en una nómina más amplia de autores y relatos como la llevada a cabo por Juan Molina Porras para Cátedra Cuentos fantásticos en la España del Realismo (2006). Por esa atención renaciente he querido contribuir a esta ola de recuperación con una nueva antología que no se quede exclusivamente en los tres libros de fantaficción, sino que pueda dar una mayor panorámica sobre la obra de Nilo María Fabra, de modo que todo lector pueda contextualizar su producción. La antología Cuentos completos (2023) compila tanto los textos más conocidos de ciencia ficción como también esos otros relatos de crítica social, política y económica, morales, cómicos y reportajes que he mencionado líneas arriba. Cuenta con una introducción, que expone una breve biografía y se acompaña de un texto crítico de mi puño y letra, a la que sigue la obra de Fabra repartida en cinco secciones: cuatro que dan cuenta cada una de un libro publicado por el autor (El problema social, Por los espacios imaginarios, Cuentos ilustrados y Presente y futuro) y una quinta que conforma una miscelánea de los cuentos morales, cómicos y reportajes dispersos en prensa mencionados y que, hasta donde sé, nunca fueron reunidos en libro.

Alguna propina esconde el volumen. Por ejemplo, es de subrayar que, en el caso de El problema social, he adjuntado también el prólogo que Emilio Castelar escribió para la segunda edición de la obra, en 1892, por su interés literario, político e histórico. Conocido como uno de los mejores oradores de la política española, no he resistido la tentación de contar con este prólogo, alineado con las ideas expuestas, a pesar de la profunda carga política que lo sostiene. Además, ayuda a imaginar la dimensión de Nilo María Fabra en la época cuando Emilio Castelar, nada menos, ofrece sus palabras como antesala de su libro. Por otro lado, en cuanto a la sección correspondiente a Cuentos ilustrados he suprimido los cuentos que ya habían sido publicados (y quedan recogidos en la sección previa) en Por los espacios imaginarios. No tenía sentido repetirlos, dejando solo en esta sección los nuevos textos. Para la compilación he acudido a los textos originales digitalizados por BNE, así como a las digitalizaciones de aquellos que fueron publicados en la prensa, pudiendo comparar su primera versión y variaciones que pudieran haberse dado al reunirlos en libro posteriormente.

Creo que el resultado es un volumen muy completo que dibuja la talla política y literaria de Nilo María Fabra y amplía la panorámica literaria de las anteriores colecciones publicadas. Quizás no alcance los laureles artísticos de los grandes nombres del parnaso español, pero es indudable que la figura de Nilo María Fabra entonces, sombra hoy, debe atenderse y debe destacarse en lo que de pionero tuvo dentro del universo de las letras hispanas. Con seguridad que el lector se sorprenderá al leer estas páginas que una vez escribió nuestro olvidado pequeño Julio Verne o nuestro H. G. Wells de provincias, apodos en su momento despectivos, y que en la actualidad, lejos de insulto, son hasta elogio para quien abriera de par en par la puerta de la ciencia ficción española.

Héctor Martínez

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«VIÁTICO», DE CARLOS SUÁREZ

En otras ocasiones lo he dicho: no soy habitual del género negro ni del thriller, acaso de la novela policíaca a partir de Poe, Conan Doyle y, por supuesto, mi Agatha Christie. Me gusta esa narración de crimen tipo cluedo, el famoso whodunit, en el que el lector participa de la investigación recogiendo las pistas al mismo tiempo que el investigador protagonista y acompaña las deducciones de este. Me gusta también la atmósfera de misterio, la nocturnidad, el espacio cerrado para mirar dentro de la oscuridad de la psique humana. No obstante, que no sea habitual no supone que no tenga mis escarceos en el género, sobre todo porque hay autores que saben dar una vuelta de tuerca y, sin salirse del género, lo replantean en unos términos lo suficientemente particulares como para despertar mi atención. Lejos de fórmulas trilladas, someten la formula misma como tema. Es el caso de Carlos Suárez, cuya Una mujer en Pigalle (Reservoir Books, colección Roja&Negra, 2016) ya comenté, cuya La muerte zurda (Atodaplana, 2004) tengo pendiente de reseñar, cuya Vermeil (EOLAS, 2022) tengo en la cola de lecturas, y de cuya Viático (Mira editores, 2023) hablaré en esta entrada.

Viático es la cuarta novela de Carlos Suárez por orden de publicación, pero en realidad es la tercera por ejecución. Se trata de una novela cuya salida al público se truncó por la pandemia de CoVID, y que ha sido recuperada, por fortuna, para ver la luz en este año a través de la casa zaragozana Mira Editores. La editorial, enfocada sobre todo en autores aragoneses y con la experiencia en el oficio que da el haber sido fundada hace más de treinta años hasta convertirse en referencia del sector, abre sus puertas también a escritores que no son maños, pero cuya obra y trayectoria, sin duda, merecen el esfuerzo y apoyo editorial. Así es como Carlos Suárez, leonés de nacimiento, se fusiona con la zaragocí Mira Editores, a través de su colección Sueños de Tinta para una novela que se desarrolla en el Madrid adoptivo del autor.

Es importante saber que la novela Viático, en realidad, ocuparía el tercer lugar de la producción de Carlos Suárez en cuanto a su composición, porque al leerla, si uno ha seguido cronológicamente las publicaciones, se identifican elementos que se han podido ver antes en La muerte zurda o en Una mujer en Pigalle, elementos que reelabora y depura el autor con buen tino, así como se reconocen guiños del universo literario que va creando —a modo ilustrativo daré algunos ejemplos al final—. Así me ocurrió a lo largo de la lectura y todo encajó cuando supe el vía crucis de este título —permítanme la expresión religiosa para el proceso de una obra que ha tenido su pasión, muerte y resurrección, no al tercer día, pero sí al tercer año… y que, precisamente, lleva por título Viático—.

Hay crimen en extrañas circunstancias, sí, desde las primeras páginas. Y habrá más aún. Hay libros de por medio relacionando a los personajes. Tenemos el mundo artístico. También lo erótico y sexual impregnan las páginas. Hay una investigación policial. La prensa hace acto de presencia, aunque sea esta vez más testimonial. Es metaliteraria, también. E igual, o quizá más, que en las novelas previas, y este es el punto de la narrativa de Carlos Suárez que me llama la atención, no es tan importante resolver el o los crímenes, porque la trama no gira en torno al whodunit que mencioné, sino al contexto, la historia, las relaciones y el mundo interior de cada personaje. La historia que revela el crimen es, en realidad, la excusa, el cebo de la intriga irresistible para pececillo lector, que nos abre las puertas a todo lo demás. Y esto ocurre por el principio de figura-fondo —concédanme el eco gestaltista en el que ahora ahondaré—: puede el lector obcecarse en mirar la figura, el crimen, el caso a resolver, que aparece en primer plano, no digo que no, pero en ese caso al lector le sobrarán tres cuartos de novela. En esos tres cuartos está la propuesta genuina.

En efecto, por debajo de la historia sobre un serial killer que se recrea tanto en la elección de las víctimas como en la tortura a las que las somete, tenemos una red en cuyo entramado se conectan las vidas de los personajes principales y secundarios, incluida la mano asesina. Pero el interés de la novela no está en diferenciar esta última del resto, sino en el ir tejiéndose el entramado mismo. Reflejo de esto lo tenemos en la misma estructura de la novela. Organizada en tres partes (Yo, tú, él), paralelamente a las tres voces protagónicas que contarán la historia desde diferentes perspectivas: qué hace cada uno, su relación con el resto y, más importante, por qué lo hace… y subrayo este por qué debido a que, justamente, es el pilar de toda novela tipo whodunit, mientras que en Viático, es puesto radicalmente en cuestión: sí, las novelas de crímenes suelen ser causalistas, mientras que la escrita por Carlos Suárez viene a ser casualista.

