«LECTURA DE TAGORE: OCHO LECCIONES FILOSÓFICAS» DE HECTOR MARTINEZ SANZ

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Portada «Lectura de Tagore»

El  autor español Héctor Martínez Sanz ha publicado en este mes de agosto el ensayo Lectura de Tagore. Se trata de una obra filosófica desarrollada en ocho breves lecciones, e inspirada en el libro Recuerdos del poeta bengalí y Premio Nobel Rabindranath Tagore.

Cuenta el autor cómo encontró el libro de memorias de Tagore entre los restos de basuras y escombros de una mudanza. El ejemplar no era uno cualquiera, sino una primera edición de Plaza y Janés con la traducción de Zenobia Camprubí y prólogo junto a su esposo, el poeta Juan Ramón Jiménez. Fue publicado el volumen póstumamente en 1961.

Héctor Martínez confiesa que empezó a leerlo al mismo tiempo que escribía su primer ensayo publicado, Comentarios a Unamuno (2006), durante sus años universitarios en la facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid. De hecho, las concomitancias temáticas y de forma son manifiestas. Al modo en que Martin Heidegger comentaba filosóficamente y a su gusto unas sentencias elegidas de Holderlin, Héctor Martínez hizo lo correspondiente con Miguel de Unamuno y, al caso, lo hace con Rabindranath Tagore. En este sentido, los lectores no deben pensar que se encontrarán con una «lectura» o interpretación sobre Tagore, sino con reflexiones filosóficas personales inspiradas y sugeridas por las páginas del poeta bengalí.

La línea de pensamiento es fundamentalmente vitalista, recogiendo el guante histórico de pensadores como Friedrich Nietzsche, Martin Heidegger y Ortega y Gasset. El tema de la vida como algo dado y el problema de su sentido, la muerte como límite y oportunidad de liberación, la irrealidad de la sociedad que olvida el valor vital de la existencia en favor de las abstracciones del pensamiento, la confrontación entre ley y libertad en el seno de la construcción social, son algunos de los temas tratados, secuenciados dentro del mismo hilo argumentativo.

Lectura de Tagore es un libro alimentado también por experiencias personales compartidas. Escribe el autor:

Yo me recuerdo contemplando, por la ventana de una habitación de hospital, una larga hilera de pares de luces de vehículos que una mañana de septiembre se dirigían frenéticamente a sus puestos de trabajo por la autopista, mientras a mi espalda, mi padre tomaba sus últimos alientos, antes de morir la noche de ese mismo día. ¡Todo resultaba tan absurdo! Y ha sido esa una de las grandes coincidencias con Tagore, que por recordar, decía: «sobre el lecho de muerte la rutina de la vida cotidiana parece irreal». Si soy sincero, a partir de esta constatación común, empezaron a aflorar las lecciones de este texto.

Héctor Martínez Sanz Foto: © Inés Pérez Pastor

Héctor Martínez Sanz
Foto: Inés Pérez Pastor

La biografía de Héctor Martínez juega un papel fundamental para poder considerar el pensamiento expresado como pensamiento vivo, dinámico. No sólo la muerte del padre, sino otras anécdotas como la comunicación no verbal de un perro o el hecho mismo de cómo encontró el libro de Tagore, manifiestan que estamos ante un pensamiento sostenido más en la vivencia directa que en la construcción conceptual.

El libro se estructura en tres partes. En primer lugar, una introducción que emplea el autor para discurrir en torno al prólogo de Zenobia y Juan Ramón Jiménez, y sobre el trabajo de traducción lingüística y poética a partir de la versión inglesa. Un comentario al poema que Juan Ramón Jiménez colocó de umbral (titulado Recuerdo) sirve de entrada a los temas principales de que tratara el ensayo. También presenta a Rabindranath Tagore desde el punto de vista de Ortega y Gasset según la serie de tres artículo que éste publicó en el diario Sol sobre Tagore. Tras la introducción, en segundo lugar encontramos la Lectura propiamente dicha, dividida en ocho lecciones filosóficas. En último lugar, un Epílogo explicativo sobre el texto presentado y su razón de ser dentro del corpus de la obra del propio escritor.

Estamos ante un ensayo breve y profundo que interroga sobre las cuestiones de la existencia primordiales para todo hombre. Podría considerarse una síntesis del pensamiento vitalista del autor, que tras atreverse también con la novela (Misión 109, 2013), el relato (Humanografía. Relatos desde el lienzo, 2014) y con la poesía (Antología Poética, 2014), vuelve al género con el que se inició, el ensayo.

