«NECESITO UNA ISLA GRANDE», DE RAFAEL SOLER

Al ver la portada, uno pensaría en que invita a la lectura veraniega. Y sí, lo hace, entre ese mar azul, cielo abierto, y la invocación a una isla, blanco y en botella. Así pues, fue lectura en julio, en mi terraza de Madrid, con su mar de fondo. Ahora, una vez leída, se puede leer en verano, claro, pero también en invierno, no hay problema en ello. No es una novela de temporada, sino una novela sobre la vida. Rafael Soler sabe jugar con los ingredientes y ofrece una obra muy estival aunque leíble en cualquier época de nuestra vida. Aunque sea obvio, dejo caer que estoy, a mi vez, jugando también con las palabras.

Necesito una isla grande (Contrabando, 2019) es una novela de la que se ha destacado, primeramente, algo que no es pretensión suya, sino casualidad de las circunstancias. En efecto, es una novela que trata sobre los habitantes de una residencia de ancianos que deciden sublevarse y huir de la misma en pos de la vida. Publicar esto justo unos meses antes de declararse la pandemia de CoVID, que, como toda enfermedad, se ha cebado con los viejos y vulnerables, y, evidentemente, hizo presa en las residencias de toda España, sobrecoge por ese carácter visionario que a menudo como lectores nos gusta subrayar esotéricamente. Va de suyo que al trasluz que uno lee es el contexto de la lectura y no de la composición. No obstante, la novela que Rafael Soler escribe no necesita de una pandemia real para que tomemos conciencia de lo que pretende. No hay tanta taumaturgia en su elección narrativa, sino más bien ceguera en el lector, quien no veía en los viejos de la sociedad y sus circunstancias un asunto narrativo con peso. Y ahora que los medios fijaron su ojo sensacionalista en la tragedia, y que nuestros políticos han mordido el hueso para no soltarlo y lo han convertido en arma arrojadiza, pues de pronto se habla de los viejos en las residencias, su abandono, sus necesidades etc., por parte de tantos que, en realidad, nunca se preguntaron ni preocuparon ni por los recursos de estos centros sociosanitarios, ni sus condiciones, ni su personal ni, mucho menos, sus habitantes.

Quiero insistir en que a Rafael Soler no le hizo falta esta polarización ni la pandemia, ni nada del otro mundo, para convertir a los ancianos de una residencia en protagonistas de esta particular road novel —en breve veremos el porqué de esta etiqueta—. Es claro, de hecho, en la dignidad que confiere a los personajes, o mejor aún, en la dignidad que, más allá del trato que les dispense el narrador, los personajes reivindican por sí mismos; teniéndose solo unos a otros, y siendo tan distintos, cada cual con sus particularidades, forman un grupo consolidado en el que cada uno se reconoce en los demás y se celebran mutuamente: «porque no es lo mismo levantar un vasito de plástico en la merienda, solo contigo y arriba los vencejos de siempre, que alzar en compañía una copa de cristal y mantenerla arriba a la salud de todos, para con todos mojarte los labios, primero, y luego el corazón».

