«CAJA DE PANDORA», DE MAURICIO PALOMO RIAÑO

Cada lector es una Pandora curiosa que no puede evitar abrir el libro que se le entrega y con ello desatar todos los males y demonios que alberga el mismo. Pero a Pandora, la del mito, le quedó la esperanza dentro de la tinaja. Si queda esperanza tras la lectura de esta Caja de Pandora (Senderos Editores, 2016) es algo que habrá de juzgar cada lector-Pandora consigo mismo. Lo único que tenemos cierto es que abrir la segunda obra de Mauricio Palomo Riaño supone la liberación de unos cuantos males del mundo, y de unos cuantos demonios interiores.

Los sucesos, hechos e historias que se narran en los trece relatos que componen el volumen están habitados por personajes que definen la caja pandórica y citadina de Bogotá, cuya cara cambia las raras veces que no llueve. Bogotá es omnipresente en este libro, y es clave para contextualizar el sentir trágico de los personajes que se mueven por ella. Así, por ejemplo, el bogotano personaje-narrador de «Blancos perfectos» que se encuentra en Simiyu (Tanzania) siente nostalgia y piensa «en la falta que le hace a uno Bogotá y su caos cuando se está lejos de sus edificios y de sus avenidas atestadas»; en los siguientes cuentos damos con una ciudad pintoresca porque «cambia en un abrir y cerrar de ojos de estratos y de fachadas»; incluso puede personificarse: «Cuando regresé las avenidas eran tú, el viento tu boca mordiendo las palabras, y tu piel las casas de estos barrios que han cambiado. Lentamente entre el desasosiego de estar caminando a Bogotá, sentía nuevamente que te estaba caminando. Sus parques, sus callejones, todos sus espacios contenían tu perfume, nuestros pasos que no se perdieron en el asfalto, sino que fueron tragados por este monstruo gigantesco de cemento que me empezó a trasbocar todos los días tu recuerdo»; es la ciudad que lo posee a uno al introducirse en él: «callejas de la inmensa ciudad las que comenzaban a respirar, un pedazo de Bogotá que se les metía por la carne, que iniciaba un periplo por todos sus sentidos»; la ciudad que envuelve la vida y le imprime su carácter: «una Bogotá que no se cansa nunca de ser tan fría, tan triste, tan entregada a los vicios de la soledad y del hastío, de la cerveza a las ocho de la noche, del cigarro encendido para vencer la incertidumbre y de la novela de turno»… y todo porque, y aquí viene la tesis: «Bogotá suele tener una característica que no tienen otras urbes, parece ponerse siempre de acuerdo con nuestros estados de ánimo, cambia su clima sin importar el mes del año de una manera enloquecida, Sí, porque definitivamente Bogotá se parece mucho a lo inestable que puede ser uno».

Bogotá es la caja, sí, el envoltorio, el escenario único en el que solo puede suceder lo que se narra, los males, los bienes, la vida. Es la ciudad el organismo que alberga. Es su causa. Y es su destino. No es el uno sin la otra. Por ello que transitamos Bogotá en Caja de Pandora por dentro, por sus carreras, calles y avenidas, por sus vidas: «Caja de Pandora  es un recorrido con los tenis. Es pisar el asfalto con los tenis en los charcos posados, patear las piedrecitas de los andenes», afirma Mauricio Palomo sobre su obra. Y cada uno de sus habitantes, células del organismo, la lleva dentro, se encuentre en ella o no: es reflejo cada cual de lo inestable de la ciudad y viceversa.

No es que lo diga yo, es de nuevo el propio autor quien nos pone en el sendero de la lectura: «El libro desentraña la ciudad que nos consume (…) una cartografía de la ciudad de Bogotá enriquecida en sus múltiples particularidades (…) si uno se detiene un poco y hace la pausa en cualquier esquina o se para en cualquier andén, y hace el ejercicio de observación del entorno, puede encontrar unas particularidades bellísimas… y eso es elevar la categoría de ciudad a categoría literaria». Aún diría más: es elevar la ciudad a la categoría humana, pues, aristotélicamente, la polis siempre es previa al individuo que se define precisamente por ser un Zoon politikón (animal político, social por naturaleza); Bogotá es anterior al bogotano que la transita. Y se personifica en él.

