MIGUEL HERNÁNDEZ, POETA

Miguel Hernández

Miguel Hernández

No hace muchos días, de madrugada por Madrid en Espacio Niram, topé con cierto mexicano guitarra al hombro. Curioso fue que terminamos hablando y recitando -casi más berreando- versos de Miguel Hernández, entre trago y trago. Aquello me recordó a un noble amigo, del que ya hablé una vez, con quien también me vi en alguna ocasión releyendo al alicantino. Esa misma noche pensé que le debía un hueco en Retrato Literario.

Prueba de que la Musa no hace distinciones de clase, es Miguel Hernández, nacido en Orihuela y pastor de cabras. ¡Qué bien habría hecho de personaje de las novelas pastoriles! Leyendo en el campo y tan absorbido como para dejar desmandarse el rebaño. Miguel tiene metidos la tierra, el barro, la naturaleza, el campo y el pueblo en las entrañas y nunca los eliminará. No es un culto intelectual, sino un provinciano rebosante de ingenuidad, dentro del que laten fuerzas expresivas y poéticas de una autenticidad poco común en aquel momento. Tanto como para que Cossío le convierta en su secretario, como para que Lorca, el otro gran auténtico del pueblo, le anime, o Neruda le admiré dentro de una profunda amistad. Sin embargo, aunque la Musa no lo haga, los hombres tienden a separarse en clases. De ahí el fracaso de su primera obra publicada en 1933, Perito en lunas. Los pocos que le hicieron caso, le reprendieron por escribir cuarenta y dos octavas reales, estrofa culta, con un lenguaje que le venía grande, siendo él de modestos orígenes. Nada se percibió del mismo equilibrio gongorino que sostenían los del 27; apenas nada de Jorge Guillén, de Albertí, ni de su incursión simbólica en la luna y el toro, o la fuerza sexual que introdujo y que persistirá en toda su obra. Claro que, a esa crítica, le faltaba el resto de la obra, que estaba por escribir. De entre ellas, prefiero la octava titulada Horno y luna, precisamente en la que aparece la razón del poemario que escribió el «lunicultor»:

Hay un constante estío de ceniza
para curtir la luna de la era,
más que aquélla caliente que aquél ira,
y más, si menos, oro, duradera.
Una imposible y otra alcanzadiza,
¿hacia cuál de las dos haré carrera?
Oh tú, perito en lunas; que yo sepa
qué luna es de mejor sabor y cepa.

Ahora bien, una cosa es la crítica y, otra muy distinta, los poetas e intelectuales del momento. Para 1935, la gran mayoría han abrazado y hecho migas con el poeta venido de Orihuela, que se encuentra preparando un poemario íntimo, amoroso y destinal, titulado El rayo que no cesa. En este poemario, de nuevo Miguel Hernández hace uso de composiciones cultas como el soneto, veintisiete, aunque también populares como redondillas y más libres como la silva. Hay en el libro inspiración y técnica, autenticidad personal en crisis amorosa y hasta espiritual:

¿No cesará este rayo que me habita
el corazón de exasperadas fieras
y de fraguas coléricas y herreras
donde el metal más fresco se marchita?

Unir soneto y amor nos aproxima al Renacimiento italiano y a los cancioneros de Petrarca, tomando distancia del barroco gongorismo anterior de Perito en lunas. Además, el cambio se percibe de igual modo en un lenguaje mucho más sencillo y comprensible o el uso de figuras de repetición y forma antes que de significado, excepto en el persistente uso de símbolos que ya había comenzado en su obra precedente. Dentro del cuerpo de El rayo que no cesa una composición llamó poderosamente la atención, y son, precisamente, uno de los grupos de versos que más se recuerdan del poeta: se trata de la Elegía a Ramón Sijé, compañero y amigo literario en Orihuela, cuya muerte sorprendió y apenó a Miguel en Madrid. Corre en tercetos encadenados, al modo de la Divina comedia de Dante -lo cual no nos aleja de la época de la lírica cancioneril-, con serventesio final, sumida la composición en una profunda sinceridad de vibrante inspiración, dolor y compunción. Miguel Hernández recupera todo su primer ambiente de campo, de huertas, de tierra, de sabor rural, junto al rayo que ha fulminado al amigo y los recursos de repetición -anáforas, paralelismos y aliteraciones- que otorgan intensidad a los versos. Cabe señalar el alejamiento ideológico entre los dos amigos, y lo que Miguel sintió como traición al inscribirse dentro del círculo poético de Madrid que no veían con buenos ojos a Ramón Sijé, el compañero del alma que tanta ayuda le prestó para, justamente, aterrizar en Madrid. La deuda era impagable, pero Miguel elogió al amigo cuanto pudo dando lectura al poema en Orihuela, publicándolo a última hora en el libro, cuando ya estaba en la imprenta, y sacándolo en la Revista de Occidente de Ortega y Gasset. Tal fue la fama que recogió la composición que hasta un Juan Ramón Jiménez, apartado de todo y dedicado a su obra total, lo elogió y acercó a su «poesía pura».

