EL PRÍNCIPE DEL PARNASO: EL APÓCRIFO CERVANTINO DE RUIZ ZAFÓN

«La comedia nos enseña que la vida no hay que tomarla en serio y la tragedia nos enseña lo que pasa cuando no hacemos caso de lo que la comedia nos enseña»

Carlos Ruiz ZAFÓN

Hace algo más de un año que Ruiz Zafón falleció. Pocos meses después de su marcha, Planeta sacaba un último título, en memoria del autor, quien, según el editor, quería darlo a publicación como regalo de gratitud a los lectores. No es una novela, sino un conjunto de once relatos, siete de los cuales ya andaban desperdigados por distintas publicaciones mientras cuatro son inéditos, y que lleva por título La ciudad de vapor. Todos ellos se incluyen en el universo literario del cementerio de libros olvidados, tal y como sucede con el relato del que quiero hablar en este post: El príncipe del Parnaso.

Se trata de un relato ya publicado con anterioridad. Es, si no me equivoco, el relato más extenso de La ciudad de vapor, de una treintena de páginas. Se define como un divertimento, o, como me ha convencido más, modesto romance apócrifo, donde ficción —el universo de Ruiz Zafón— y dato histórico —en este caso la biografía menos conocida de Cervantes— se conjugan para crear la historia. Con este relato, el escritor sumaba al propio Cervantes y su inmortal obra al cementerio particular salido de su pluma. El relato aúna el homenaje a Barcelona, a las letras universales y a su propio universo de ficción, pues sirve de origen del famoso cementerio con tan ilustre habitante como Cervantes. Y es por Cervantes que me detengo en este relato, y por el hecho de que ejerza de origen del universo zafoniano, pues con él se inicia la historia secreta del cementerio de los libros olvidados.

Hecho real de la biografía de Cervantes es su salida de España camino de Italia en 1569 a la vez que Felipe II firmaba la detención de un tal Miguel Cervantes por un duelo en el que hirió a otro hombre. Siempre ha existido duda de si se trataba de la misma persona o si solo era la coincidencia del nombre, una coincidencia que llevó a los biógrafos a establecer una relación directa entre la providencia del rey y la marcha de Cervantes. Demasiada casualidad es que aquel hombre herido en duelo, Antonio de Segura, fuese pretendiente de una hermana de Cervantes, y que en el Persiles el propio Cervantes confiese hechos similares. Zafón asume también que esto es cierto para el contexto de su historia, y también porque ¿quién no quiere tener a un duelista fugado de la Villa y perseguido por la Corte en su protagonista, que además es Cervantes?… la imagen es perfecta para dar rienda suelta al relato y la imaginación.

Que Cervantes pisó tierra catalana y suelo barcelonés, se sabe que es cierto, aunque no se sepa cuándo ni cuántas veces, lo que le da alas a Zafón para ubicarlo allí en tantas ocasiones como quiera, y así pasearnos una vez más por su querida Barcelona. De hecho, Zafón lo lleva tres veces a Barcelona: en 1569, en el viaje entre España e Italia, en 1610, siguiendo a Martín Riquer, quien sitúo a Miguel de Cervantes en la ciudad en aquel año para ser recibido por el conde de Lemos y ser aceptado en su séquito; y en 1616, muriendo y siendo enterrado en la ciudad condal.

Zafón nos pide a lo largo del relato «conceder crédito a la leyenda y aceptar la moneda de la fantasía y el ensueño». Y así teje la ucronía que es el relato de El príncipe del Parnaso, inscrito en tiempos en los que «la historia no tenía más artificio que la memoria de lo nunca acontecido», y que inicia con el cortejo fúnebre del ilustre Cervantes por las calles de Barcelona. Zafón se apoya en que «a día de hoy se desconoce con certeza dónde reposan realmente sus restos»… y, hombre, cuando uno ha pasado por Alcázar de San Juan donde dicen tener una partida bautismal e incluso te muestran la casa donde nació Cervantes, pues ya puedes aceptarlo todo —y esto del nacimiento Ruiz Zafón también lo subraya: «Miguel de Cervantes Saavedra, natural de ninguna parte y de todas»—. Porque una cosa es no saber dónde exactamente está la tumba (al margen de si alguien se quiere creer que hace poco hallaran los restos en el Convento de las Trinitarias Descalzas de Madrid) y otra pegar el salto de Madrid a Barcelona con la excusa. Zafón lo hace en la ficción, literariamente lo advierte, y lo hace por amor a la literatura y a su propia tierra. Nada de ello me parece mal. De hecho, el cementerio en el que Zafón lleva a descansar los restos de Cervantes es el cementerio de la familia Sempere, por deseo del impresor (facedor de libros, como es conocido en la época y en Barcelona) Antoni de Sempere. Obviamente, es un nombre que no puede pasar desapercibido para el lector de Ruiz Zafón, y en concreto, al lector de La sombra del viento. Dicho de otro modo, la Barcelona en que se entierra a Cervantes es la Barcelona del universo de ficción de Zafón.

También es real la rivalidad poética y dramática de Cervantes con Lope de Vega, elemento biográfico que Zafón va a aprovechar para introducir el componente mefistofélico. La rivalidad y también un amor, Francesca di Parma, que son quizás tópicos, pero efectivos a la hora de poner a un joven Cervantes frente al oscuro personaje de Andreas Corelli, y ofrecernos un pacto fáustico. Zafón nos presenta a Correlli también como impresor en el siglo XVI, pues ya conocimos a este personaje en El juego del ángel en la Barcelona de los años veinte. La casa editora de Corelli se llama Stampa della Luce, y eso hace que recordemos que el nombre de Mefistófeles significa el que no ama la luz o bien, si es Lucifer, el portador de luz. También nos trae a las mentes que es Corelli quien, en El juego del ángel, le pide a Marlasca escribir Lux Aeterna de forma también mefistofélica. Corelli, cumpliendo su papel de Mefistófeles le ofrece al particular fausto literario que es Cervantes la gloria sobre Lope, escribir la gran obra (El Quijote, que llega a tener una tercera parte en este relato) a cambio de lo que más ama (Francesca di Parma).