Ahora bien, no entendamos mal esto de social por naturaleza de una forma demasiado optimista. Aristóteles tampoco lo era, en realidad. El individuo vive en sociedad porque no puede vivir de otra manera, y en ella debe sobrevivir. No se excluye que en esa vida social pueda convivir la guerra. La violencia tiene un peso específico en el libro porque lo tiene el entorno. Lo vemos en el irónico «Blancos perfectos», que se nos presenta, con tono de horror psicológico al administrar los detalles iniciales con cuentagotas hasta que tenemos el cuadro completo: la huida desesperada de un hombre albino frente a sus perseguidores africanos, allí «donde el imponente negro imperaba en los rostros de sus pobladores», y sus supersticiosas creencias. El narrador-personaje, sin comerlo ni beberlo, se encuentra metido en mitad de la situación, obligado a reaccionar por el impulso de muerte de unos y el impulso de autoconservación de la presa albina —que ya surgían como base de relatos en Nombrar la ausencia—; y ante ello se encuentra maniatado debido a su condición de investigador en la región y la ayuda económica que su organización provee, entre cuyas directrices está «no intervenir en el desarrollo cultural ni político de la región». Gracias a su labor y a su no injerencia los trabajadores de la organización son recompensados: «nuestra labor siempre era bien vista por los pobladores, quienes incluso nos ayudaban con su hospitalidad, y su fraternidad siempre era irrigada». La intención del autor es clara: someternos a una situación extrema, de vida o muerte, a la sensación de impotencia, y al doble rostro del salvajismo y de la hospitalidad de la población. Esta es la circunstancia que envuelve el núcleo reflexivo central del personaje-narrador ante la lucha vital, literalmente de supervivencia, en que la vida del albino se convierte («con su vida y con su huir constante de una muerte latente»), y para la que emplea una simple inversión de roles blanco-negro de modo que resulte más efectiva en la conciencia, sea la cultura del lector la que sea: «Así estamos, con unas identidades naturales perdidas en el tiempo, con unas ideologías radicales establecidas por la cultura y los entornos enfermos en los que se mueven los sujetos, en la barbarie que le criticamos al pasado pero que heredamos y hacemos explicita todos los días, en la impiedad y en el deleite que vemos en el verter de la sangre del otro».

No obstante, historias de violencia no faltan en los andenes de Bogotá —para mi lector español, ya van varias veces que lo nombro: allá llaman habitualmente andén a lo que acá llamamos habitualmente acera, mientras que nuestro andén es la plataforma del metro y del tren—. El relato «El extraño», al caso, se encarga de subrayarlo, en su forma y en su fondo.

La historia de Mauricio Palomo Riaño es de esas que rotularíamos con un basado en hechos reales, y es que este relato, en efecto, se levanta sobre la brutal historia del asesino en serie apodado el monstruo de Monserrate que llevó a cabo sus crímenes al pie del cerro que le apoda. A la chabola que, como indigente y yonki, en medio del boscaje se había levantado, llevaba a mujeres drogadictas que captaba en zonas peligrosas de Bogotá como La Ele —también conocido como El Bronx— o su antecedente, la calle del Cartucho —que hoy ocupa el criticado Parque Tercer Milenio— donde el hampa campaba a sus anchas. Engañaba a las mujeres a través de sus buenas formas, universitario que había llegado a ser, con promesas de comida, refugio y droga, y a las que finalmente violaba y estrangulaba —no necesariamente en este orden—. El hecho real para nuestro autor, como ya apuntábamos cuando leí su anterior volumen de cuentos Nombrar la ausencia, es la materia que trabajar y amasar con la herramienta literaria, bajo la premisa que entonces asentaba al escribir aquel «siempre hay algo de poesía en lo atroz» y que Caja de Pandora exacerba en su crudeza.

Este relato de «El extraño» es un claro ejemplo de esto y de la frontera levantada en la ciudad entre la orilla de las buenas decisiones y esa otra, oscuro pozo donde acaban aquellos que no las tomaron o no tuvieron oportunidad de tomarlas. La propia ciudad marca estos límites sociales. En el relato unos jóvenes, universitarios juegan al fútbol junto a otros muchachos los domingos en una zona verde que en los últimos años se ha visto invadida de indigentes y recicladores. La presentación del relato es idílica pues, a pesar de la descriptiva expresión barrio de la basura, y a pesar de las advertencias de que «el sitio se estaba tornando peligroso», entre los muchachos y los habitantes se crea una armonía cotidiana por la que, afirma la voz en primera persona, «Jamás nos pasó nada (…) muchos de los recicladores empezaron a saludarnos (…) frenaban un tanto las carretas vacías que anunciaban una jornada de trabajo más y siempre se les escuchaba decir “muchachos” mientras agitaban las manos. Nosotros éramos siempre recíprocos». Con ello sutilmente el autor se deshace del prejuicio que tiende a asociar como intrínsecas pobreza y amenaza.