Los personajes, decimos, son habitantes de una residencia… ¿o es un asilo?… es interesante plantear esta discusión a partir de la novela misma. Dar asilo es prestar refugio al perseguido, ofrecer amparo al menesteroso, favor al necesitado. El asilo, en términos políticos, es el refugio que se ofrece al extranjero desterrado o huido, cuya vida peligra, por estar perseguido por motivos ideológicos en su país de origen. Si así lo pensamos, hablar de asilo de ancianos es hablar de otorgar refugio a alguien vulnerable cuya vida peligra, pero como si fuese alguien extranjero a la vida, huido de la misma, perseguido por un poder mayor que cualquier gobierno, y definitivo, como la muerte. El asilo, digámoslo así, es un estándar de cuidados muy limitados, un espacio genérico que no individualiza, en el que no existen tratamientos ni atención personal, mientras que nos venden las residencias geriátricas como una especie de apartahotel con todo tipo de comodidades a los usuarios. Así nos lo venden. No obstante, la cosa en la práctica no está tan clara como se nos explica en panfletos y demás, y así lo denuncia Rafael Soler: «Una vida de las que cuesta vivir en una Residencia, que es un eufemismo para no decir asilo, como si así fueran viejos de mejor ver, más llevaderos, porque no es lo mismo enviar a tu padre a una Residencia y que disfrute, que aparcarlo en un asilo y que reviente». Sí, residencia es el eufemismo de asilo: el que reside vive cómodamente en paz, el que recibe asilo es el que está asediado por la muerte. Igual que mayores es el eufemismo de viejos. Nuestro autor es muy consciente a lo largo de la novela de este doble nivel entre tabúes y eufemismos sociales con los que tendemos a engañarnos. Y es notoria su clara intención de no evitar tabúes, de usar la palabra sin edulcorante: verán la palabra viejos o ancianos —que también parece haberse vuelto tabú, quién sabe por qué— tanto en el narrador como en los personajes, y no el error de abuelo, que no por ser viejo uno ha de serlo, o las cursiladas de nuestros mayores o tercera edad y demás expresiones falsificadoras.

He dicho que la solicitud de asilo se debe, en gran medida, al peligro de muerte que alguien enfrenta. Y, pese a toda la atmósfera de humor y fina ironía que el autor gasta a lo largo de la novela, su progreso nunca pierde esta perspectiva: la muerte, en efecto está presente de principio a fin. Es el leitmotiv de la historia. Según se abre, nos recibe con la muerte de Pulga. Según transcurre, la muerte acecha a Tomás, que silenciosamente padece una enfermedad que se lo llevará por delante y quien, no obstante, «sintió una vez más el privilegio de estar vivo». En sus últimos compases, la muerte se cobra a otro personaje, quizás al que menos uno esperaría frente a las papeletas que tienen sus compinches de fuga, como toque de atención al lector de que la muerte, aunque seguros estemos de su acontecer, siempre puede sorprendernos.

Ahora bien, que la muerte aceche en cada párrafo a un grupo de ancianos no convierte la novela en un drama de pesimismo trascendental. Todo lo contrario. Como digo, es el leitmotiv para, visto que las puertas de la residencia/asilo no detienen a la muerte, salir de esa sala de espera. Inconsciente o no, la decisión del autor de llamar a la gobernanta directora de la residencia doña Asunción —recordemos, y duele no poder darlo por entendido hoy día, que la asunción representa en el catolicismo la muerte y subida en cuerpo y alma de María a los cielos— junto al hecho de que los ancianos se rebelen contra ella, exijan su dimisión y pongan tierra de por medio, es revelador de la temática. El más activo es Panocha, cuyo nombre real es Liberto, tal y como los libertos eran los esclavos manumitidos en la antigua Roma. Al mismo tiempo, la palabra asunción es el sustantivo del verbo asumir, esto es, hacerse cargo, responsabilizarse y aceptar algo, normalmente una obligación: ya las órdenes de la directora, ya la cita con la muerte. Estar entre doña Asunción y doña Muerte es estar entre la espada y la pared. No es que no quieran morir estos ancianos, deseo vano aunque humano, sino que no quieren morir todavía. Son trasunto del machadiano: «hoy es siempre todavía».

