POESÍA EN ESPACIO NIRAM

Cartel Espacio Niram

Cartel Espacio Niram

Romeo Niram, primero amigo y después artista, me persiguió durante algunas semanas para organizar un pequeño recital poético en Espacio Niram. Ayer, por fin, lo logró, aunque huelga decir que lo hice encantado junto a la enfermedad que me aqueja y que me impide decir que no a los amigos. Conté además con la inestimable ayuda de otros tres buenos amigos ligados al mundo de la literatura y el arte: Martín Cid, escritor y fumador de pipa, Isabel del Río, Historiadora del arte y amante secretamente público de Picasso y Yulia Martínez, además de fotógrafa, también escritora.

Preparar un momento poético tiene un grave problema: la selección. Elegir unos pocos versos que sirvan de botón de muestra, que al mismo tiempo recorran la larga o corta trayectoria, y, junto a todo ello, que sean poemas dignos de recitarse en público, poemas de los que no haya arrepentimiento o intención de corregir, añadir o quitar. Sin embargo, el modo de resolverlo es tremedamente sencillo: dejar que los amigos seleccionen. Así fue. Deposité en ellos los versos, la responsabilidad y confianza. Que no serán pocos los que queden sin recitar, es probable, pero no importante. Eligieron, y eligieron bien, poemas de hace tiempo y poemas recién hechos en el último año. Desde aquel A quien se ama o El punto que soy, pasando por tres divertimentos como Limón, Corazón y Cenicero, junto a composiciones de Por un horizonte de niebla, El galgo lento y dos homenajes: Un siglo de cenizas, por la novela de Martín, y el, probablemente, último que he escrito, Piedras, dedicado al escultor Brancusi y, al mismo tiempo, a Romeo Niram, que me llevó con su pintura a descubrir las obras y las formas de aquél.

Martín hizo, a la vez, de maestro de ceremonias, de entrevistador. Siempre hay preguntas que responder cuando alguien como yo desentierra versos. Pocos imaginan este otro pasatiempo mío, muchos se sorprenden y suele ser motivo para enarcar las cejas. ¿Cómo ese tipo que habla de libros, que tiende a pronunciar nombres de filósofos alemanes y uno de cuyos lugares naturales es una barra de bar -no diré cuáles son mis otros lugares naturales- nos ha salido poeta? ¿Cómo alguien tan devoto de la grosería y, a veces, de la impudicia, chabacano cuando quiere, resulta ser un arquitecto de versos? Aún más llama la atención que lo haga contracorriente del versolibrismo imperante, o la moda occidenteal del Haiku -porque aquí es moda y en oriente poesía-, que resurjan los alejandrinos, las silvas, los sonetos y las octavas, las asonancias, que asomen la cabeza Quevedo, Bécquer, Rubén Darío, Machado, Juan Ramón Jiménez, Aleixandre, Gómez de la Serna, Gloria Fuertes, Hierro… pero no suene arcaico, avejentado nada más componerse, sino incluso, joven, personal. Ayer respondí a todo ello: mi preferencia por el poema breve, condensado, no narrativo, rimado con asonancias o hibridez, siempre próximo al arromanzado, aunque conviviendo con el heterosilabismo, con la rima interna, con elementos considerados antipoéticos como el verso esdrújulo o agudo, sin preciosismo; tanto da el tema trascendente como el motivo cotidiano y no veo problema en aunarlos, por ejemplo, en los Divertimentos; mi intención de anudarme con los flecos que quedan del Siglo de Plata de las letras españolas -siglo, aunque sea poco más de un tercio-.

En nuestra poesía española siempre se ha sentido el latir y la vibración de lo vivo atravesado por el mundo o cruzándolo sin reservas. Un latir presente aún cuando mirase otro tiempo, capaz de traducir nuestro alma y nuestro misterio con tal razón poética. El español no es abstracto, y cuando lo pretende, se enmaraña entre metáforas más que entre conceptos. Sentimos pasar las horas, sabemos de nuestro fluir más que de nuestro permanecer, como algo esencial que no es posible omitir en nuestra biografía. Cuando hablamos, el curso del tiempo cobra protagonismo en el verbo, incapaces de no usar junto al presente, el imperfecto, el indefinido –extendido, por su peculiar confusión con el pretérito perfecto compuesto- o el condicional, porque sabemos que todo está en el aire y que nada puede darse por terminado. Sin querer, por naturaleza, ligamos el pretérito con nosotros a través de los sucesos y acontecimientos que nos erosionan. Poco miramos al futuro, y de hacerlo, siempre lo intentamos pescar con el cebo y sedal de la interrogación. Sabemos vivir sin futuro, pero no sin palpar constantemente nuestro fluir en el tiempo, no sin dejar constancia de cuanto nos ocurre y afecta en lo cotidiano, no sin la conciencia de vivir en la expansión de nuestra propia historia. No somos un pueblo callado. Nos pierde mucho la boca y su tono. Por ella, no decimos, sino que exhalamos los desahogos del espíritu, las inquietudes y las apreturas de la vida. Lo que otros resuelven con un silogismo, nosotros, sólo nosotros, le damos forma de estrofa o canción; lo que en otros lugares serían premisas y conclusión, se vuelve en nosotros el verso tras verso de un poema inacabado. La poesía, que en otros sitios eleva al hombre hacia una trascendencia, a nosotros nos sumerge en la verdad cotidiana y sus grilletes de condena a la temporalidad. Los demás aspiran a conquistar el universo con una fórmula, mientras nosotros nos recreamos en el mito y el lirismo espontáneo del refrán, en la poética sabiduría popular, fuente única de evidencias que jamás ponemos en cuestión. Nuestro refranero no es sólo una muletilla que incorporamos al discurso, sino nuestra contestación a las circunstancias. Lo mismo que cada poeta con sus poemas.