Por M. Izquerdo
Fuente: Globedia

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«DIOS DESEADO Y DESEANTE», JUAN RAMÓN JIMÉNEZ

J. R. Jiménez

J. R. Jiménez

Hoy se habla de Juan Ramón Jiménez en los diarios, con la noticia del hallazgo -labor de Bejarano y de Llansó- de un poema inédito, o, mejor dicho, del poema que debería haber puesto fin al Dios deseado y deseante, como escalada desde la noche oscura hacia la Unidad total con Dios -en mayúscula-, poéticamente hablando. Las páginas de ABC lo publican y celebran con entusiasmo hoy, y reabren, con el titular «El Dios de Juan Ramón», el concepto de Dios en la creación juanramoniana.

¿Estamos ante un misticismo panteísta? ¿Se trata de una analogía religiosa con la creación poética? ¿Qué Dios es el de Juan Ramón Jiménez? Decir que el problema de Dios en Juan Ramón es de la misma índole que el de Unamuno, es no decir mucho, y tan sólo nos conduce a la persistente crisis espiritual del bilbaíno, atravesada por la cuestión de la fe, la razón y la intuición. En Juan Ramón, ese Dios tiene raigambre estética, se enmarca en la inefabilidad poética de la verdadera belleza, y transita un camino de elevación que para muchos culmina en una filosofía hermética de la trascendencia. Ahora bien, el camino iniciado por Juan Ramón Jiménez tiene su estanción primordial en un dios inmanente, un dios interior, un dios creado, muy distinto de la divinidad de las religiones oficiales:

No eres mi redentor, ni eres mi ejemplo,
ni mi padre, ni mi hijo, ni mi hermano;
eres igual y uno, eres distinto y todo;
eres dios de los hermoso conseguido,
conciencia mía de lo hermoso.
(…)
Tú esencia, eres conciencia; mi conciencia
y la de otro, la de todos,
con forma suma de conciencia;
(…)
la trasparencia, dios, la trasparencia,
el uno al fin, dios ahora sólito en lo uno mío,
en el mundo que yo por ti y para ti he creado.

El poeta está esencialmente emparentado con la Creación. Estamos, antes que toda otra consideración, frente a un poeta que, en tanto que creador y hombre, devuelve el mundo recreado poéticamente. El poeta alberga un dios inmanente, un principio de creación, en su conciencia. No es Dios el que crea para el hombre, es el poeta-hombre el que crea para Dios:

Si yo, por ti, he creado un mundo para ti,
dios, tú tenías seguro que venir a él,
y tú has venido a él, a mí seguro,
porque mi mundo todo era mi esperanza.

Yo he acumulado mi esperanza
en lengua, en nombre hablado, en nombre escrito;
a todo yo le había puesto nombre
y tú has tomado el puesto
de toda esta nombradía.

¿Quién no ve aquí a un Adán, un primer hombre solo en la tierra, que nombra a las cosas que eran indistintas? Un Adán que se siente responsable de poner nombre a cuanto hay a su alrededor, crearlo en la lengua, no sólo hablada, sino, sobre todo, escrita. En este sentido, la poesía, como palabra escrita, remonta la creación, se enfrenta al universo, le otorga su grafía, y cuando se halla ante la inmensa multiplicidad del mundo creado por su pluma, sólo queda moldearlo en la Unidad, la Totalidad:

Ahora puedo yo detener ya mi movimiento,
(…)
Todos los nombres que yo puse
al universo que por ti me recreaba yo,
se me están convirtiendo en uno y en un
dios.
El dios que es siempre al fin
el dios creado y recreado y recreado
por gracia y sin esfuerzo.
El Dios. El nombre conseguido de los nombres.

Dios no es el comienzo, es el fin, el término de la recreación poética del mundo en la conciencia de quien, queriendo llegar hasta dios, lo que anhela es llegar a serlo, es decir, poder dar la Unidad a todo lo nombrado, alcanzar el «Nombre de los nombres». La labor del poeta, la poesía, es émula de la labor de creación divina, labor de dios, luego, si el término medio se identifica, los extremos caen por su propio peso:

Lo eras para hacerme pensar que tú eras tú,
para hacerme sentir que yo era tú,
para hacerme gozar que tú eras yo,
para hacerme gritar que yo era yo

O como escribirá en Espacio:

Y soy un dios sin espada, sin nada de lo que hacen los hombres con su ciencia; sólo con lo que es producto de lo vivo, lo que se cambia todo.