De esta manera la realidad biográfica se funde con la ficción zafoniana, pues empiezan a narrarse también los hechos no biográficos al pedir Cervantes que se imprima su primera obra, Un poeta en los infiernos, inspirada en Francesca, y que «narraba los trabajos de un joven artista florentino que de la mano del espectro de Dante se adentra en las simas del averno para rescatar el alma de su amada, hija de una familia de nobles crueles y corruptos que la habían vendido al príncipe de las tinieblas a cambio de fama, fortuna y gloria en el mundo finito y terrenal. La escena final tenía lugar en el interior del Duomo, donde el héroe debía arrancar de las garras de un ángel de luz y fuego el cuerpo exánime de su pretendida», según la sinopsis del mismo Ruiz Zafón.

Cervantes relata a Antoni de Sempere y al mozo Sancho Fermín de la Torre su periplo en su huida de Madrid hacia Italia, la historia de Francesca di Parma con quien llega a Barcelona desde Roma a lomos de su caballo y el pacto con Corelli. Toda esa historia, aparece ante nosotros como extracto de Las Crónicas Secretas de la Ciudad de los Malditos, de Ignatius B. Samson, publicado en 1924 (¿acaso los lectores de Ruiz Zafón necesitan mayor aclaración de quién es Ignatius B. Samson, cuál es esta obra suya y qué significa todo ello?). En los extractos descubrimos en una capa más profunda otra historia más, el enfrentamiento de Anselmo Giordano con Leonardo Da Vinci: el primero, que arde en deseos de superar al maestro Da Vinci porque le juzgó como un pintor sin talento ni ambición cincuenta años antes, hizo lo posible por casarse con Francesca di Parma, una muchacha bellísima que ya posaba para otros artistas. De este modo podría reservársela enteramente para él y su obra, creyendo que a través de ella y su belleza lograría crear una pintura que superara en todo a Da Vinci y le inmortalizara. Algo que, evidentemente, no logrará, pues donde no hay talento, nada puede sacarse, por bella que sea la modelo. Cervantes, que verá en una sola ocasión a Francesca, quedará prendado de ella de los pies a la cabeza; incluso caerá en la misma tentación que aconteció a Anselmo Giordano: creer que atrapando en su literatura aunque solo fuese una parte de la magia que Francesca desprendía, escribiría una obra inmortal y vencería Lope.

Con esta otra historia Zafón crea un escenario tópico: bella dama secuestrada en un castillo por un desalmado loco. Y en ese punto, el Cervantes duelista y perseguido por la corte se convierte en el caballero que intenta salvar a la dama. Acto seguido, no obstante, se convertirá en Fausto, y también en una especie de héroe romántico, que persiguen la belleza en la creación artística hasta descansar en el cementerio de libros olvidados: «una pequeña parcela cerca de la antigua puerta de Santa Madrona, junto a la calle de Trenta Claus (…) humilde camposanto en el que, en los peores tiempos de la Inquisición, la familia Sempere había salvado libros de la hoguera escondiéndolos en sarcófagos que habían enterrado en un amago de cementerio y santuario de libros»

Zafón teje el relato con puntadas que constituyen una sucesión metaliteraria de relatos-marco extendidos en el tiempo (entre 1569 y 1924) y que van abriendo en abanico un arco cada vez mayor de relaciones intertextuales. El mismo Zafón subraya en un momento dado del relato esta técnica sin despeinarse, pues asegura que Cervantes iba a «narrar la historia dentro de la historia, aquello que los asesinos y los locos llaman la verdad». También destacan los guiños con El Quijote mismo, tales como la existencia de hogueras de libros y quemas de páginas, la presencia de un personaje llamado Sancho, por cuyas interacciones a veces Cervantes parece don Quijote, o la escena de la playa de Barcelona que evoca la derrota del de la Triste Figura frente a Sansón Carrasco disfrazado de Caballero de la Blanca Luna… por cierto, que no se dan puntadas sin hilo, y aquí Zafón escribe: «la playa, donde algún día el bachiller Sansón Carrasco habría de derrotar al ingenioso hidalgo Alonso Quijano». Obviamente todo el relato es previo a la escritura, no ya de la primera, sino de la segunda parte de El Quijote, y por ello mismo, es de suponer que Cervantes estuvo en la playa en Barcelona como para proponerla como escenario del final de la novela. Por otro lado, es de señalar que Zafón dice que Sansón habría de derrotar al ingenioso hidalgo Alonso Quijano. Y este detalle, parecerá nimio, tonto, pero tiene para un servidor, hondo calado. No pocas veces he señalado que la primera parte de El Quijote se titula El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha mientras que la segunda parte se titula Segunda parte de El ingenioso caballero don Quijote de La Mancha. Y no deja de ser curioso observar que don Quijote no era hidalgo, sino que el hidalgo lo era Alonso Quijano. Y Zafón aquí no dice que se derrote al caballero, sino al hidalgo Alonso Quijano. Quizás sea una de tantas que saco los pies del tiesto pero, ¿acaso no parece que para Zafón Don Quijote no debía ser derrotado? ¿Acaso por eso podría existir una tercera parte que jamás leeremos?

Sin duda, es un excelente regalo póstumo de Ruiz Zafón, de aquel que dicen que es el segundo autor español más leído con La sombra del viento tras Cervantes, a sus lectores. Y, claro está, un excelente alegato procervantino perfectamente conjugado con su propia ficción.

Héctor Martínez

«AL MORIR DON QUIJOTE», DE ANDRÉS TRAPIELLO

En terminología cinéfila estaríamos hablando de un territorio intermedio entre la secuela y el spin off. Es una secuela, en tanto que sigue los acontecimientos posteriores al final del segundo libro de El Quijote: de hecho principia justo donde aquel lo deja, al morir don Quijote, y es lo que da título al libro. Pero también es una novela en que todos los secundarios (si excluimos a Sancho) toman el protagonismo a la sombra del de la Triste Figura. Trapiello nos trae un pedacito del universo de ficción cervantino, retomando aquello que quedaba en los aledaños de la historia quijotesca. De este modo se presenta este juego metaliterario de Trapiello. Un juego a distintos niveles y que funciona extraordinariamente bien.

