EL NUEVO LAZARILLO: «MALASANTA», DE ANTONIO TOCORNAL

Decir que Malasanta, novela ganadora del XLI Premio de Novela Felipe Trigo 2021, es el retrato de la cruda realidad es aplicarle un pleonasmo: porque la realidad es cruda, somos nosotros quienes adornamos su carne, la sazonamos, la especiamos, la impregnamos de olores y sabores más al gusto… y luego nos estremecemos cuando vemos de dónde viene el filete sobre el plato, cuando vemos que al matadero entra una vaca viva con carne trémula y cruda. No me estoy poniendo retórico. Frente a quienes puedan ver un relato inverosímil, irreal, su autor, Antonio Tocornal ya ha dicho en varias ocasiones que la novela bebe del batido de noticias rutinarias de nuestro mundo, a las que apenas reaccionamos a menos que aparezca un político interesado o una asociación haciendo aspavientos tuiteros y poniendo el grito en el cielo. Muchas de esas noticias flotan en un caldo de cultivo tan sórdido como el expuesto en Malasanta.

No obstante, todo lo crudo de las miserias que Tocornal nos narra es el primer impacto, pero no es ese su mérito, no lo son las vicisitudes de una mujer de diez en diez años desde que nace en un prostíbulo del vientre de una puta portuguesa tuerta, abandonada por el padre, hasta el final de su historia entre ratas en una estación abandonada, pasando o contemplando todo tipo de abusos, crímenes y bajezas humanas. No, el mérito de la novela es cómo se cuenta, porque no todas las novelas que tiran por este callejón oscuro están bien contadas, y muchas, por exceso o retraimiento, lo apuestan todo a la carnaza y olvidan que es un libro, que es escritura, que hay que contar bien lo que sea que se cuente por feliz o amargo que sea, que se deben conjugar los acontecimientos con las palabras. Aquí está el relumbre de la prosa de Antonio Tocornal: cuanto más sórdido, más poético, cuanto más brutal, más humor, cuanto más deforme, más tierno… en una escala de proporciones que equilibra los hechos y el tono para que todo nos llegue en su justa medida. Un botón de muestra: «Aún no amanecía en La Ciénaga, y la luz fuera era amarilla y pálida, como si la luna incidiese sobre un sudario tendido a secar en el desierto, o como si la neblina de un vapor de lejía o de orines sulfurosos se hubiese detenido formando una balsa de gas estancado».

He leído varias críticas que, cliché arriba cliché abajo, adscriben Malasanta a la herencia del tremendismo de posguerra. Yo, permítanme mis sesudos amigos, no termino de verlo tanto como una marcada vena naturalista: la vida fijada por fuerzas que se le escapan a un ser humano determinado, controlado y regido por sus instintos, sus pasiones, su entorno social y económico, descrito sin concesiones morales, sin distinciones entre lo bello y lo feo a la hora de narrar. El hecho de que los personajes sean arquetípicos, marginales o el halo pesimista que los rodea, condenados desde que nacen y sin mucho ademán por su parte para salir de ahí —más allá de la huida de Malasanta del prostíbulo que, al final, no lleva a ninguna parte—: «Y la niña Malasanta supo que durante toda su vida se había estado preparando para convivir con la sordidez más despiadada, y que estaba preparada para ello, pero que estaba muy lejos de saber cómo enfrentarse a la belleza y sobrevivirla»; o, en otra parte: «Todo el mundo sabe, pensaba, que los peces rojos tipo Candela deben nadar en solitario y en peceras esféricas para que puedan trazar círculos; el círculo es su hábitat natural. Ya no pensaba en las espirales que su propia vida había trazado nadando en el vórtice de un sumidero. Ya no pensaba en nada; solo miraba a los peces sin pensar, y se perdía en ese baile que no conducía a ninguna parte pero que era una forma de dejar que el tiempo se deshiciese en minutos que eran también circulares y que tampoco conducían a ninguna parte»; además, que la novela abarque su vida entera y así podamos observarla de principio a fin sin que quede resquicio o fleco suelto es una marca más del naturalismo que se escurre por las páginas de Malasanta. Me podrán decir que, al fin y al cabo, el naturalismo es uno de los padres declarados del tremendismo, y tiene sus mismos ojos, sí. Pero el tremendismo, entre otros rasgos, está asociado al contexto de una posguerra, que es lo que le dota de sentido, mientras que en el naturalismo es la circunstancia humana misma en cualquier época o contexto. Al respecto, sí vi más parentesco con el tremendismo en La noche en que pude haber visto tocar a Dizzy Gillespie, aunque la frontera es difusa, desde luego.