El poema que hoy, por medio de ABC, hemos podido leer, presentado por Rocío Bejarano y Joaquín Llansó, cierra un círculo en la búsqueda del ser-Dios. Los primeros versos apuntan ya que la senda seguida traza una curva de mismos extremos, igual la partida que la llegada, y, en medio, la confusión:

Partimos de Dios
en busca de Dios,
sin saber qué buscamos.

¿Acaso el nombre nos basta para saber qué buscamos? Recordemos aquel «siempre buscando a Dios en la niebla» de Antonio Machado. ¿Reconoceríamos en tal niebla lo que buscamos? Juan Ramón Jiménez apunta en estos versos un «encuentro», pero no del hombre que se eleva como nuestros místicos hacia un Dios que espera. Aquí, como en toda la obra, Dios le «está viniendo», «llegando», y con ello estamos al borde, si no dentro, de la verdadera fusión del poeta amante de la poesía -esencia divina-:

¡Dios se me cierne en apretura de aire!
¡Se me está viniendo Dios
en inminencia de alma!
¡Se me está acercando Dios
en inminencia de amor!
¡Se me está llegando Dios
en inminencia de Dios!

Es decir, el Dios que llega al alma es el que alcanzó al yo-poético, creador y libre -véase Eternidades-; llega también como amor, apertura; llega, al fin, como Dios, totalidad unida, puerta abierta de libertad:

Cada vez más suelto, y más desasido;
cada vez más libre, más ¡y más! ¡y más!
a una libertad de puertas de Dios.
Y entonces la puerta se abre… y ¡más libertad!

Se produce un encuentro entre el dios-conciencia, en minúscula, y el Dios, en mayúscula, a través de una cuerda que el Último le tiende, que el poeta transita y cruza, aunque inseguro de que un simple soplido pueda derribarlo. Es un Dios:

… que al cabo de todos los cabos,
que al borde de todos los bordes
un día encontramos.

¿Qué día? Uno. Quizás el día en que, en varias cuartillas, Juan Ramón Jiménez escribió estos versos. Quizás hoy, el día en que los demás los leemos. Un día que no tiene, ni probablemente, debería ser el mismo para todos, en el que desde dentro y desde fuera nos vemos y reconocemos, día en que la inefabilidad es destronada.

Héctor Martínez

LOS «RECUERDOS» DE TAGORE

Rabindranath Tagore

Rabindranath Tagore

Al imaginarnos a un sabio poeta, a un filósofo literato, dibujamos en nuestra mente un retrato que, sinceramente, se asemeja y mucho al de Rabindranath Tagore o a la efigie del viejo Platón. Demasiado ceñidas y forzadas quedaban a Tagore las vestiduras y costumbres inglesas y prefirió su indumentaria india y el aspecto respetuoso que saben dar aquellas tierras. Todo ello, sin embargo, formó una imagen de misticismo, sabiduría milenaria y exotismo, más cercano al mito espiritualista con que miramos desde occidente el mundo asiático y las culturas orientales; una imagen que contribuyó a crear un icono efímero que muy pronto quedó olvidado, un fetiche que pasó de moda.

¡Cómo de olvidados tenemos a las cabezas de estas tierras! Tanto las lejanas en el tiempo, como las que nos son lejanas en el espacio. Tagore, sin embargo, consiguió romper las fronteras, aunque en parte fuera por la comodidad familiar -todo sea dicho. Pero con él llevo su poesía, sus relatos, su teatro y su pensamiento, y con él también volvieron a su patria, bajo el convencimiento de unir las culturas oriental y occidental. Lógicamente, un convencimiento que no gustaba a uno y otro lado. Una posición que le llevaba a ser Nobel en 1913 al mismo tiempo que rechazaba el título británico de Sir en 1919 en defensa de la India frente a la Corona inglesa.

Dicho convencimiento, le convierte en más cercano a occidente de lo que habitualmente se piensa y permite una aproximación menos exótica a su obra. No tanto en su expresión política como en su expresión literaria, Tagore se manifiesta como un hombre más, con acento oriental, pero sujeto a las mismas normas vitales de todo ser humano. Ejemplo de lo que digo está en la lectura de Recuerdos que vengo a presentar para la ocasión, o en la admiración de poetas como Juan Ramón Jiménez, o filósofos como Ortega y Gasset, poco propensos a suertes místicas, sino más próximos a poéticas y pensamientos vitalistas. Fuera de nuestras fronteras, otros autores laureados en nuestra cultura como Frost, Shaw o Thomas Mann, e incluso Albert Einstein o Henri Bergson, se acercaron a la persona y obra de Tagore.