Si yo tuviera que responder a la pregunta de Machado, ¿soy clásico o romántico?, respondería que ambas y ninguna. En ambas está la fuente, pero no soy fuente, sino gota de la corriente, de esas que van, como todas, a dar a la mar. Diría que soy español, y con ello, debería estar respondida la pregunta, tal y como quedan explicadas todas nuestras excentricidades para el resto del mundo. No lo digo por patriotismo, sino por la sencilla razón de que es en lo español donde me he configurado. Precisamente, Martín me preguntaba cómo era posible conjuntar la filosofía con la poesía sin que la segunda se viera perjudicada en su esencia, y mi respuesta recogía el guante unamuniano: nuestra filosofía, la española, no existe en tratados, sino en la literatura, en la pintura y la música -por eso sólo a Ortega se le llama filósofo, aun cuando recurre a estilos literarios-. Los españoles elevamos el pensamiento grave en la expresión artística porque es el límite que toca ya con la inefabilidad. Huímos del encorsetamiento lingüístico del diccionario, porque no nos es suficiente. Por hacer, los españoles, damos palmas y nos enorgullecemos de un himno sin letra, que se tararea como en una inconsciente vanguardia, gesticulamos con todo nuestro cuerpo y tenemos mayor tradición dramática que cinematográfica. Somos, incluso, uno de los pueblos más onomatopéyicos que existen, ruidosos en nuestro griterío. Nos expresamos con todo y todo es cauce de esa filosofía cotidiana, popular, honda. ¡Cuánto habría dado porque Aristóteles fuera español!

Así, Yulia ayer leía El punto que soy como versos inscritos en el extraño límite literario filosófico español:

El punto que soy en el universo
va dejando de ser punto, vacío,
está dejando un hueco de silencio.
Voy desapareciendo del mundo
difuminándome en recuerdos,
vuelto y sin esperanza. Todo
lo que es nuestro,
de los hombres, ya son quimeras
fascinantes de los sueños.
Mi figura, se quiebra
doliéndose de su ser extenso,
y todo lo que es mío
-¿Hay algo más que mi cuerpo?-
se enterrará bajo arenas
del olvido y aguas de infinito tiempo.

Isabel leía el agrio «divertimento» del Limón:

Limón,
si te azucaro el vientre
¿Me sabrás mejor?
Hay quien salado te prefiere,
poniéndote alegrías y humor.
Yo, cruel, te abro en canal
para robarte sin mal
todo tu amarillo color.

Y Martín escogía las palabras de El galgo lento:

¡Hay que tener corazón para verlo!
Aún tiene su porte
Sostenido por sus cuartos traseros,
Orejas rectas, alto,
De duro y blanco pelo;
Sin embargo, el galgo parece un chucho,
Vulgar y callejero,
Mascando mendrugos de duro pan;
¡Ay, Galgo! ¿Qué te han hecho
si hay que buscar tu raza
por costillas y huesos?
Dime en dónde estuviste
¡Dónde te hicieron esto!
¿Fue detrás de la verja,
Por ese camino que lleva adentro?
Allá no pudo ser,
A los hombres, allí los vuelven perros…
¿O también te quitaron lo que fuiste
Sin pensar lo que hacían, compañero,
Sin pensar lo que eras tú,
Si hombre, animal o leño?

Lo dije al principio. Supieron elegir. Sabía que sabrían hacerlo. Ellos solos sacaron todo. Yo, el poeta, era un espectador que, de vez en cuando, metía baza, porque me cuesta estar callado -buen español-. Les contemplaba con mis versos en sus labios, con mis rimas en sus voces… yo susurraba algunos para mis adentros. Romeo sonreía, esperando a Brancusi. Brancusi y yo nos hicimos de rogar, pero, qué mejor forma hay de terminar un recital en Espacio Niram sino con las Piedras de Constantin Brancusi convertidas en alejandrinos arromanzados, qué mejor forma sino alegrar a los amigos y homenajear a un pueblo entero que me reservó un rincón de su mundo para mis poemas.

Héctor Martínez

AUDIO: Piedras , Homenaje a Constantin Brancusi y Romeo Niram
Música: Johannes Brahms Intermezzo Op. 118 n.2

AUDIOVISUAL: Piedras, Homenaje a Constantin Brancusi y Romeo Niram (Espacio Niram 08/08/09)

TERTULIA SOBRE VANGUARDIAS

Cartel Espacio Niram

Cartel Espacio Niram

El pasado sábado 18 de julio, nos reunimos una vez más en el Espacio Niram, esta vez para una tertulia sobre las vanguardias de Guillaume Apollinaire, Tristan Tzara, James Joyce y Eugene Ionesco. El asunto venía por la revista Yareah y, como reciente colaborador, hube de medirme con Martín Cid, director, estando Joyce de por medio. Menos mal que teníamos otros tres autores más para tratar, y, por ambas partes, poder evitar cualquier conflagración literaria ante el público acerca del tema Ulises. Me refiero a ese tipo de hechos que, una vez ocurridos, tornan a ser anécdotas y leyendas sobre dos literatos arrancándose la razón a guantadas. Pero, es posible esquivar toda contienda si los púgiles se quedan en sus esquinas, mediananmente sobrios.

