«AQUÍ», DE FRANCISCO CARO

No he seguido su trayecto poético iniciado con el milenio, cuando empezaron a ver la luz sus versos en publicaciones sucesivas y comenzaron los sucesivos reconocimientos, incluido el José Hierro en 2010. He sabido de sus versos al mismo tiempo que, por casualidades, me hallé en un sobrevenido concilio de poetas, estreché entre otras su mano y pude charlar —más bien escuchar, manía que he empezado a desarrollar ahora— apenas unas horas de una agradable tarde de miércoles a mediados del pasado junio.

Siempre es difícil decidirse por el primer título desde el que uno accede al universo de un poeta, más si, como es el caso de Francisco Caro, hay una quincena entre los que elegir. Pero uno en concreto parecía ser el más indicado, porque además de reciente, y de permitirme leer al poeta, también en él se delinean la figura del poeta, su vida y su mundo, como tema del libro. Y al mismo tiempo, este título en concreto me proporciona una ventaja al tratarse de una colección de poemas entre los que existe una distancia temporal, unos quince años entre el más antiguo y el más actual; esto permite, aunque sea a escala y en una selección, hecha eso sí por el propio poeta, ver el transcurso temporal de su poética. Aquí (Mahalta, 2020) se titula, tan sencillamente, el volumen que fue a parar a mis manos, y en él he podido conocer de forma más orgánica tanto la poesía como al poeta que la enhebra.

Aquí es un adverbio demostrativo. Indica lugar, y junto a sus hermanos ahí y allí, expresan la deixis espacial, la relación del lugar con el hablante y con el oyente. Allí expresa lejanía respecto de ambos. Ahí expresa la cercanía respecto del oyente. Aquí expresa la cercanía respecto del hablante. Por ello, en el adverbio que rotula el libro no solo entendemos la importancia del lugar que es objeto de los versos —ahora diremos cuál—, sino que, sobre todo, con ello se subraya la presencia inseparable, íntima con el espacio inmediato, del poeta hablante. Es su valor deíctico. Y podemos rascar más. Aquí refiere a ese lugar que no podemos abandonar porque va donde vayamos, porque está donde estemos, tan impregnados de él, porque somos él, somos en él y porque él nos ha forjado. No ocurrirá jamás que al acudir al aquí no esté el poeta que lo enuncia (es la coordenada yo-aquí). Por ello también que Francisco Caro indicase en una entrevista atinadamente que aquí antiguamente significase nosotros, porque el aquí ya tiene una presencia, el hablante, por lo que al sumarse simplemente otro, los familiares, los vecinos («mi tierra, mi pueblo, mi gente», identifica el poeta), ya sería plural y no singular (la coordenada se convierte en nosotros-aquí). Habitualmente ese lugar coincide con aquel donde nos nacieron; con suerte, donde crecimos; también donde habitualmente uno desea que la tierra lo cubra definitivamente. El propio poeta en la misma entrevista a La Tribuna de Ciudad Real lo comenta: «Significa ese punto donde yo me quedo y me reconozco como individuo y como persona; donde me reconozco acompañado por unos recuerdos. Ese ‘aquí’ trasciende más del exacto lugar físico y se refiere a un entorno de afectos o de relaciones que generan un lugar donde tú sientes que es tu sitio».

Frente al no-lugar que enuncian las utopías, Francisco Caro nos invita a su locus amoenus, aquí donde acontece la descansada vida que huye del mundanal ruido y sigue la escondida senda de los sabios, donde retirarse del ajetreo, donde encontrarse consigo mismo, que es, al fin y al cabo, reencontrarse en el espacio, en las cosas y en las personas… pero también en el tiempo. Tiempo sí, y no mero calendario, porque «el tiempo sin amor es solo calendario / un papel sin relieve, / una cifra». Y leeremos en los renglones de Francisco Caro el nombre de meses, el día del mes, el año, las veinticuatro horas del día como «veinticuatro pájaros aliados y enemigos», y aparecerá no pocas veces el calendario, aunque en otras ocasiones veamos y entendamos mejor que nunca el amor en ese último verso que sentencia «en el patio de agosto / tú y yo somos el tiempo».

