«YO NO SOY PAVEL», DE ÁNGEL ORTEGA

Acudí el pasado junio a su presentación en Casa del Libro, aquí en Madrid. Por varias vicisitudes —como equivocarme bochornosamente de Casa del Libro— no pude llegar al comienzo, pero sí mediada la presentación. Ángel Ortega, su autor, ha acudido en otras ocasiones a eventos en los que yo tomé parte, que es precisamente la razón por la que lo conocí a través de amigos comunes y cervezas posteriores. Y era hora de devolverle la visita y así acercarme también a su escritura. De este modo llegó a mis manos su última novela, firmada por el propio autor: Yo no soy Pavel (Distrito 93, 2023), para sumarla a las lecturas estivales de este año.

Había leído algún relato que publicó por redes, sabía que en 2021 fue finalista del Domingo de Santos de Novela con El legado del cornezuelo, que el año pasado repitió, pero en cuento, con Un árbol con vistas, y más recientemente fue finalista del Pedro Carbonell Castillero de Novela Corta con La atalaya recortada contra el cielo. Con una pequeña indagación para perfilar al autor de cara a esta entrada, tenemos entre manos al escritor de novela, más aún de relato, con no pocos incluidos en diversas antologías y revistas literarias (aquí alguna muestra), e incluso con sus pinitos en el cómic y la ilustración. Ampliando horizontes, tiene un pie en la música y otro profesional en la arquitectura de software y Satellite EGSE (Electric Ground Support Equipment) —que he tenido que informarme para saber que se trata de las siglas con las que se designa al sistema formado por un conjunto de subsistemas y de herramientas que sirven para probar y validar las funciones eléctricas y la compatibilidad de los componentes eléctricos de un satélite o transbordador espacial antes de su lanzamiento… ahí es nada—.

Se define a sí mismo como autor de novela negra, realista y de terror, así como de historias cortas nihilistas e introspectivas. De entre estas etiquetas, para encajar Yo no soy Pavel me quedaría con la primera, novela negra, y con la cuarta, nihilista. De la primera etiqueta se pone en juego el crimen organizado, el narcotráfico, los sicarios, la violencia… o lo que llamaríamos la profesionalización del crimen tal y como las revistas pulp la difundieron a comienzos del siglo XX; también el progreso frenético de la trama, sin tregua entre sucesos, sostenido fundamentalmente en los diálogos rápidos y la narración cinematográfica de acciones que no concede pausas a esta particular road novel. El toque nihilista es, precisamente el que nos lleva a pensar en obras cinematográficas tarantinescas —no son pocos los guiños y menciones explícitas— y en algunas historias de los Cohen, o en aquella Airbag de Juanma Bajo Ulloa, en los delirios violentos de un Robert Rodríguez, insertándonos en un absurdo laberinto de acontecimientos en el que, aunque pueda resultar hilarante, está en juego la propia vida, y del que es urgente salir airoso. Un desmadre gamberro, como el cliché obliga a decir, que rompe con el sentido común y abre la mente del lector a aceptarlo todo con un «vale, de acuerdo, veamos dónde nos lleva esto»… o cierre y deje el libro, opción que también está en su mano. Una desviación del intelectualismo, que no del intelecto, accesible a todos los estamentos lectores. El objetivo es entretener, divertir, proporcionar ese subidón de adrenalina literaria al exponerse ante una atmósfera de exacerbada violencia física y verbal propios de la ficción de explotación.

Ángel Ortega, autor de Yo no soy Pavel (D93, 2023)

¿De qué trata la obra? Brevemente resumido, se narra la historia de un escritor en crisis creativa, Ángel Ortega, que decide resolverla con la idea de narrar las andanzas de un viejo amigo suyo, Pavel, quien trabaja para un mafioso narco. Un encargo de este último implica a nuestros dos protagonistas en una historia que se complica de formas insólitas y deriva en una sucesión de persecuciones, tiroteos, peleas, con un variado y extravagante elenco de personajes.

Dicho esto, no se debe caer en el error de creer que la novela no se toma en serio a sí misma. Muy al contrario, esta construida con plena conciencia y clara intencionalidad. La disparatada historia solo se puede sostener si hay un buen armazón detrás, como es el caso. Ninguna obra, cuente lo que cuente, puede ignorar la forma en que lo cuenta. No es algo que deba permitirse a sí misma. Diría que a este nivel actúa la mente arquitecta del autor cuando el desvarío se traslada también a la forma y no queda solo en la trama. Decide Ángel Ortega crear una autoficción al bautizar a su narrador-protagonista con su nombre y otorgarle el oficio de escritor y la responsabilidad de hilvanar cuanto leemos. Un narrador-protagonista-autor que comparte gustos y conocimientos de informática con el autor externo. Tenemos así un autor externo que escribe sobre otro autor homónimo que narra su propia historia como protagonista en un libro que firman ambos. Autor, narrador y protagonista se barajan para un truco de prestidigitación literaria. Vamos a cortar el mazo y dejarnos engañar por el mago.