G. Apollinaire

G. Apollinaire

Al contrario, fue una velada muy agradable. Tocamos lo literario y lo escatológico. Mezclar ambas suele dar buen resultado: lo grave y lo banal, aunque no diré cuál es cuál. Pero, sobre todo, desmontamos el viejo mito sobre André Breton y el surrealismo. Bien pudo publicar el Manifiesto del surrealismo y convertirse en referente de una de las vanguardias más prolíficas. Sin embargo, el surrealismo no es una vanguardia surgida de la nada, sino de hombres como Guillaume Apollinaire o Tristan Tzara, en París y Zurich respectivamente. Incluso cabría afirmar que Apollinaire es el «cubista» de la literatura como Picasso pueda serlo en la pintura, siendo el cubismo otra de las corrientes reconocidas como influyentes en el posterior desarrollo del surrealismo.

Caligrama

Caligrama

Con su «poesía visual» supo crear configuraciones literarias jugando con la disposición y las tipografías para crear imágenes del objeto del poema. Hoy los conocemos como Caligramas y suponen una ruptura del convencionalismo poético, o, mejor aún, una construcción que aúna dibujo y poesía, dos gramáticas artísticas que hasta entonces se habían considerado siempre por separado. Y sobre la palabra en Apollinaire, no hay mejor descripción que la de Cocteu:

La palabra inusual (y usaba de ella con frecuencia) perdía su carácter pintoresco entre los dedos de Apollinaire. La palabra trivial se convertía en insólita. Y esas amatistas, piedras lunares, esmeraldas, cornalinas y ágatas que utiliza, las engarzaba, vinieran de donde vinieran, de la misma forma que un sillero trenza la enea de una silla en la acera. No puede concebirse artesano de la calle más modesto.

Tristan Tzara

Tristan Tzara

El rumano Tristan Tzara fue, incluso, más lejos. Su mutilación del lenguaje y el uso arbitrario del mismo a través del collage poético, a la vez que demotraban su convencionalidad, abrían las puertas a distintas experimentaciones como la propia «escritura automática» que el surrealismo se apropió como técnica suya. Efectivamente, el Dadaísmo, tan efímero como fue, tuvo en su anecdótico origen su esencia: Arp, Ball y Huelsenbeck junto a Tzara en el Cabaret Voltaire de Zurich, abriendo un diccionario al azar. Aún descubrimos Martín y yo un extremismo más al analizar la famosa receta para confeccionar un poema dadaísta:

Para elaborar un poema dadísta
Tomen un periódico
Tomen un par de tijeras
Escójase un artículo tan extenso como convenga
Para hacer el poema
Córtese el artículo
Posteriormente, ha de cortarse cada palabra que conforma el artículo
Y guárdese en una bolsa.
Agítese cuidadosamente.
Sáquense las tiras una después de la otra
En el orden
En que se dejó la bolsa.
Cópiese consecutivamente.

Tras leerlo, no sólo nos encontramos ante poemas que mutilan el lenguaje con unas tijeras; no sólo nos encontramos con la arbitrariedad de las combinaciones de palabras; también estamos ante un poema que ya no se escribe con pluma y papel, sino con retales y pegamento sobre otras escrituras ya dadas -aunque sean artículos de periódico- y ante una concepción que ya no valora la intervención del autor como genio poético tocado por las musas del Parnaso.

Podemos entender con ello que en las Vanguardias el acento está puesto en la búsqueda del lenguaje propio de las artes, la gramática propia que permita su máxima expresión, lejos de los parámetros ya establecidos y, por tal, con significaciones desintegradas. Lo cual nos llevó a hablar, precisamente de los otros dos autores: Ionesco y Joyce.

James Joyce

James Joyce

James Joyce, autor del único libro -de momento- cuyas páginas me cuesta pasar, el Ulises, es ejemplo de la escritura fragmentaria, recortada. Esto lo sé más por Martín, admirador público y reconocido de Joyce. Justamente él me lo señalaba: en Joyce no hay una sola perspectiva, ni hay una progresión convencional del relato, ni una estructuración tradicional. El tiempo breve, de veinticuatro horas, rellena dos volúmenes de situaciones y anécdotas, de monólogos, y, sobre todo, de un trabajo sobre el lenguaje por medio del dialecto y el neologismo. Yo, entonces, lo comparé, a menor escala y a riesgo de enfadar a Martín, con las renovaciones noventayochistas que llevaron, por ejemplo, a Unamuno a trocar el término novela al término «nivola», simplemente porque la crítica, acostumbrada todavía al diecinueve, no quería ver como novelas aquellas escrituras. También me recordaba aquel empeño sobre el lenguaje terruñero, sobre la recuperación de la palabra olvidada y perdida del pueblo, o el marginamiento del argumento y la trama como mera excusa para continuas digresiones y fijaciones en detalles que a los autores les resultaban reveladores. Evidentemente, yo aquí tiré hacia lo que conocía, mi amada literatura española, mientras que Martín pudo regodarse lo que quiso y más, no tanto por mi desconocimiento, sino por el placer que le recorre -no diré comparable a qué- cuando puede mostrar a Joyce y sus virtudes en un mundo que todavía no ha sabido valorarlo más allá de la rareza y el tópico. Sobre Joyce, ¡pregúntele a Martín Cid!