Todo lugar, y en él todo habitante suyo, está atravesado por el tiempo, continuo e incansable, que lo transforma cuando lo traspasa: «El lugar no es el mismo que era entonces», nos dice, cuando cambian las costumbres de las gentes en el escenario del aquí. Todo el aquí del poeta está contenido en la dialéctica espacio-tiempo. El aquí, además del espacio del poeta,es su ayer, «aquel ayer / que me niega su olvido»; es su hoy, cuando «que todo muere sé, / que todo permanece / que soy el mismo miedo / que acaso soy el mismo»; y quizás es su mañana, «lo que queda del tiempo» ante «la certeza / de que vivir me importa» pero «donde aguardo sin ansia lo seguro / y su momento incierto» porque «sé que no viviré / en la futura tarde» y son el cactus, los geranios y las salvias los que le piden al poeta «quédate con nosotros, / dicen, / tal vez aquí consigas olvidar el futuro, lo tramado»… y ese aquí temporal exige a la memoria presente detener el tiempo y dividir el calendario de la vida en instantes del recuerdo, que adoptan la forma de postales creadas con la palabra poética. Acertadamente resume Raúl Nieto de la Torre que «Ahora sabemos que dice memoria quien dice Aquí, memoria de los lugares concretos, vividos, de la materia tocada, de los afanes y oficios de algunos hombres y mujeres». Cierto: aquí ya no solo es el espacio del poeta, no es solo el poeta en el tiempo, sino que es también memoria. Recuerdos que pueden derramarse después en versos «hasta mirar de cerca / mi rostro en la quietud / del agua y su memoria». En el decir poético machadiano, la palabra aquí es «palabra esencial en el tiempo», como definía la poesía el poeta del huerto claro, y el «diálogo del hombre con su tiempo», que apostillara su apócrifo Juan de Mairena.

El lugar es su natal Piedrabuena, en Ciudad Real. Ese es el topónimo del lugar idílico y placentero al que nos invita Francisco Caro. Y no solo es el municipio y localidad ciudarealeña, que nos diría una fría fuente de información, sino que en manos del poeta va a volverse símbolo de su mancheguismo umbilical, genealógico, y fragua donde se forja el carácter por el que se define. Es también el patio de la casa familiar, ese patio «que me aísla del mundo y lo contiene» y que oculta «ese dios que jamás he comprendido / si no es aquí, en el milagro humilde / de este patio en agosto». Es Madrid por que «soy a mitades / Madrid y pueblo mío, territorios / donde amé la vida, donde me amó la vida». Es el campo, el río, los puentes, los montes… el paisaje al que está sujeta la voz del poeta, y que se personifica de continuo, ya el laurel, el ciprés, la yedra, el olmo, los geranios, las salvias, el cactus, el sol, como el paisanaje perenne que conforma el aquí, los interlocutores con los que habla en el seguido soliloquio, sobre el que se proyectan madre, padre, tíos, abuelos y vecinos de la infancia.

Teresa, la madre de esas mañanas de escuela y días nevados en los que preparaba una gloria con zumo de naranja y «era sentir / el mundo en el instante que comienza»; esos baños compartidos con los hermanos en un barreño de zinc en el que «la mano, / tan segura y tan tibia de mi madre, / llenaría la piel, la antigua infancia, / de acordadas caricias, de jabón perfumado»; Leónides, el padre, sastre, en cuyas manos «gemían las tijeras / a las seis del invierno» mientras él, arriba, en su cama, escucha «los ruidos, eran sus ruidos», el de las tijeras, el crujir de las telas, los pasos, los silbos que solo le pertenecen al padre y lo convierte en sonido en la distancia. Los abuelos José, el tejero, a quien «el agua y la paja osaran nunca / contradecirle», y Emilia; Sandalia, quien del «afán de sus manos hizo que el sol saliera / a calentar su hogar día tras día», y Francisco, por quien lleva el nombre el poeta; o los tíos Luis y Restituto quienes «levantaran andamios, sueños, tapias, / (…) y ahondaran  / aquel pozo infinito», pozo que tiene una singular presencia simbólica —como luego veremos—. También el cine de Antonio que al aire libre y a las once en el verano obraba el milagro de «una infancia feliz» en un «viejo corralón enjalbegado / de  cal y una pantalla que a las once / ardía sobre el tedio castellano»; o la fragua de Ángel el de Avelino, de la estirpe de los forjadores y herreros, «gente capaz, cegada en el empeño / de hacer de los poetas un bien útil» —luego veremos a qué viene esta relación entre fragua y verso—.