Aquí quiero detenerme un momento. Perdonen que me ponga algo abstruso. Puede que sean mis propios sesgos académicos, filosofía mediante, y quizá lleve mi lectura a territorios ajenos a la novela, pero contemplando la estructura en tres personas —yo, tú (no-yo) y él (ni yo ni tú, sino Dios)—, seguido de la crítica de lo causal y determinista de la historia y el realce de la casualidad y del azar, además del principio figura-fondo ya mencionado… empecé a encontrarle una interpretación que trascendía la mera historia de un asesino en serie y entraba en un nivel de corte metafísico. Las tres personas en que se estructura la novela me recordaban aquellas sustancias del racionalismo cartesiano (res cogitans, res extensa, res infinita) y que en el idealismo alemán se vuelven las ideas puras de la razón (alma, mundo y Dios), aquellas que Kant describía como las representaciones del objeto metafísico y de las que no cabía conocimiento seguro, a las que no era posible aplicar los conceptos puros para elaborar los juicios propios de la ciencia. De ahí que no quede espacio en esta novela para el detective racional que conecta causa y consecuencia —un Poirot clásico confiado de sus células grises—, que encuentra el motivo, el arma, la oportunidad, sino que todo sucede de una manera lo mismo que habría podido suceder de otra sin mayor problema: no estamos ante un hecho empírico, un mero crimen, sino ante un objeto metafísico, de los que no cabe hacer ciencia, ni forense ni de ningún otro tipo.

Esta lectura tiene para mí todo el sentido del mundo. Y, de hecho, resumiendo burdamente a Kant a un nivel de bachiller, dado que nuestro conocimiento no puede superar la barrera del fenómeno, es decir, que no podemos conocer las cosas en sí mismas sino en tanto que las percibimos, en tanto que se nos dan o en tanto que aparecen ante nosotros y para nosotros, desde donde tratamos de enjuiciarlas y entenderlas a partir de lo que nosotros mismos ponemos en ellas, me resultó sencillo ver el poso gestaltista de la novela en la construcción coral de voces en primera persona, cada una contando cómo le va en la película, como la vive y la siente, como la percibe sin que haya un narrador absoluto que todo lo ve, todo lo sabe, que aglutine todas las perspectivas y por el cual todo se explica cabalmente, émulo de ese Dios omnisciente, tirando de los hilos de títeres que llaman vida a lo que no es más que un papel ya escrito. Aquí la narración se hilvana a partir de la experiencia concreta e individual de cada personaje enredados en la trampa del azar, incapaces de escapar de sí mismos y de contemplar una totalidad que los integre, porque esta siempre sería mayor que la suma de las partes.

No, en la novela Viático no importa lo causal, el quién lo hizo y por qué, preguntas que, empero, son el desafío a vencer por los protagonistas habituales del género negro, policial o detectivesco. Aquí el azar, la casualidad, permite arrojar sombras de sospecha sobre unos y otros personajes indistintamente: el principio rector de la  obra no es el Dios omnisciente… en caso de que haya Dios, será el Dios que juega a los dados, la razón de la sinrazón cervantina. Aquí cuestionarse por qué se mató a esta persona, por qué se hizo de esta o de aquella forma, suponer una relación entre las víctimas, que haberla la hay con los vivos porque ya saben que quien busca halla, y teorizar razones y dar explicaciones de los crímenes escudriñando en la red de personajes… nada de esto tiene mayor importancia. Pensar el móvil o el modus operandi del asesino, es un continuo callejón sin salida. Y puede que lo más nimio, el hallazgo repentino y fortuito, sea todo lo que haga falta para esclarecer y revelar al culpable, del mismo modo que lo aleatorio es la fuerza a la que este se somete. Es el azar la palabra que más repite Carlos Suárez cuando habla de Viático, con el mismo sentido con que Rafael Soler habla de su propia obra: «Creo en la providencia, creo en el azar. Si fuéramos humildes reconoceríamos que no tenemos el control. El azar puede crear situaciones fantásticas, quebrarlo todo… Me lo ha enseñado la vida. Se aprende más de un fracaso que de un éxito, y el azar juega a su favor», decía el narrador y poeta valenciano cinco años atrás, y es muy aplicable a Viático.

Carlos Suárez. Foto: Guillermo Navarro

Esta metafísica del acontecimiento me lleva a contemplar la novela de Carlos Suárez desde un plano más simbólico y psicológico. El serial killer sería un trasunto del fatum griego que decide por Tyche (o Fortuna): algo tan inevitable como impredecible. Es por ello que los crímenes que vamos a encontrarnos sean simulaciones de enfermedades y la tortura despiadada hasta la casquería representa el insufrible padecimiento terminal, con la pregunta que toda víctima que cae en las garras de la enfermedad no puede resolver: estaba predicho (fatum) o ha sido el cúmulo de circunstancias y casualidades (fortuna). La enfermedad mortal tiene esos dos componentes: se sabe cómo acabará, está escrito, pero nunca se tiene la seguridad de que nos atacará. Está la genética, sí, están las costumbres de cada cual… pero en ambos casos solo hablamos de probabilidades de que la enfermedad se desarrolle. La muerte misma tiene esos dos vectores antónimos de certeza e incertidumbre: certeza de que acaecerá, incertidumbre sobre el cómo y el cuándo.

También es simbólico otro elemento en todo esto: unas fichas de un juego infantil como arma del crimen, que convierten la muerte y el sufrimiento en un mero juego de niños, juego cuyo azar cae fuera de nuestra capacidad racionalizadora. Sin duda recordará el lector aquel macabro suceso que ha pasado al imaginario como el «crimen del rol». Por ahí van los tiros. Dichas fichas son depositadas en la boca de las víctimas como ese viático, es decir, símbolo de la eucaristía que reciben tanto el enfermo, aunque no esté en peligro, como el moribundo. Viático es voz que deriva del latín viaticum, palabra con que se nombraba a las provisiones de dinero o viandas que se precisaban para iniciar un viaje. El sentido escatológico que adquiere en el Medievo surge a raíz de la metáfora de viaje como el paso de la vida terrenal a los cielos tras la muerte: la comunión sería la provisión para realizar el tránsito correctamente. Entendidos los términos, quedan perfectamente ligados los ejes simbólicos de la novela: la enfermedad, la muerte y el papel de Dios, en la vorágine de preguntas que desata el azar.

El epígrafe de Gautier con que se abre la novela ya nos lo advierte: «El azar es quizá el seudónimo de Dios cuando no quiere firmar». Y de forma circular, se vuelve a repetir al final en las páginas finales en boca de uno de los personajes relevantes. Alegóricamente, la novela se convierte en una reflexión vitalista y teológica, donde vemos aparecer aquel viejo dilema (en realidad trilema) de Epicuro, la cuestión del mal en el mundo: o tenemos un Dios omnipotente y rencorosamente malévolo, o tenemos un Dios bondadoso pero impotente, débil… o peor, podría ser débil y malévolo, complacido en ver a sus criaturas retorcerse ante el infortunio que no puede evitar. O podría no haberlo, sin más.

La novela también pone en jaque el concepto de identidad en un juego de confusiones y desdobles. Sí, la novela inicia ya con una primera confusión: el protagonista, el pintor Héctor Brey, cree reconocer a una mujer muerta hace 30 años, que no será otra que Monique, la hija de aquella, con un fuerte parecido suplantador; el mismo Héctor Brey contrata de modelo a una mujer a cuyo cuerpo yuxtapone el rostro de Monique; se trata de la misma modelo y prostituta, a la que Brey pedirá, sin valorarlo bien, hacerse pasar por la esposa que no tiene; se busca a una persona entre varias que tienen el mismo apellido, Queralt… como también sucede que al encuentro de Brey y Monique, ambos ven, y no podrán dejar de hacerlo, a sus dobles del pasado en el otro. La maniobra alcanza a la voz narrativa, eludiendo en varias ocasiones identificar el personaje que narra, solo reconocible por sus pensamientos y acciones. El tema literario del doble entronca muy bien en una novela como Viático toda vez que se trata de un tópico que convoca la confrontación con el reverso de uno mismo y su conciencia, el conflicto de identidades de uno consigo y de uno con los demás.