No es la pobreza, sino más bien otra cosa la que hace al monstruo ser monstruo, que solo necesita de un impulso para salir sin cortapisas del fondo más oscuro en que se esconde. Mauricio Palomo nos los ofrece descrito en un eco de los Jekill y Hyde, cuyo abismo bien dibujó Stevenson, al comienzo del relato: «los ojos siempre se le perdían en el horizonte, era como si una especie de boca de sombras abriera sus fauces y él se quedara viendo las tinieblas de su extensión (…) Era indiscutible la percepción de una vehemente tendencia a la paranoia, a una inseguridad que parecía solamente reflejarse en los instantes íntimos en los que ese otro que también era, se asomaba al espejo» —también Jekill se encuentra con Hyde ante un espejo—. Este monstruo, este Hyde, es el extraño, el casanova de la basura al que se le veía «acompañado de mujeres distintas, todas con dos características evidentes: la indigencia y el desespero excesivo por el bazuco», mujeres de «rostro famélico (…) con su periplo diario por el infierno». Mujeres a las que nadie volvía a ver, aunque tampoco nadie reconocería o buscaría («en mi cabeza no se logró almacenar nunca la cara de ninguna de ellas, se me presentaban rostros similares siempre») igualadas por el bazuco —y quien dice bazuco, dice, con el tópico literario, muerte—; víctimas de un tipo a cuyo «filtro psíquico el bazuco ya le había tomado ventaja».

Mauricio Palomo Riaño. Foto: Javier Díaz Paipa

Escaladamente Mauricio Palomo cuela esa espina clavada en el corazón de Bogotá que es la plaga de la droga y los límites a los que se permitió que llegara en El Cartucho, La Ele, Cinco Huecos o el Sanber, como infiernos en la tierra donde la ley la imponían (e imponen) los mismos demonios del narcotráfico y se ahondaba en las diferencias sociales. Lo hace a través del testimonio de la joven Clarissa, que era «de clase popular, era del barro  (…) le vi las pupilas y leí en esa mirada sus años de pobreza, le pude ver el contexto de periferia bailándole en los ojos y fui testigo claramente de la otra realidad, de la otra cara de la ciudad». Ella narra a los muchachos su paseo por esos infiernos bogotanos hasta la mala fortuna, el destino inevitable, de dar con el extraño. Ella, que logra escapar de las garras de la muerte, se sincera sobre la inhumanidad que impregna estos lugares con un trágico retruécano: «como cada uno de nosotros anda en el universo propio de su viaje, nunca le poníamos cuidado a lo que le pasaba a éste o al otro, entonces como que se dejaba que pasarán las cosas sin saber qué cosas eran las que pasaban». ¿El monstruo es el extraño asesino? En esencia sí. Pero hay otro extraño, otro monstruo, que tiene atrapado incluso al asesino y corre por (y corroe) el organismo de sus víctimas, y el organismo de Bogotá.

En otros dos relatos («Pitazos de urbe» o «Déjà vu») reaparece la droga, la marihuana, unida al alcohol y la bohemia nocturna, a los espíritus libres, como hábito sin trascendencia ya sumado a la rutina en las horas del día o la noche. Se percibe la diferencia de tratamiento que en el libro hay entre el consumidor de marihuana y el de bazuco, una diferencia social, con el riesgo de que se conviertan en puntos de una línea recta en la vida de alguien, como se preanuncia en «Pitazos de urbe»: cuando Edgar, estudiante de la Facultad de Filosofía, deja los estudios porque «su adicción a las drogas había imposibilitado el curso del último semestre y la calle era el fin vislumbrado desde ese ayer en el que se inició deleitante con las bocanadas viajeras del primer cigarrillo».

«Pitazos de urbe» es el periplo poético-psicodélico de las partículas que son los bogotanos de estos cuentos a través de las venas y el organismo nocturno de Bogotá, de cuatro de ellos en concreto: Salvador, Ramón, Edgar y Chema. Homenajeando a Chaparro Madiedo y aquel Opio en las nubes, es su recorrido noctámbulo un documental bohemio por las calles de una Bogotá que «está herida y hace mucho tiempo que se desangra», de un Santa Fe personificado «que se los tragaba de a poco», mientras la ciudad ve, escucha y habla: desde el mimetismo con las fachadas de habitantes de calle (indigentes cuyo «aspecto no estaba tan deteriorado como el de tantos otros que parecían nacer de las grietas de las calles»), la zona de tolerancia con prostitutas y prostíbulos («la carrera décima se hacía prostituta y bailaba una suerte de tango triste con una de sus compañeras de burdel: la 22. La tomaba de su esquina y la engalanaba con una pared resquebrajada más»), travestis («la Avenida Caracas con calle 19 escuchaba desde sus cuatro grandes orejas los diálogos entre dos travestis decadentes que hablaban de otro de esos tantos días malos, sin moneda»). Uno de los protagonistas bajo el sortilegio del alcohol y la marihuana sostiene un diálogo con la ciudad y esta le responde a través de los elementos de la brisa, el viento, el charco, la lluvia, aunque sea en realidad la voz tentadora que por dentro los empuja a beber y fumar: «La hierba se te acabó y el efecto del alcohol se apacigua en tu interior. Vuelve a fumar, vuelve a ingerir, yo necesito imperiosamente que me sigas poetizando», oye a la ciudad decirle. Ciudad y habitante se reflejan el uno en el otro infinitamente.