El poemario es de corte clásico, elegante, sigloresco —si se me permite el neologismo— con la naturaleza como marco y también como centro, dando orden y serenidad al fluir sentimental y reflexivo del poeta. Pero no solo. Si hace unas líneas algún lector consideró un exceso traer al gran poeta conquense y su elogio a la vida retirada, habré de justificarme algo más. Y para dar más razones, iremos a la métrica de Aquí, en la que hallé a un Francisco Caro devoto de los metros que de Italia introdujimos en nuestras letras por aquellos siglos: el solemne endecasílabo y su pareja de baile el heptasílabo. También nuestro fraile manchego cantaba sus odas con los mismos metros, por ejemplo en su combinación en liras. Así, Francisco Caro escribe «Desde el ciprés» o «Nube de agosto» en heptasílabos blancos; «Los chiris de la iglesia» con endecasílabos blancos, rimando en asonancia el último de cada estrofa; el curioso soneto «Al olmo de San Bartolomé» que corre en endecasílabos —algunos partidos (4+7 o 6+5)— como también los parte en «Leónides»; «El cine de San Antonio» es un perfecto ejemplo de silva arromanzada, que vuelve a combinar a gusto del poeta los siete golpes con los once; y «Alba en el patio» también es una silva, pero blanca; tenemos una curiosa endecha en «A cuatro manos» que va rompiendo y desordenando los heptasílabos sin afectar al ritmo del romance; y, ¡cómo no!, el soneto con sus hechuras clásicas como el que tenemos en «Jara», aunque con un esquema de rima audaz en los tercetos de 4+2 (CCD CCD), que me lleva a pensar que algo de modernismo métrico hay por las venas del poeta —ya las silvas eran una pista—. Acaso por ello me encuentre con la combinación de pentasílabos y dodecasílabos en «Instantes», «Soplos» y «Apuntes», siendo estos últimos un hito de la melodía becqueriana, que vía romanticismo y vía pareado francés, recogerían también los modernistas en su asalto a la tradición; o también los serventesios asonantados de «Ante la tabla de yedra», pues por quebrar convenciones aquellos modernistas rehuían el cuarteto de toda la vida y se decantaban por deformarlo con alejandrinos, con los de doce, e incluso cambiar la rima culta por la popular y acabar con la vieja rima abrazada en pos de la juguetona rima alterna del serventesio.

Pero el más curioso de los efectos de que echa mano Francisco Caro, revela más aún la presencia de Fray Luis. Me refiero al poco frecuente, y del que siempre se cita como ejemplo al preso traductor, encabalgamiento léxico. De hecho, es muy sutil la referencia, porque precisamente la tenemos en la Oda a la vida retirada del fraile a la que me trasladó el poemario de Francisco Caro. En aquella escribía el fraile, en su penúltima lira:

Y mientras miserable-

mente se están los otros abrazando

con sed insacïable

del peligroso mando,

tendido yo a la sombra esté cantando.

Y en «Cactus en flor frente al brocal» de nuestro piedrabuenero:

La flor que aleatoria-

mente surge,

que alza en la mansedumbre de mi patio,

es una flor perfecta, sin jactancias,

que aguardo, dura en esplendor apenas

veinticuatro horas, luego declina.

En ambos se construye el heptasílabo primero rompiendo la palabra, el adverbio, al bajar la sufijación que lo forma al segundo verso. En el caso de Fray Luis, vemos que además mantuvo la rima entre el primero y el tercero de los versos para seguir con su esquema de lira; en el caso de Francisco Caro, los dos versos, al mismo tiempo, formarían un endecasílabo (7+4). Dejemos aquí los apuntes de los logros, conocimientos y linaje métricos y rítmicos de nuestro poeta, que sería largo y tendido seguirlo, y finalicemos este apartado con la síntesis que Manuel López Azorín ofrece en su comentario a esta obra: «una poesía que parte de lo formal y también lo tradicional y en ocasiones juega a disfrazar la forma y en ocasiones juega a renovar las formas». Así hace el poeta que afirmaba para Lanza Digital que «en poesía la forma también es fondo. Con esto quiero decir que sé dónde “no” está la poesía, pero también sé que se esconde demasiado para demasiados de nosotros. Hablo de la auténtica. Otra cosa es el oficio de hacer versos» —como Machado distinguía al verdadero poeta del señorito que compone versos—.