Quizás no deba ningún lector coger los textos de Tagore esperando que una revelación le ilumine o que una «Buena Nueva» se despliegue ante él. Acaso hay que leerle con la misma sencillez con la que Tagore escribe y sin perder de vista que, a menos que sepamos bengalí, siempre estaremos ante traducciones que, desde el principio, han reconocido las dificultades que enfrentan para conservar el impulso y la esencia de la obra original. Lo cual quiere decir que el Tagore traducido que leemos no es el Tagore genuino.

En España, empero, hemos tenido una gran suerte: otro poeta, Juan Ramón Jiménez, junto a Zenobia, su mujer, nos han legado en versión castellana gran parte de la obra en inglés, con el añadido esfuerzo de devolverle al texto el lirismo poético con que nació de manos de Tagore. Es cierto que seguimos sin leer al auténtico autor, que el filtrado español no alcanza la totalidad de lo expresado por el bengalí, pero, probablemente se trate de una de las mejores versiones en otra lengua que hay en el mundo.

La traducción de Recuerdos de Zenobia y Juan Ramón, publicada en 1961 por Plaza y Janés, es la que cayó en mis manos y a través de la cual elaboré el breve ensayo que, de nuevo, presento hoy aquí bajo el título Ocho lecciones filosóficas. Lectura de Recuerdos de Tagore, con los añadidos de una introducción y un epílogo inexistentes en su primera aparición. Bien podría haber acudido a cualquiera del resto de obras de Tagore, y habría encontrado en ellas gran cantidad de material para reflexión. Entre los poemas, los cuentos, los aforismos… incluso podría haberme dirigido a los artículos sobre educación y la visión reformista del bengalí acerca de la cuestión en la India. Pero Recuerdos fue la primera que leí y coincidió en los años en que trabajaba sobre Comentarios a Unamuno, manifestando relaciones de fondo sobre las que no pude por menos que detenerme y tomar nota. 

Héctor Martínez

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LA ETERNA «ANTOLOJÍA» DE JUAN RAMÓN

Juan Ramón Jiménez

Juan Ramón Jiménez

Juan Ramón Jiménez, el poeta que todo el mundo conoce por aquel burro que se diría todo de algodón, acaso por ser Nobel, premio ensombrecido por la triste y dolorosa pérdida de Zenobia, es uno de esos nombres solitarios en nuestra literatura del veinte. Él andaba a la busca de su obra total, no de formar grupo aquí o allá, no unido a ésta o aquella estilística, temática o moda. Si bien es cierto que pisó, y bien, la tela de araña del modernismo, también lo es que se desenredó con las mismas fuerzas y no quiso volver a saber de libros como Ninfeas o Arias tristes. Fue, para sí mismo, su primer crítico, su primer compilador, escribiendo composiciones que prefería olvidar, incluyendo y eliminando títulos y versos de las sucesivas «antolojías» que sobre su propia obra fue tejiendo laboriosa y continuamente. No quería ser autor de obras, sino de una sola y absoluta, completa. Un único poema podría suplir perfectamente páginas y páginas publicadas, con tal de que correspondiera con su objetivo poético. El resto son al modo de ensayos y correcciones, arreglos e incluso errores, bocetos de esa búsqueda entregada y cuasi vital. Al respecto, su entera dedicación poética, sin atender el alrededor, como un ermitaño en su montaña, es indiscutible. No en una torre de marfil, sino en una altura natural que concede y transmite la media luz y sombra en que siempre estuvo el poeta a, por ejemplo, la Generación del 27.

Fuera, entre claridades que van y vienen, hay

una conjuración de montaña y de sombra

La moda y la vanguardia, sin embargo, le descuelgan de lo nuevo, de la poesía emergente que le había tomado como padre de la poesía pura. El surrealismo compite en los jóvenes espíritus con esta poesía nacida de la intuición, de la unión entre instinto e inteligencia. Y viceversa, Juan Ramón se enfrenta a los surrealistas con gran desagrado por sus postulados. Queda, así, el poeta, en su soledad literaria, en su intimidad lírica y personal, dedicado a su magna e incesante obra sin preocupación por la de los demás.

Estamos ante un poeta que quiso ser verdaderamente fundador por la palabra y no sólo una hilandera que decora al dictado de las musas. Un hombre que quiso crear de nuevo el mundo, émulo de la divinidad, y nombrar todo el universo, a imagen y semejanza de Adán; dotar a su realidad y hacerla bailar al ritmo de su propia música.