Indudablemente estamos ante una novela negra, de suspense (thriller), que trabaja la vertiente psicológica. Por ello que las pulsiones sexuales y represiones, el sentimiento de culpa o de venganza tamborileando en la conciencia, la dependencia emocional, la falta de compromiso, la confianza y la traición, los celos, son las corrientes profundas que azotan el severo oleaje en el que navega la flota de personajes de Viático. Al respecto, destaca el deseo prohibido entre un adulto, el pintor Héctor Brey, y Monique, la hija adolescente de una de sus relaciones, junto a los tabúes sexuales ante las grandes diferencias de edad o el gigolismo de Brey, trenzados hasta el oxímoron y la obsesión. La imposibilidad moral y legal que frena el deseo queda abolida años después, años en los que tanto Brey como Monique han desarrollado, cada uno por su lado, una obsesión recíproca: ella acosa a Brey y cuanto le rodea; él no para de pintarla una y otra vez como la conoció sin lograr sacarla de su cabeza. Aún así la diferencia de edad sigue siendo un problema para Brey, que sigue viendo en Monique a la adolescente, mientras que él mismo cede a los deseos de otras mujeres de más edad que él. Vemos cómo el tiempo se detiene a la vez que avanza: Monique sigue siendo la adolescente, congelada en la mente de Brey, a pesar del paso de los años; Brey sigue siendo el objeto de deseo insatisfecho de Monique, cuya persecución se prolonga del pasado al presente. En otras ocasiones, la diferencia de edad se analiza en presente: no es que Monique sea más joven, es que Brey es mayor para ella. El tiempo, en una u otra dirección, no perdona, sigue transcurriendo, ni reduce ni agranda las diferencias: las mantiene como se mantiene la energía. Solo cabe la transformación.

Esto último abre nuevas ramificaciones en la novela, pues recoge secundariamente aquel controvertido tema literario de la Lolita nabokoviana, en la barrera de la moralidad, la legalidad y la perversión psicopatológica. Un tema que también es planteado desde el arte con Balthus, figura que, de hecho, Carlos Suárez ya había empleado como elemento provocativo en Una mujer en Pigalle. Hay, aquí, en cambio, una diferencia sustancial: mientras que en Nabokov solo tenemos el punto de vista delirante del protagonista Humbert, la versión de Carlos Suárez ofrece también la primera persona narradora de la nínfula Monique, por lo que podemos seguir la evolución de las obsesiones y degeneraciones de ambos implicados, instalados en la psique de los dos, trascendiendo lo meramente físico o morboso y trasladándonos allí donde está realmente lo esencial del tema: deseos, culpas, frustraciones, obsesiones… También la pulsión sexual como motivación de perfil psicológico va a dominar las acciones del serial killer —creo que, llegados a este punto del análisis, debería más bien decir psicokiller—, aunque aquí habré de callar para no revelar ingredientes capitales de la trama. Suficientes van ya, si no demasiados. Baste decir que estamos ante una mano asesina marcada por el sadismo y lo que ello implica, jugando ese papel simbólico del que hablé líneas atrás.

He aquí los elementos que hacen de Viático una novela negra, psicothriller, o la etiqueta que guste al lector, que conjuga los tópicos del género para cuestionarlos a la vez que introduce ese plano reflexivo, crítico, metafísico y psicológico de forma tan provocativa e intencionalmente incómoda como intrigante y seductora. En esencia se sirve del género por el factor de la intriga y del suspense, pero lo hace de cara a examinar temas trascendentes. La novela negra, de suspense, psicothriller, es la pista de despegue de una novela de vuelo metafísico.

Otros aspectos que resultan interesantes en la novela son, por ejemplo, el tratamiento del tiempo, así como los planos intertextuales y metaliterarios.

Respecto del tratamiento del tiempo en la narración ya hemos hecho mención a la congelación a que es sometido entre Héctor Brey y Monique, lo que permite que se superpongan sus yoes del presente con sus yoes del pasado como variante del tema del doble. Yendo más allá, en Viático estamos metidos en un laberinto temporal de continuas analepsis y prolepsis, saltos que, sin embargo, no rompen la continuidad del relato, porque es una continuidad entrópica, es decir, basada en lo que es más probable que suceda aunque ninguna ley impida otros resultados. Pensémoslo bien: ¿tendría algún sentido una novela que, bajo el gobierno del azar, presentase los hechos acontecidos en un orden cronológico, racional, perfectamente determinado de causas y consecuencias? Mi respuesta es, decididamente, no. No lo tendría. Perjudicaría la pretensión misma de generar la sensación de casualidad en el desarrollo de los acontecimientos.

Por las relaciones intertextuales y metaliterarias, y solo señalaré algunos ejemplos que encontré, el lector familiarizado con Carlos Suárez puede trasladarse a través de los ecos de la antroponimia de Viático a otras obras: la prostituta Úrsula Ugarte, el doctor Lesmes Rangel o el personaje de Berta Fiol nos hacen recodar a la cuidadora Úrsula Ugidos, al gacetillero Lesmes Malpica y a la sastra Berta Sanguino de La muerte zurda. Monique Sagnier o Lázaro Dorticós nos retrotraen a la periodista Monique Marais —como el Marais parisino de la primera novela de Cara Black— o al escritor Lazare Bracq de Una mujer en Pigalle. Por citar alguno caso más, vemos que el tema de la Segunda Guerra Mundial y la ocupación de Francia que es el contexto de Una mujer en Pigalle, tiene un guiño en Viático al mencionarse la «collaboration horizontale»tras la caída de Francia ante el nazismo —y aquí debería añadir que Vermeil, en el cajón de pendientes, también se contextualiza en el París nazi, aunque al final de la Segunda Guerra Mundial—. El mundo del arte como contexto se reproduce tanto en Una mujer en Pigalle como en Viático con mención incluida en ambas de artistas como Balthus. En fin, el hecho de que los temas de la prostitución o el erotismo y la enfermedad crucen los tres libros de parte a parte.

Ahora bien, si lo metaliterario y la intertextualidad cobra importancia en los títulos de Carlos Suárez, es, sobre todo, por el destacado papel que el objeto del libro y la librería y la labor literaria tienen. En La muerte zurda se mencionaba Rojo y negro de Stendhal o Los papeles de Aspern de Henry James, así como los libros servían de mensajeros de una confabulación contra el poder. También en esa primera novela adquiere mucha importancia el hecho de que toda la trama corra en paralelo a la escritura de una novela. En Una mujer en Pigalle —ya la propia calle (rue) Pigalle nos invoca al detective Maigret de George Simenon y al Crimen en Pigalle de Cara Black— lo veremos en la aparición del misterioso libro titulado Le cercle noir junto al cadáver de la víctima, cuya muerte recrea sus páginas; también en que la figura principal, el celebrado escritor Lazare Bracq, será enfrentado a la obra que le dio la fama y que le vincula a la historia del crimen. Pues bien, en Viático tenemos la mención nuevamente de Stendhal o Herny James, junto a Cervantes, Dante, Borges, o Melville, el hecho de que Salambó de Flaubert o Les contes Drolatiques  de Balzac sean el punto de unión de dos de los personajes al comienzo de la novela, y que otro de los personajes protagonista también escriba novelas imbricadas en la misma trama. Por añadidura, en Vermeil —todavía en mi cajón de pendientes, pero recuerden que en orden de composición sería la última de todas— la trama gira en torno, precisamente, de un novelista, Max Leduc —no se me pasa el eco de la detective Aimée Leduc creada por Cara Black ni el guiño coincidente que hizo pensar en escritora Violette Leduc—. Este novelista es reclutado para crear un personaje tan verosímil y coherente como inexistente que sirva para engañar a la Inteligencia nazi: es decir, sí, estamos ante una novela sobre la elaboración de una novela, una reflexión sobre el propio ejercicio literario.