Yo quiero ser llorando el hortelano
de la tierra que ocupas y estercolas,
compañero del alma, tan temprano.
(…)
No hay extensión más grande que mi herida,
lloro mi desventura y sus conjuntos
y siento más tu muerte que mi vida.
(…)
Quiero escarbar la tierra con los dientes,
quiero apartar la tierra de parte a parte
a dentelladas secas y calientes.

Quiero minar la tierra hasta encontrarte
y besarte la noble calavera
y desamordazarte y regresarte.
(…)
A las aladas almas de las rosas
del almendro de nata te requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero.

Unos meses después, entrados ya en 1936, estalla la Guerra Civil, con todas las posiciones enconadas que dieron como resultado la inviabilidad de otro acontecimiento. Miguel se alista en el 5º Regimiento, próximo al pueblo, cavando trincheras, hombro con hombro junto a los compañeros de batallón. Curiosamente, es durante este periodo de guerra, de destrucción, cuando Miguel Hernández se consagra como dramaturgo en Moscú, toma casamiento, tiene dos hijos, y publica otra de sus grandes obras poéticas: Viento del pueblo. No acepta el asilo que Neruda le ofrece; Alberti se marcha en avión sin Miguel Hernández, al que prometió un hueco y que éste rechazo -algo tuvo que ver aquel «aquí hay mucho hijo puta y mucha puta» contra el señoritismo intelectual que le valió un diente roto por parte de la mujer de Alberti-. Miguel se queda en España, combatiendo con la poesía, la prosa y el fusil, cual caballero de la antigüedad diestro en las armas y las letras, un Garcilaso, un Cervantes, pero del s. XX. Del mismo tono es Viento del pueblo, del soldado que le habla al pueblo y a los compañeros de fatigas, donde, como en la Elegía anterior, reaparecen todos los motivos rurales y agrícolas, la sencillez y la cercanía, dotados ahora de una fuerza épica y narrativa descubierta por el poeta en el romance con que abre el libro. La ternura desgarrada de El niño yuntero en redondillas, el canto a la humildad y el trabajo de Aceituneros en cuartetas aconsonantadas, la Canción del esposo soldado en alejandrinos de pie quebrado o la arenga de Jornaleros, son textos que ayudan a comprender el tono de la obra, alejada del compromiso literario de los señoritos en el Palacio Heredia Spínola, labrada en el frente, en las trincheras y en el combate, que defiende su tierra, a su mujer, a su futuro hijo:

Escríbeme a la lucha, siénteme en la trinchera:
aquí con el fusil tu nombre evoco y fijo,
y defiendo tu vientre de pobre que me espera,
y defiendo tu hijo.
(…)
Es preciso matar para seguir viviendo.

Poco después, sin llegar a publicarse, El hombre acecha constituye una toma de conciencia por parte de Miguel Hernández de la derrota, del fin de toda aquella locura, como por ejemplo en El tren de los heridos:

Silencio que naufraga en el silencio
de las bocas cerradas de la noche.
No cesa de callar ni atravesado.
Habla el lenguaje ahogado de los muertos.
Silencio.