En la novela Al morir don Quijote, conoceremos la vida de los vecinos y la sobrina de Alonso Quijano, el antes (incluso mucho antes de volverse loco) y el después de la muerte del caballero, en ese lugar de La Mancha innombrado y misterioso, y que así ha de permanecer. Trapiello nos coloca ante un universo apesadumbrado por la pérdida de tan gran personaje, sin el que parecen sentirse desnortado, pero un universo que poco a poco va levantado la cabeza y continuando con su vida, se repone del golpe recibido y encuentra su lugar pasado el luto. Diría que se trata de una reivindicación del resto de la obra cervantina, invisible bajo la adulación de la figura de don Quijote; reivindicación hecha a través de los personajes secundarios de, precisamente, El Quijote. Adquieren el protagonismo Sansón Carrasco y Antonia Quijana, flanqueados por Sancho Panza y el ama (bautizada por Trapiello como Quiteria), que son envueltos por el resto del elenco vecinal que desfila en la lectura, desde Pedro Pérez (el cura) Maese Nicolás (el barbero), pasando por el escribano, Teresa Sancha y sus hijos, Ginés de Pasamonte, los duques y el lacayo de estos, Tosilos, e incluso don Álvaro de Tarfe, personaje avellanesco que Cervantes arrebató a aquella segunda parte de serie B para usarlo de testigo del Quijote real, el suyo, en su propia segunda parte. Mientras, a otros Trapiello los bautiza, como a algún mozo que por allí pasta, llamado Cebadón, o al ama, que, como ya hemos mencionado, a partir de ahora será Quiteria; o los crea como obligada necesidad (¿podría el bachiller serlo sin padres que lo sustenten?).

El hecho metaliterario, que es lo que más peso tiene en la novela, es evidente desde el momento en que se retoma la historia allí donde la otra quedó. Pero también se advierte en que se recuerden los acontecimientos vividos y ya novelados: Sansón Carrasco como Caballero de los Espejos y Caballero de la Blanca Luna, derrotando a don Quijote finalmente en las playas de Barcelona, episodios que Sancho trae a la memoria, desde ser manteado, pasando por la Cueva de Montesinos, Clavileño, la liberación de Ginés, la carta que nunca entregó a Dulcinea mintiendo con ello a su señor, la ínsula que gobernó y las burlas de los duques… De hecho, no tarda Trapiello en recurrir al mismo efecto de Cervantes, y pone en manos de los personajes no solo la primera parte de El Quijote, en un ejemplar anotado y comentado en las márgenes por el mismo Caballero andante (quién pillara ese imaginario ejemplar), sino también la segunda parte, recién salida de los talleres de Juan de la Cuesta. Esta vez será Sancho quien, enseñado a leer por el Bachiller como uno de los último pasos de su quijotización, pueda acercarse a las aventuras y hazañas vividas junto a su amo y rememorar.

Además, Trapiello no se olvida de introducir el falso Quijote de Avellaneda y echar mano, como hiciera su predecesor, de aquel don Álvaro de Tarfe, como excusa para discutir la existencia de falsos Quijotes, no ya en letra escrita, sino también cabalgando por La Mancha. Incluso Trapiello lo lleva más lejos al jugar con la confusión de narradores y asignar a la nómina de obras de Cervantes, obras suyas como El fin de Sancho Panza y otras suertes (con la que se conecta esta novela, claro está, en una muy buena estratagema publicitaria). Cabe que nos preguntemos por la voz narrativa de esta Al morir don Quijote, tal y como los propios personajes lo hacen a lo largo de las páginas, preocupados por que haya alguien observándolos, tomando nota de cuanto hacen, piensan y dicen, alguien que vaya después a narrar todos estos acontecimientos y queden retratados cada uno a su modo, y que no es otra que la figura del narrador omnisicente. Al mismo tiempo, también está Sansón Carrasco dispuesto a escribir y proseguir aquella obra cervantina, homenajeando la memoria del caballero andante.

No son pocas las digresiones y reflexiones que aparecen respecto del valor de un libro y del valor de la lectura. Así, Sansón Carrasco renuncia a tomar los hábitos porque «Ya había probado el veneno de los caminos, la jalea de la fantasía, el vergel inagotable de los libros»; Sancho pide al Bachiller que le enseñe a leer a sabiendas de que «serán los libros como los venenos, que administrados de poco a poco curan, y de mucho, acaban con la vida, y que al que uno gusta, a otros disgusta, y que el que aprovecha a uno, a otro le merma»; Sansón advierte a Sancho: «quiero que sepas que no es ésa una puerta que se abre y se cierra a voluntad, sino que una vez abierta ya nadie podrá cerrarla, y después de ese libro, vendrán otros, y querrás leer uno y otro, y con ellos todos los que se han escrito, porque el leer es como la torre de Babel, que tiene fecha de inicio, pero cuanto más se eleva más confusión mete en las cabezas de las gentes y más nieblas la atacan, y allá en lo alto dicen los pocos sabios que han llegado a ella, que todo son truenos y relámpagos, pero también yo he oído decir que pasado ese estado reina en la cumbre inmensa paz y desde allí se contempla formidable infinito que ensancha el espíritu y lo sosiega, y que el hombre, como los dioses de la antigüedad, puede sentarse allí sin que le ataque La sed ni le pruebe el hambre ni el sueño, sino así, tranquilamente en su trono, ve pasar la vida, y que eso, sin pesar, es a donde más alto puede llegar un mortal en estas cuestiones»; maese Nicolás advierte a Sansón Carrasco: «Sancho tiene buenas hechuras, y en cuanto pase el tiempo se le olvidará. Aunque no estaría de más que vuesa merced, señor bachiller, fuese preparándole el terreno y advirtiéndole y enseñándole que una cosa es lo que se pone en los libros y otra muy diferente la realidad y la vida, y que en los libros se toman los historiadores licencias que no se corresponden punto por punto con las cosas que hemos vivido, y que eso las personas que tienen el hábito de leer lo saben y no les importa encontrárselas descomunadas y descomunales, porque ellos las vuelven con su buen juicio a las proporciones humanas»; o Sansón, aconsejando a Sancho: «unos se leen de la primera hoja hasta la última, y otros, como esos diccionarios, se consultan. Y algunos se compran y no se leen nunca, sino que se espían, y con eso basta, y a otros basta verlos de lejos para saber que no queremos acercarnos más de lo que ya lo hemos hecho, y a otros en cambio nos acercamos y nos hablan de modo que no entendemos. De los no leídos, o no leídos con gusto, lo mejor es llevarlos a los alfarrabistas, zarracatines y aljabibes o darles aceite y usarlos para tapar ventanas. Porque si los libros no han de leerse, ¿para qué querría uno tenerlos al lado? ¿Mantendrías tú en tu casa y alimentarías seis perros si no tuvieras ganado que guardar? Los libros son poco más o menos que un perro. Un libro, si es bueno, te defiende, mantiene lejos al indiscreto y al intruso; y, sobre todo, un libro te da la mejor compañía en los momentos de soledad, melancolía y tedio por los que todos atravesamos, y a diferencia de los amigos un libro, como un perro, se quedará a tu lado todo el tiempo que tú lo precises. Por eso, si un libro no te hace falta y ya no vas a disfrutar de él, lo mejor es darlo a otro o dejar que se vaya, porque lo que se dice del agua, puede decirse también de los libros, a saber, libro que no has de leer, déjalo correr».