Viático, debo advertirlo, alcanza momentos de auténtico gore o, incluso, el llamado gorno, es decir, la violencia y la casquería es explícita, incomoda y golpea duramente. Pero al respecto soy de la misma opinión que Stephen King cuando defiende este extremo: «Sure it makes you uncomfortable, but good art should make you uncomfortable. (…) I’m not very interested in the dark side, in a sense. What I’m really interested in is how people deal with the dark side. (…)What interests me is how we deal with the fact that there are monsters like that in our lives. And I think that’s one of the real jobs, one of the moral responsibilities that fiction has, whether its books, whether its movies, it to explore that kind of thing». [Claro que incomoda, pero el buen arte debe incomodar. (…) No me interesa mucho el lado oscuro, en cierto sentido. Lo que realmente me interesa es cómo la gente se enfrenta al lado oscuro. (…) Lo que me interesa es cómo nos enfrentamos al hecho de que haya monstruos así en nuestras vidas. Y creo que esa es una de las verdaderas tareas, una de las responsabilidades morales que tiene la ficción, ya sean libros o películas, explorar ese tipo de cosas].

No se trata del gore por el gore, sino de que cumpla una función que justifique su presencia: no se trata de regodearnos en lo que hace el monstruo ni de disfrutar un baño de sangre sin sentido, lo cual sería propio de dementes, sino de analizar cómo enfrentamos al monstruo, presente en nuestras vidas, cuando hace lo que mejor sabe, sus monstruosidades. En el caso de Carlos Suárez, y lo ha dicho a las claras, ese monstruo, ese asesino en serie, opera a nivel simbólico: es la enfermedad y el suplicio por el que nos arrastra antes de acabar con nosotros. Los monstruos no desaparecen porque cerremos los ojos muy fuerte. Al menos no este tipo de monstruos. A estos monstruos hay que mirarlos porque están ahí e ignorarlos es lo que los vuelve poderosos.

Lo que me ha pegado a las páginas de Viático es, sinceramente, la manera en que Carlos Suárez acude a esta mezcla de géneros (negro, psicothriller, erotismo, gore…) para exprimir sus elementos, sus fórmulas, sus estereotipos, y usarlos como metáfora que nos mueve a una segunda capa de lectura filosófica y de reflexión en torno a la literatura y el hecho artístico. Ahí radica la vuelta de tuerca de la que empecé hablando, la que me atrajo, sin ser un fiel del género, a la novela de Carlos Suárez. Léanla.

Héctor Martínez

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«PÁJAROS EN UN CIELO DE ESTAÑO», DE ANTONIO TOCORNAL

Dag, estimados lectores. Vuelvo con una obra de Antonio Tocornal. Ya comenté en entradas anteriores otros títulos suyos como El día que puede haber visto tocar a Dizzy Gillespie, Bajamares y, más recientemente, Malasanta. Pero aún tenía pendiente la lectura y análisis de este libro titulado Pájaros en un cielo de estaño, que recibió el premio València de Narrativa en lengua castellana de la Institució Alfons el Magnànim en 2020, aunque entonces fuera presentado a concurso y galardonado con el título Ochocientas rayas de tiza. Y creo, sinceramente, que sale ganando la novela con el cambio de título.

Este libro fue publicado el mismo año que Bajamares, por lo que debemos dar un cierto orden cronológico, por alusiones intertextuales, y situar Bajamares como obra previa a Pájaros en un cielo de estaño, a la vez que ambas triangulan un universo propio junto a la posterior Malasanta. Sí, cada obra que escribe Tocornal parece agregar un espacio geográfico más a una topografía literaria que el lector explora en cada ocasión que abre un libro suyo. Tanto Malamuerte (Bajamares) como La Ciénaga (Malasanta) y Las Almazaras (Pájaros) son espacios limítrofes que cada novela comparte con las otras, permitiendo a los personajes saltar de lugar en lugar, relacionarse entre sí, como habitantes de un cosmos superior que rompe las delimitaciones de la cubierta del libro. Bajo la metáfora del autor-Dios o verbo creador de un universo, pareciera que Antonio Tocornal decidió crear literalmente un mundo que empezó con aquello de hágase la luz. Solo hay que recordar que en Malasanta, su protagonista, junto al comerciante Modesto Baldío «evitaban pasar cerca de La Ciénaga y toda su comarca por si algún cliente la reconocía. Si por ejemplo decidían ir desde Malamuerte hasta Las Almazaras, no iban en línea recta; Malasanta diseñaba un desvío de cerca de cien kilómetros en el que tanteaban otros pueblos». Una vez que esto se ha escrito, tiene Antonio Tocornal tarea: rellenar de pueblos esos cien kilómetros y seguir expandiendo, comarca a comarca, esta geografía.

Pero el juego que se trae entre manos nuestro autor es de mayor calibre. Esta Pájaros añade más capas al tránsito de la frontera entre realidad y ficción. No se trata solo de que coexistan dos planos: por un lado el universo literario al que va dando forma con la arcilla de la imaginación comunicando sus espacios; por otro, el universo real en que los lectores abrimos el libro escrito para encontrar ese universo literario que va extendiendo sus redes. No, los límites entre ambos mundos no son nada nítidos, como no lo eran, por ejemplo, en la mítica Historia interminable de mi admirado Michael Ende. En Pájaros Antonio Tocornal ha tomado la decisión de romper con la identidad,  hacer personaje de sí mismo, algo que desde la autoficción hizo ya en El día que pude haber visto…; pero en este caso, se heteronomiza a lo Pessoa —citado en la obra que nos ocupa con El libro del desasosiego… aunque siendo justos y con la teoría del heterónimo en la mano, tal libro no es de Pessoa, sino de Bernardo Soares—: «No te extrañe que, si la llegas a ver impresa, sea firmada con un seudónimo (…) habré de eclipsarme en la penumbra para dar voz a un narrador, si no omnisciente, al menos informado»; o por trazar otra referencia, y es incluso preferible, se vuelve Tocornal apócrifo, a lo Machado. Así, aparece el nombre propio de Antonio Tocornal en esta obra como pseudónimo de otro autor, nuestro narrador, que oculta su nombre pero que ha sido residente de niño en Las Almazaras, testigo y contador de las historias que de este lugar nos cuenta la obra. Un escritor de renombre y éxito, que incluso fantasea con la escritura de la historia de un guardafaros fuera del tiempo para cuyo título baraja la posibilidad de Bajamares —he aquí la intertextualidad entre ambas por la que especificaba su orden de publicación—.

Observemos ahora que Tocornal invierte la mecánica de la heteronimia, pues no se trata de crear un personaje, nombrarlo y dotarlo de una biografía para adjudicarle la autoría de los textos propios, como hacía Pessoa con Caeiro, Soares, de Campos o Ricardo Reis, sino que el nombre de Antonio Tocornal es el heterónimo mismo. En este sentido, y por eso lo he mencionado, me parece más próximo a Machado, quien creaba un apócrifo de sí mismo en la nómina de aquellos «doce poetas que pudieron existir» del Cancionero apócrifo: un Machado que nacía en Sevilla y moría en Huesca en una fecha no precisada aún y que «no hay que confundir con el célebre poeta del mismo nombre, autor de Soledades, Campos de Castilla, etc.». De este modo, cuando en la parte final de Pájaros se presenta una nota de la editorial acerca de la naturaleza y origen del texto que acabamos de leer, se aclara: «No obstante, siguiendo su sugerencia de publicarlo bajo seudónimo, hemos optado por elegir uno con empaque, y se nos ocurrió el nombre ficticio de Antonio Tocornal. Sin duda, hay muy pocas probabilidades de que exista un escritor con ese nombre y, de haberlo, ha de ser del todo irrelevante en el panorama literario». Este artificio tiene una finalidad clara, además del humorismo que implica separar autor y narrador, y es atribuirle una mayor ficción al autor y una mayor realidad al narrador en primera persona como a los acontecimientos vividos por él en Las Almazaras.