E. Ionesco

E. Ionesco

Por su lado, Ionesco nos llevó al absurdo sobre el escenario. Más tardíamente que los demás, su Vanguardia fue más un aplicar rigurosamente el lema «reflejar la realidad» de lo que el Realismo pudo hacerlo nunca: la existencia no es lógica ni justificable, es, en esencia absurda. Si el teatro debe reflejar la vida, el teatro debe ser, pues, absurdo. El absurdo es la autenticidad de la vida y del teatro. Sólo así cabe afirmar que la vida es teatro y que el teatro copia a la vida. Aún cuando parezca irracional, aún cuando se enfrenta a cualquier sistematismo racional, hay que reconocer que la lógica del razonamiento es aplastante. Lo único: que Ionesco no busca razonar su máxima, porque tampoco tiene ninguna utilidad. Sobre esto de la utilidad del arte, y más aún del teatro -que si comprometido, que si social y político-, sentencia -cita que me apunto para mis alumnos cuando me preguntan para qué sirve el análisis sintáctico-:

Si es absolutamente necesario que el arte o el teatro sirvan para algo, será para enseñar a la gente que hay actividades que no sirven para nada y que es indispensable que las haya.

Y a mí me recordaba con todo ello a Lope de Vega y su Arte nuevo de hacer comedias -la Vanguardia es un fenómeno contemporáneo a cada época-. Así, mientras Lope dividía la obra en cinco actos, no limitaba el tiempo y el espacio, mezclaba acciones en lo trágico como en lo cómico -en una palabra, mandaba al cuerno a Aristóteles y las reglas clásicas- Ionesco nutría sus textos de incoherencias, anacronismos, diálogos sin sentido… Ahí están su Cantante calva o la memorable escena de La lección sobre sumas y restas y la espiral absurda que nos conduce por un camino impredecible. ¿Quién se puede imaginar que una clase particular pueda terminar como termina en Ionesco? Lo digo como prácticante del oficio.

Ahora viene la gran pregunta, la que he hecho en otras ocasiones: ¿Y después qué? ¿Qué ha sido de todo ese movimiento contra el aburguesamiento del arte? ¿Acaso, a pesar de Tzara, Apollinaire, Joyce, Ionesco, y tantos otros, no hemos vuelto al mismo punto? Todavía queda una barrera por derribar -contra la que jamás podremos aunque no sea razón para desistir-: esa magia que convierte en burgués y comercial lo que nació contra lo burgués y comercial, ese hechizo social que, pasados no muchos años, impide que un tipo se lie a martillazos contra el orinal de Duchamp porque, a día de hoy, es una obra de arte, de galería, de visita de rigor y de exposición obligada, objeto de colección. Y yo, que pienso que Duchamp hubiera cogido otra maza para ayudar a aquel tipo. No les digo lo que pienso todas las mañanas al entrar en mi baño… ¡es como visitar un museo!

Héctor Martínez

«ARIZA» MARTÍN CID E ISABEL DEL RIO

Portada Ariza

Portada Ariza

Fui a la Feria del Libro, en el Retiro. De caseta en caseta, eché un vistazo. Nada. Algunos de los que allí estaban son nombres que enseño en mis clases de literatura. Me paré en una determinada, la del Grupo Alcalá -creo que la caseta 303-, y allí, por fin, me hice con un ejemplar de Ariza, novela de la que, unos artículos atrás, prometí hablar. La tomé en mis manos, pretendí bochornosamente que me la cobrara una chica que estaba allí firmando su libro -porque creí que era la vendedora-, y, después de pagar a la persona correcta, pude empezar a leer.

La gran particularidad: hay que darle la vuelta al libro. Y como dije, hace pocos días, en la presentación de Un siglo de cenizas, esto no es baladí, no es un mero capricho literario para llamar la atención -podría serlo, pero no lo creo así-. Entonces no pude extenderme sobre ello. Ahora, en cambio, puedo explicarme. Estamos tan acostumbrados a que el libro se lee de izquierda a derecha, desde la portada que ya nos indica la dirección de lectura y la posición del libro, que nadie repara en que esto no es algo fijado por ley natural alguna. Igual que en el espacio no hay arriba y abajo -carentes de un punto de referencia ni de límites, por el momento-, en un libro no existe razón para que haya delante y detrás, principio y final como puntos distintos en los extremos de una lectura lineal. Igual que los espejos nos devuelven izquierda y derecha intercambiados, los capítulos de la novela nos alteran la usual forma de leer. Quiero decir, nos parece extraño, pero lo vivimos a diario, cotidianamente, en el espejo del baño en el que nos miramos para «arreglarnos» los estropicios con que vinimos al mundo y que al mundo parecen no gustarle. A diario nos regimos por relojes -ya quedan menos- cuyas agujas dan vueltas en redondo, empezando y acabando el día, la hora, y el minuto, exactamente en el mismo punto. Es natural para nosotros el ciclo de las estaciones, la rotación y traslación de la tierra y del resto de astros, los ciclos lunares, las ruedas de los automóviles, las rotondas y plazas… ¡Hasta existen las líneas circulares de metro y autobús! ¿Por qué ha de extrañarnos que un libro empiece y termine en el mismo sitio, si lo importante es si nosotros estamos en el mismo punto de partida o algo ha cambiado? Siempre nos dirán que un ángulo de 0º, aunque representado en el mismo punto, no es igual a un ángulo de 360º. El último implica una vuelta, un movimiento, un viaje. Y yo seguiré insistiendo: siempre que se viaja, se viaja para volver, aunque creamos que no nos hemos movido, o pese a que nos encontremos al final, en el punto de partida. El movimiento, como dijeron los griegos, no sólo es traslado. Quiero decir, el movimiento, no sólo se demuestra andando. Y, sin embargo, dentro de este círculo, en la novela hay una línea fundamental: la línea Valladolid-Ariza, línea que Isabel y Martín van curvando literariamente sin que deje de viajar por todos sus puntos, a día de hoy, a pesar de estar totalmente clausurada desde la mitad de los años noventa. He oído decir que, tras años de peleas, los políticos habían decidido reabrirla con el peso principal del enoturismo, pero las últimas noticias que leo, del pasado mayo, reflejan que todavía todo está parado. Quizás tenga la novela ese matiz de denuncia por un abandono injustificable, por un hacer oídos sordos a la reivindicación de la zona:

Eugenio Escudero había luchado por la unión de la Meseta Norte. La línea Ariza era la esperanza para toda una comunidad, para toda una generación y para todo un país. Ariza sería el símbolo que aglutinaría a España, que la haría entrar en Europa.

Martín Cid-Isabel del Río

Martín Cid-Isabel del Río

Ariza es para el lector, efectivamente, un viaje de ida y vuelta, un movimiento transversal -como la propia línea ferroviaria Valladolid-Ariza-, un camino que cruza más el tiempo que el espacio: un juego con las tres dimensiones temporales hasta hacerlas prácticamente desaparecer, confundirse. Juego que convierte a los personajes en algo así como apátridas intemporales en medio de los cien años del mundo que se recorren en la novela:

Tú y yo no tenemos patria…, alguna vez quisimos una, pero no estamos hechos para España o para Ariza: nuestro horizonte es más grande.
(…)
– ¿En qué año estamos? -preguntó Carlos
¿Y a quién diablos le importa? Rieron todo el trayecto, y recordaron momentos felices, aún más felices.
(…)
(…) a veces el tiempo es como un espejo, un libro leído en dos sentidos.

Sus autores, Martín e Isabel, lo dirán continuamente: Ariza es tiempo -¿les servirá la intuición machadiana «palabra en el tiempo»?-, Ariza es historia -los cien años (1895-1995) de una línea ferroviaria, también los cien del siglo XX vallisoletano, español y europeo-, Ariza es un viaje que puede empezar en cualquier vagón de naranjas. Ariza es espejo y reflejo, sombra:

A veces -dijo el espectro- sueño con un libro que comienza de nuevo, sueño con que miro, a través del espejo, mi propia sombra. Sueño con una melodía que se vuelve a retomar y con la finca. A veces, sueño mi propia imagen.

El personaje principal es Aegis, escudo y espejo al mismo tiempo, que regaló Atenea a Perseo. Escudo que protege, pero que también refleja a las gorgonas letales, a las Medusas. En Ariza también hay Medusas, también hay Acrisios que temen a sus descendientes y los alejan de sí queriendo evitar lo inevitable -los destinos trágicos-, también hay Perseos que desean proteger a sus madres, que vuelven a su lado, madres que no mueren sino que siguen «luciendo» en cada página, a cada momento, desde otras orillas. La familia Escudero-Olidella-Medina se nos tinta con el color del mito, de la tragedia griega, con sus partes, con su oráculo, su fatalidad, su Coro -Ariza, a partir del Capítulo X-. Con ello alcanza la fuerza lírica a la que se ha ido llegando paulatinamente, sin mermar el carácter narrativo, ganando también en el tono romántico de misterio, fantasmas, espíritus, noches -Zorrilla, o el adelantado Shakespeare, con su Ofelia-Diana-:

Sólo buscábamos. Era mi amiga, jamás la traicioné. Sí, la hiciste creer en fantasmas. Existen, aunque no queramos creerlo. No es tan absurdo, sólo hay que saber mirar. Te he observado, Miguel, también tú puedes…

Pero Ariza también es música y pintura y arte -Chopin, Debussy, Mozart, Beethoven, Picasso, Velázquez, Goya, Rodin-. La música se anuncia, como la guerra. Se hacen presentes en el mismo capítulo, mientras se abandona la pintura. La Guerra Civil termina como si cesara una música, tiempo durante el que alguien aprende, desde lejos, a recorrer la escala y pisar los pedales, a interpretar nocturnos. Los antiguos cuadros no se venden:

Soy incapaz de deshacerme de estos cuadros. Tuve la oportunidad de vender algunos y no pude, era como si me robarán el alma.
(…) El oleo seco no se quita. Permanece, es bello

Junto al espejo de la coqueta, junto a Aegis, otro personaje se vuelve fundamental: un Pitágoras pintado, que permanece en el húmedo sótano, que como cualquier otro cuadro, no se vende. Aunque no es Pitágoras, es el número. Estamos ante doce capítulos, simétricos, en dos grupos de seis: reflejo un grupo del otro. El Doce (1+2=3) que es múltiplo de tres. El seis que es divisor de 12, múltiplo de 3 y primer número perfecto pitagórico, es decir, primer número que es resultado de la suma de sus divisores, número que representa la procreación y la familia. Tres mujeres o tres parcas, tres nietos, tres estaciones -Grande, Esperanza, Chiquita-, es el tres la unidad y dominio del espíritu sobre la materia, la trinidad del tiempo -pasado, presente, futuro- con la que juega la novela, y también el plano, el mundo, la armonía -como entiende la novela el concepto de «simetría». El tres, a su vez, representa el triángulo, primera figura perfecta, primera perfección, por ejemplo, el triángulo equilátero: la sagrada tetraktys (1+2+3+4=10=1+0=1) formada por 10 puntos que son la unidad, con su pentagrama místico inscrito, la estrella de cinco puntas (3+2=5) que representa al hombre y el imperio del espíritu sobre la materia -volvemos al tres-; pentagrama, símbolo de la salud, que se forma trazando las diagonales de un pentágono regular, o lo que es lo mismo, con tres triángulos isosceles -volvemos al triángulo, volvemos al 3-. Pero el cinco tiene mayor importancia pues es el número menor cuyo cuadrado es igual a la suma de sus catetos, origen del primer triángulo rectángulo, divino para los pitagóricos, símbolo del matrimonio, centro de la tetraktys. El cinco -matrimonio, lo másculino y lo femenino-, número circular como el seis -procreación y familia-, como Ariza: porque sus potencias vuelven a él. Quiero afirmar con todo ello algo tan simple como que en Ariza de Isabel y Martín triunfa el espíritu, o, como me firma Isabel:

Ariza signfica «Esperanza». Es el tren que lleva a esa estación que es el principio de la vuelta, el momento en que todos nos encontraremos.

¿Será todo número, como afirmaban los pitagóricos? ¿Será verdad que la naturaleza se escribe con caracteres matemáticos, como enseñaba Galileo? ¿Será un tren que vuelve, vida, en el plano del mundo donde suceden matrimonios y procreaciones, y donde ha de triunfar el espíritu?

Héctor Martínez

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Martín Cid

Martín Cid

Hace un mes le felicitaba por su nueva publicación, ésta de la que hoy escribo, y dentro de una semana seré yo mismo uno de los encargados de valorarla. Adelantaré aquí algunas líneas sobre la novela, sus ecos literarios, al estilo que viene siendo costumbre, aunque no sea específicamente de lo que vaya a hablar en el café, dentro de unos días, a propósito de la obra.

Empecemos por el título, de muchas y variadas referencias. «Un siglo», el s. XX; «de cenizas», de guerras, humo, fuego, pólvora, esclavismo, muerte y destrucción… pero también de pipas, tabacos y cigarrillos. Éste es el fondo, el contexto, concretado en el ambiente sureño del Mississippi y en la plantación llamada Absalón, dedicada al cultivo de «periqueé» por parte de la familia innmigrante rusa de los Fiodorovich. Martín Cid, devoto fumador de pipa, aprovecha la ocasión para mostrarse temático y regalarnos un manual práctico y ritual del mundo de la pipa, punto de unión de una trama que pasa a segundo plano a lo largo de la novela.

No es el argumento lo fundamental, y los que busquen una simple historia no la encontrarán en esta novela. Quiero decir, la hay, pero se desesperarán porque ésta, constantemente, queda descolgada frente a digresiones y cambios cronológicos y de puntos de vista. Antes bien, la novela va desarrollando una saga familiar de forma fragmentaria, múltiple, que va permitiendo conocer, uno a uno, los hechos y relaciones, los antepasados y los descendientes, impidiendo una visión global hasta el final de la obra, justificado por usar la misma estructura cabalística que Borges o Eco, para lograr un efecto polifónico al que los lectores están poco acostumbrados.

En el estilo se aproxima a la novela española de principio del s. XX, las de un Baroja o un Azorín, no sólo por dejar al margen la trama argumental en favor de digresiones y comentarios, sino también por la preferencia de la frase corta y el párrafo breve, o la inclusión de elementos autobiográficos constantes -no sólo el mundo de la pipa, la absenta, o sus lecturas literarias, sino de igual modo, por ejemplo, la aparición de Robin y Joyce, Husky y Pastor Belga que acompañan a Martín. Pero también es próximo al experimentalismo de los años sesenta -que convive con la gran repercusión de James Joyce-, o a los grandes hitos hispanoamericanos del Realismo mágico. Siempre será un precedente para las novelas que inventan lugares y sagas familiares donde existe confusión de los personajes por tener el mismo nombre, los Cien años de soledad de García Márquez -obviando, por supuesto, que el referente es el mencionado Faulkner, por situar una aldea imaginaria a orillas del Mississippi. Ahora bien, a mí me recordaba también aquella historia circular de Buero Vallejo, Historia de una escalera, en la que, no sólo la confusión de nombres dentro de una misma saga y un mismo lugar, sino también la repetición constante de la misma historia en cada generación introduce los factores de fracaso y frustración, dando la unidad a la multiplicidad.

La novela se constituye como «novela psicológica» -consecuencia, muchas veces directa, del género de la «metanovela»-, es decir, abundando en los retratos de los personajes por encima -por no decir totalmente- de cualquier descripción exterior y circunstancial, como cabe esperar en una novela que va trasladándonos a distintos tiempos hacia atrás y hacia delante -«flashback» y «flashforward»- alterando la secuencia cronológica de los sucesos. Esto nos aproxima a un eco literario más de Martín Cid, junto al origen ruso de sus personajes: Dostoievski, ilustre epígono ruso de la novela psicológica. No puede faltar tampoco, por ello, el elemento del monólogo interior tan recurrido por la línea novelesca nacional e internacional señalada. Que no exista casi topografía ni geografía se confirma en los pocos momentos en que se habla del alrededor desértico, deshabitado, vacío… lo cual encaja perfectamente con esa ausencia de palabras que nos hablen de ello, transmitiendo, precisamente, la misma sensación: nada hay que describir, porque nada hay; como si en la no descripción del entorno, en el silencio sobre ello, asistiéramos, contrariamente, a su descripción más exacta.