Rafael Soler (Valencia, 1947). Fuente: ediciones Contrabando

Dice Rafael Soler que lo que mueve a sus personajes es querer que la muerte los sorprenda haciendo planes, querer morir viviendo, en lugar de aguardarla inactivos, distraídos y condenados a engullir sopas, salteados de jamón sin jamón y surtidos de fiambres que, a la postre, solo es mortadela. Es el mismo impulso vital de la juventud, que ni por asomo piensa que la muerte pueda andar tras la siguiente esquina, y hace su vida, sus planes, sus locuras. El hecho de que la muerte te sorprenda solo puede darse porque estabas ocupado viviendo; si no te sorprende, solo ocurre porque renunciaste a la vida. Me asombraba esta novelada reflexión vitalista, cuando yo mismo la había hecho en 2003, al escribir las páginas de mi primer libro de ensayo que vería la luz en 2006; y aunque citarse a uno mismo digan que es de mal gusto, en este caso me parece que mis palabras de entonces resumen bien la idea en la novela de Rafael Soler. Decía yo en aquel libro, con veinticuatro añitos: «Algo así como que la memoria y el recuerdo fueran asuntos de ancianos o de aquel que se ve con un pie en la tumba. (…) ¿acaso un joven de veinticuatro años no es un viejo de veinticuatro años? Y no es esto ver el vaso medio lleno o medio vacío, no señor. Porque el joven y el viejo de tales años es el mismo, tan joven como viejo a esa edad. (…) acostumbrados (…) a hacer de la muerte y la senectud un horizonte existencial que se reserva siempre para el mañana (…) junto a esa otra costumbre de hacer de la vejez novia de la muerte (…) No entienden que la muerte puede sobrevenirme ahora y no siempre en un luego; no saben ver que la muerte va de la mano de la vida, y no de la ancianidad». Rafael Soler invierte la perspectiva: no es la de un jovenzuelo, como yo entonces, que entiende que la muerte no es un asunto que se puede posponer a voluntad y que la edad suponga dar la vez en una cola; es la perspectiva de unos viejezuelos que entienden que el valor de la vida, valga la redundancia, está en vivirla, y la muerte sigue siendo, tenga la edad que se tenga, un asunto de lotería. Tocar, le tocará a alguien, todos los días a todas horas, pero no sabes nunca a quién ni la cuantía del premio, es decir, la causa de la muerte —tengamos en cuenta que hasta el enfermo terminal puede acabar  sus días de un macetazo que un mal viento propició—. Hay diálogos reveladores al respecto:

—¿Tengo cara de muerto?

—Todavía no

—Pues habitualmente como te gusta decir, tú tampoco te quedas atrás.

—Traduce.

—Habitualmente nos morimos todos, Tomás. Traducido.

—Los viejos más, Coronel. Los viejos se mueren muchísimo.

En otro momento oímos a Panocha reivindicar el día a día: «El presente que no falte joven, no tenemos otra cosa». Al igual que la muerte no es cosa del mañana, sino que siempre es y está presente, la vida solo se hace en presente, aquí y ahora. Estamos ante una especie de carpe diem de emergencia, una última llamada a disfrutar del momento cuando la fuga del tempus lo hace sentir más irreparabile que nunca, la captura del día, del minuto o del segundo, incluso si la lozanía y la color en nuestro gesto nos han abandonado, haciendo bueno aquello de que mientras haya vida hay esperanza. Una actitud que halla su contraste en dos jóvenes, Julián y Cris, que se suman a la expedición de viejos sublevados y huidos de la residencia. Julián, hijo de uno de los ancianos fugados, Tomás, cuya vida es un completo desastre y está en crisis: divorcio, mala relación con su ex, Almudena, una hija desnortada, su trabajo de guionista de seriales de radio cayendo en picado…