Inteligentemente, Tocornal (y ya no sé de quién hablo cuando en este punto pronuncio su nombre) trae de editor a un nieto de los personajes protagonistas que pululan por Las Almazaras en Pájaros. El editor, que tiene en sus manos el manuscrito, sabe que sostiene la historia de su familia. Por ello, en mitad de este juego al escondite entre ficción y realidad, de pronto este editor afirma: «No hay nada más valioso que la identidad, y en las líneas de este “proyecto de novela” están la mía propia, la de mis raíces» para añadir «cualquier lector avieso sabrá a estas alturas quién es el verdadero autor de este texto, autor que desgraciadamente tampoco está ya hoy entre los vivos y que nos dejó sin concluir su proyecto de novela». Precisamente, la identidad es lo que está sobre la mesa, incluida, apúntese bien, la no-novela, el proyecto que está por ser novela y que parece no tener identidad aún —y puestos a ser detallistas, hasta el cambio de título de la obra entre certamen y publicación denotaría este sentido—.

Claro, Pájaros es una obra que se abre en forma epistolar de las manos de un narrador que toma parte de los acontecimientos que va a contar; una carta que escribe a alguien y que, intuyo, somos los lectores, nosotros, convocados como personajes a la historia —aquí entraría mi evocación anterior de Michael Ende y su Historia interminable—. No puedo sustraerme a la ironía de que mi última reseña sobre Tocornal, la que versaba sobre Malasanta, concluyera inocentemente diciendo: «Empiezo a preocuparme por verme un día en sus páginas como personaje-lector. Y no me refiero a identificarme con lo que leo, sino a verme literalmente y sin quererlo, como uno más que por ahí pasa». Pues me temo que en Pájaros he hallado respuesta: esa fue siempre la intención de Tocornal. El lector es personaje, es el receptor de la carta que nuestro narrador escribe y al que le pide rememorar a la vez las historias que va a contar, y le solicita ayuda para corregir y cotejar sus recuerdos: «confío en tu buen criterio para tal encomienda. Seguro que tú sabes y recuerdas más que yo; tú eras de los nuestros y de los pocos que se quedaron en Las Almazaras. El respeto por las tradiciones y el amor que siempre demostraste por nuestra tierra hacen de ti la persona idónea para esta tarea». El lector, por tanto, ha sido y es habitante aún de Las Almazaras. Somos almazereños o almazerienses o almazeranos o almazerinos o almazereses… no tengo claro el gentilicio. La cosa es que somos lectores (afuera) y habitantes (dentro) de las historias de Las Almazaras… y por extensión, de todo el espacio geográfico que, cual turistas o expedicionarios visitamos en cada lectura.

Otra curiosidad extraliteraria y personal, mística si cabe, coincidencias que ocurren y que te abren a la conspiración o a lo paranormal: Pájaros es una obra que se presenta como notas y apuntes de una remembranza, notas que se convierten en un manuscrito encontrado, un proyecto de novela hemos dicho antes, para luego ser publicado como novela. ¿Será coincidencia que los dos libros anteriores que he leído y comentado aquí en Retrato Literario emplearan el mismo recurso? Tanto en La zancada, de Vicente Soto, como en La canción de Ruth, de Marifé Santiago, teníamos historias en la que se aducía su naturaleza de apuntes, de bosquejo, para un libro al que aún habría que dar forma, confundiendo de nuevo los planos de realidad, donde el lector sostiene un libro en el que lee la historia, y de la ficción, donde el narrador está diciendo que lo que se lee son solo las notas y apuntes para elaborar el libro que finalmente el lector tiene delante. Conlleva esto la alusión al proceso mismo de escritura de un libro acabado. Es más, en el caso de La zancada, igual que en Pájaros, tenemos un adulto acudiendo a su yo infante como punto de vista para la narración.

El autor de Pájaros en un cielo de estaño, Antonio Tocornal

En el caso de Tocornal, el epílogo del editor con que se cierra el libro tiene un papel fundamental en la resolución del dilema que esto plantea: en efecto, se declara que el texto ha pasado por una editorial y se justifica la forma en que es presentado sin alteraciones por la propia editora: «sin cambiar ni una coma del manuscrito original (…) es necesario recordar que esto no es una novela con el visto bueno final de su autor. Es, por el contrario, una larga carta de un viejo amigo a otro, en la que se recopilaron las notas que fundamentarían lo que él pretendía que un día llegase a ser su última novela. Por tanto, este texto nunca pasó por el proceso de redacción final, ni por el pulido formal y las correcciones estilísticas que el autor solía hacer con una pulcritud obsesiva. Por esta razón, ha de ser leído con las indulgencias pertinentes». Esto último resulta de una genialidad aplastante. ¿Por qué? Porque con esta sencilla burla, cualquier errata en el texto (y alguna hay, que me hizo arquear una ceja) es convertida en estas últimas páginas en un acto deliberado de la propia obra. Claro, cuando todo texto saldrá, sin duda, y créanme cuando les subrayo este sin duda, con erratas, por mucho que uno lo revise concienzudamente, este epílogo integra literariamente esas más que probables erratas en la intencionalidad de la obra misma y la forma en que fue redactada y publicada. Se justifica por sí mismo cualquier error. Y hasta parece que las erratas, lejos de ser fortuitas, fueron a propósito.

En este punto debo decirlo: he tenido que ir de las páginas iniciales hasta llegar a estas últimas páginas de libro para tomar conciencia de la elevación de la narrativa que gasta Antonio Tocornal. Y no porque la historia misma —las historias debería decir— que transcurre en medio no tenga su valor literario, que lo tiene y a ello iré en un momento, sino porque entre las primeras y las últimas páginas surge un elemento metaliterario de primer orden que, de pronto, te reposiciona como lector frente a lo que acabas de leer —e incluso en mi caso, a todo lo que he leído suyo con anterioridad a Pájaros—. En gran parte, por cuanto acabo de explicitar acerca de las confusiones autor-narrador, heteronomías de la realidad-ficción etc. Pero, además, es que son páginas que nos entregan una especie de ars poetica que el autor se ha encargado de aplicar escrupulosamente en siguientes libros. En efecto, el capítulo 30, último del libro y previo al epílogo de la editorial, es un texto que prácticamente actúa como declaración estética, como reflexión sobre la literatura misma. Así nos dice ese narrador y escritor que lleva por pseudónimo el nombre de Antonio Tocornal: «dediqué mi vida a preferir la copia al original, a procesar la vida para convertirla en literatura, a huronear alrededor de la vanidad que de alguna forma todo escritor corteja, porque sueña con usurpar el papel del creador, aunque ello le prive del disfrute de la creación. Pobre majadero». Nos habla del escritor tentado por la loca pretensión de ser como dioses que dijera aquella serpiente paradisíaca, de ser un Creador, en mayúscula, y que por ello padece dos condenas: la primera, solo poder, en el mejor de los casos, elaborar una copia de la vida —el arte como mímesis—; la segunda, como Creador, vivir separado de la creación y de la vida misma, inmerso en una virtualidad producto de su vanidad —el arte como diégesis—, condenado a trazar «espirales concéntricas, en el laberinto de mi propio destino». Es el escritor, sí, un majadero que ya no puede escapar de su majadería, pues «cuando me di cuenta del absurdo, ya era tarde (…) el “punto de no retorno” había quedado muy atrás y mi cobardía me condujo a lo fácil: a refugiarme en mi “carrera”»; confesión que hace por contraste a «algunos literatos iluminados [que] se dieron cuenta a tiempo de que no se puede jugar a ser Dios y pretender seguir siendo feliz», como Rimbaud.