En tanto que «psicológica», nos vemos obligados a mirar a los personajes, pues será en ellos en quienes descubramos los entresijos de la obra, al más puro estilo dramático. Lucen una gran amoralidad, una ausencia de conciencia, una carencia de límite entre bien y mal, límite que ignoran junto a los extremos, y razón de que denotemos crueldad en sus actitudes y reacciones. En ellos encontramos un fuerte componente valleinclanesco: la animalización esperpéntica y grotesca desprendida de sus carencias morales, que contrasta con la humanización y fidelidad del universo propiamente animal -perros y caballos. Desde el principio se caracterizan por la paulatina decadencia individual -más cenizas- y familiar, condenados a la soledad, al engaño y la traición. Curioso es el caso de la transformación corruptora de una prostituta en algo aún peor: una dama que mueve los hilos, que engaña, traiciona, miente y manipula. Efectivamente, viven entre odios y celos, entre impulsos y ofensas, reticencias y máscaras de las que son desprovistos en los análisis narrativos de cada uno, en sus pensamientos interiores, en lo que callan -de lo que sólo nos enteramos los lectores- más que en lo que hablan.

Un siglo de cenizas actúa como síntesis de estilos, como un punto de equilibrio entre distintas obras y autores de gran influencia a lo largo y ancho del s. XX. Hoy día uno recorre librerías –no digo ya grandes almacenes-, ferias, y si no son libros clásicos, es difícil encontrar textos en los que exista un verdadero esfuerzo literario. Vivimos por un lado, en los tiempos del best-seller, de la autoayuda, del libro escrito casi como guión cinematográfico con vistas a dar un doble “taquillazo”, de estructuras repetitivas de un título a otro donde sólo cambian los nombres de los personajes y los lugares, del libro con firma de autor y poco más, de memorias de personajillos televisivos, de libros revisionistas de la historia –políticamente hablando-; por otro lado, lo más cercano a lo literario, vive en una completa dispersión individual, de lo que se aprovechan los géneros antes mencionados. Por todo ello, es grato dar con Un siglo de cenizas en el hueco de una estantería, lejos de caballeros de órdenes secretas o no tan secretas, de códigos religiosos, de aventurillas que meten en la batidora todo cuanto pueda sonar a esoterismo entre ciencia, religión y Opus Dei, o de libros complacientes en los tópicos sociales exagerando traumas insustanciales de la adolescencia. Al contrario, frente a la literatura del morbo social, genialmente pensada para vender, la nueva novela de Martín Cid nos devuelve hacia la literatura más artística en dos movimientos: metafóricamente, es una mirada literaria hacia el ayer, y una proyección hacia el mañana. Por supuesto que quiere vender; por supuesto que quiere lectores… pero sin perder por el camino la obra misma.

Héctor Martínez

AUDIOVISUAL:
Video presentación «Un siglo de cenizas» de Martín Cid en Café Libertad, 8 (Madrid)

Parte I

Parte II

«A TRAVÉS DEL ESPEJO» Y «ARIZA», MARTÍN CID E ISABEL DEL RÍO

Martin Cid

Martín Cid

El motivo y causa de que hoy te acerque, lector, a Martín Cid, no es otro que la presentación, hace poco, en el Estudio Torres de Madrid, de la novela Ariza, escrita junto a Isabel del Río y editada por Grupo Alcalá. El problema es que no la he leído, más que nada porque no ha caído aún en mis manos, asunto por resolver en los próximos días. Por tanto, poco puedo decir de momento, sabiendo que dejo una deuda pendiente y un espacio reservado para el título en algún día no precisado. Sin embargo, desde la amistad, quiero, como honradamente querría cualquiera, servir como eco de su obra.

Hablar de amigos y conocidos, aunque parezca lo contrario, resulta harto difícil. Hasta qué punto uno es justo con ellos -cuando se pretende-, por dónde empezar y en dónde ya hay que callarse. Conozco a Martín Cid y su pipa de alguna tertulia, espaciadas en el tiempo, en el Estudio Torres de Madrid, allá por la zona de Tribunal. Fueron, quizás, mis dotes para cabrear al personal, las peculiaridades de Martín, y el aprecio de ambos a una buena charla lo que más nos han acercado. Esto y los amigos comunes, por supuesto, Alfredo y Jaime, inestimables en el arte de avivar el fuego de una agradable discusión sin límites. Y del roce -no de cuerpos, sin ofender- surge el cariño, dicen. Nunca soporté a Joyce y eso es algo que Martín lleva muy mal, lo cual le hace bastante entrañable e imprescindible en el panorama. Quiero decir, el no haber podido pasar de la página veinte del Ulises no es un obstáculo para estrechar con aprecio su mano. Y él que la ofrece, siempre y cuando no se achante uno en sus posiciones respecto de Joyce. Ante todo, integridad y no adular las orejas.