Esta es una narración en primera persona que, además, se convierte en una narración apelativa al comienzo de numerosos capítulos, a partir de digresiones e incisos que abundan sobre la construcción narrativa (ya sea literaria, ya sea cinematográfica) que a continuación aplica a la obra misma que leemos, sea para confirmarlos, sea para contradecirlos: «¿Os acordáis cuando —en las películas— un personaje que tiene algún tipo de secreto no se lo cuenta a otro diciendo aquella frase  tan manida de “será mejor que no lo sepas”, o aquella otra “cuanto menos sepas, mejor para ti”? Pues odio eso porque es una puta mentira. No es mejor para el pobre diablo que eventualmente acabará siendo torturado para sonsacarle información. No, cabronazo, es mejor para ti porque sabes que por mucho que le muelan a puñetazos o le acalambren los pezones con una batería de coche, jamás va a contar algo que no sabe. En seguridad informática eso se resume como “el dato que nunca se filtrará es el dato que no tienes”» —obsérvese, y a propósito cito este fragmento, cómo el narrador-protagonista deja caer el universo de la programación y la seguridad informática. También en otro momento Pavel le pregunta al narrador-protagonista-autor: «¿Pero tú no eres informático?»—.

No obstante, para rizar más el rizo, esta voz narrativa es de las que se consideran poco fiables. Si ya de por sí una narración homodiegética es problemática, hace especial hincapié en ello Ángel Ortega añadiendo un nivel aledaño a la historia en que cabe encontrarnos con una reflexión sobre la narrativa misma. El que avisa no es traidor, se dice, y Ángel avisa… y traiciona, porque está en su naturaleza literaria —como le diría el escorpión a la rana—. Así: «Tendría que describir otro acontecimiento que no he vivido y que solo conozco por referencias no demasiado fiables. Así que, igual que he hecho anteriormente, me lo voy a inventar todo con la esperanza de acertar y aclarar un poco las cosas. Bueno, si he de ser sincero, también ha habido unas cuantas licencias artísticas en el resto del texto, pero supongo que de eso ya os habíais dado cuenta». Claro, un narrador en primera persona, participante en los hechos, es una perspectiva limitada que solo permite contar cuanto ocurra en presencia de este y que no acepta la omnisciencia. Y, sin embargo, consciente de ello, el narrador-protagonista confiesa que narrará hechos que no ha presenciado y en los que no ha tomado parte, que conoce por referencias poco confiables, que incluso se los inventará, además de reconocer que ha echado mano de licencias previamente sin aviso ninguno. Para nada podemos fiarnos del narrador, incluso, y paradójicamente, cuando pretende ser sincero con el lector. Es una versión de la paradoja de Epiménides (o del mentiroso), basada en autorreferir valores contradictorios.

Lo reitera más adelante, aglutinado tanto lo vivido en primera persona como el relato de acontecimientos no presenciados: «Todo este rollo que estoy contando lo viví en primera persona, por supuesto. Bueno, claro, como ya he dicho en algún momento, he tenido que quitar alguna cosa aburrida o darle un poco de chispa para hacerlo más creíble. Y sé que por estas razones lo que he escrito aquí se ha convertido en una inmensa trola (…) Todo es mentira. Pero claro, hay mentiras y mentiras. Una cosa es que maquille lo que Pavel y yo experimentamos y otra muy diferente es contar cosas que le contaron a la gente que no estaba delante de mí. Y eso es precisamente lo que voy a hacer ahora». No, cuando uno se cruza la misma confesión aquí y allá en la novela, uno sabe que esto es premeditado desde el comienzo, que juegan con uno al escondite inglés, al engaño… y como en la magia, al final el lector de la novela disfruta de ser engañado.

Tanto es así que Ángel Ortega se regodea en el juego, discute sobre qué incluir y qué no, a la vez que inserta la discusión en el texto acabado. Así, en un diálogo leemos la siguiente consideración de su espejo narrativo: «¿Tú crees que debería cambiar ciertas cosas en el libro? Es que todo está tan… no sé… tan lleno de lugares comunes»; o en otro lado: «¿Estas cosas son habituales en tu día a día? ¿Te parece normal? Tío, si pongo esto en el libro no va a haber Dios que se lo crea». El autor va un paso por delante (unas cuántas páginas por delante) de nosotros, los lectores. La primera intervención referida, que no recibe solución, siembra la sospecha nuevamente de si en realidad se cambió algo de lo narrado hasta ese momento, que de por sí ya tenemos por completo hecho ficticio. Pero, además, introduce un nuevo factor: la novela se escribe sobre la marcha al alzar un juicio de valor sobre los acontecimientos y valorar su modificación. No se puede juzgar y valorar el cambio de aquello que aún no se ha materializado; al mismo tiempo, sin embargo, esas frases están escritas en el libro que finalmente se publica y leemos.