En efecto, afirma Rafael Soler, los viejos ya conviven con la muerte («acostumbrados al desfile tenaz de sus compañeros de Residencia con la discreción de los humildes, casi siempre en la soledad de sus cuartos numerados»), y no hay residencia en que el tema de conversación no sea quién ha muerto o a quién le toca el turno. En la residencia, el mayor acontecimiento, acaso el único, es el fallecimiento. El resto es espera. Y frente a ese sorteo, el escritor equilibra la balanza con la diosa fortuna y un pellizco de la lotería. Muy hábilmente Rafael Soler abre las páginas de la novela mezclando los tres elementos mencionados: vejez, muerte y lotería. Pulga, uno de los residentes, fallece al mismo tiempo que otro, su partenaire de rifa, le envía un mensaje donde le comunica que han ganado el sorteo en el que jugaban a pachas. Se trata de un hombre desconocido, del que no volveremos a saber, pero que obra con justicia («como hacemos los legales», afirma) al repartir las ganancias aun con su socio fallecido. Además de empezar con un giro irónico de los acontecimientos, es evidente la pretensión simbólica que asocia, casualidad y justicia mediantes, la muerte y el azar, el destino y la fortuna. Eso sí, nuestro autor tiene el tacto suficiente para que la muerte sobrevenga al finado antes que el mensaje afortunado: Pulga se va de este mundo en las primeras líneas sin saberse premiado («Pulga no daba la más mínima muestra de entusiasmo ante una noticia que llegaba tarde»). De fondo en estas primeras escenas resuena en la cabeza del lector las innumerables veces que habrá maldecido un infortunio, alguna calamidad, comparados con la nula suerte lotera. También la de veces que, perdida la lotería, uno se consuela con tener salud. Todo este eco compartido está en esas primeras pocas líneas en las que un anciano, Pulga, muere en una residencia/asilo poco antes de saberse agraciado con un buen pellizco. De hecho, con ese humorismo de amargura, con el premio del sorteo de fondo, se describe a Pulga con la predicción del pacto que firman este, Tomás y Coronel por el que «el primero en caer sería un difunto con suerte, un difunto Premium cinco tenedores, porque quedarían todavía dos para velar su marcha». Nada más abrir la novela, Soler logra sacar del lector la sonrisa piadosa ante las ironías azarosas de la vida. Igualmente, el viaje de los personajes tan singulares llega en sus últimas páginas al casino prometido, donde encontramos diálogos de similar calado. Así, el comisario jefe responde a Panocha, cuando van a jugar a la ruleta: «Para perder siempre hay tiempo»; y remata la voz narradora con el siguiente inciso apelativo: «una verdad escrita a sangre en sus informes. Una verdad carísima, si por fin la entiendes».

Lo recordaba en una entrada anterior, cuando hablé de Viático de Carlos Suárez, novela en la que el azar movía los hilos, y es que el azar, la casualidad del acontecer gobierna la escritura de Rafael Soler. Y así lo afirmaba él mismo hace unos años en una entrevista para Crítica con Pérez Azaustre, recién salida El último gin-tonic, novela previa: «Creo en la providencia, creo en el azar. Si fuéramos humildes reconoceríamos que no tenemos el control. El azar puede crear situaciones fantásticas, quebrarlo todo… Me lo ha enseñado la vida. Se aprende más de un fracaso que de un éxito, y el azar juega a su favor». La novela Necesito una isla grande es un ejemplo directo más de esta declaración de fe en el azar como fuerza rectora de la narración.

Sin abandonar el plano simbólico, la troupe de ancianos vitalistas toman rumbo hacia el mar, como las vidas que son ríos  «que van a dar a la mar /que es el morir», tal y como resuena en nuestra cabeza la tercera copla manriqueña y el poder igualatorio de la muerte que en sus versos enuncia. Sí, como es habitual, el carpe diem se da la mano con el memento mori, y aun con el locus amoenus —el mar, el loft, el motel de carretera, el casino, la infancia—, huyendo del locus horridus —la residencia, la asunción, la sopa y la mortadela, la vejez, la muerte—. Y los cinco viejos se van «con lo puesto», que es tanto como decir, de nuevo con Machado, que van «ligero[s] de equipaje / casi desnudo[s], como los hijos de la mar» y para los que es muy cierta la letrilla, atribuida a Góngora, «ya nos venden el vivir / y vivimos de prestado».