La novela rompe la dualidad ficción-realidad, continuamente, ya a través de los libros de El Quijote, ya usando también para ello el plano de realismo crítico que Cervantes creó al ubicar los hechos en espacios auténticos. Así los personajes de Sancho y el Bachiller pueden acudir a Madrid en busca de Cervantes mismo para donarle dineros, a sabiendas de que no le iba bien al autor que los había ensalzado a través de don Quijote. Los personajes conversan con las Cervantas, la hija de Cervantes Isabel, su sobrina Constanza, y su mujer, Catalina de Salazar; también con el impresor del Quijote, Juan de la Cuesta.

Hay, en efecto, algo de unamunismo en todo ello: en el intento de que los personajes acudan a hablar con su autor, ya para pedirle cuentas, ya para agradecer su trabajo, y que el autor se vuelva personaje de la propia obra enfrentado a su personaje. ¿Están en la novela o están en el mundo fuera de la novela? Cierto es que la otra gran obra cervantina con la que se alinea esta de Trapiello es aquella Vida de don Quijote y Sancho, de Unamuno, obra exegética de El Quijote, que también rompe la frontera entre realidad y ficción al establecer las comparaciones entre don Quijote y San Ignacio de Loyola, y tratar a aquel prácticamente como una persona real, histórica, más que como mero personaje de un universo literario. Recordemos, empero, que Unamuno no expresaba un especial cariño por Bachilleres, ni por curas ni barberos, mientras que Trapiello hace de Sansón Carrasco el protagonista de su novela y un decantado quijotista.

Respecto del lenguaje, existe en el texto un esfuerzo, no de copiar, sino de asimilarse al estilo cervantino. Y lo logra Trapiello, no cabe duda. La expresión de la voz narrativa, las descripciones y la voz de los personajes no desentona respecto de la que Cervantes usó e ideó para cada uno de sus hijos literarios. Quepa saber que Trapiello conoce ese léxico lo suficiente como para crear una versión de don Quijote en castellano actual íntegra y fielmente por Andrés Trapiello. Igual que se hace un camino en un sentido, puede hacerse en el contrario, como en el caso de la novela que nos traemos entre manos.

Al morir don Quijote es una novela de final abierto, pues como ya he mencionado, prosigue en aquella otra El final de Sancho Panza y otras suertes que oportunamente se nombra y ensombrece el ánimo del escudero bajo el sino de la palabra final. Sobre el valor de las palabras discurre también Trapiello al percatarse de que solo lo nombrado merece atención e importancia, y se prefiere ocultar lo no nombrado o se hace como castigo de quedar anónimo y olvidado en la posteridad. Por ejemplo, la misma aldea de don Quijote, carece de nombre, por tener la fiesta en paz y evitar el circo de gente acudiendo allí; como también carecen de nombre los duques, castigo a su ignominioso comportamiento que ha de conllevar el castigo al olvido; sin embargo, Tosilos, el lacayo de los duques, que intenta jugársela a los propios duques aprovechando la burla de aquellos sobre don Quijote, sí recibe nombre. Y así discurre el Sancho de Trapiello sobre ese anonimato de los duques: «no les arriendo la ganancia cuando dentro de unas semanas lean ellos el libro, y se encuentren con que los historiadores ni siquiera se atrevieron a mencionar su nombre, por no manchar la crónica de un hombre tan valeroso y bueno como fue don Quijote».

Hay algún espíritu de cortar los flecos sueltos, de hacerle justicia al caballero don Quijote contra las afrentas de nobles como aquellos, de cerciorarse de que no se vayan de rositas ese par de pijos (es la palabra que mejor encaja en la descripción que hace Trapiello de ellos y sus acciones) inhumanos que encuentran su diversión en los ideales y sueños de hidalgos y labradores. No me cabe duda que Trapiello vio en los duques un tema pendiente y quiso devolverles la moneda con que ellos mismos pagaron. Una burla que teje Trapiello inspirado, no me cabe duda, en Tomás Borrás y su Anti-Quijote, donde ya aparece un espectro de don Quijote para azotar la conciencia del barbero. Y también veo en Trapiello una intención de reivindicar al hidalgo Alonso Quijano, al que se menciona y se describe en vida, antes de secársele el seso, casi tantas veces como al propio don Quijote: «¿Y qué iba a hacer un hidalgo en ese pueblo sino leer novelas? Y, claro, al leerlas, quiso ser caballero. ¿Qué, si no, hubiese podido ser? ¿A quién, en su misma circunstancia, no le hubiese pasado lo mismo?».

De lectura rápida y agradable, Al morir don Quijote constituye un buen homenaje al universo cervantino y al autor mismo, a los inmortales personajes que nos legó el hijo de Alcalá de Henares.

Héctor Martínez

VELEIDADES CERVANTINAS DE BENJAMIN VALDIVIA

De los libros que leo, los distribuyo en menores y mayores (que no en peores y mejores, porque no me gusta eso de que alguien haya dedicado tiempo a escribir para que alguien como yo venga a decirle que es malo haciéndolo, prefiero animarlo a mejorar). Pero, de vez en cuando, hay libros que ni son menores, ni son mayores, sino que son, en mi particular taxonomía y no por tamaño, grandes. Este es el caso que nos ocupa con Veleidades de Numa Fernández al caer la tarde de Benjamín Valdivia, Primer Premio Nacional de Novela Jorge Ibargüengoitia 1998.

Grande, sí, y como digo, no por tamaño. Tenemos los seres humanos una maldita manía que es, además de juzgar los libros por sus portadas, juzgarlos por su longitud en páginas. Esto ya nos ocurre de estudiantes, y créanme que es complicado eliminar la unidad de medida de la página de la mente de un escolar. Solemos pensar que del número de páginas podemos deducir el tiempo real que nos llevará la lectura, lo cual es absolutamente errado. Para una máquina, puede ser… pero no es así para nosotros. El libro tiene un tempo interno, un ritmo propio, un reloj que se nos impone y nos sustrae del tiempo de nuestros propios relojes.

