JANKÉLÉVITCH: «PENSAR LA MUERTE»

Vladimir Jankélévitch

Vladimir Jankélévitch

Si se quiere alguna aproximación al voluminoso y tripartito La muerte de Vladimir Jankélévitch, buenas son estas entrevistas a su autor publicadas bajo el título Pensar la muerte. No pueden venir a sustituir el desarrollo de tal pensamiento, pero sí a presentarlo de una forma clara y concisa.

Y es que el tema de la muerte había caído bajo el dominio médico como un acceso, como el resultado de una enfermedad mal curada e incluso incurable en ese momento, o bajo la tutela de una suerte de mística y oscurantismo, fantasmagorías mientras que el resto de mortales olvidaban -y olvidan- su condición. Se ha llegado a pensar que, como algo opuesto a la vida, era preciso negar la muerte, o a lo menos, no pensar en ella, para poder afirmar su contraria. La afirmación de la vida para muchos, se convertía en la ceguera del destino y mero pesimismo toda reflexión acerca del tránsito. Acaso sólo se ha tolerado creer que el sinsentido de la muerte dotaba, necesariamente, de sentido a la vida, pensados, como ya se ha dicho, en tanto que opuestos o contrarios.

Sin embargo, Jankélévitch, en una magnífica reflexión contraria a la teoría antagonista entre vida-muerte, se vuelve en contra de la simetría que subyace a ésta:

(…) se considera a la vida humana como una gran línea entre dos extremos. (….) Es un mito de simetría, un mito espacial (…) Pero la vida es tiempo. El tiempo no puede ser desplegado en el espacio. (…) En consecuencia, la muerte y el nacimiento no son simétricos. (…) Son dos cosas incomparables. (…) No son nunca dados juntos en una experiencia simultánea. (…) en el nacimiento la nada está antes, mientras que en la muerte está después. (…) Eso lo cambia todo.

Por otro lado, y apoyándose en Bergson, afirmará Jankélévitch que, si bien es cierto que la muerte limita a la vida, lo hace como el ojo a la visión. Es decir, aunque el ojo permite ver, sólo lo permite dentro de unos límites. Así la muerte, siendo el límite de la vida.

(…) al mismo tiempo comprendemos que el hombre no sería él mismo un hombre sin la muerte, que es (…) la que hace las grandes existencias, la que les brinda su fervor, ardor, su tono

En definitiva, que aquello que no muere, el anhelo de inmortalidad, es aquello que, simplemente, no vive. El ejercicio filosófico consiste en reunir en el hombre sus dos notas esenciales fuera de un plano simétrico y dialéctico denotando un error básico como es el haber considerado al hombre como esencialmente vida dejando al margen la muerte. Afirmar la vida no es posible sin tener en cuenta el dato que la convierte en digna de ser vivida por el hombre: la propia muerte.

Y mientras se vive, se envejece. He aquí otro mito: envejecer es aproximarse a la muerte. Ahora bien, el llamado envejecimiento lo es en función de los ritmos de vida. Los viejos de antes no son tan viejos ahora con la misma edad. Pensemos, por ejemplo, en la incorporación laboral o la procreación, las edades en que se daba antes y en las que se da ahora. ¿Consideraríamos envejecida a una mujer de treinta o cuarenta años? Hoy la vemos más joven de lo que se la veía en el pasado. Esto es, el envejecimiento no es un dato uniforme y homogéneo, sino que pende del criterio del ritmo en que se vive, más largo o más corto, más pausado o más acelerado. Pero esto no nos aproxima más o menos a la muerte. Entre otras cosas, porque no existe distancia entre el hombre vivo y su muerte, sino que ya acarrea con ella por condición. Tan sólo, quizás, nos es dado aplazar médica o precavidamente su acontecimiento, porque la muerte no es necesaria en tal fecha o en tal otra, pese a que sea ineludible. El envejecer, entonces, no es otra cosa que la disminución de la posibilidad de aplazamiento. Mientras que la vida se alimenta de la posibilidad del mañana, cada año es menos posible aplazar la muerte:

Pienso que un anciano debe tener el corazón oprimido cuando se le dice «el año próximo», «eso será para el verano próximo»

No se piense, emepero, que Jankélévitch pretenda ser un gurú que enseñé a morir. Es muy contrario a las escuelas de tales pretensiones sobre ascesis y mortificación, por un hecho muy simple: no se puede aprender a morir, porque la primera vez que ocurre es la definitiva. No se puede practicar hasta dar con una muerte correcta o bien llevada. Contemplamos la muerte de otro como el instante mortal más próximo a nosotros, pero de ello no aprendemos cómo morir, sino sólo que es condición necesaria que ha de darse también en nosotros.