Diría, incluso, que esta novela tiene más del Lazarillo que de Pascual Duarte, y eso que la primera sería el tatarabuelo del segundo, y que ambos son narradores protagonistas mientras que en la de Tocornal tenemos una voz omnisciente. Me justifico: la vida de Lázaro es un viaje, que empieza de crío y sale de Salamanca y acaba en Toledo, con estaciones en los distintos amos y las miserias humanas del siglo XVI, como la historia de Malasanta desde niña es la huida de La Ciénaga de 1969 hasta la estación abandonada de Ciudad del sur en 2019, con distintos compañeros de viaje y sus respectivas desgracias. En ambas novelas tenemos protagonistas, Lázaro y Malasanta, cuyo padre los abandona y salen adelante por el sufrido trabajo de sus madres y el duro aprendizaje de la experiencia hasta valerse por sí mismos. Las dos historias nos cuentan una vida completa —aunque Lázaro no muera, la novela sí subraya que a partir de ese punto su vida se conforma y no va a cambiar—, y, al igual que sucede con la vida de Lázaro, una vez llegados al final, tampoco podemos decir de Malasanta que su vida haya mejorado, al menos en lo vital y moral. Recordemos cómo Lázaro acaba sacrificando la honra por casa, trabajo y esposa, todo debido a que el lascivo arcipreste de San Salvador le ha puesto el trabajo, la casa y, sobre todo, la esposa, que es la criada de este, para disimular ante la gente que se acuesta con ella. En el caso de Malasanta, ni siquiera existe esa cínica mejora en lo material a costa de una honra que nunca recibió de otros —tanto es así que rehúye los momentos en que ocurre—.

Hay algún guiño a Gabo, lo confirma el propio Tocornal: el tiempo que mantuvo una erección un paciente del médico de La Ciénaga es el mismo tiempo que estuvo lloviendo sin parar en Macondo, esto es, cuatro años, once meses y dos días. Acaso las hormigas que corretean sobre Niño Truncado caído al suelo recuerden al pequeño y último Aureliano Buendía devorado por las hormigas. Pero, en efecto, lo refiere el autor en varias entrevistas donde se tacha a Malasanta de novela de prodigios en línea con el realismo mágico, precisamente para decir que en modo alguno es mágica. Es realismo, a secas; o, mejor dicho, hiperrealismo, una literatura en alta resolución que permite ver las costuras y las impurezas del paisaje humano, eso que está ahí pero que no vemos, que se pixela en cuanto ampliamos más de la cuenta. Antonio Tocornal prefiere hablar de lo real maravilloso de Carpentier, por lo que le he escuchado, del realismo que asume lo maravilloso e inexplicable, lo insólito o inverosímil, pero que está ahí. Y sí, porque algo sea inexplicable o insólito, no quiere decir que sea mágico e irreal, sino todo lo contrario: que antes no lo vimos y, por tanto, no tenemos explicación ni costumbre.

Antonio Tocornal / Foto: Luis Serrano / Fuente: Última Hora

Cada capítulo es un cuadro y en total suman seis, como en un políptico de seis paneles, separados entre sí por una década vital de Malasanta que los hila como panel central: seis mujeres desde los 5 años hasta los 55. La razón de que ocurra esto tiene que ver con la mecánica de trabajo particular de Antonio Tocornal. Lo ha contado en varias ocasiones: empieza la novela sin saber por dónde va, porque la novela ya venía de otros muchos textos previos, y porque se sigue desarrollando en nuevos textos que pacen en todo lo anterior. Dos relatos inconexos, que tenían una protagonista femenina en distintas edades, dieron forma a las distintas edades de la desdichada Malasanta y su fragmentada historia. De ahí que uno tenga la sensación de que son relatos independientes, una suerte de patchwork literario, o, dicho a la moderna, crossovers del mismo universo literario, porque cada personaje que se presenta es susceptible de tener su propia novela o relato. Cada panel desarrolla la historia de un personaje-protagonista que da título al capítulo y configura un tema, ya sea la prostitución, ya la discapacidad y la sexualidad, ya la transexualidad y el odio, la soledad en la vejez, los indigentes y la violencia gratuita, la cruel inconsciencia adolescente cegados por ir en busca de su dosis de reconocimiento social en forma likes… Cada personaje-protagonista es la representación arquetipo de un colectivo invisible en nuestra sociedad; no obstante, también en varios de ellos tenemos no solo la víctima sino al victimario, como en una pasarela de verdugos, o bien solo responsables por ignorancia o por inercia, de las injusticias a que asistimos. Si antes citaba el Lazarillo, aquí me vuelve la referencia: como en aquel, leemos una crítica, o, más bien, se nos ofrece una denuncia, a determinadas clases sociales, actitudes o tipos humanos —pues el concepto de clase está algo desdibujado— que van pasando ante el ojo escrutador del lector y dejan al aire y bien claras sus vergüenzas, cuando ellos creen que nadie mira. Sí, Tocornal nos coloca como observadores tras el cristal tintado de una rueda de reconocimiento: su narrador no señala, no toma partido, somos nosotros, los testigos, los que hemos de hacerlo.