Ahora bien, la muerte que plantea Rafael Soler es muy parecida al sarcasmo que el  criado le suelta al mentiroso que escribió Corneille: «los muertos que vos matáis gozan de buena salud» —sí, de Corneille y no de Zorrilla, ni de Tirso ni de Ruiz de Alarcón ni de Lope de Vega etc.—. Los personajes que mueren, empero, aún permanecen y se les adjudican acciones conscientes, no desaparecen del relato. Así podemos leer: «hay muertes que cuesta mucho terminar (…) Puedes estar fiambre, hasta en la caja puedes estar sin haber muerto del todo (…) después de esa muerte inicial (…) queda la segunda, más en blanco y negro, donde estira cada uno como puede el tiempo que no queda (…) el tiempo que aún escurre despacito (…) un tiempo de propina que bien puede ser una centésima de segundo si pones poco empeño y te rindes como hacen casi todos». Muy Rulfo —y me da en la nariz que no es inocente que un personaje sea bautizado como Nepo de Nepomuceno—. No, la muerte verdadera, y se dice varias veces en la novela, es el olvido: «habló Tomás del olvido, que es la muerte verdadera, y no esa chapuza de acabar por sorpresa y sin consideración con tu historia»; también lo afirma Carmina en la parte final: «La verdadera muerte llega así, Tomás, con el olvido». Es la muerte de la que hablaba Ángel González «Pero si tú me olvidas / quedaré muerto sin que nadie / lo sepa», muerte en la que ni siquiera es necesaria la muerte inicial de la carne, muerte en la que bien podemos entender que se encuentran los ancianos de la residencia-asilo-sala-de-espera y de quienes nadie se acuerda. También es la muerte que testimoniaron Garcilaso («me falta ya la lumbre / de la esperança, con que andar solía / por la oscura región de vuestro olvido»); Bécquer («donde habite el olvido, / allí estará mi tumba»); y cuyo guante recogió Cernuda «Donde habite el olvido, / En los vastos jardines sin aurora; / Donde yo sólo sea / Memoria de una piedra sepultada entre ortigas / Sobre la cual el viento escapa a sus insomnios. / Donde mi nombre deje / Al cuerpo que designa en brazos de los siglos, / Donde el deseo no exista». No perdamos de vista que, siendo novela, su autor es poeta y en su escritura late toda esta galaxia de versos.

Necesito una isla grande es una novela de viaje, pero al contrario que la clásica bildungsroman, aquí ya no hay formación ni aprendizaje como tal para los personajes. No, al menos, para los cinco ancianos montados en una furgo robada. No estamos ante un camino del héroe, sino ante el viaje interior: un viaje en el que, cuanto más espacio se avanza en el exterior, interiormente más se retrotrae la memoria en el tiempo, más indaga cada uno en su ayer, en el tiempo ido desde el tiempo que resta. Existe, sí, el concepto de road novel —el mismo Don Quijote estaría en el género— y podríamos incluir la novela de Rafael Soler si la circunscribimos solamente a los avatares del viaje en la furgoneta de los ancianos, sus diálogos y sus reflexiones. No obstante, lo cierto es que la novela no cabe ser reducida solo a las motivaciones vitalistas, reflexivas y poéticas que desencadenan ese viaje interior que he subrayado. Tiene mayor alcance y cabría en la literatura utópica. El mismo título invita a hacer la elucubración.

Pensemos en las palabras que lo conforman. El verbo necesitar, el sustantivo isla y el adjetivo grande. El título es una oración y no un sintagma, en primera persona, cuyo sujeto descubriremos que es Tomás, desahuciado de la vida, aunque la novela esté escrita en tercera omnisciente con apelaciones al lector. El título es una declaración, una exigencia personal, un requerimiento. El verbo sostiene ese carácter de urgencia mientras que el sustantivo y el adjetivo especificativo que lo acompañan conectan con la utopía. Las islas y las ínsulas —que también es antiguo sinónimo de la primera— tienen este rango en la literatura.