La idea de que la ciudad es primera a todo y forja el ser mentiéndose dentro de uno continúa profundizándose en este relato en un acto de seducción ofuscada, de cierto romanticismo sucio, en el que el ser humano se empequeñece frente a la ciudad enorme y todos sus recovecos, su voz que llega desde la altura hasta el ras de suelo, del andén, de la zona de tolerancia, y las piedritas bogotanas que se meten en el zapato como último signo de su presencia divina durante la noche: «Edgar revisó lo que había al interior de sus zapatos, algunas de esas tantas piedritas de los andenes bogotanos reposaban dentro, parecían alegres, no obstante también parecían cansadas».

El segundo está dedicado, en un trasunto del Viva la música de Caicedo, a la pasión musical y el liderazgo que el argentino Gustavo Cerati ejerció en el rock hispanoamericano de los 80 y 90. Dos estudiantes de música, seguidores de Cerati, se ven envueltos, sin saberlo, en una espiral de tiempo invertido con la fecha clave del último en vivo de Cerati en Bogotá el 13 de mayo de 2010 en El Campin, presentando el álbum Fuerza natural, para dos días después en Caracas (Venezuela) subirse por última vez a un escenario: tras el concierto del 15 de mayo sufrió un ACV y quedó en coma durante cuatro años hasta fallecer en 2014.

Este es el eje temporal en el que nos movemos durante el relato: los días que pasan entre Bogotá y Caracas, del 13 al 15 de mayo («Dago recordaba ese concierto reciente con un afecto distinto, lo sentía más de él, como una huella en su adentro, la última huella, él lo sabía así no quisiera admitírselo al mundo»). Como ya cantara el ídolo argentino («la poesía es la única verdad») y el mismo Mauricio Palomo certifica («es la poesía la única que podrá seguir dando testimonio del paso del hombre por el mundo»), es la poética de las palabras mágicas déjà vu las que permiten este encantamiento temporal hacia atrás, son las que dan título al relato y surgen de uno de los temas más conocidos de ese último álbum que Cerati presentaba. El galicismo suena a hechizo, a encantamiento, en el relato. No obstante, hay un regusto amargo en todo déjà vu, como ocurre siempre que un hechizo interviene, pues siempre hay un precio a pagar; sí, hay un sabor agridulce en esa sensación de haber vivido ya algo, y acierta en cerrar con ella Mauricio Palomo: «sensaciones de incomodidad, algo le desnudaba el cerebro haciéndolo pensar que aunque toda la situación era nueva ya había sido experimentada (…) el cielo de Dago volvió a ensombrecerse, y la sonrisa se le fue apagando lentamente en los labios hasta refundírsele en los abismos profundos de sus certeros presentimientos». Debemos percatarnos que una vez más Bogotá es símbolo de los adentros del personaje: este es la ciudad al fundirse con su ídolo Cerati en su recuerdo del último concierto que diera en Bogotá.

Si seguimos por el lado de la violencia, el relato «Uno-Uno» se centra en el fenómeno del barrismo —de barra brava, argentinismo extendido con el que denominan en Hispanoamérica a las hinchadas fanáticas del fútbol—. ¿Pueden dos amigos universitarios acabar enfrentados en una batalla campal por los simples colores de sus respectivas camisetas? Esta es la reflexión que a dos voces hacen Andrelo y Motas, cada uno en su bando, Millonarios y Santa Fe, respectivamente. Leemos razones de la sinrazón —que a la razón se facen— como «yo ni siquiera entendía porque estaba en esa cuadra a esas horas, voleando roca como loco, extasiado, y digo que no entendía porque no razono cuando de Santa Fe se trata, es mi credo, mi droga»; o también «era el equipo el credo y el pan, era el equipo la familia y el clan. Teníamos clara la vida, eso pensábamos, cuando la verdad era que en nuestro interior siempre había pesado con potencia la muerte». ¿Qué es lo que hay detrás de estos impulsos de muerte (otra vez), de esta razón de la sinrazón?: «Éramos las partículas diseminadas de una sociedad marcada por la desigualdad, el abandono y la carencia de afectos; conceptos que un día habíamos intentado ver reflejados en los escudos de ese par de camisetas»… esa polis, esa sociedad, que mentaba antes, sin la que uno no es, y por la que uno es lo que es, es en la que las diferencias actúan como fuerzas invisibles que empujan hacia los extremos: «Pensaba que deberíamos estar ahí, siendo jóvenes, pero no dispuestos a matarnos por un color como parece seguirlo repitiendo la historia, sino haciendo posible la revolución de pensamiento, esa que se necesita, esa que nos extravían fuerzas invisibles, esa que un día nos cegó el amor por la camiseta de un equipo de fútbol por encima de la misma vida, que es la única oportunidad que se nos da para demostrar lo que somos y lo que seremos, y que desperdiciamos todos los días en querérsela arrebatar al otro, -¡Bah!, ciudad de odios extremos».