Otros detalles de la novela en que reparar son los nombres propios, empezando por el topónimo que nos recibe, La Ciénaga. Este nombre es una declaración de intenciones, como lo era Malamuerte en Bajamares. ¿Qué puede haber, quién puede vivir, qué puede suceder en un lugar con tal nombre? La protagonista que allí nace es bautizada con el nombre de Malasanta, un nombre compuesto de adjetivos en un oxímoron puro y duro para el doble ser que representa, que impone la madama del prostíbulo de La Ciénaga, doña Expiración: «porque dentro de toda alma humana se esconde una contradicción; mejor ir de frente y dejar las cosas claras desde el principio». Sí, así se llama la madama, doña Expiración, la acción y efecto de expirar, de terminar un período, o la vida misma, una especie de ángel negro bajo cuya sombra no hay más que muerte, y es quien amadrina a la niña Malasanta. Más nombres compuestos con adjetivos descriptivos, aunque no paradójicos sí antitéticos, son Anhelo Truncado, madre de Niño Truncado, el chico sin extremidades que padece priapismo crónico y que tiene «pelo de poeta, ojos de explorador triste»; Modesto Baldío, vendedor de productos de mercería; Cándido Fogoso, muchacho vecino de Malasanta que anda fifty fifty de ambas cualidades; Próspero el Polilla, el último compañero de viaje, cuyo nombre es una burla de su vida de indigente que «pensaba que no hay mayor verdad que dormir la siesta sobre las vías del tren» y así «dormitaba con la confianza de que detectaría al tiempo las vibraciones del mercancías de las 16:45».

Me gustaría destacar un símbolo muy sutil de la novela que demuestra la eficacia narrativa de Tocornal —por si la economía descriptiva de los nombres no lo ha demostrado ya—. Me refiero al brandy. El brandy Fundador no es cualquier brandy, aunque quien lea la novela pueda creer que se trata de un brandy barato de supermercado. Tiene solera (nunca mejor dicho) y es el primer brandy de jerez elaborado en España a lo largo del siglo XIX. Se trata de bodegas estrechamente relacionadas con la realeza desde Fernando VII hasta Don Juan de Borbón. Además es seña identitaria de la producción española en competencia desde sus inicios con el coñac francés. Quienes le ponen delante a Malasanta la primera botella de Fundador son el grupo de cazadores que cometerán el salvaje crimen contra Candela, precedidos por sus actitudes y prejuicios. A partir de ese momento, además del alcoholismo que se desarrolla, vemos que el brandy Fundador en concreto tiene un efecto mitigador y narcotizante en momentos de ansiedad. Malasanta solo bebe Fundador como un elemento inconsciente ligado a la muerte de Candela, cuya metáfora con los peces también la va a acompañar a lo largo de todas las páginas. Constituye un símbolo de la que ha sido su vida y del momento en que tomó conciencia y prefirió ahogarla. No obstante, un elemento disruptor de esta tónica alcohólica entra en escena: cuando Malasanta se encuentra en la calle como una indigente y se asocia a Próspero el Polilla, ella le pide que le convide a una botella de Fundador, como se lo pedía en anteriores ocasiones a Modesto Baldío o a Cándido Fogoso. La respuesta de Próspero es elocuente: «¡Mira la otra! ¿Qué te crees, que soy Bill Gates? (…) Una de tinto de a litro». Aparte del hecho de la referencia coloquial que lanza Próspero sobre el cofundador de Microsoft, a quien Malasanta ni conoce, vemos que, por primera vez, no va a beber Fundador sino que, incluso, parece haber descendido socialmente al encontrarse con que solo obtendrá un vino barato de a litro, de los de garrafa o vinos de mesa. Entonces leemos las siguientes líneas: «Cada vez que tenía un trago en la boca, lo retenía un ratito antes de tragarlo, hasta que se le adormecían algunas papilas, y entonces casi no percibía la diferencia de sabor entre el vino barato y el recuerdo que le quedaba del otro aroma más ambarino y aterciopelado del brandy». Hay una diferencia entre la Malasanta indigente que bebe vino barato y la Malasanta puta y huida que bebía el aterciopelado y ambarino brandy. La ingesta de alcohol se convierte en un catalizador del recuerdo. ¿Hilo demasiado fino si veo que hay un sentimiento nostálgico, una especie de irónico aurea aetas por el que la avejentada y sintecho Malasanta del vino barato añora, a la manera manriqueña, el tiempo pasado de brandy como mejor? Acaso es posible ver aquel otro tópico del tempus fugit, bajo tonos más sombríos: «Malasanta no quería reconocer, o tal vez no recordaba, que hacía ya muchos años que nadie estaba dispuesto a pagar por sus servicios», que ya no son los tiempos en los que entre rosa y azucena se muestra la color en vuestro gesto. Puede que sea solo cosa mía, aunque sospecho que no.