El libro de Benjamín Valdivia es buen ejemplo de ello. Es agradablemente denso, y lo digo en el sentido, por ejemplo, de que todos preferimos al dar con un cofre pequeño tenerlo atiborrado de oro, que nos lleve mucho tiempo contar las monedas. Y en esa densidad juega un papel fundamental la sentencia de uno de los nuestros que me consta (porque así lo refleja en la novela al mencionar el poema Las Moscas) que Benjamín conoce bien: Antonio Machado. Esta novela es modelo del decir del poeta sevillano (en realidad de sus apócrifos Abel Martín y Juan de Mairena): «hay hombres que van de la poética a la filosofía; otros van de la filosofía a la poética. Lo inevitable es ir de lo uno a lo otro». A lo que añadía: «los grandes poetas son  metafísicos fracasados (no todos). Los filósofos son poetas que creen en la realidad de sus poemas». Si cito estas palabras es porque Benjamín Valdivia es de la misma opinión: «creo que la separación de filosofía y poesía es un artificio fabricado por los filósofos que no alcanzan a tocar la lava de las palabras».

Efectivamente, Veleidades es, en este sentido, un libro que va de lo uno a lo otro con enorme naturalidad. Nos encontramos ante descripciones de un sentido lírico desbordante, una retórica que apenas deja una figura sin tocar (especialmente los juegos de palabras, donde entra el uso del anglicismo y la creación de neologismos, por citar: sufricientos, concreto/concreta), un lenguaje culto, largos períodos sintácticos en los que Valdivia demuestra su dominio del lenguaje, a lo que se suma la ruptura de la linealidad temporal.

Así, damos con páginas que exigen más deleite que lectura, más pausa que avance, mientras otras, ya en párrafos, ya en capítulos enteros, solicitan la atención del entendimiento. Que Benjamín Valdivia es filósofo (de profesión) y poeta queda en evidencia en esta novela donde los géneros lírico y ensayístico se entremezclan al más puro estilo barojiano, o, si me apuran azoriniano. Cabe también la añadidura de la dramaturgia en los diálogos y la mezcla de modalidades textuales, entre las que se incluye el estilo formulario de lo jurídico-administrativo.

Los excursos ensayísticos recuerdan esa forma de Unamuno de enlazar ideas y trasuntos, de hablar y conversar desde la letra, en lo que sería el reflejo de un pensamiento vivo y dinámico enfrentado a la filosofía académica, meramente expositiva. Aquí les hago la recomendación de acudir en cuanto tengan el libro al capítulo “Acotaciones sobre el sentido del atardecer”, una de las mejores reflexiones sobre lo crepuscular que hasta la fecha he encontrado (elimino por supuesto a Nietzsche y al modernismo finisecular).

Benjamín Valdivia / Fuente: Revista Líder Empresarial

Literariamente hablando, el libro es grande en tanto que se trata, no de una interpretación, no de una lectura, sino de una reinvención moderna del Quijote. Empieza, de hecho, como desearía comenzar todo escritor: En un lugar de la Mancha… Ahora bien, hay que hacer la diferencia entre lo quijotesco y lo cervantino. Pues una cosa es tomar como modelo al caballero andante y otra tomar al Manco inmortal. En este caso, y es mi juicio, Benjamín Valdivia ha reinventado el aspecto cervantino: la multiplicidad de voces narrativas, la inserción de relatos al margen del argumento central, el hacer de sí mismo sujeto apócrifo entre apócrifos (Machado) o heterónimo entre heterónimos (Pessoa) o confundir los planos de ficción y realidad. De aquí la reinvención del propio Quijote va de suyo.

Necesita ser cervantino para nutrir de alimento moderno y contemporáneo la razón de la sinrazón de este nuevo quijote llamado Numa Fernández. Si aquel discurría muy cuerdamente de las armas y las letras o liberaba galeotes porque el hombre fue hecho libre y no para llevar cadenas, mejor de lo que embestía a los gigantes convertidos por Frestón en molinos o a los ejércitos transformados en rebaños, este nuevo caballero (no andante, aunque ande, sino caballero estante), va pertrechado de las herramientas del raciocinio humanístico y científico como adarga, espada y armadura. Si aquel cabalga por las tierras de Montiel, este es un caballero más urbanita resolviendo con su justicia natural y socrática lo que, siendo de lo más cotidiano, se ofrece como aventura en la que se desfacen entuertos y se ayuda al prójimo.

En el personaje cervantino, como sabe ver bien Valdivia, no eran las armas lo más demoledor suyo, sino la cultura y el discurrir de los que le dotaba Cervantes. Esa razón de la sinrazón llamada locura cuando es opuesta a las razones del mundo y la sociedad, y cordura cuando simplemente se escucha su fluir. Se trata de una sociedad que también lo vapulea, lo agrede y lo amenaza. Y no evita aquí Valdivia la sátira de nuestra sociedad de masas, consumo, globalizada y consumista, como tampoco lo hizo Cervantes con la suya. No son pocos los pasajes dedicados a esta labor, y son la razón de que remita al lector al capítulo sobre el Atardecer. Aquí solo dejo el botón de muestra: «supo que estamos en una sociedad mundializada y que en todas partes existen las mismas empresas, los mismos productos, las mismas telecomunicaciones y los mismos rostros vejados, vapuleados, casi muertos y sepultados. ¿Qué pasó con el afán de aventuras?».

Por esa importancia del discurrir se introduce un factor lógico, silogístico, dialéctico, que gobierna la construcción y el fondo del texto desde el comienzo. No es solo jugar con la semántica de las palabras, sino introducir los juegos del lenguaje de un Wittgenstein (el llamado segundo Wittgenstein) contra las formas del ingenuo isomorfismo del atomismo lógico que Wittgenstein (el llamado primer Wittgenstein) defendió, para el que cada proposición o enunciado atómico tiene el criterio de verdad en el hecho que referencia, heredado de las teorías de Frege y desarrollado, sobre todo, por Bertrand Russell.