Pero hay una síntesis de toda esta tensión y violencia dialéctica: tanto Millonarios como Santa Fe son la capital, la ciudad de las diferencias también aglutina a ambos («somos capital, ¡carajo!», gritan ambos, cada uno con su mano en su escudo). Así, para uno: «el asfalto de esta ciudad a la que tanto ellos como nosotros siempre, siempre hemos amado profundamente, por encima de Millonarios, de Santa Fe y de tanta mierda que nos hemos tenido que comer todos los días cobijados bajo su cielo impasible»; y para el otro: «Traíamos con nosotros los pasos andados por esta urbe, la historia a cuestas de cada una de nuestras experiencias particulares vividas bajo este cielo casi siempre atiborrado de lluvia, nuestros viejos, nuestros procesos de formación, nuestras lecturas del mundo». El relato se puebla así de los conceptos de identidad, diferencia y contradicción. Sí, en efecto, de forma hegeliana Mauricio Palomo resuelve racionalmente una realidad de opuestos en una sola palabra: Bogotá.

El relato de «La banda» ya comienza con un hecho violento que describe al personaje de El Mocho: «había perdido su extremidad superior derecha de manera violenta, después de que en una riña de borrachos en una tienda del barrio Los Molinos, al sur de Bogotá, fuera separado de ella producto de un certero machetazo, ganándose por consecuencia lógica aquel mote tradicional». La descripción de su pasado se contiene en su evidente apodo, como el de sus compinches El Inca, El Gafas o La Rubia. Juntos se dedican al hurto callejero en la carrera décima, a punta de cuchillo si es preciso, trabajando en comanda: a la señal de El Mocho, quien selecciona a las víctimas del robo, El Inca se abalanza sobre la presa y el botín acaba custodiado en un carrito con frascos vacíos donde guardarlo, custodiado por La Rubia. Por su parte, el capitán Bernal de la policía, les ha venido siguiendo la pista desde los menores que emplean como ladronzuelos hasta la tríada que está en la cúspide.

El conflicto del relato surge porque Bernal y El Mocho tienen un pasado común respecto de ese brazo amputado en Los Molinos: el primero fue la mano que seccionó el miembro faltante del segundo en esa riña de borrachos tras que este, junto a otros hampones, trataran de violar a la hermana quinceañera de Bernal. El machetazo, ese corte de lado a lado del brazo de El Mocho, simbólicamente representa de nuevo la frontera social y la sentencia de un destino: por temor a las represalias, la familia de Bernal se marchará del barrio, y él prosperará hasta la capitanía de la policía; sin embargo, El Mocho se vería inmerso «en esa vida de perdedor que no había terminado jamás de abandonarlo». No obstante haberle cortado el brazo, a Bernal «nunca el arrepentimiento le nació» e «iba a tener de nuevo la oportunidad de restregarle otra vez la historia».

Es la historia de una obsesión que se va a apoderar de Bernal, ese recuerdo vívido y grabado a fuego en la memoria, esos fantasmas del pasado que reviven a través de la remembranza con todas las emociones de entonces a flor de piel. Y el lector puede llegar a pensar que sabe cómo va a terminar el asunto, pero nada más lejos de la verdad. Hay secretos, que Bernal intentará cubrir con la detención de El Mocho, secretos que van a arramblar con todo, menos con aquellos que nada tienen que perder ya porque el fracaso está en la médula de su vida. El cuento va a operar a la vieja usanza, de forma clásica, como una historia de moraleja, aunque sea en el peor de los contextos, resuelta en una especie de karma, o a la griega, de némesis contra la orgullosa desmesura o hybris.

Una vez más aparece ante nosotros los lectores la censura a la academia, toda vez que los personajes de La Rubia y El Gafas no son, esencialmente, perdedores, sino que se han salido de los rieles vitales prefijados y han saltado al otro lado de la orilla por propia voluntad. El segundo, como líder de la banda, la fundó «una tarde de bohemia entre poesía y alcohol en un bar del centro de la ciudad hablando con La Rubia acerca de la pérdida de tiempo que para él ya estaba representando la academia. Se habían conocido en la universidad, él había sido su profesor titular en la cátedra de teoría literaria». La Rubia, que lo siguió en la ejecución de la idea, «era a la vez una amante ferviente de la poesía y del rock de la vieja escuela (…) [con] una mirada de ángel que quitaba toda sospecha al ser que representaba (…) leía las páginas de libros distintos, la tinta impresa parecía también ser una de las debilidades de este exótico personaje». Estos dos personajes, descritos como exóticos (persona percibida como extraña y chocante), han elegido salir del orden académico y estar en el mismo lado de la baraja que El Mocho o El Inca, y no les ha llegado escrito su papel desde el origen como a los últimos.