Desde la isla de Tomás Moro y la ínsula Barataria de Sancho Panza, la Ítaca de Ulises, la Pala de Huxley o la mítica Atlántida, las islas conforman pequeños mundos a escala enfrentados a las grandes masas de continentales vicios, ruidos, tumulto y errores humanos. La isla aísla al habitante. En la novela la isla se convierte en anhelo de Tomás —¿coincidencia de nombre con el autor de Utopía?— precisamente por su característico aislamiento. Y aunque al principio la isla es una isla física y paradisíaca en el Pacífico Sur, prácticamente deshabitada —si no fuera por el turismo— que tiene nombre, Aitutaki, como desvela uno de los relatos de Carmina, poco a poco la isla trasciende el plano meramente cartográfico: «Las islas mejores eran las de un día, que salías con el sol, a las seis de la mañana, y regresabas al atardecer, con los deberes hechos (…) un paseo de vuelta con el sol de espaldas y los recuerdos en fila (…) En una isla, había que volver siempre con el sol a la espalda. (…) Siempre hay sol en una isla (…) sobre todo en las islas que no aparecen en el mapa. (…) Nadie puede ir a una isla que no sabe dónde está. Esa era la clave. Islas de un día, llenas de nadie».

En efecto, la isla de Tomás no aparece en mapa alguno, él mismo es su isla: «Lo suyo con las islas no era una querencia, ni una obsesión. Era un vivir, la forma que tenía de pasar el día. Hasta allí se desplazaba para recibir las malas noticias, sentado en una silla de tijera, con un sombrero ancho de paja y un coco partido. El coco, para beber. La silla para sentarse. Y las malas noticias para dejarlas en la orilla esperando que suba la marea». Se trata de una isla que no se mide en kilómetros de superficie, sino que se mide en tiempo: se puede recorrer en la rutina de un día de vida, cuando el siguiente día no está asegurado. Podríamos entender que se emplea el día como metáfora vital: del amanecer al ocaso desarrollando la vida entre medias. Por ello que sea inevitable «volver con el sol de espaldas y los recuerdos en fila».

No obstante, la isla que necesita Tomás es una isla grande. Rafael Soler hace la conversión en las unidades de medida: «Incluso islas de dos días, que entraban ya en la categoría de islas grandes, con muchos sitios estupendos para muchos nadie». Aunque las mejores islas sean las islas de un día, la que Tomás necesita es una isla de dos días, al menos («los tres se despedían al acabar la cena con un guiño solidario, “mañana más”, y mañana dios dirá», leemos al principio como ritual entre Pulga, el Coronel y Tomás en la Residencia/asilo); incluso una de tres días, como mucho («Tomás hizo lo mismo, agitando la cabeza para alejar la imagen de cuanto acontecía al despuntar el tercer día: resignados en sus féretros, los abdómenes rompían su falsa turgencia dando suelta al gas hediondo de la muerte»). Es decir, necesita ese día más del que uno siempre alberga la esperanza de vivir, máxime cuando tienes los días contados por la enfermedad. No valen las trágicas —y aquí he de callar— islas birria: «aquella roca grande era una birria de isla (…) no es lo mismo ver un oleaje desde la escollera, por fuerte que sea, que convertirte tú en ola. (…) las olas eran cada vez más altas y la roca no. Y eso solo sucede cuando estás en una isla de la categoría de las islas birria (…) una ola furiosa es lo peor que hay». Hemos de recordar que una isla es la porción de tierra rodeada de mar… y ya sabemos lo que el mar simboliza.

Quisiera rematar mi comentario a la novela de Rafael Soler atendiendo a los aspectos textuales, metaliterarios y cinematográficos. Son los pespuntes que refuerzan y dan unidad a la trama. No es un mero capricho que Julián, el hijo de Tomás, sea guionista radiofónico; que en la Residencia tengan una revista llamada Trinitotolueno; que Carmina escriba relatos con una máquina de escribir, remedada la varilla de la vocal A por Panocha, quien a su vez fuera, tiempo atrás, linotipista; mientras Cris, la jovencita socióloga que desarrolla su tesis doctoral sobre viejos, toma notas del viaje a modo de diario en su portátil. Nada de lo que sucede queda al margen de su registro de uno u otro modo en este amplio homenaje a la escritura desde la linotipia hasta la tecnología moderna del portátil, así como a sus modalidades textuales: ya sea el pasquín revolucionario, ya las notas para un texto académico, ya guiones para seriales radiofónicos, ya los relatos literarios, representando cada personaje una edad de la escritura desde el siglo XIX.