A este respecto de contemplar la muerte de otros, cabe pensar en circunstancias como el más allá, la pena de muerte o la eutanasia. Efectivamente, estas cuestiones se tocan con más profundidad en las tres entrevistas siguientes. Así, observa el filósofo cómo es inherente a toda religión en tanto que tal, la promesa de vida después de la muerte, es decir, transformar muerte en símbolo de vida rebajando el acontecimiento. Una frivolización, poca seriedad, asentarse sobre el misterio de la muerte -por ejemplo, en la cruz- y trastocarla a símbolo de salvación y resurrección, nueva vida, pasando por aquélla de puntillas. En el caso de la eutanasia, enfrentado a los Nobel firmantes de un manifiesto pro-eutanasia, en primer lugar arremete contra el principio de autoridad:

Uno no se inclina ante un premio Nobel, porque se puede ser premio Nobel y razonar muy mal. Y menos todavía se inclina ante el Orden médico, que es reaccionario y que, peor que eso aún, se ata a todos los tabúes

Y es que, en segundo lugar, Jankélévitch considera que la cuestión de la eutanasia afecta exclusivamente al Orden médico y la contradicción que supone con Hipócrates y su código.

(…) el problema es el del papel del médico. El médico está ahí para preservar la vida, para prolongarla tanto como se pueda, eso forma parte de axiomas evidentes de la deontología médica, es el juramento de Hipócrates: el médico no está para dar muerte, está para dar vida. Y cuando sobreviene la muerte, el médico no tiene más nada que hacer.

Al fin y al cabo, la eutanasia sirve a la buena muerte de aquél que no puede procurarse a sí mismo un suicidio, aquél que precisa de colaboración en su muerte por algún impedimento. El que no sufre impedimento, se suicida, siendo el suicidio un acto, pese a la ley, personal e íntimo. El problema surge cuando el que quiere acabar con su vida y sufrimiento, no puede hacerlo por sí mismo; cuando entra en juego la necesidad de una inyección letal y vigilada médicamente, consentida por el paciente y por familiares, en todo caso. ¿Considerar legítimo y racional, por la sacralización de las últimas voluntades, el deseo de morir en medio del tormento? ¿Confiar en la transmisión familiar de ese deseo, cuando el moribundo no puede comunicarla? ¿En el juicio probabilístico del médico? Pues no todos los casos son tan claros: hay casos que Jankélévitch califica de «irrisorio» su debate; pero muchos otros suponen la renuncia a un mañana en que podría surgir la curación. Dicho más claramente:

Teóricamente, le digo sí a la eutanasia. Pero decirle sí a la eutanasia en todos los casos, por el contrario es desconocer el tiempo, la potencia del tiempo, la apertura del porvenir, el sentido de lo posible (…) Toda decisión que usted tome es una decisión (…) instantánea, relativa a un momento del día, al estado en que se encuentra cuando la toma

El problema que descubre Jankélévitch es constatar que no existe un criterio a priori, universal y necesario, para todos los casos. Muy al contrario, si bien puede afirmarse en la especulación teórica, en la práctica la eutanasia viene a particularizarse refutando su universalidad. No puede decidir una ley general, sino un juez -médico- en cada ocasión concreta. Y es esta la mayor dificultad que enfrenta cualquier propuesta sobre eutanasia, más allá de tabúes, demagogia e ideologías.

Si bien existe esta experiencia del querer morir por dimisión de la vida a causa del sufrimiento, que no sería sino darnos una fecha y una hora de muerte elegida, en lugar de esperar, también damos con la experiencia en que no queremos y otros eligen por nosotros: la pena de muerte:

Sí, es una experiencia monstruosa.(…) la fecha es conocida, y eso no lo es para nadie. (…) El hombre no está hecho para conocer esta fecha, esta hecho para entrever. Su vida está cerrada por la muerte pero está siempre entreabierta por la esperanza, lo que hace que nunca sea necesario morir. Es esta esperanza la que le está negada al condenado a muerte. Eso es contra natura, inhumano.

El reproche de Jankélévitch va a la esencia misma de la condición humana y mortal -rasgo definitorio de toda su reflexión-, esto es, saber que la muerte es necesaria, pero no es más necesaria ahora que después. La fecha es incierta. La inhumanidad de la pena de muerte no está en el arrebatar la vida, ni en los asaltos al derecho, sino en hacerlo y comunicarlo al condenado que ya sólo puede esperar que llegue, sin falta, el momento prefijado. La pena de muerte es inhumana desde el primer momento en que se sentencia y no sólo en el instante mismo de la ejecución.

Jankélévitch destierra de su pensamiento toda forma de ocultación del tema. Su labor no es descubrimos cuál es la respuesta al gran misterio de la muerte, sino pulir y desnudar la actitud que, perennemente, trata la muerte como tabú o tiende a separarla de la condición humana, olvidándola hasta el suceso. La mentira piadosa al enfermo, la proclamación de la eutanasia por ley a priori, lo inhumano de la condena a muerte en la condena misma y no tanto en la muerte… actitudes con las que nos mentimos a diario sobre lo que es nuestro ser, indefectiblemente hecho para vivir y morir, sin la moralidad del bien y el mal. El filósofo, como reza el título, piensa la muerte y no en la muerte, es decir, la piensa no como acontecimiento momentáneo, sino como condición natural de nuestro ser; no sólo en el instante, sino la vida misma en la que ya va inserta como algo indisolublemente nuestro.

Héctor Martínez

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