«UN SIGLO DE CENIZAS», MARTÍN CID

Martín Cid

Martín Cid

Hace un mes le felicitaba por su nueva publicación, ésta de la que hoy escribo, y dentro de una semana seré yo mismo uno de los encargados de valorarla. Adelantaré aquí algunas líneas sobre la novela, sus ecos literarios, al estilo que viene siendo costumbre, aunque no sea específicamente de lo que vaya a hablar en el café, dentro de unos días, a propósito de la obra.

Empecemos por el título, de muchas y variadas referencias. «Un siglo», el s. XX; «de cenizas», de guerras, humo, fuego, pólvora, esclavismo, muerte y destrucción… pero también de pipas, tabacos y cigarrillos. Éste es el fondo, el contexto, concretado en el ambiente sureño del Mississippi y en la plantación llamada Absalón, dedicada al cultivo de «periqueé» por parte de la familia innmigrante rusa de los Fiodorovich. Martín Cid, devoto fumador de pipa, aprovecha la ocasión para mostrarse temático y regalarnos un manual práctico y ritual del mundo de la pipa, punto de unión de una trama que pasa a segundo plano a lo largo de la novela.

No es el argumento lo fundamental, y los que busquen una simple historia no la encontrarán en esta novela. Quiero decir, la hay, pero se desesperarán porque ésta, constantemente, queda descolgada frente a digresiones y cambios cronológicos y de puntos de vista. Antes bien, la novela va desarrollando una saga familiar de forma fragmentaria, múltiple, que va permitiendo conocer, uno a uno, los hechos y relaciones, los antepasados y los descendientes, impidiendo una visión global hasta el final de la obra, justificado por usar la misma estructura cabalística que Borges o Eco, para lograr un efecto polifónico al que los lectores están poco acostumbrados.

En el estilo se aproxima a la novela española de principio del s. XX, las de un Baroja o un Azorín, no sólo por dejar al margen la trama argumental en favor de digresiones y comentarios, sino también por la preferencia de la frase corta y el párrafo breve, o la inclusión de elementos autobiográficos constantes -no sólo el mundo de la pipa, la absenta, o sus lecturas literarias, sino de igual modo, por ejemplo, la aparición de Robin y Joyce, Husky y Pastor Belga que acompañan a Martín. Pero también es próximo al experimentalismo de los años sesenta -que convive con la gran repercusión de James Joyce-, o a los grandes hitos hispanoamericanos del Realismo mágico. Siempre será un precedente para las novelas que inventan lugares y sagas familiares donde existe confusión de los personajes por tener el mismo nombre, los Cien años de soledad de García Márquez -obviando, por supuesto, que el referente es el mencionado Faulkner, por situar una aldea imaginaria a orillas del Mississippi. Ahora bien, a mí me recordaba también aquella historia circular de Buero Vallejo, Historia de una escalera, en la que, no sólo la confusión de nombres dentro de una misma saga y un mismo lugar, sino también la repetición constante de la misma historia en cada generación introduce los factores de fracaso y frustración, dando la unidad a la multiplicidad.

La novela se constituye como «novela psicológica» -consecuencia, muchas veces directa, del género de la «metanovela»-, es decir, abundando en los retratos de los personajes por encima -por no decir totalmente- de cualquier descripción exterior y circunstancial, como cabe esperar en una novela que va trasladándonos a distintos tiempos hacia atrás y hacia delante -«flashback» y «flashforward»- alterando la secuencia cronológica de los sucesos. Esto nos aproxima a un eco literario más de Martín Cid, junto al origen ruso de sus personajes: Dostoievski, ilustre epígono ruso de la novela psicológica. No puede faltar tampoco, por ello, el elemento del monólogo interior tan recurrido por la línea novelesca nacional e internacional señalada. Que no exista casi topografía ni geografía se confirma en los pocos momentos en que se habla del alrededor desértico, deshabitado, vacío… lo cual encaja perfectamente con esa ausencia de palabras que nos hablen de ello, transmitiendo, precisamente, la misma sensación: nada hay que describir, porque nada hay; como si en la no descripción del entorno, en el silencio sobre ello, asistiéramos, contrariamente, a su descripción más exacta.

En tanto que «psicológica», nos vemos obligados a mirar a los personajes, pues será en ellos en quienes descubramos los entresijos de la obra, al más puro estilo dramático. Lucen una gran amoralidad, una ausencia de conciencia, una carencia de límite entre bien y mal, límite que ignoran junto a los extremos, y razón de que denotemos crueldad en sus actitudes y reacciones. En ellos encontramos un fuerte componente valleinclanesco: la animalización esperpéntica y grotesca desprendida de sus carencias morales, que contrasta con la humanización y fidelidad del universo propiamente animal -perros y caballos. Desde el principio se caracterizan por la paulatina decadencia individual -más cenizas- y familiar, condenados a la soledad, al engaño y la traición. Curioso es el caso de la transformación corruptora de una prostituta en algo aún peor: una dama que mueve los hilos, que engaña, traiciona, miente y manipula. Efectivamente, viven entre odios y celos, entre impulsos y ofensas, reticencias y máscaras de las que son desprovistos en los análisis narrativos de cada uno, en sus pensamientos interiores, en lo que callan -de lo que sólo nos enteramos los lectores- más que en lo que hablan.

Un siglo de cenizas actúa como síntesis de estilos, como un punto de equilibrio entre distintas obras y autores de gran influencia a lo largo y ancho del s. XX. Hoy día uno recorre librerías –no digo ya grandes almacenes-, ferias, y si no son libros clásicos, es difícil encontrar textos en los que exista un verdadero esfuerzo literario. Vivimos por un lado, en los tiempos del best-seller, de la autoayuda, del libro escrito casi como guión cinematográfico con vistas a dar un doble “taquillazo”, de estructuras repetitivas de un título a otro donde sólo cambian los nombres de los personajes y los lugares, del libro con firma de autor y poco más, de memorias de personajillos televisivos, de libros revisionistas de la historia –políticamente hablando-; por otro lado, lo más cercano a lo literario, vive en una completa dispersión individual, de lo que se aprovechan los géneros antes mencionados. Por todo ello, es grato dar con Un siglo de cenizas en el hueco de una estantería, lejos de caballeros de órdenes secretas o no tan secretas, de códigos religiosos, de aventurillas que meten en la batidora todo cuanto pueda sonar a esoterismo entre ciencia, religión y Opus Dei, o de libros complacientes en los tópicos sociales exagerando traumas insustanciales de la adolescencia. Al contrario, frente a la literatura del morbo social, genialmente pensada para vender, la nueva novela de Martín Cid nos devuelve hacia la literatura más artística en dos movimientos: metafóricamente, es una mirada literaria hacia el ayer, y una proyección hacia el mañana. Por supuesto que quiere vender; por supuesto que quiere lectores… pero sin perder por el camino la obra misma.

Héctor Martínez

AUDIOVISUAL:
Video presentación «Un siglo de cenizas» de Martín Cid en Café Libertad, 8 (Madrid)

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