Todos los nombres que yo puse

al universo que por ti me recreaba yo,

se me están convirtiendo en uno y en un

dios

Oficio duro el escogido por Juan Ramón Jiménez, pues no se trata de un crear artístico, ni permite satisfacerse con cualquier migaja lograda, sino que implica una Creación -con mayúscula- ex nihilo, desde la nada, desde lo inefable. Quiere crear y nombrar, y no simplemente señalar con los nombres ya dados. De tal modo, como el caminante que se hace camino al andar, Juan Ramón conoce cómo ha de ser su avanzar:

Andando, andando;

que quiero oír cada grano

de la arena que voy pisando.

Andando, andando;

dejad atrás los caballos,

que yo quiero llegar tardando.

(…)

Andando, andando;

¡que quiero ver todo el llanto

del camino que estoy cantando!

Y es, por ejemplo, la andadura de trece años, desde el 23 hasta el 36, la que da uno de los frutos más altos y juanramonianos, aquella Estación total en que el poeta da con la belleza y la plenitud del universo todo, de la naturaleza, la edad y lo fundamental, sin diluirse su voz.

Estoy completo de naturaleza,

en plena tarde de áurea madurez,

alto viento en lo verde traspasado.

Rico fruto recóndito, contengo

lo grande elemental en mí (la tierra,

el fuego, el agua, el aire) el infinito

Supone este poema El otoñado un enorme contraste con las composiciones de la que se ha dado en llamar «etapa sensitiva», los primeros pasos del andar que se quiere hacer «tardando». En aquél, el poeta nos dice

Chorreo luz: doro el lugar oscuro,

transmito olor: la sombra huele a dios,

emano son: lo amplio es honda música,

filtro sabor: la mole bebe mi alma,

deleito el tacto de la soledad.

(…) Y lo soy todo.

Lo todo que es el colmo de la nada

Compárese con esta composición de Jardines lejanos:

¿Soy yo quien anda, esta noche,

por mi cuarto, o el mendigo

que rondaba mi jardín,

al caer la tarde?…

(…) ¿Es mío

este andar? ¿Tiene esta voz

que ahora suena en mí los ritmos

de la voz que yo tenía?

Se «chorrea» luz, frente a los persistentes noche, ocaso, negrura o sombra; se «emana» son, ritmo, música honda, contra la duda sobre la voz que canta, o el único sonido de campanarios llamando al cementerio en otros títulos -pienso, por ejemplo en No es así, no es de este mundo o en Viento negro, luna blanca, la campana de Francia en Vendaval etc.-; aquí, sin embargo, Juan Ramón ya se sabe ser todo, universal, frente a esos versos primeros de un poeta desorientado y desconcertado ante el mundo. Se sabe y lo dice, como en Aurora de La voluntaria M.:

¡Qué plenitud, tú en lo definitivo,

fundida a lo que nunca cambiará ya de historia;

estensión de tu yedra, tu nueva vida solitaria

por lo real profundo sin pasadiza forma;

semilla verdadera de lo fijo, escultura, conciencia

enquistada en la tierra que no se desmorona!…

(…)

…¡Tú dentro ya, tú fuera, tú ya libre,

el vivo muere, el muerto es inmortal,

sustancia voluntaria para más alta obra!

No podía ser de otro modo sino una Aurora frente al Ocaso, símbolo acuñado desde la filosofía por Nietzsche: un renacer de las cenizas hacia algo nuevo, pura voluntad poética creadora de su propio orden, según su propio ritmo y son.

Es imposible, si de Juan Ramón Jiménez y su obra se quiere hablar, no acudir y anudar las temporalidades en que va escribiendo sus versos. No existe un título en concreto con el que se pueda atrapar al poeta-total en la academia de las parcelas; lo que existe es una inmensa «antolojía» donde se guardan recogidos todos los títulos, en un crecimiento interior que va ganando altura, extensión, conciencia y vida. Nada son unos versos sin los siguientes; y sobre el abismo caerían los últimos si no tuviéramos en cuenta el origen del camino.

Acaso por esto, del Juan Ramón solitario se suele hablar a cuento de Platero o del Diario de un poeta recién casado, únicas obras en sí mismas y como tales junto a la hercúlea y colosal elaborada durante algo más de cuarenta años, gran parte de una vida entera. Acaso de la «j» y la «s», hablen -aún hay quienes creen que son erratas de la edición comprada… Eso sí, nadie quiere recordar que fue Nobel a pesar de la España oficial y, también, de la España en el exilio. Hasta en esto estuvo con sigo en su soledad, nos llenemos a día de hoy, o no, la boca con tardos elogios al de Moguer.

Héctor Martínez