Ciertamente suena más complicado de como en la novela se plantea, que de hecho lo hace con grandes dosis de humor. Sin embargo, y es mi apreciación, Veleidades trasciende el plano literario y elabora sutilmente una crítica a la absolutista concepción de la verdad aprehensible desde la lógica racional y, más aún, de la posibilidad de comunicarla. ¿Qué es la verdad? Es una pregunta que verán ustedes reproducirse por doquier hasta el final de la novela, hasta encontrarse con el agudo y subrepticio mandato del silencio de Wittgenstein con cierto apunte kantiano: «Se tiene que osar: el querer sobre lo que se sabe debe conducir al empleo concreto del esfuerzo y de la fuerza para que la belleza se construya con sabiduría. Y después de todo, hay que callar». O también hasta dar con divertidas escenas en las que el acto comunicativo se vuelve algo esperpéntico, entre una mujer parlanchina y una mujer sordomuda, cada una en su registro, una oral y otra gesticular, y teniendo en cuenta que en dicha situación se trastocan los canales comunicativos: el gesto para la parlante es apoyo de la oralidad, mientras que para la muda es lo fundamental; el sonido para la muda, es acompañamiento, mientras que para la parlante es crucial.

Pero, como he dicho, o como ha escrito Benjamín Valdivia bajo recomendación de Wittgenstein (el primer) “hay que callar”, así que me callo, no sin antes agradecer al autor el haber dado a luz mayéuticamente una obra como esta de la que les hablo y recomendarles a ustedes encarecidamente estas Veleidades, banalidades y desvaríos, crepusculares del Caballero Estante (y Socrático) Numa Fernández.

Héctor Martínez

IGNATIUS J. REILLY VERSUS DON QUIJOTE

Ignatius-quijote

Ignatius J. Reilly (Nick Offerman) y Don Quijote (Fernando Rey)

¿Quién es Ignatius J. Reilly? Un personaje de la ficción literaria, de momento (aunque algunos podríamos ser pequeñas variaciones), patán, histriónico, obeso, zampabollos, narcisista y vanidoso, azote del espíritu ilustrado y fan de Boecio y La consolación de la filosofía, a quien se le cierra la válvula pilórica en cuanto los acontecimientos no siguen la estricta teología y la pura geometría medieval, lo que suele ser muy a menudo. En verdad, la tal válvula se le cierra cuando algo no es como él quiere, cuando algo simplemente le molesta o le estorba, y es una excusa para que lo dejen a su aire y en paz. Es el protagonista fundamental de La conjura de los necios.

He leído varias veces que La conjura de los necios es una novela más comprensible para un espíritu mediterráneo, concretamente el español, el espíritu de las tierras quijotescas. Tanto Walker Percy como Cory McLauchlin, entre otros, con matices, sostienen una idea parecida.

Walker Percy, como novelista que recibió el primero la obra de manos de la propia Thelma Toole, madre de John Kennedy Toole, describe al personaje protagonista en el prólogo de la novela del siguiente modo:

Un tipo raro, una especie de Oliver Hardy delirante, Don Quijote adiposo y Tomás de Aquino perverso, fundidos en uno

Por su parte, Cory McLauchlin, biógrafo de John Kennedy Toole, señalaba en una reciente entrevista por las celebraciones del Ignatius Day en La Casa del Lector:

Yo también veo parecido entre Ignatius Reilly y Don Quijote

Es cierto que La conjura de los necios se trata de una obra sarcástica, paródica y crítica con una época, unos estereotipos, una actitud y una cosmovisión, pero no arranca de la burla a un género literario explotado hasta el absurdo, como lo fue el de las caballerías (análogamente se convirtió en lo que para nosotros son programas de telebasura). Quizás sea lo primero lo que más aproxima a ambas novelas, pero no así su fondo literario ni sus personajes. No puedo estar de acuerdo en que Ignatius Reilly y don Quijote tengan una mínima similitud. Ignatius J. Reilly no es un don Quijote moderno. Tan siquiera una versión. Ni tiene por qué serlo para ser un alto personaje dentro de la galería literaria: de hecho lo es con categoría propia e incomparable con otros.

Observemos que Ignatius no tiene ninguna fe verdadera, mientras que don Quijote sí profesa unos valores y una filosofía humanista (erasmista) sólida en su fondo. Don Quijote no solamente es un loco disfrazado y ridículo, sino que se sostiene sobre unos valores que se toman por locura y chanza en una sociedad enviciada contra la que choca permanentemente. Ignatius es, sin embargo, un personaje cínico e hipócrita, ególatra, capaz de escribir contra los males del mundo desde una perspectiva boeciana completamente distorsionada y, no obstante, encarnarlos él mismo. Boecio es el velo tras el que se oculta, nada más, el telón bajo el que excusa conscientemente su actitud haragana. Su seso no ha sido absorbido por la lectura como el seso de Alonso Quijano. De hecho, algo que es capital comprender, mientras que don Quijote abandona el mundo medieval y sus valores vestido de caballero andante y montado en Rocinante, Ignatius Reilly se enmascara vestido de pirata junto a su puesto de salchichas bajo una defensa de valores medievales: monarquía, teología, estoicismo, destino y fortuna.

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Ignatius J. Reilly (Nick Offerman) y Don Quijote (Fernando Rey)

Ambos son estrafalarios, pero también de muy distinta forma: don Quijote es estrafalario porque se viste/disfraza de forma desfasada a su tiempo; Ignatius J. Reilly es estrafalario directamente cuando nos lo presentan, y posteriormente cuando asume el disfraz de pirata, pero gradualmente se vuelve aceptable según se dibuja el panorama de la época en Nueva Orleans. De hecho, resulta llamativo que más que sus galas sea siempre su tamaño, comportamiento y formas lo que más destacan los demás personajes que en cuanto a vestimentas y extravagancias tampoco tienen mucho que envidiar. Al respecto de la extravagancia, es más bien Nueva Oleans misma el foco de atención, pues el propio narrador llega a afirmar:

Eso era lo maravilloso de Nueva Orleans. Puedes disfrazarte y organizar un baile de carnaval cualquier día del año. Hay veces que el Barrio Francés es como un gran baile de disfraces. A veces, no puede uno distinguir a los amigos de los enemigos.

Así, el patrullero Mancuso es obligado a disfrazarse para ir de incógnito pues la

comisaría central de policía tenía un guardarropa con disfraces que permitiría a Mancuso ser un personaje distinto cada día.

Las galas de la madre, cuando no se pasa el día con una bata y el calzado de jugar a los bolos, por ejemplo, son:

Llevaba el abrigo corto de entretiempo color rosa y el sombrerito rojo que se colocaba inclinado sobre un ojo, de modo que parecía una starlet superviviente de la época de los Golddiggers. Ignatius apreció desesperado que su madre había añadido un toque de color colocándose en una solapa del abrigo una flor de Pascua. Sus zapatos marrones de cuña rechinaban con un desafiante tono de rebajas, mientras caminaba roja y rosa.