La ciudad es aquí el fondo del tiempo y del espacio. Los Molinos es el barrio origen de los destinos y en que se desencadena el antagonismo de Bernal y El Mocho. La capital es el escenario en que uno y otro se reencuentran, algo que la ciudad misma consiente y favorece («La arteria capitalina se presentaba con sus calles lavadas. La lluvia intermitente daba lugar al operativo»). La historia de ambos se puede contar, y así hace Bernal, a partir de los espacios citadinos como si de una línea del tiempo se tratara («Un parque, el patio de una escuela del sur, la cuadra del barrio, la tienda donde me cobré con tu brazo la ira, la carrera décima, la cárcel»). Uno tiene la impresión de que es la ciudad la que ha urdido los hilos del destino de ambos desde cada uno de sus espacios hasta dejarlos atados y bien atados en la desgracia.

Este relato y «Frente a la puerta» concretan ese submundo que puebla las calles y las páginas de Caja de Pandora, como lo puebla en la caja que es Bogotá; submundo nocturno de habitantes de calle, de prostitución, drogadicción y alcoholismo, y que en estos dos relatos se concentra en «la clandestinidad sórdida gay en Bogotá», el recorrido escondido de los rincones secretos de la ciudad donde hallar «ese nuevo encuentro frenético de soledades que después del deseo saciado, serían nuevamente por ella expulsadas hacia las lóbregas calles de esta ciudad»; y me recuerda el relato la obligada clandestinidad gay decimonónica, decadente, bohemia, y más la homosexualidad vivida a escondidas de las tres cuartas partes del siglo XX, en las esquinas de callejones oscuros y la nocturnidad de baños públicos, tras las sombras de parques mal iluminados. Conecto, sobre todo el último, «Frente a la puerta», con aquella novela póstuma de Van der Meersch titulada La máscara de carne (1958) que transitaba el mismo laberinto de angustia, sordidez y violencia a que la sociedad relegaba la homosexualidad en los años 30 en Francia.

Fuente: Gestión Industrial Sena

Caja de Pandora nos sumerge también en la literatura misma, en su nacer del fondo del grito, del ancestro mito que apela a lo originario, y hasta lo más visceral. He ido mencionando el carácter mitológico, divino, de la ciudad, como si de su capricho y voluntad dependiera el hilo de vida de los mortales que la transitan. He hablado de hybris y némesis. Y también de la importancia que se le otorga a la palabra poética y la comunicación social del hombre como fundadora de la realidad y la ciudad —incluso en «La banda» se introduce la semiótica del lenguaje no verbal ni oral, del gesto entre los miembros de la banda para comunicarse entre el caudaloso río de gente de la carrera décima—. Mi lectura se ve reforzada por el título, de raíz mitológica; pero también por la presencia de relatos intrínsecamente mitológicos y herméticos.

Ahí tenemos, por ejemplo, el relato «Habitante del tiempo», donde un Zeus furibundo castiga a Hermes, el emisario de los dioses, el guarda de la palabra, por una gran falta que estamos por descubrir. Céfiro, dios de los vientos, será el encargado de transportar a Hermes a través del tiempo «para cumplir la función de Caronte, llevando a Hermes muchos siglos adelante». De esta manera, entendemos que los siglos de historia del hombre dotado de palabra se convierten en el infierno, el «castigo histórico», que Hermes ha de atravesar como alma en pena que cruza un inframundo («los mares y la tierra no han sido más que triviales apéndices de ese imperio»). Un infierno que se va a contemplar desde «cielos atiborrados de historia» como responsable de lo que sucede. Alegóricamente asistimos, como en casi todo mito, a una tragedia, la del lenguaje en este caso, como fuego prometeico que, en lugar de liberarnos, en lugar de emplearlo como «la utopía de un lenguaje que se construía en el amor», en lugar de ser poesía, acaba siendo la herramienta de autodestrucción, arenga de la guerra, la excusa del verter sangre y causar muerte, la retórica de la espada y la devastación.

Céfiro y Hermes descienden y se encarnan en el siglo XXI, y mientras el amor despierta la poesía en el primero, el segundo se verá mortalmente herido por los hombres. En nuestro siglo ocurre que «moría el lenguaje, morían las palabras y se imponía una babel contemporánea que por necesidad, empezaba a precipitar a los pueblos al abismo. (…) el mundo había empezado a devastarse desde su mismo principio y que por esa sola razón no merecía el lenguaje para construirse, sino que había que agotarlo, había que robárselo a los hombres para dárselo a los dioses (…) Es imposible la poesía frente al horror de lo humano».