En el sentido más profundo de esta reflexión está la (falsa o no) oposición entre vida y arte: dedicar la vida a copiar la realidad, crearla y narrarla frente a vivirla y disfrutarla; darle expresión poética al amor en lugar de sumergirse y solazarse en el amar sin más. Lo cantaba John Lennon en Beautiful Boy (Darling Boy), en el 80 y tema de su último álbum (Double Fantasy)…y desde entonces se ha repetido como mantra sin saber realmente cuándo, dónde o cómo lo dijo: «Life is what happens to you / while you’re busy making other plans». La frontera entre lo uno y lo otro, entre vida y arte, es, parece decirnos Tocornal, la vanidad: («Vanity, definitely my favorite sin», afirmaba el diablo de Al Pacino), razón por la que nuestro narrador clamará: «¡Si al menos durante esos años hubiese podido desprenderme del lastre de la vanidad! ¡Habría ganado tanto tiempo! ¡Habría podido ver lo que me rodeaba!». Por seguir con conceptos griegos, la hybris, la desmesura en el orgullo y la arrogancia, la transgresión frente a los dioses, el deseo que excede la justa medida y pierde de vista el lugar que se ocupa en el universo, es la perdición del escritor sumergido en el pozo de este tormento (porque la hybris lo conlleva): «el dolor antiguo ya es mi compadre; hemos vivido juntos mucho tiempo y nos soportamos mutuamente tanto como nos necesitamos. Simplemente es que ya no hay sitio —ni ganas— para dolores nuevos».

Tras todas estas elucubraciones mías y solo mías, porque no pretendo achacar dogmáticamente el contenido de mi divagar especulativo al autor y a la obra, vayamos al meollo (si es que lo anterior no era ya meollo).

Pájaros es una novela de narración enmarcada (mise en abyme). Tenemos las historias de los habitantes de Las Almazaras relatadas por uno de ellos en una epístola, que a su vez se encuadra en el relato de un proceso editorial. De esta manera, el epílogo editorial es el marco mayor que incluye la larga epístola la cual, a su vez, elabora pequeños marcos, miniaturas, de los acontecimientos a la manera de crónicas. Y aún en el marco epistolar, en algunas de estas miniaturas, descubrimos algún marco más: por ejemplo, el del cartero Picatoste, cuya memoria prodigiosa provee a nuestro narrador de más anécdotas que él había olvidado o desconocía: «Me recordó algunas de las anécdotas que refiero en esta carta a propósito de los Pájaros y me relató otras que no podía conocer». El número de marcos, de niveles, y de narradores se multiplica, o, debería mejor decir, se fractaliza o matrioskariza.

Esta técnica, ahora lo sé porque he leído antes otras obras del autor, es la misma aplicada en El día que pude… o en Malasanta. E igual que en estas otras obras, una vez que estamos ubicados en el marco interior de la narración, en el nivel más hondo en que aparecen las crónicas a relatar, Antonio Tocornal pone en marcha el procedimiento que denominé en su momento como patchwork: al igual que se hace en la costura, cosiendo piezas de tela diferentes en un diseño más grande, las crónicas se presentan por capítulos yuxtapuestos, contando cada uno una historia o suceso independiente protagonizados por un personaje(s) concreto(s). En su momento lo pensé pero no lo escribí, así que lo diré aquí, más que nada porque creo que tiene más que ver con Pájaros que con las otras obras: ¿no tiene el lector la sensación de hallarse ante una composición del juanramoniano estilo de Platero y yo? Una composición de la obra por estampas seleccionadas, ligadas al lugar en el que ocurren, en las que lo narrativo, reflexivo y lírico se entremezclan, siendo verdad para Pájaros lo que JRJ describía de su Platero en el prologuillo, que era un libro «donde la alegría y la pena son gemelas». Es un lema que estoy seguro Tocornal firmaría ya mismo para su obra. Algo de esto ha de haber entre dos escritores que portan sangre andaluza en las venas desde las que escriben.

Como ocurriera en El día que pude… y como habrá de llevar a cabo también en Malasanta, cada uno de esos capítulos, de esas estampas, presenta un personaje con sus peculiaridades, ya sean estas físicas, psicológicas o vitales, expandiendo en cada uno un poquito más el límite de lo que sea real y de lo que se consideraría maravilloso: «El libro que nazca de estas notas será una epopeya; un gran poema en prosa (…) Si soy capaz de recoger mis recuerdos de forma fiel a la realidad, estarán sin duda impregnados de esa poesía y de la magia sobrenatural que los rodeaba, y entonces esta crónica será poema y merecerá el nombre de epopeya». Relatemos algunos ejemplos.

Empezamos con la llegada a Las Almazaras de una familia numerosa de pelirrojos flamencos, aunque holandeses, en una furgo destartalada —y creo que sería para contar en otro libro ese éxodo en furgoneta del punto A, Flandes, al punto B, sur de España, de una familia tan particular… ahí lo dejo como sugerencia—. Se trata de la familia van Vogelpoel (trad.: charca de pájaros, de ahí que los llamen los Pájaros) formada por el padre, jardinero en Flandes, la oronda madre agorera que presagia las muertes haciendo la cama al futuro finado, con una prole de doce niños, conocidos por su numeración (aunque uno de ellos tenga apelativo propio por su mudez) y una niña, conocida por la Pajarita. Y allí, en un árido espacio andaluz, se instala esta familia que, además de sus enseres, se trae con ellos el clima inseparable de su tierra. Empieza esa magia por la que la granja que ocupan tiene su propio microclima, cubierta por el cielo de estaño, con sus lluvias y todo, rodeado del clima inverso de Las Almazaras donde se ubica la granja. El padre, cuya coronilla despejada le hace ganarse el apodo de san Antonio, es un emprendedor nato de los más alocados negocios que van a ir siendo rotulados en el lateral de la furgoneta: desde la venta de globos o la localización de pozos de agua con técnicas poco ortodoxas, hasta la conformación de una banda de música, el adiestramiento de pinzones, elaboración de jabones, conformación de un equipo de fútbol, o abasto de aceitunas, setas, ancas de rana etc. La introducción de la familia de pelirrojos abre el tema de la identidad que ha de llegar a afectar incluso al autor, pues ninguno de los miembros de esta familia tiene su nombre real por ser impronunciable para los lugareños de Las Almazaras, sino, como vemos, apodos y números.

No obstante, la rareza de la familia de los Pájaros y los hechos maravillosos que los rodean permiten ir ahondando en la población local de Las Almazaras para descubrir que también los habitantes tienen sus particularidades maravillosas, trasfondos de una cotidianeidad extravagante en ocasiones como en otras trágica. En el entramado se van cruzando los singulares hilos flamencos con los hilos vitales de los nativos.

Tenemos la loca historia del cartero alcohólico llamado Picatoste y su inseparable camaleón Herpes (en realidad Hermes, como el dios mensajero) al hombro, que de tales curdas dejaba sin repartir la mayor parte del correo y que, al final de sus días como cartero, atesoraba en su casa correo de hasta diez años atrás. Su camaleón, además, tenía trastocada la capacidad de mimetizarse cambiando de color: «ya que no obedecía al instinto de mimetismo propio de los de su especie, sino más bien a un albedrío caprichoso y exhibicionista»… que hasta se reviste de los colores republicanos metiendo en un brete a todos en la España de posguerra. Se trata además de un personaje el de este cartero que ejercerá como otra voz narrativa, tal y como hemos dicho, al facilitar tiempo después, completamente rehabilitado y como hombre de éxito, información olvidada o ignorada al narrador principal sobre los eventos que tuvieron lugar en Las Almazaras.