A través del espejo, Perversidad, su colaboración en Yareah -Revista Magazine de literatura- Un siglo de Cenizas y Oficios ingratos -en proyecto ambas, son textos donde el tema de los reflejos valleinclanescos, las máscaras, la música, y las estucturas narrativas se muestran como los rasgos definitorios del autor. Se trata de obras que inmediatamente nos introducen en el universo literario al consagrarse como ecos de Joyce, Poe, Carrol, Dostoievsky, Mann, Dante o García Máquez, y hasta de Borges -pese a que, creo, no lo ha tocado nunca- en la reinvención de personajes y la construcción de historias sobre historias. Es la literatura mirándose al espejo: la tan criticada y denostada metaliteratura. (Léase para la cuestión Mis cien escritores favoritos, publicado en las Guías culturales de Liceus.com)

Martín Cid-Isabel del Río

Martín Cid-Isabel del Río

El hecho de que la propia narración abandone el primer plano y no asuma más exigencias que las que se imponen en la misma creación, se relaciona con el otro fundamental esfuerzo puesto en la estructura musico-literaria, pensada como notas en un pentagrama y como pura sinfonía de personajes, armónica o en intervalos disonantes -Isabel del Río me reconocía que a Martín hay que ponerle un límite para que no desbordase en el caos, aunque un caos de los que guardan, curiosamente, orden y concierto-. Relatos cortos independientes que conforman una misma historia, como en A través del espejo y Oficios ingratos, la trabazón cabalística de Un siglo de cenizas o el texto de lectura invertida que presenta junto a Isabel en Ariza, aprovechando ya incluso el propio formato del libro impreso.

Hasta aquí, lo que Martín y yo hemos comentado en alguna ocasión. Sólo puedo hablar por mí mismo, en realidad, de una obra: A través del Espejo. Cuando supe de su publicación en Cervantes Virtual, me precipité a leerla. Y hoy tengo la excusa perfecta del autor para hablar de ella.

Lo primero, reconocible a distancia, es la comodidad -si puede usarse este término- de no leer con la soga al cuello por tener que terminarla. La estructura comentada de relatos cortos independientes, configurando una misma historia, permite quedarse con los retazos sueltos de cada relato. Es un acierto tal estructura con lo horrible que resulta leer necesitando mantener una regularidad y pensando que todo consiste en descubrir página a página como terminará todo. Sobre todo cuando la literatura -de nuevo, si puedo usar el término- ha desembocado en el océano del contenido y la trama y se ha olvidado del relieve que le atribuye formas. En segundo lugar hay que subrayar el excelente trabajo en los desdoblamientos de personaje a que asistimos -como por ejemplo en la Primera Parte Sobre William Wilson, recogiendo el guante de Poe-, jugando con la voz de un narrador protagonista que se narra, alternativamente, a sí mismo en tercera persona:

Y allí entró, entré, y así observó los rostros macilentos de un enjambre sin reina

Y una narración que se sigue en los personajes, abundando más en descripciones de un magistral universo de adjetivos. Recuerdo, por ejemplo, el comienzo de la Segunda Parte:

Era un pa[i]saje rugoso, estrecho, penoso… Rodeado por el angosto bosque, regentado por el espeso cielo, enclavado en la noche, esculpido por el ventear constante, amarrado en el tiempo y en el silencio…, rudo y familiar, desgarrador y triste, aterrador, ronroneante, espeso, seco y filtrado, musical y apático.

Se trata de adjetivaciones de libre asociación, creando al azar, al menos para el lector -papel que asumo-, ingeniosas metáforas nunca oídas, entre aliteraciones y sinestesias -«blanco su blando rostro alado como la luna de lana», «la vedada bella vela, tratando a ambas de olvidarlas», «Las olas martilleaban leves las piedras húmedas, acariciándolas seguras», » Los sonidos de la noche se movían, crepitaban entre las luces», todo ello en la Segunda Parte, Drama. Adjetivación recurrente que hace discernible cada relato, ya el «filoso» de William Wilson, ya los citados de la Segunda Parte, ya, por no seguir, la Tercera Parte en cuyas primeras líneas:

La noche centelleaba, palpitante de reflejos y pálida, reflejada en la claridad de la noche, iluminada siempre el reflejo de la Luna sobre sus aguas

El ambiente: nocturno, humeante, sobretodo nocturno y humeante, sí; entre prostitutas, alcoholes y póker. Lo que muchos considerarían sórdido, y en Martín se presenta con total naturalidad, hasta con toques de romanticismo. Sólo alguna vez se advierte el emprendido camino del sol en la amanecida. ¿Un protagonista? Es imposible decidirlo, toda vez que quien lo es en un relato, se vuelve secundario en otro, sucesivamente. Elegir uno constituiría un atentado contra la obra, acaso entre los que devienen persona. Acaso la naturaleza, que no sólo configura el entorno y marco, sino que -de nuevo romanticismo- se deja moldear al gusto de la situación. Qué le vamos a hacer; la noche es así, manejable desde el momento en que podemos decidir dormir y soñar, velar y vivirla.

¿Dónde se encuentra la música? Si queremos ser evidentes, vayamos a la Tercera Parte, Sobre Annabel Lee, y la Misa-Requiem, que por largo tiempo tendrá el sonido mozartiano -incluso cuando Mozart la dejara inacabada. Si preferimos mirar la obra general, adviértanse los cambios de tema principal y acompañamiento, sus combinaciones, los acordes entre las partes… las aceleraciones y refrenos de la historia en cada relato, como movimientos de una misma pieza.

El secreto de cuanto ocurre corre por cada texto pero también en la unidad de todos ellos. Llegar a la coda de la Quinta Parte, después del relato del Rayo verde y… no lo contaré aquí, pero, quien haya leído las Alicias de Carrol, quizás también se descubra al final, si se ha querido llegar, despertando de un sueño. No es algo tan inesperado, ni coge por sorpresa al lector, si se ha leído bien la novela.

A mí me queda aún rato para seguir leyendo el resto de Martín Cid. Pero valga como presentación particular -que no la necesita.

Héctor Martínez

Audiovisual:

Video presentación de la novela «Ariza»