Pero no solo hace esto con el pacto con el lector. A lo largo de las páginas observamos que el narrador-protagonista también miente al resto de personajes. Le promete al ínclito Pavel que ambos firmarán la novela y los dos aparecerán en la portada, cosa que sabemos falsa los lectores que sostenemos el libro en las manos. Es un nuevo salto entre el plano de realidad y el plano de ficción rompiendo sus límites —similar al juego de Michael Ende, si me lo permiten— que nos convierte, en cierto modo, en participantes de la novela, el criterio que puede o no verificar las afirmaciones que hallamos entre las páginas. La novela contiene, a la vez, su estado primero de apunte y borrador y su estado final como novela editada y publicada. Lo mismo hace con la llamada firma literaria, esto es, elementos que acostumbran a aparecer y hacen reconocible al autor como responsable de la obra que se lee, su marca o sello personal: «En todas mis novelas y relatos, el protagonista habla con una gata tricolor, pues es una de mis firmas literarias.  (…) siempre meto estas referencias en las cosas que escribo. De hecho, hay muchas más. Por ejemplo, sea como se la historia, siempre aparece la frase siguiente: “en aquellos tiempos de aflicción, el tiempo pasaba despacio” (…) Y también incluyo personajes y lugares cuyos nombres con anagramas del mío». Ciertamente, en Yo no soy Pavel no solo las menciona sino que cumple con ellas. En la propia escena en que las refiere, hay una gata tricolor a la que el narrador-protagonista-escritor llama, incluye en la novela misma la frase que refiere y lo hace ya en ese mismo instante, y existen anagramas de su nombre como el del personaje Greg Anatole —el cual, a su vez también quiere ser escritor y le propone a Ángel Ortega escribir a pachas un libro—.

Si rascamos más, damos con parodias de la novela negra y lo pulp. Así, el capítulo 9 enuncia y explica la muy conocida Ley de Chandler, una táctica contra el bloqueo narrativo propuesto por uno de los grandes padres de la novela negra, Raymond Chandler: haz que entre por la puerta un hombre con una pistola en la mano. Esto decía el estadounidense. Ángel Ortega, da una vuelta de tuerca a la ley: «El truco dice que, en ese caso, “haz que entre por la puerta un hombre con una pistola en la mano”. (…) Yo no estoy ahora mismo en esa situación (y aunque así fuera jamás lo reconocería), pero el caso es que eso fue precisamente lo que pasó». Perfectamente puede aparecer alguien con una pistola en la mano sin necesidad de estar en un bloqueo narrativo. Cabe decir que también Chandler en su momento parodió su propio recurso como en La dama del lago. Del mismo modo, los clichés sexuales y eróticos de la narrativa pulp original son parodiados en varias ocasiones. El personaje de Pavel, por ejemplo, insiste en incluir tías buenas, sin necesidad de que tengan que ver con la trama, y en hacer de él un imán y un auténtico donjuán. El narrador-protagonista-autor le responde en los siguientes términos: «Qué gilipollez. (…) No estoy dispuesto a hacer eso. Si quieres escribir esa basura, hazlo tú solo». De hecho, en bastantes escenas se subvierten los llamados roles de género clásicos de la literatura pulp de modo que los personajes femeninos abandonan los papeles de florero o de trofeo  y asumen en su personalidad actitudes, habilidades y capacidades asignadas tradicional, y también estereotípicamente, al varón; y es que ya existieron en la época las llamadas badass women, unos pocos casos de heroínas protagónicas como firma aquí Jess Nevins.