Se nos cuenta la historia de Modesto, el ebanista, tío del narrador, que fabricó dos ataúdes de maderas nobles ricamente decorados que podían fusionarse y se comunicaban de modo que sus inquilinos, en posición fetal, estuviesen cara a cara; estaban reservados para él y su esposa Rosamunda, la cual también es de cuidado: todas las noches se levanta a encalar las paredes de la casa y lo que no son las paredes de la casa, hasta blanquear todo cuanto se encuentre a su paso.

En Las Almazaras vive también la niña Fortunata Rebollo, un prodigio de la naturaleza con dos vulvas y dos vaginas sanas, funcionales y completas, que encandila a dos de los Pájaros —como la Fortunata de Galdós enamoraba a un delfín—, que resultan ser gemelos. Por ello que el narrador afirme «la existencia de una misteriosa perfección en las leyes que equilibran el universo».

Detrás de la chimenea de su casa, sentado en un taburete en un espacio angosto, vivirá oculto durante treinta años Elías el Motivos, escabulléndose de falangistas, de franquistas y de la Guardia Civil para evitar que le dieran el paseo. Cuidado por su mujer Prudencia, conocerá y verá crecer a su hijo gracias a una rendija del tamaño de una peseta en el murete tras el que vive y se esconde. Y todo porque una vez, durante una verbena, se jactó de haber votado a Azaña y al Frente Popular.

Conoceremos también a Trini el Mamón —nombre completo: Abundio Nepomuceno de la Santísima Trinidad de Jesús de los Tres Clavos—, personaje tan desagradable como útil para las que eran recientes mamás en Las Almazaras. El apodo tiene su sentido literal, describiendo a alguien indeseable, como también el figurado por la profesión a que se dedica: desatascador de las obstrucciones mamarias, extractor de la leche retenida en el pecho, lo que viene siendo un sacaleches adulto de carne y hueso. Es un personaje que se presenta arrancándose los dos dientes que le quedaban y que tampoco tenían buena pinta, y que me trajo a las mientes aquel pobre diablo de Próspero el Polilla de Malasanta. Ambos son personajes que le sacan un beneficio económico al desprenderse de unos dientes que tampoco contemplan que vayan a necesitar más adelante.

Hay un sanchopancesco alcalde, don Primitivo Galán. Y digo sanchopancesco porque, como el escudero del Quijote, que llegó a gobernar la ínsula de Barataria, solo habla concatenando refranes: «tenía buena memoria y un conocimiento profundo de los refraneros (…) siempre rubricaba su discurso con uno o varios refranes, a sabiendas de que la gente simple adjudica a la sabiduría popular una infalibilidad que en realidad es ficticia cuando no abiertamente falaz». Leyéndolo uno va recreando al Quijote que increpa a Sancho la manía de traer refranes que no vienen a cuento y de ensartar uno detrás de otro sin sentido, hasta el grito desesperado del caballero andante: «¡Sesenta mil satanases te lleven a ti y a tus refranes! Una hora ha que los estás ensartando y dándome con cada uno tragos de tormento. Yo te aseguro que estos refranes te han de llevar un día a la horca, por ellos te han de quitar el gobierno tus vasallos o ha de haber entre ellos comunidades. Dime, ¿dónde los hallas, ignorante, o cómo los aplicas, mentecato? Que para decir yo uno y aplicarle bien, sudo y trabajo como si cavase» (II, 43… capítulo del Quijote, por cierto, en el que hayamos la curiosa perorata sobre la diferencia entre el coloquialismo regoldar y el preferible cultismo eructar).

En fin, que hay mucha criatura en esta parada de los monstruos, en esta galería de rarezas vivas. Podríamos seguir mencionando a un alemán acuarelista, cuya identidad nuevamente se ignora, pero que, según las habladurías, se sugiere que es un nazi huido; a un profesor que gusta de usar lencería femenina fina; a un chico que descubre el extraño placer de ser picoteado en sus partes por las abejas ya que «el veneno potenciaba la erección dándole un vigor y una durabilidad que luego él sabía aprovechar en la intimidad del monte» (quien haya leído Malasanta, no podrá sustraer su memoria de aquel Niño Truncado con genitales titánicos y priapismo crónico)… o del lado de los Pájaros, el número 7 con el hormiguero en su oreja (que me trajo también al pobre Niño Truncado caído en el suelo a merced de las hormigas); o la Pajarita, cuya menstruación la capacita para ejercer de zahorí una vez al mes para el pueblo; o uno muy especial, el Pájaro número nueve, el Mudo, que aprende a comunicarse universalmente con todos los seres mediante una trompeta y que será, en Malasanta, el anfitrión del tándem Malasanta-Modesto Baldío en su visita a Las Almazaras cuando estos entren en la tienda de fotografía que regenta, y donde descubriremos que su prosperidad, junto a su emprendimiento, incluye el haber sido padre de una nueva Pajarita.

Al final, todo este elenco es el contexto en el que la familia de Pájaros se integra perfectamente, una localidad en la que la excentricidad y la hipérbole es norma entre los lugareños. No, en el fondo, no somos tan distintos ni es muy diferente lo sobrenatural de lo que naturalmente es el hombre. Es uno de los temas que rondan la novela: la inmigración y cuanto conlleva, desde la pérdida de identidad hasta su integración, con los problemas culturales, idiomáticos, costumbres mediante, y el establecimiento de nuevas generaciones mestizas que han adoptado y fusionado hábitos que llegaron de fuera. Así, el narrador declara «siempre me fascinó cómo un pueblo compuesto por individuos envidiosos y pendencieros (…) pudo acoger con tanta naturalidad a aquellos extranjeros»; y el editor, nieto del linaje de aquellos extranjeros reconoce: «hoy, si usted se pasea por Las Almazaras y se cruza con algún anciano, es posible que lo salude con dag aunque nadie sepa explicarle por qué. Por otra parte, cualquiera que venga de fuera hoy en día, se sorprenderá al poco rato de lo inusual de la cantidad de niños de piel blanca y pelo cobre que juegan por las calles del pueblo».

Quizás parezca una exageración que pretenda elaborar una epopeya, pero Antonio Tocornal sabe bien lo que hace. Una epopeya se define, en general, como la extensa narración de hechos legendarios, trascendentales, mitológicos incluso, de tipos heroicos que forman parte de un pueblo o estirpe y conforman su tradición cultural. Nos han enseñado siempre que estas hazañas narradas son grandes batallas y enormes gestas históricas, sucesos sobrenaturales y fantásticos, en los que se ve inmerso un héroe de la comunidad cuyos actos son rememorados en el texto literario. También se nos ha enseñado que estos relatos no tienen por qué ser escrupulosos con la realidad del acontecimiento, como mero registro histórico, sino que suelen aliñarse con un buen chorrito del aceite, el vinagre y la sal de la invención narrativa. Les ruego que echen un ojo a Pájaros con esta definición en mente: porque pueblo, tenemos; tenemos hechos sobrenaturales y trascendentales que acaban por ser una narración tradicional para una estirpe, sin pretender la rigurosa verdad («Sé que hay datos que escapan a la lógica; he intentado plasmar lo que recuerdo de ellos esforzándome por descartar el filtro de la razón»); y al héroe lo tenemos en el Pájaro o san Antonio, porque en esta epopeya «no hay héroes ni grandes proezas en el sentido épico, pero sí en el doméstico: ya sabes, las hazañas cotidianas de andar por casa que escapan al reconocimiento por insignificantes»; y se trata de un héroe que, como cualquier otro héroe épico, goza de la admiración de todo el pueblo, y en concreto, de la voz narrativa que lo ensalza: «aquel hombre fue un ejemplo para mí. Extranjero, pobre, nunca le faltó el aliento para sacar adelante a su prole. Cada amanecer era para él un reto. Siempre consiguió reponerse de sus fracasos con alegría. Tenía una energía y optimismo extraordinarios».