Mitológico, y de fuerte lirismo evocador de aquel Noche de Luna de Rilke —de quien también toma el conocido epígrafe—, es también el amor cósmico entre la Luna y el Sol, personificados y encarnados, en su danza galáctica hasta el eclipse lunar, que se nos narra en «Noches sin luna». Los dos cuerpos estelares separados por Afrodita, que aprovechan los breves momentos de que disponen para amarse, en las albas y los crepúsculos («Algo inusual parecía constituir la unión; el crepúsculo siempre fue preludio y como bella paradoja siempre el amanecer fue final»), así como en los eclipses solares («El dueño de los amaneceres se dio cuenta tarde cuando la sombra del astro blanco de la noche ya estaba para siempre sobre su piel»… pero no en los lunares, cuando la Tierra se interpone). Viene este relato a subrayar la importancia y el poder de la palabra poética, a equilibrar la muerte de Hermes en el anterior.

También entre las páginas aparece la propia mitología colombiana en «Viaje al comienzo». Es la historia del pueblo indígena Nukak-Makú y su cosmogonía, además de la realidad de su exterminio a manos de colonos, grupos armados, epidemias así como la desnutrición; la realidad de la muerte de su mundo deforestado por el mundo moderno mientras persisten en el proceso de traer nükak baka (gente verdadera), concepto fundamental de su comprensión de la sociedad y el cosmos.

Dos relatos más, en esta lectura de Caja de Pandora, albergan el tema literario en su núcleo. Además, ambos entroncan, y mucho, con los relatos de Nombrar la ausencia, hasta el punto de que pudieran haberse incluido en aquella primera publicación.

El primero de ellos es «Peligrosos soñadores», y ya el título dice mucho: ¿soñar es peligroso? Pues depende. Se trata del asalto a una librería, la librería Lerner, pergeñado y presentado como el asalto típico a un banco con un guiño muy claro a Bradbury y su Farenheit 451 —a la que, de hecho, hace referencia—, rescatando el espíritu soñador de varios libros que, aunque aquí no se quemen, ya perecen como si lo hubiesen sido. Lo perpetran tres personajes, Gonzalo, Fernando y Jota, y se convierte en la defensa de la literatura y su valor contra «una sociedad sin sensibilidad ni espíritu, incapaz de ilusión, voraz depredador disfrazado de gato»; además sirve como espacio metaliterario, o diría mejor alfombra roja, donde pasan de nuevo esos nombres que Mauricio Palomo no se cansará de recordar (Cortázar, Poe, Paul Auster, Whitman, Hawthorne, Lovecraft, Irving, Maupassant, Quiroga…). Pero también hay autores que serpentean por las letras en mitad de un ambiente que paulatinamente se va recargando de ecos románticos, simbolistas, parnasianos, modernistas…  esos ecos que ya mencioné en su momento hacen latir e irrigar la sangre de Mauricio Palomo a sus letras. ¿No vemos aparecer una vez más el lema Ars gratia artis, esta vez como lema de los tres asaltantes, y que fuera lema para aquellos primerizos de Baudelaire, Verlaine o Mallarmé antes de acogerse al poder del símbolo? ¿Acaso no reconocemos a Carlos Fuentes detrás de Aura, a Soto Aparicio detrás de esa Lorena Madrigal de Los últimos sueños o el título de la novela Mientras llueve, o Caicedo y sus Angelitos empantanados? ¿No están Bécquer y Cernuda detrás de las palabras: «Nosotros como ustedes remamos hacia ese mar donde nos diluirá la niebla y la ausencia, esa región de los claros transparentes, allá, donde habita el olvido»?

El otro lo tenemos en «La última visita», con toda el aura gótica, decadente, del que se llenó el reojo literario de Mauricio Palomo desde sus orígenes. El relato se levanta, tal como me parece, sobre la poco conocida relación entre Alejandra Pizarnik y el poeta colombiano Jorge Gaitán Durán. Como ocurriera con Rulfo, o como en el Opio en las nubes de Chaparro Madiedo, el Jorge del relato vaga borracho de ginebra por Bogotá invocando un amor cósmico, multidimensional, a su desaparecida Alejandra, alegoriza el paseo infernal de Dante por su amada, y es un regresado de la muerte —pues en realidad Gaitán murió diez años antes que Pizarnik, en un accidente aéreo—. El relato también se focaliza en el recuerdo del padre fallecido, tema que vimos en Nombrar la ausencia emerger desde la propia experiencia del autor; y, obviamente, el suicidio.