Durante la presentación de Malasanta con el Centro Andaluz de las Letras / Foto: Luis Serrano / Fuente: Fundación José Manuel Lara

En Malasanta reconocemos esos easter eggs del universo de Tocornal. Es, por lo visto, costumbre del escritor. Ya lo sospeché al leer, tras Bajamares, aquella anterior La noche en que pude haber visto tocar a Dizzy Gillespie, cuando me daba de bruces con un capítulo con pasajes que podían haber formado (o que forman) parte de aquella. Aquí nos reencontramos con el paralelismo de los nombres propios Malasanta-Malamuerte (pueblo de Bajamares) o aquel ojo de cristal, con que abren ambas novelas y que quedan perfectamente hilados por el siguiente pasaje de Malasanta: «soñaba que tal vez alguien, un viejo pescador solitario o un guardafaros en una isla desierta, acababa por capturar al enorme mero y por encontrar el ojo de cristal en el interior de su vientre». También los hay con algún personaje de otra de sus obras, Pájaros en un cielo de estaño (2020), que tengo en el cajón de pendientes y ya será comentado apropiadamente. Si en Bajamares había un perro anónimo, pulgoso y polvoriento, con ojos de ser humano, que no ladraba ni envejecía, aquí tenemos otro perro, adoptado por el Polilla, llamado Socio, «un perro mestizo y viejo; de color chocolate sucio, dientes marrones y pelo desgreñado: un perro de mendigo. Siempre tenía los ojos llenos de legañas y el pelaje enmarañado y plagado de pulgas y garrapatas». Y aunque Socio ladre, gruña, de poco le sirve.

También veo una estrecha relación entre La noche en que pude… y esta Malasanta. Por ejemplo, en el modo de presentar a los personajes al modo de los freak show: en aquella hacía desfilar un elenco de personajes bohemios extraordinarios, cada uno con sus particularidades, entre elementos sórdidos y crudos sobre los que destacaba más el humor; en esta, Tocornal los va subiendo a la palestra, cada cual con su particular monstruosidad moral o física, su tara social, que sirve, más que para estigmatizar al personaje, para restañar las heridas de su dignidad y señalar las monstruosidades que normalizamos y nos pasan desapercibidas en otros. Es un viejo recurso, también decimonónico, que la monstruosidad y la extravagancia reflejen la deformidad moral de quien mira y se burla del monstruo y del outsider. En Malasanta, sin embargo, es inversamente proporcional en cuanto a las dosis de lo sórdido, crudo y el  humor. Del mismo modo, la estructura panelada en cuadros independientes con un hilo conductor es la estratagema utilizada con gran destreza en ambas novelas. Cabe señalar también que ya en La noche en que pude… jugaba Tocornal con ese hiperrealismo o realismo maravilloso por el que lo insólito es, no obstante, lo real, y lo aplicaba con elegancia a la autoficción. Y en Malasanta, ya lo hemos dicho, lo inverosímil es solo la apariencia de algo muy real. Pero no se confundan: ya dije que Tocornal no escribe una y otra vez la misma novela; lo que tenemos es el despliegue de su habilidad y técnica al servicio de la historia que va surgiendo.

Son tres ya las novelas del universo Tocornal que he transitado, además de los relatos que él comparte. Y sigue seduciendo con cada historia que teje, no aburre, no se repite, sorprende, golpea y mece con una facilidad pasmosa. La sensación como lector es casi la del pelele que está en sus manos y se deja confiado, se somete a su antojo narrativo; incluso la sensación es la de ser el personaje n+1 de la historia. Empiezo a preocuparme por verme un día en sus páginas como personaje-lector. Y no me refiero a identificarme con lo que leo, sino a verme literalmente y sin quererlo, como uno más que por ahí pasa. Como en el mundo mismo. Lo maravillosamente real.

Héctor Martínez

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