Encontramos a Fray Luis, al Siglo de Oro, y a los románticos y modernistas. Y si hemos hablado de modernistas, hemos de mencionar a uno que lo fue y que, aunque quiso, no dejó de serlo del todo: Antonio Machado. Lo vi en la métrica, poblada como está la del hombre bueno de silvas arromanzadas y serventesios. Pero me ha resultado imposible no reconocerlo también en versos de una obvia y conocida referencia simbólica: claro, ahí está interpelado el olmo en muerte y aún resistiendo en pie de «Al olmo de San Bartolomé» que de inmediato nos lleva al olmo soriano, cercano al cementerio de El Espino, y el eco de su milagro de la primavera; pero también saltan ante nosotros las continuas referencias al agua como símbolo, y a un léxico de indudable raíz machadiana. ¿O acaso no resuena la voz del sevillano en los adjetivos de los siguientes versos, y en el simbolismo del agua —en cualquiera de sus formas—?:  «Cruzo el arroyo y su corriente parda, / aquello que fue limpio, lo que ahora / avergonzado huye ceniciento: / no volveremos, bien lo sabes, / Arroyo del Moral, a ser ya nunca el agua / ni los días ingenuos que fuimos». También las tardes de Machado en las Soledades eran pardas, cenicientas… y también «El agua en sombra pasaba tan melancólicamente» perfectamente podría haber sido el agua del Bullaque en cuya ribera melancólica nos coloca Francisco Caro: «lleva el agua serena en su sosiego / dioses oscuros / lo que fue de nosotros». ¿Cómo no reconocer a Machado también en el peso temporal y vital que recibe el adverbio todavía,cuando aquel sentenciaba «hoy es siempre todavía» y Francisco Caro lo retoma de la siguiente manera?:

(…) la certeza
de que vivir me importa
y tú
y todavía…

Ya dijimos líneas arriba que este poemario pertenece por derecho propio al linaje de la poética machadiana, a la palabra esencial en el tiempo y al diálogo de un hombre con su tiempo. Lo tenemos, de hecho, afirmado en el cierre del poema «Confesión de fortuna» que dice: «En el poema elige / primero ser verdad, después estilo». De ahí la raíz intimista por la que vibra un hombre de carne y hueso en los versos, la sinceridad que los sustenta y la autenticidad que los habita, la expresión concisa y la voluntad antirretórica confesa que apuesta por la palabra verdadera («Me negué / a palabras parásitas»;  «Nombrar como un oficio que persigue / lo oculto, las preguntas»; «No deseo añadir / oscuro a las palabras»). Así también lo ve López Azorín, quien describe que estamos ante «palabras cercanas, cotidianas, palabras coloquiales, sin algaradas, pero con sosiego, sugerencia y hondura, palabras en las que por su sencillez, su pequeñez, bendita sencillez, bendita pequeñez, contienen las más vibrantes emociones en una poesía que alumbra la luz del tiempo, la luz de la poesía de verdad». También de ahí la importancia del paisaje, del entorno y el realce de los motivos que halla el poeta alrededor suyo, junto a la esencialidad que busca al mirar adentro y escudriñar en sí mismo el misterio de la vida. Tal y como subraya Valentín Martín, que recojo vía cita de López Azorín, «su poesía [la de Francisco Caro] tiene la aristocracia gratis de los poetas más grandes que saben y pueden enraizar de forma hermosa el natural intimismo con otros universos que ya se sienten menos fuera y menos solos».

El poeta Francisco Caro, Piedrabuena (Ciudad Real), 1947

A la alfombra roja y metaliteraria, intertextual, hemos de sumar los nombres de aquellos que son convocados en los versos: Ángel González, Colinas, Rosillo, Nicolás del Hierro; y el de aquellos sobre cuya firma se asientan los epígrafes de cada parte: Eliseo Diego, Pedro A. González Moreno, Gallego Ripoll, José Luis Morales, Carlos Sahagún; y otros poetas que emergen detrás de las palabras, como la sombra de Miguel Hernández que se advierte —y aquí aclaramos algo solo apuntado antes— en «La fragua de Ángel». Me refiero a la alusión «Ángel el de Avelino tal vez fuera / uno de aquellos / herreros torrenciales», alusión que une este poema al soneto final, descolgado, de El rayo que no cesa del oriolano en que volvía a dirigirse a Ramón Sijé, y que decía en su segundo cuarteto:

Por difundir su alma en los metales,
por dar el fuego al hierro sus orientes,
al dolor de los yunques inclementes
lo arrastran los herreros torrenciales.

Acaso también hallamos a Miguelillo —como Aleixandre se le dirigiera cariñoso— en el símbolo de las manos. Leer «Esta mano» de Francisco Caro y venirme a la mente los serventesios alejandrinos y de pie quebrado que constituyen «Las manos» de aquel fue todo uno. Escribía Miguel Hernández en este bello poema de Vientos del pueblo:

Dos especies de manos se enfrentan en la vida,
brotan del corazón, irrumpen por los brazos,
saltan, y desembocan sobre la luz herida
a golpes, a zarpazos.
La mano es la herramienta del alma, su mensaje,
y el cuerpo tiene en ella su rama combatiente.