Un último relato queda que no he mencionado hasta ahora. Y lo hago porque para mí es la esperanza que queda dentro de la tinaja entre tanto demonio y maldad liberada. Ahora al final de este comentario creo que es momento de extraerla. Su título, «Reparador de vacíos». Historia que desgarra desde la soledad de un anciano y la humanidad de un reparador de electrodomésticos; la aceptación de una excusa cotidiana, semanal, la llamada rutinaria que pide el arreglo de un aparato tras otro cada lunes, por la que aquel anciano sacia su vida ya vacía con la compañía reparadora del segundo. La polisemia de la palabra hace buen juego en el relato: el que por oficio arregla lo roto, por un lado, y lo que restablece las fuerzas, la energía y da aliento en la vida, por otro; pero solo hasta que no haya forma de reparar, momento del fin, de la muerte, momento de la impotencia de ese reparador que no puede arreglarlo todo. En este relato la vida es palabra, es conversación, es comunicación: el anciano relata su vida y sus experiencias, su conclusión sobre lo importante de la vida, en cada visita semanal del que es «el único y último amigo» que le queda en el mundo; la muerte es «entrar al silencio», enmudecer, desaparecer el timbrazo del teléfono cada lunes de cada semana a las nueve de la mañana. Y en medio de ese silencio, el reparador «repasó en su cabeza todas las sonrisas, todas la palabras y todas las enseñanzas que le había dejado».

El «Reparador de vacíos» te hace reparar —sigo tirando de polisemia— en otros momentos esperanzadores de Caja de Pandora, bellos instantes que en la lectura has pasado por alto entre la brutalidad y espanto sobrecogedores. El bogotano que confiesa, tras la salvajada que presencia en Tanzania, mantener la remembranza del albino y «colorearla de luz», la remembranza de «un rostro agradecido, la de un ser humano desahogado, y la de una sonrisa diáfana asomada en unos labios»; los muchachos jugando al fútbol sin temer que les vaya a suceder algo con los habitantes de calle y que ayudan y salvan a la joven y demacrada Clarissa; el poeta que tras el vaivén emocional declara «He vuelto, heme nuevo» y abandona el cementerio; la defensa de la literatura y la fuerza de las utopías de los jóvenes tan atracadores de librerías como soñadores de otras posibilidades; los amigos que aún se reconocen en sus recuerdos y se unen como bogotanos desde hinchadas rivales, aunque estás estén dispuestas a romperse los huesos a pedradas; el amor eterno que encuentra Céfiro en Julieta, en el que revive la palabra que muere con Hermes; la pervivencia del amor incluso en los más breves encuentros cósmicos; los amigos que permanecen juntos hasta el amanecer en su bohemia aun con la vida atragantada bajo una lluvia de whisky; el renacer de la gente verdadera y el valor de la armonía universal; el disfrute de un momento efímero, aunque sea un concierto que ya nunca se volverá a repetir salvo en la memoria, residencia del déja-vù; la carcajada del destino que, aunque manco, espera tras la esquina para hacer recaer el golpe de vuelta; o que siempre exista ese breve momento dubitativo «en que podría ser posible un tercer intento, siendo otro el que avanzaba hacia el interior de esa pequeña noche, que mientras se lo tragaba, en la calle inauguraba una hora distinta». Y así, nuestro anciano jubilado, nuestro Ángel define lo importante de la vida:

…. cuando en esta Bogotá no llueve, salgo y me siento allí por horas a mirar, a dejar que pase el tiempo, a contemplar cómo la gente pasa afanada, desesperada por algo; llegar a un trabajo, a una cita, pagar un recibo en un banco, en fin, a lo que sea, sin llegar a saber en esos instantes que todo es vano, que la prisa que llevan es inútil frente a lo que realmente debería valorarse en el mundo.

¿Y qué es eso que según usted debe valorarse hoy en el mundo don Ángel? recordó Roberto haberle preguntado.

El otro, don Roberto, el otro; ese concepto guardado en el baúl del olvido. (….) ¿no ha notado usted que en cada una de esas cosas que le he acabado de mencionar, siempre, siempre está el otro?

El otro, los otros, todos esos otros que pueblan las calles y las vidas de más gentes. Y en esta relectura tenemos la cara y la cruz, la belleza y la infamia… y ahora entiendo la expresión que siempre le oigo repetir a Mauricio Palomo al hablar de la bella infame Bogotá, una vez más encontrando la belleza en lo atroz. Mauricio nos entrega las «radiografías de las esquinas de la ciudad, de los rincones, de esos intersticios que todos conocemos por los medios de comunicación pero que muchas veces no nos atrevemos a explorar», y nos ofrece esta caja para explorarlos desde la letra. Recordemos que las radiografías permiten ver la estructura interior que se encuentra bajo la piel; por tanto, Caja de Pandora es una radiación gamma que permite verle, blanco sobre negro —como las ilustraciones que hacen de portada a cada relato—, las articulaciones a ese organismo vivo que es Bogotá.

Héctor Martínez

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