Comienza en el final de la guerra su «turismo» -como con humor reflejó en alguna carta a Josefina, su mujer- por las cárceles de España, sujeto al dolor de la separación de su mujer y su segundo hijo, Manolillo, a la hambruna, el frío, los piojos… igual que el periplo de Buero Vallejo, con quien se cruzará en la cárcel de Conde de Toreno, y de donde surgirá el famoso retrato realizado por el dramaturgo del inocente «cara de patata» -como, cariñosamente, le llamaba Pablo Neruda. De las cárceles saldrán los últimos poemas de Miguel, pero no él. Se trata de Cancionero y romancero de ausencias, colección donde Miguel Hernández culmina su vuelta al corte tradicional, al verso de arte menor, a ritmos más populares y sencillos como la seguidilla y a rimas naturales como la asonancia. Canta a todo lo perdido, entre los extremos del amor y la muerte, la ausencia del amor con Josefina, la ausencia del hijo muerto, el padecimiento de hambre y penuria del segundo pequeño alimentado con pan y cebolla… y es lo último el motivo de otro de los poemas más conocidos, las Nanas de la cebolla, tan cercano a la sinceridad, la ternura y el dolor de los anteriores -como, por ejemplo, la Elegía a Ramón Sijé-. Cruzado por la pena y la impotencia, Miguel Hernández escribe las «nanas» más tristes que un padre le haya cantado a su hijo de ocho meses, en largas seguidillas, aun cuando sea la seguidilla una estrofa breve y propia de celebración y festividad:

Al octavo mes ríes
con cinco azahares.
Con cinco diminutas
ferocidades.
Con cinco dientes
como cinco jazmines
adolescentes.
Frontera de los besos
serán mañana,
cuando en la dentadura
sientas un arma.
Sientas un fuego
correr dientes abajo
buscando el centro.
Vuela niño en la doble
luna del pecho.
Él, triste de cebolla.
Tú, satisfecho.
No te derrumbes.
No sepas lo que pasa
ni lo que ocurre.

El pastor de cabras en Orihuela había logrado convertirse, no en un poeta de fama, sino en verdadero poeta del pueblo, no ya sólo cerca de él, sino dentro y cubierto bajo su misma piel y sudor. Es, muerto ya, poeta popular, recitado por las bocas más insospechadas, incluso allende los mares. Yo, una noche, me lo encontré en la voz de un mexicano que trotaba por las calles con su guitarra al hombro. Siempre será mejor una guitarra que un fusil.

Héctor Martínez

5 comentarios

  1. Pingback: Miguel Hernández, homenajeado en su Año > Poemas del Alma
  2. Campos · marzo 15, 2014

    Apreciado señor Colomina la vida y obra de Miguel es universal y cualquier persona de Orihuela habrá oído hablar de él y leído su vida y poesía, elegia, poemas sus libros revista, periódicos etc. En mi caso tengo todas sus fotos a color digital mas un cuadro al guasch..
    Así que no entiendo lo que quiere decir.
    Saludos cordiales de
    Jose Campos

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  3. Jose Campos · junio 26, 2011

    Miguel estudio en Sanctus Dominica, Universidad de Santo Domingo en la ciudad de Orihuela hasta los 15 años en que su padre lo saco para trabajar en una notaria y posteriormente en una tienda de tejidos del centro, en el casco Historico-Monumental de Orihuela. Vivia a pie de sierra al lado de la Universidad a 200 mts. del centro y no perdio ni un minuto leyendo todo que caia en sus manos. Si quiere saber algo mas, puede verlo en mi Web joriol2005 de geocities donde podra ver fotos-color de su epoca y algun comentario del genial-poeta que se formo a si mismo sin ayuda de nadie, excepto su mujer que guardo su legado.
    Saludos
    Su seguro servidor Jose Campos de Orihuela

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  4. cosas · octubre 16, 2010

    Me emociona, me llega, me conmueve, me encanta.
    Sera siempre mi poeta, junto a Neruda.
    Buen trabajo el vuestro, compañeros.
    Gracias.

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  5. Antonio Colomina · octubre 7, 2009

    Pocas personas habrá en España que conozcan mejor la vida y obra de Miguel Hernández como el pintor, poeta, escritor y conferenciante Ramón Fernández «PALMERAL». Lleva muchos años divulgando sus estudios sobre el universal poeta oriolano. No sé que esperan los del Centenario para llamarle y solicitar su valiosa colaboración.

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