La señora Trixie puede ir perfectamente al trabajo sin darse cuenta con

camisón andrajoso y su bata de franela

Nada decimos de las fiestas homoeróticas, donde precisamente invitan a Ignatius por sus pintas de pirata, como algo divertido. Y así un sinfín de pintorescos ropajes definen a cada personaje y a Nueva Orleans entera en una exageración caricaturesca, no muy lejana de la realidad en esos tiempos. Tal y como McLanchlin afirma en la biografía Una mariposa en la máquina de escribir:

Se ha saludado La conjura de los necios como la novela que plasma la quintaesencia de Nueva Orleans. Como dan fe muchos habitantes de esa ciudad, ningún otro escritor ha captado el espíritu de Nueva Orleans con más precisión que Toole, y hasta hoy la ciudad sigue honrando a su autor.

Ignatius J. Reilly se mimetiza perfectamente con su gorra verde o con su disfraz de pirata en el ambiente de Nueva Orleans, porque todo es un gran carnaval. El Quijote, en cambio, es el único que se disfraza y llama la atención por ello de cuantos se cruzan por el camino. Nunca se mimetiza con el ambiente ni con los lugareños.

Tampoco hay proximidad de los personajes en sus biografías y psicologías. El trasfondo de Ignatius es muy dramático: huérfano, con madre alcohólica y blanco de la mofa de los niños, vive encerrado en su casa a pesar de tener estudios, castrado sexualmente en un ciclo continuo de onanismo. Sus recuerdos de niñez se entremezclan con la sombría situación en que se encuentra; y sobre todo recuerda a Rex, un perro que resulta ser el miembro familiar de mayor apego. Por todo ello se convierte en un antisocial, un autista, ansioso y fóbico social, al que sin mucha dificultad podría diagnosticársele el Síndrome de Asperger y un trastorno de personalidad por evitación. Esto es muy diferente de la megalomanía y bipolaridad del hidalgo hacendado Alonso Quijano.

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A colación de su diferente psicopatología, observamos que Ignatius está atrapado y es incapaz de salir de su casa y de Nueva Orleans, mientras que con don Quijote lo difícil es retenerlo en su casa. Tal y como el mismo Ignatius detalla como una de sus grandes aventuras, la única salida de allí a Baton Rouge fue una experiencia dolorosa que lo ha traumatizado de por vida:

En realidad, hasta ir en coche me afecta, sí. (…) ¿Te acuerdas cuando fui en un monstruo de ésos a Baton Rouge? (…) Vomité varias veces.El solo hecho de salir de Nueva Orleans, me altera considerablemente. Tras los límites de la ciudad empieza el corazón de las tinieblas, la auténtica selva.

*Este párrafo habrá que recordarlo en la parte final de la novela: la precipitada salida definitiva de Nueva Orleans en un automóvil conducido por Myrna.

Por último, lo más evidente es el físico y porte. Alonso Quijano es un hombre adulto que:

Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años. Era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro gran madrugador y amigo de la caza.

O como lo describe Sansón Carrasco:

hombre alto de cuerpo, seco de rostro, estirado y avellanado de miembros, entrecano, la nariz aguileña y algo corva, de bigotes grandes, negros y caídos

Mientras que las primeras líneas de La conjunra de los necios, nos pintan a Ignatius del siguiente característico modo:

Una gorra de cazador verde apretaba la cima de una cabeza que era como un globo carnoso. Las orejeras verdes, llenas de unas grandes orejas y pelo sin cortar y de las finas cerdas que brotaban de las mismas orejas, sobresalían a ambos lados como señales de giro que indicasen dos direcciones a la vez. Los labios, gordos y bembones, brotaban protuberantes bajo el tupido bigote negro y se hundían en sus comisuras, en plieguecitos llenos de reproche y de restos de patatas fritas. En la sombra, bajo la visera verde de la gorra, los altaneros ojos azules y amarillos de Ignatius J. Reilly miraban a las demás personas (…) Ignatius vestía, por su parte, de un modo cómodo y razonable. La gorra de cazador le protegía contra los enfriamientos de cabeza. Los voluminosos pantalones de tweed eran muy duraderos y permitían una locomoción inusitadamente libre. Sus pliegues y rincones contenían pequeñas bolsas de aire rancio y cálido que a él le complacían muchísimo. La sencilla camisa de franela hacía innecesaria la chaqueta, mientras que la bufanda protegía la piel que quedaba expuesta al aire entre las orejeras y el cuello. Era un atuendo aceptable, según todas las normas teológicas y geométricas, aunque resultase algo abstruso, y sugería una rica vida interior.

Acaso los grandes bigotes negros (que por cierto, nunca se ha representado así a don Quijote) comparten, nada más. Lo que sí es perceptible es la misma intencionalidad de los autores, Cervantes y Toole, de crear una descipción física poco agradable, carticaturesca, de su antihéroe desde el principio, como inicio de la parodia que nos van a presenter; una descripción que enfrente el físico usual en la sociedad.

Decir que Ignatius es un don Quijote gordo, resulta excesivamente trivial en la visión de ambos personajes. Ignatius es un antihéroe moderno, y en su papel podría ser comparado con muchísimos antihéroes modernos. Pero sólo por pertenecer a esa misma categoría. No obstante, el logro en la construcción de un personaje como Ignatius está en que tiene su propia personalidad, inconfundible, como el Quijote tiene la suya.

Héctor Martínez

JUAN MARSÉ, PREMIO CERVANTES

M. Van der Meersch

J. Marsé

A Marsé, en las clases de literatura, se le menta a partir de las novelas de los 60, época a la que yo llamo por mnemotécnica «época de los juanes» -Benet, Goytisolo, García Hortelano y Marsé-. Sobre todo se menciona su Últimas tardes con Teresa, historia del Pijoaparte por el San Gervasio barcelonés. Al recibir el premio Cervantes, no olvidó Marsé en su discurso a Barcelona, Cataluña y algunos hechos que últimamente bordean la estupidez, cuando no consideramos que la han sobrepasado ampliamente:

Como saben ustedes, soy un catalán que escribe en lengua castellana. Yo nunca vi en ello nada anormal. Y aunque creo que la inmensa mayoría comparte mi opinión, hay sin embargo quién piensa que se trata de una anomalía, un desacuerdo entre lo que soy y represento, y lo que debería haber sido y haber quizá representado. Dicho sea de paso, desacuerdos entre lo que soy y lo que podría haber sido en esta vida, como escritor y como simple individuo, tengo para dar y tomar, o, como decimos en Cataluña, per donar i per vendre.