En este punto la novela se vuelve sobre sí misma, un espejo contra espejo. Carmina, quien «tenía historias que aparecían de repente y ella recogía cuidadosa», tendrá sus apartes en cursiva y con la distintiva peculiaridad del carácter de la A distinta al resto de tipos, y contará las historias de los personajes, incluso la suya, convirtiendo la novela en una narración enmarcada. Más analítica y sociológica, Cris da cuenta en sus Doc numerados y guardados en el portátil. Julián, en sequía creativa, encontrará en su padre y en el viaje esos personajes que anda buscando para que repunte el programa de radio. Quizá, puede que lo esté llevando muy lejos, la novela sugiera cómo la escritura, que se nutre de la vida, es arma contra el olvido, del que se nutre la muerte.

Es importante, señalaba hace un momento también, la presencia de lo cinematográfico, no solo en referencias, sino también como técnica narrativa. Pasajes como, por ejemplo, el siguiente revelan la visualización plástica, la atención a los detalles en primeros planos y el movimiento del punto de vista narrativo en travelling por la escena: «El taxi se detuvo al comienzo del paseo, que bordeaba una playa con unos patines de plástico alineados cerca de la orilla a la espera de un cliente. Brillaba un sol inofensivo, y en los pocos bancos fueron dejando atrás a una pareja que muy poco tenían que decirse, a varios viejos sonriendo en su abandono y a un pintor con sombrero de paja agujereado y con pinceles en la boca, como si se estuviera desayunando un cuadro imaginario. Muy cerca, un gordinflón trotaba en busca de la salud perdida con el corazón a reventar, la camisa empapada y doce calorías menos, hundidos sus ojillos en un montón de grasa».

Asimismo, no son pocas las referencias directas como indirectas que la novela nos sugiere: por ejemplo, en conversación etílica entre Panocha y Tomás, este último afirma que le hubiese gustado ser película, y en concreto menciona Drama en el presidio y Cleopatra. Más adelante, un diálogo de Rocky con la policía sirve para pensar en Uno de los nuestros (Goodfellas, 1990), o conversando Carmina y Rocky, se asocia el mar como destino y el cine en títulos como Rebelión a bordo, Tiburón, Náufrago o El viejo y el mar, y hasta se menciona por parte de Carmina El puente sobre el río Kwai, por desarrollarse sobre un río, agua, y que al fin y al cabo, dará al mar, al Pacífico en concreto. Todas ellas son películas que adaptan obras literarias y varias mantienen curiosas conexiones con la trama de la novela que leemos. Más allá del evidente nombre de Rocky en un boxeador, me llamó la atención Tiburón, por ser la película que me vino a la cabeza al leer el título de la novela: ¿soy yo o en necesito una isla grande resuena aquel «You’re gonna need a bigger boat» (necesitará otro barco más grande)? Que luego aparezca su referencia en el texto no hace sino confirmármelo. Reparemos también en que el río Kwai desemboca, hemos dicho, en el Pacífico, que Rebelión a bordo (Mutiny on the Bounty, 1962) o Náufrago (Cast away, 2000) también se desarrollan en islas del Pacífico; que El viejo y el mar (The Oldman and the Sea, 1958) es el solitario viaje interior de un anciano lobo de mar que ya no logra pescar nada; o Drama en presidio (Convicted, 1950) si podemos trazar un paralelismo entre el presidio y la residencia, entre la espera de la muerte y el hecho de que un preso pueda enfrentar la silla eléctrica, que los personajes de otros presos sean perdedores y parias a la sombra de su pasado —que se aprovecha para la distendida comicidad toda vez que un envenenador es el cocinero y un degollador el barbero—, o la liberación y reinserción en la sociedad del preso con tal tacha de preso, y, por tanto, en el último escalón social.

Y pese a que no haya referencia directa, la novela sí evocará por hache o por be —y en este punto es cosa mía como lector— otras cintas como Cocoon (1985), Una historia verdadera (The Straight Story, 1999), A propósito de Schmidt (About Schmidt, 2002), La juventud (La giovinezza, 2015), nuestra Volver a empezar (1982), o más reciente en cine de animación, Up (2009)… por citar algunas películas que las páginas de Rafael Soler me sugerían. Ahí las dejo por ampliar este universo temático a los lectores.