Me podrán decir que, sin embargo, no hay grandes gestas, hechos Históricos, así en mayúsculas. Aquí veo que Tocornal se pone unamuniano, y lo comparto: ¿cuál puede ser la mayor gesta de un pueblo que sobrevivir en su día a día? La cita de Unamuno es larga, pero maravillosa: «Las olas de la historia, con su rumor y su espuma que reverbera al sol, ruedan sobre un mar continuo, hondo, inmensamente más hondo que la capa que ondula, sobre un mar silencioso y a cuyo último fondo nunca llega el sol. Todo lo que cuentan a diario los periódicos, la historia toda del ‘presente momento histórico’, no es sino la superficie del mar, una superficie que se hiela y cristaliza en los libros y registros, y una vez cristalizada así, una capa dura no mayor con respecto a la vida intrahistórica que esta pobre corteza en que vivimos con relación al inmenso foco ardiente que lleva dentro. Los periódicos nada dicen de la vida silenciosa de los millones de hombres sin historia que a todas horas del día y en todos los países del globo se levantan a una orden del sol y van a sus campos a proseguir la oscura y silenciosa labor cotidiana y eterna, esa labor que como la de las madréporas suboceánicas, echa las bases sobre que se alzan los islotes de la historia. Sobre el silencio augusto, decía, se apoya y vive el sonido; sobre la inmensa humanidad silenciosa se levantan los que meten bulla en la historia. Esa vida intrahistórica, silenciosa y continua como el fondo vivo del mar, es la sustancia del progreso, la verdadera tradición, la tradición eterna, no la tradición mentira que se suele ir a buscar al pasado enterrado en libros y papeles y monumentos y piedras». (En torno al casticismo, III). Y si no les parece bien, podemos irnos a Machado, que habla como si hubiera visitado Las Almazaras cuando versificaba:

Y en todas partes he visto

gentes que danzan o juegan,

cuando pueden, y laboran

sus cuatro palmos de tierra.

Nunca si llegan a un sitio

preguntan a donde llegan.

Cuando caminan, cabalgan

a lomos de mula vieja.

(…)

Son buenas gentes que viven,

laboran, pasan y sueñan,

y un día como tantos,

descansan bajo la tierra.

Cambien mula vieja por furgo vieja y ya lo tienen: los van Vogelpoel llegando a Las Almazaras. ¿Pasó don Antonio, el hombre bueno en el buen sentido de la palabra, por Las Almazaras? Qui lo sa! Pero sí dejó escrito, siguiendo la doctrina de Unamuno sobre el hondo pueblo que vive bajo la historia: «Un pueblo es siempre una empresa futura, un arco tendido hasta el mañana (…). La verdadera historia de un pueblo no la encontraréis casi nunca en lo que de él se ha escrito. El hombre lleva la historia —cuando la lleva— dentro de sí (…). Un pueblo es una muchedumbre de hombres que temen, desean y esperan aproximadamente las mismas cosas» (Juan de Mairena, II).

Esa intrahistoria, que este es el concepto, vertebra la narrativa española desde el Lazarillo y el Quijote hasta Galdós (salvo los Episodios), la escrita desde la posguerra y la de Tocornal, que ni corto ni perezoso lo confirma en Pájaros: «Las grandes historias que me obsesionaron en mi época febril me impedían ver las pequeñas, las que teníamos cerca y que muchas veces son las que nos dejan la huella de las lecciones más valiosas. Me cegué con épicas, con historias grandilocuentes, cuando tenía otras maravillosas delante de mis narices pidiendo a gritos ser narradas».

Hablar de historia es hablar de tiempo que transcurre de siglo en siglo. Y cuando el siglo ya no sea unidad mayor, se hablará de milenios… tiempo al tiempo. Pero hablar de intrahistoria es condensarlo, casi detenerlo y eternizar el instante. La preocupación por el tiempo entendido como instante prolongado era algo constante en Bajamares, y sigue siendo tema en Pájaros. De hecho, entre las páginas de Pájaros se subraya que «se podría escribir una novela sobre el significado del tiempo; una historia cuyo protagonista fuese por ejemplo un farero (…) para quien el tiempo no tiene ningún significado (…) Bajamares sería un buen título»… novela en ese mismo momento ya escrita, mientras que el desconocido narrador pseudonombrado como Antonio Tocornal, autor de Pájaros, declara a renglón seguido: «No es que quiera vivir más tiempo del que en justicia me corresponda (…) A lo que aspiro es a poder saborear cada instante sin premuras; sin importar lo que en realidad dure y sin que me metan prisas —o me las meta yo mismo, como he hecho siempre—. (…) Ahora percibo la vida tan corta como cuando, siendo niños, percibíamos la brevedad de los veranos».

Sobre el tema del tiempo en Pájaros tenemos interesantes personajes y sabrosas escenas. Personajes como Modesto Jaramillo, el ebanista, quien «nunca necesitó reloj; sabía con precisión qué hora era, tanto de día como de noche» y es por él que tanto los vecinos ponen en hora sus relojes, como el padre don Cleto, cuida de que el reloj de la iglesia no atrase. Aunque, sin duda, el símbolo de la relatividad del tiempo y la exaltación del instante está en el peculiar reloj de latón y péndulo de torsión que atesoraba la familia de los Pájaros: «el reloj funcionaba a una velocidad singular: marcaba tan solo doce horas al día en lugar de veinticuatro (…) cada hora en casa de los Pájaros duraba ciento veinte minutos (…) con una exactitud irreprochable: nunca hubo que adelantarlo ni atrasarlo»; un reloj quizá construido por un poeta para el que era «aquel reloj un poema que nadie comprendería». La vida de los Pájaros se rige en otro huso horario que dilata el tiempo en el mismo lugar geográfico que sus vecinos, algo que, en realidad suspende nuevamente la medición del tiempo. Pero es que también es el mismo reloj cuya campana de vidrio pasa a ser utilizada como vitrina para el Pinzón muerto que san Antonio lleva consigo, llamado Turbo, tres veces campeón en los concursos de canto en la tierra natal de los Pájaros, y torpemente disecado; como si la campana de vidrio de un reloj que dobla el tiempo fuese a ralentizar o a proteger la descomposición del ave muerta. Y es el mismo reloj bajo cuya peana se guarda el papel en el que la esposa y madre de los Pájaros escribe su luctuoso presagio del día siguiente, vigilado también el papel por el cadáver del Pinzón en su vitrina de eternidad: «había algo de metáfora en el escondite: el tiempo que pende sobre el nombre —ya escrito— del que ha de morir». El reloj que deja de funcionar cuando la esposa y madre de los Pájaros muere; y el reloj que nuestro narrador-autor, arrepentido por haberse dejado llevar por las premuras, por su carrera, por todo lo que en fin no es la vida, anhela: «hoy daría cualquier cosa por tener el reloj de san Antonio (…) aquel que viviese al ritmo de aquellas manecillas lentas vería su vida bendecida por lo que a los demás nos falta», confiesa en su largo lamento reflexivo sobre la naturaleza del tiempo y la vida humanos.

Dice Mauro Barea que en Pájaros: «aparece gente normal con prodigios revelados de una u otra forma. De eso se trata una buena historia, que no sea el Realismo Mágico porque sí; aquí es concatenado con la vida diaria en su justa normalidad, casi con la indiferencia que le confiere el realismo. Y ahí radica la magia de Pájaros en un cielo de estaño: el poder recorrer el pueblo gracias a los personajes y ‘creernos’ todo de principio a fin». Estoy de acuerdo, y yo aún diría más —nótese el tintinesco tono con que lo digo—:  que aparece gente prodigiosa revelada en su justa normalidad. Si miran debajo de la normalidad encontrarán esos prodigios. El lector que abre Pájaros en un cielo de estaño se expone a todo ello, y, sobre todo, a salir con la cabeza llena de pájaros, y no pocos, sino unos cuantos; con el tiempo, todo un pueblo; con los siglos, un país; con los milenios, un universo entero. En este caso, mejor son los ciento volando.

Héctor Martínez