Yo no soy Pavel es una novela, sí, pero más aún es una novela sobre el género de la novela. Y tras las perlas que he ido señalando, mediante las cuales va subiendo escalones de una reflexión entre líneas sobre elementos de la narrativa, alcanza su punto culmen cuando enfrenta la naturaleza misma de la narración: «La narrativa está llena de trolas. Bueno, es cierto: la narrativa en sí es el arte de contar mentiras para entretener a la gente, pero la cantidad de cosas que se han convertido en verdades a base de repetirlas muchas veces en películas y libros es escandalosa», declara entre las páginas de la obra Ángel Ortega, a lo que cabe la apostilla previa: «si es que se puede llamar trola a lo que está tratado como ficción». Claro, ¿hasta qué punto podemos decir que la narrativa es contar mentiras cuando la narrativa es, por definición, pura ficción, y no le cabe hacer otra cosa? ¿Son mentiras respecto de qué? ¿Hay una narrativa de la que pueda decirse que cuente la realidad tal cual, sin licencias, correcciones, estilo, transformaciones, sin prejuicios subjetivos…? Se nos dirá, como es habitual, que la narración pretende cumplir con la verosimilitud, no con la realidad, es decir, que el relato aparente ser verdad y, por tanto, que no exista contradicción en su seno respecto de nuestro conocimiento de la realidad o respecto de la coherencia que la propia historia establezca. Y Ángel Ortega, que no da puntada sin hilo, teje una divertida discusión entre su narrador-protagonista-autor y su compinche de andanzas, Pavel, al respecto de la realidad, la ficción y la verosimilitud. Pavel insiste en que se incluyan en la novela tías buenas «que se lo monten con ellos», idea que es desechada en la réplica del otro por resultar algo inverosímil. Indignado, Pavel comienza a enumerar situaciones que, bien pensadas, son increíbles pero reales, o explicaciones que todo el mundo se cree a pies juntillas: el origen del perro fiel, domesticado, capaz de detectar bombas y drogas, a partir del lobo salvaje; el caballo que solo es alimentado con paja y es capaz de cabalgar hasta reventar sin chistar; y apunta otro ejemplo que no llega a desarrollar sobre el motor de explosión. Dicho de un modo más llano, debemos dejar al margen de lo verosímil lo que llamaríamos real o verdadero: algo inverosímil puede ser tan real como falso algo verosímil. La verosimilitud de la narración no se decide en términos de realidad. La escena rezuma comicidad aristotélica, toda vez que el estagirita asentaba en su Poética: «Se debe preferir lo imposible verosímil a lo posible increíble» (160a26).

La obra escrita por Ángel Ortega, decía antes, es una huida del intelectualismo, que no del intelecto. Como acabo de demostrar, espero, la novela está inteligentemente tejida: al mismo tiempo que uno tiene ante sí una distendida y alocada historia abierta a una mayoría de lectores, también tiene entre las manos la discusión y reflexión en torno a la narrativa a partir de un juego metaliterario muy bien llevado entre los elementos y las características propias del novelar. Y lo que es más: ambos polos están integrados de una forma completamente orgánica, marchando a la par y sin establecer fronteras entre la narración y su autorreflexión. Corren parejas sin que pueda tener sentido una sin la otra, aunque se pueda, como hago yo aquí, separar ambos focos para su análisis.

Por hablar, en Yo no soy Pavel, de algún tópico más, a parte de la mezcla de ficción-realidad, verosimilitud, la fiabilidad del narrador, la metaliteratura o la ruptura de la cuarta pared con que apela al lector, mencionaría el tema que parece regir todos los acontecimientos de la novela: la triada libertad-azar-destino. Se plantea de forma similar al tópico escolástico astra inclinant, sed non cogunt (los astros disponen, pero no obligan), que pretendía compaginar el destino predicho en los astros y el libre albedrío del ser humano al actuar. Prácticamente en los compases finales de la novela se enuncia este tema, como síntesis de lo ocurrido. Es en el capítulo 21, en la digresión apelativa con que comienza: «Que complicado es todo. Tomas una pequeña decisión y ¡zas! De pronto, toda una cascada de acontecimientos inesperados te arrastra. Yo siempre he dicho que, pese a lo que muchos creen o quieren creer, uno toma realmente diez o doce decisiones (como mucho) a lo largo de su vida. (…) El resto de las veces que uno se encuentra en una disyuntiva, pienso yo, la vida elige por ti. (…) la gran mayoría de las opciones se excluyen solas y solo te queda una. Nos gusta pensar que el resultado final es la consecuencia de un montón de sesudas cavilaciones en la que se evalúan pros y contras porque así es como nos gusta vernos, como esa gente que toma las riendas de su vida y que lo planifica todo. Pero eso son gilipolleces, pues las decisiones te toman a ti. (…) a veces, muy pocas veces, un paso aparentemente trivial, una decisión tomada casi al azar, un poco como una boutade —como un chiste que te cuentas a ti mismo— acaba siendo decisiva para las cosas que te ocurren a continuación».

Así pues, una novela que de partida venía bajo el disfraz del gamberrismo y el disparate, el chiste contado a uno mismo y que se comparte con los lectores, termina encubriendo la lectura de una poética personal, una filosofía de la expresión y una reflexión sobre la naturaleza de la ficción. Diría que es un excelente Caballo de Troya metanarrativo, que Ángel Ortega nos la cuela muy bien a los lectores, con la sutil elegancia del ilusionista que sabe hacer ese inadvertido pase de manos; logra susurrarnos al oído unos cuantos secretos narrativos con el frenesí de gritos, carreras, persecuciones, conspiraciones, tiroteos, violencia, secuestros, drogas, narcotraficantes etc. que se suceden en el agitado oleaje de Yo no soy Pavel.

Héctor Martínez

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