Un detalle que le han subrayado a menudo a Rafael Soler en entrevistas y presentaciones es la longitud de sus obras, no por voluminosa sino precisamente por lo contrario, en los tiempos de los grandes mamotretos, los auténticos tochos, y las sagas infinitas compuestas a propósito desde el criterio de la cantidad. La respuesta de nuestro autor es la siguiente: «yo creo que cada novela tiene la extensión que precisa, ni una página más. Yo soy un escritor que revisa los textos, que los deja dormir; siempre en la segunda versión de una novela aparecen matices nuevos (…) y siempre hay páginas que sobran, páginas que has escrito buscando la página que viene luego. Esas hay que quitarlas. Superar las 300 páginas de un novela manteniendo una intensidad tremenda no es fácil: una cosa es contar y otra es atrapar al lector». Remarco esta respuesta porque se suma a un coro de narradores actuales que nadan en la misma corriente, y también es algo que veo en el auge cada vez mayor de la narrativa breve, del relato corto y del cuento. Destaco aquí a Antonio Tocornal, quien el año pasado afirmaba en la misma línea que Rafael Soler: «Cuando llego a las 200 páginas comienzo a sentirme culpable. Creo que las obras de narrativa que exceden de las 300 páginas son a menudo resultado de una actitud egocéntrica del autor. Yo no me atrevería a robarle más tiempo del necesario a un lector para contarle una historia; me parecería invasivo. Por esa razón, cuando paso de las 200 páginas, normalmente me dedico a pulir o a podar lo innecesario».

En efecto, el libro no debe pensarse en su longitud de impresión, sino en su contenido y en la forma más efectiva de contarlo, de acercarlo al lector, de atraparlo y de no robarle más tiempo del necesario, y que está dispuesto a darle a nuestro relato, ni tratarlo como a un idiota al que ha de dársele todo con cucharilla. Hay libros de más de 600 páginas maravillosos, trilogías y tetralogías, como también hay libros de 150 páginas que son una genialidad. Tiene algo del carácter ilustrado la posición de esta línea de narradores, en la que incluyo a Rafael Soler, cuando leemos de Kant: «El abate Terrasson dice, en verdad, que si se mide la magnitud de un libro no por el número de páginas, sino por el tiempo que se necesita para comprenderlo, podría decirse de más de un libro que sería mucho más corto si no fuera tan corto. Pero, por otra parte, (…) puede decirse con igual razón: más de un libro hubiera sido mucho más claro si no hubiera querido ser tan enteramente claro. Pues los auxilios para aclarar un punto, si bien son útiles en las partes, distraen empero a menudo del todo, no dejando al lector alcanzar pronto una visión de conjunto». Conste que aquí comento este aspecto exclusivamente desde el punto de vista del escritor al crear su obra. Hay otras interesantes perspectivas respecto del tema como pueden ser la perspectiva editorial por el ahorro ante la escasez de papel, cuestiones de marketing o la pereza lectora de una sociedad de la inmediatez, con un tiempo cada vez menor de atención o concentración, que cada vez más busca la lectura simplificada, reducida o muy concentrada. O todo junto. Pero esto es otro tema.

Buen humor y vitalismo cruzan Necesito una isla grande. No es una novela plana, sino que posee una inteligente arquitectura literaria: la que permite hablar de lo que nadie quiere hablar con una sonrisa; la que convierte lo desdeñado o marginado en protagónico sin pedir permiso y sin aspavientos, con total naturalidad; la que parte del hecho maravilloso para ahondar calladamente en lo cotidiano; la que hace que cada enunciado en prosa tenga el sonido del verso que lo sostiene: «Versos de los que hacen a un poeta sin una coma de más ni una palabra de menos (…) un poema con alma, que son los que perduran».

Héctor Martínez

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