Y apelaba así, en este poema de guerra, revolucionario, a la mano como sinécdoque del trabajador que construye y de la mano enemiga, la del burgués explotador, del avaro acaparador, del cura enriquecido, la del asesino que se les enfrenta, la mano que, a fin de cuentas, destruye. Similarmente, la mano vuelve en Francisco Caro a ser símbolo del alfarero, del ganadero, la del sastre, que son respectivamente abuelos y padre del poeta, y a ella asimila, genealógicamente, su propia mano («Sí, esta mano / que amasa, guía, corta, que se atreve / en los días de niebla / al oficio sutil de las palabras»): esta última no sería sin las que le precedieron, pues ella solo tiene «un saber prestado (…) / por el sudor y el sueño de los míos». Y es precisamente por el eco hernandiano que conecto este poema, de la parte final del libro, con otro de la parte inicial, donde la relación paterno-filial une a padre e hijo ante la historia, la guerra, la derrota de «Las armas del fondo», que finaliza con una aplicación del refrán «somos esclavos de lo que decimos y dueños de lo que callamos»: ese padre «buscaba la callada, la cautiva, / tristeza de un ayer republicano», aquella tristeza por la que «tropas ya vencidas / arrojaron fusiles y los sueños / al fondo de las aguas», esa callada y cautiva tristeza por la que, y así concluye, «somos dueños / sólo de las derrotas que callamos».

Otro símbolo potente es el pozo, ese «pozo infinito» del patio, ahondado por los tíos, Luis y Restituto, que es descrito como «redondo lugar para los miedos» y junto al que fallece la abuela Sandalia («cayó en el patio, junto al pozo, / inerme, sola, pero no vencida»). ¿Infinito? No olvidemos que en español hablamos del pozo de la memoria en cuya profundidad, al descenderla, al ahondar, cuyo fondo, al buscarlo, puede atraparnos, puede ahogarnos, y pozo del que es difícil salir por nuestros medios. El «pozo asfixiante del recuerdo» (en expresión de Idea Vilariño) es un descenso bajo tierra, es un ojo de fondo oscuro («ojos de agua de sombra / ojos de agua de pozo / ojos de agua de sueño», escribía Octavio Paz) que nos mira y que puede arrastrarnos a los infiernos. Por otro lado, siempre existe el miedo de que un niño caiga al pozo, y tenemos historias trágicas al respecto a manos llenas. Y el pozo del que habla Francisco Caro se retrotrae a sus nueve años de edad, a su infancia, y su asombro ante el pozo. El pozo es un riesgo, la muerte lo ronda. Este pozo del patio de Francisco Caro, con el musgo sobre el brocal, como el que describía Juana de Ibarbourou, de hecho, hacía resonar en mi cabeza aquel «Viaje definitivo» juanramoniano donde muerte, huerto plácido y pozo vertebran el contenido como lo hacen el patio y el pozo de Caro:

… Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros
cantando;
y se quedará mi huerto, con su verde árbol,
y con su pozo blanco.
(…)
Y yo me iré; y estaré solo, sin hogar, sin árbol
verde, sin pozo blanco,
sin cielo azul y plácido…

O a Neruda:

A veces te hundes, caes
en tu agujero de silencio,
en tu abismo de cólera orgullosa,
y apenas puedes
volver, aún con jirones
de lo que hallaste
en la profundidad de tu existencia.

Pero además de su enigma, peligro, amenaza, puede también ser el pozo símbolo de salvación: proporciona el agua a la vida. Así: «traigo el agua del pozo, del misterio / donde ahondaron mis tíos».

Resuenan, o al menos para mí lo hacen, estos sentidos en ese pozo del patio, fondo de la memoria, que despierta los miedos, las amenazas, pero que a la vez contribuye a que siga unida la vida. Este Aquí es un descenso al pozo de la memoria de Francisco Caro en ese patio de Piedrabuena y en sus parajes y en sus gentes y en su tiempo, cuando aún había fragua, sastrería, herrería y carretería en su calle. Es un libro, en definitiva, que «surge porque me era preciso decir que he vivido, que hemos vivido», afirmaba en la misma entrevista en Lanza Digital, con más ecos nerudianos en sus palabras.

Héctor Martínez

Un comentario

  1. Importante reseña de un magnífico libro del que doy fe y recomiendo.
    Saludos.

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