Marsé, o al menos así quiero pensar estas palabras suyas, no alude tanto al usar una, otra, o las dos lenguas, castellana y catalana, sino a esa idiotez que, desde no hace demasiado, parece confundir identidad y lengua. Nos dice, o entiendo yo, «en catalán o castellano, sigo siendo el mismo», aunque otros esperasen un Marsé distinto si, en lugar de castellano, escribiera en catalán. Sabemos que alguno habría hecho patria con él, alguno que desearía ese «lo que debería haber sido y haber quizá representado», creyendo encontrar una contradicción metafísica en el ser catalán y escribir en castellano, o una rara excepción a su extraño sentido común. La respuesta del autor a ese alguno no podía ser ni más evidente ni menos usada por otros:

En todo caso, con el nombre que tengo, con éste o con cualquier otro, nunca he querido representar a nadie más que a mí mismo.

Joan o Juan, es el que es -no en un sentido bíblico-, mientras otros sólo son Josep Lluís, a secas, sin traducción so pena de que nos parta un rayo. Y esto, que tiende a sonar huero y tópico en cualquier autor, tratándose de Marsé es algo significativo, tristemente significativo en sus razones: que el castellano-catalán o el catalán-castellano haya de justificarse por una falsa paradoja de identidad, más aún en literatura, reino de la palabra y la lengua.

El origen del Marsé escritor tiene lo que hoy parecen sorprendentes fuentes, aunque en su momento fueran sólo las posibles: un taller de joyería, tebeos, el cine, novelas de aventura (Verne o Salgari) y no tanto (Baroja, Balzac o Hemingway), mayormente, al principio, obrillas de kiosko. También parecen sorprendetes porque muchos olvidan sus primeras lecturas. Yo en eso, también soy un iniciado del comic y la viñeta -Jan, Ibáñez, Hergé, Uderzo y Goscinny, Quino, Forges…-.  Marsé tuvo que leer todo en castellano -cosas de los años y locuras del hombre-; un todo que imita el que a escribir empieza, incluido el idioma. Y, por supuesto, no podía faltar a la cita Don Quijote, como lectura en el parque Güell.

En lo estrictamente literario, Marsé defendió la importancia del realismo literario:

(…) el realismo, además de una sensata manera de ver las cosas, es una corriente literaria muy nuestra, y que aún goza de un sólido prestigio, pese a los embates de la caprichosa modistería.

Pero también de la ficción fabuladora, la que dio origen al Quijote y al Sancho de Cervantes:

(…) yo soy ante todo un lector de ficciones, un amante incondicional de la fabulación. Tan adicto soy a la ficción, que a veces pienso que solamente la parte inventada, la dimensión de lo irreal o imaginado en nuestra obra, será capaz de mantener su estructura, de preservar alguna belleza a través del tiempo.

Y, como último elemento citado, la armoniosa relación entre novela y cinematografía que ha permitido traspasar la frontera de la imagen a la letra, y el límite de la palabra a la imagen -¡y la bronca que ha levantado Marsé al decir una gran verdad sobre nuestro cine actual!-:

(…) el cine estableció con la novelística una alianza para intercambiar formas y contenidos, palabras sabias, mitos, una sensibilidad y una estética del gesto, y hasta unos hábitos de comportamiento. La novela asumió la impronta decididamente visual de la narrativa cinematográfica, el potencial simbólico de las imágenes y su cadencia, y el deseo de hacerle ver al lector lo que lee, que yo comparto, propició en la ficción literaria nuevas formas y tendencias.

Con ello, Marsé fue trazando en su discurso un contraste literario y autobiográfico, entre la realidad vivida, la ficción trasladada, las palabras peligrosas y las oficiales… la memoria -como parte de la realidad- y la imaginación -como parte de la fabulación-, ambas, como facultades fundamentales en un autor:

(…) imaginación y memoria, para el escritor, son dos palabras que van siempre entrelazadas, y a menudo resulta difícil separarlas. Ciertamente un escritor no es nada sin imaginación, pero tampoco sin memoria, sea ésta personal o colectiva, esté proyectada en la novela histórica de fecha más remota, o en la literatura de ficción científica más futurista y fantástica. No hay literatura sin memoria.

En cambio, la «metaliteratura» no agrada a quien se considera un narrador y no un intelectual -recordemos también su salida del jurado en el Premio Planeta 2005 contra los autores que «gustan más de la vida literaria que de la literatura»-:

Los planteamientos peliagudos, la teoría asomando su hocico impertinente en medio de la fabulación, el relato mirándose el ombligo, la llamada metaliteratura, en fin, son vías abiertas a un tipo de especulación que me deja frío y me inhibe; bastante trabajo me da mantener en pie a los personajes, hacerlos creíbles, cercanos y veraces.

Sin embargo, sorprende esta declaración siendo, como es, el Quijote, entre otras muchas cosas, una «metanovela», en tanto catálogo de estilos, novela de novelas, y comentada narración entre diferentes autores o incluso a través de los propios personajes en cuanto a la misma novela en la que participan. E igual de sorprendente me ha resultado que, tras el acento puesto en Barcelona y el Quijote -mención hecha al comienzo nada más-, Marsé no reparase en los elogios del Caballero de la Triste Figura a la ciudad en la que, precisamente, fue derrotado y se puso fin a su viaje sobre Rocinante -quizás no quepa mayor elogio que ser la ciudad destino del Caballero- (II, cap. 72):

(…) me pasé de claro a Barcelona, archivo de la cortesía, albergue de los estranjeros, hospital de los pobres, patria de los valientes, venganza de los ofendidos y correspondencia grata de firmes amistades, y en sitio y en belleza, única; y aunque los sucesos que en ella me han sucedido no son de mucho gusto, sino de mucha pesadumbre, los llevo sin ella, solo por haberla visto.

Y elogios parecidos a Barcelona hay en las Novelas ejemplares y en el Persiles. Tanto Cervantes como sus insignes personajes manchegos hubieran servido como punto de encuentro, justo en el día del libro y San Jorge -o Sant Jordi-, recordado por un escritor catalán que escribe en castellano. Marsé probablemente no se detuvo en ello porque no cree que debiera necesitarse ese punto de encuentro; yo, lo añado, por lo que pueda ayudar frente a la ceguera.

Héctor Martínez